miércoles, 11 de junio de 2014

TIRO AL BLANCO

No voy a votar por Zuluaga. Y no voy a hacerlo porque, como se sabe, es un candidato que ni siquiera tiene vida propia: es la marioneta de Uribe. Tal circunstancia nos depara dos escenarios posibles: si después de elegido Zuluaga decidiera gobernar por sí mismo, como lo hizo Santos, la anterior marioneta, nos enfrentaríamos a cuatro años de peloteras entre el presidente en ejercicio y uno de los dirigentes políticos más influyentes de este país. Y creo que no soy el único colombiano hastiado con esa situación. Pero además -mucho más importante- su gobierno sería una incertidumbre para todo el mundo: hasta el momento sólo lo hemos oído recitando el ideario de su jefe y nada de su propia cosecha, si es que la tiene. Y si, por el contrario, esta vez Uribe sí lograse gobernar en cuerpo ajeno, a través de OIZ, volveríamos al macabro período que vivimos entre 2002 y 2010. Y yo no estoy dispuesto a ser cómplice de un gobierno criminal.
Me dirán que exagero, pero no es así. Haré un rápido repaso -sin pretensiones de exhaustividad- de lo que pasó durante el gobierno de Uribe: temibles asesinos visitaron clandestinamente, y con la aquiescencia de importantes funcionarios, nada menos que la casa de gobierno, con fines que aún desconocemos a cabalidad; casi todos los personajes de la vida pública de este país, sobre todo si a la sazón eran adversarios ideológicos del presidente, fueron interceptados en sus comunicaciones privadas; el poder ejecutivo concentró cada vez más y más poderes, hasta el punto de  darse el lujo de casi desconocer la autoridad del poder judicial; la constitución del 91 fue reformada a punta de sobornos; el país retrocedió en materia de libertades individuales (la dosis personal de droga volvió a castigarse, por ejemplo); la alianza entre la clase política y la mafia llegó a su punto máximo. Y, por si fuera poco este rosario de perlas, durante ese tiempo asistimos a uno de los episodios más atroces de toda nuestra historia (y vaya que eso es mucho decir): los indolentemente llamados falsos positivos. No hace falta seguir. Esa realidad es el horror.
Llegado a este punto, es justo aclarar que tampoco voy a votar por Santos. Y no voy a hacerlo porque detrás de ese presidente, que tantos admiran hoy, se encuentra uno de los seres más mezquinos y oportunistas que he visto, dueño de la habilidad del capo de la mafia que logra salir completamente seco cuando el agua que él mismo ha ayudado a ensuciar salpica a los demás. Un hombre que es una especie de veleta que gira de acuerdo a los vientos políticos que le son más favorables, que usa a las personas mientras le son útiles, para después abandonarlas a su suerte: nada más hay que recordar las bellezas que hablaba de Álvaro Uribe, cuando necesitaba de sus votos en las pasadas elecciones presidenciales (“el mejor presidente de Colombia en toda su historia”), y las barbaridades que de Uribe  y de su gobierno –del que él mismo hizo parte importantísima- dice ahora.

Como ministro, Santos ha sido cómplice desde hace veinte años del caos social que vivimos, a través de las sucesivas carteras en las que se ha desempeñado en diferentes administraciones, entre ellas nada menos que la de Hacienda. Tampoco hay que olvidar que él era el ministro de defensa cuando se desató el escándalo al que me referí arriba: las ejecuciones a sangre fría de civiles inocentes. Y a pesar de que le doy el beneficio de la duda respecto a una eventual complicidad de esos crímenes de lesa humanidad, me es imposible desvincularlo completamente de responsabilidades.

Como presidente, ha sido un tramposo que juega al ensayo y error con sus gobernados, apoyando iniciativas impresentables que viajan soterradas, y apostando a meterle a la opinión pública gato por liebre en todas sus declaraciones. Y ya ustedes saben a qué me refiero con esto: las promesas incumplidas de viviendas gratis para los colombianos más pobres, la manera infame como ha tratado los paros agrarios –llegando al punto de negar la existencia de alguno de ellos-, su complicidad casi delincuencial con la fallida reforma a la justicia, la forma descarada como se sirve del erario para lograr apoyos de todas las índoles, desde los gamonales más sucios  hasta los grandes medios de comunicación, la farsa demagógica en la que se ha embarcado en la semana previa a las elecciones, a través de una verdadera feria de promesas para sus cuatro años siguientes de gobierno sobre temas que le importaron un bledo los cuatro años anteriores.

Su único, pero apenas supuesto, punto a favor, la firma de un tratado de paz con las Farc, hace agua por todas partes: para no ir muy lejos, un par de días atrás Timochenko, el jefe máximo de esa guerrilla, declaró que sólo entregarían las armas si les daban el poder. Eso para no hablar de la lentitud del proceso mismo, de sus inciertos resultados prácticos cuando finalice la etapa teórica –si es que eso sucede algún  día-: ¿qué harán esos ocho, diez, doce mil hombres sin su fuente de sustento? ¿Engrosarán bacrims? Todo esto, para no hablar de la increíble improvisación que ha sido todo este montaje de La Habana: la forma en que se ha llevado a cabo da la impresión de que no se hizo buscando una verdadera mejora en la calidad de vida del pueblo colombiano, sino en un simple y desaforado afán de gloria personal.

Dejaré hasta ahí esta realidad sucia, mezquina, oportunista, mentirosa, manipuladora e irresponsable que representa este sujeto. Y agregaré que, tal como en el caso de Zuluaga, tampoco estoy dispuesto a ser cómplice de otro gobierno al que también considero criminal.

Ante este escenario, francamente desolador, podría abstenerme de ir a votar el domingo, como una forma de protesta. Pero esa sería una señal ambigua, que podría confundirse con la simple pereza del desplazamiento, con la incapacidad transitoria o permanente para hacerlo, o con la intimidación por parte de terceros para impedir mi voto libre. La democracia es un sistema que necesariamente debe ir adaptándose a los tiempos, para que tienda a la perfección, pero que siempre será imperfecto. Y siendo la colombiana una de las democracias más imperfectas que conozco, sólo me queda la salida del voto en blanco. Que votar en blanco es votar por Zuluaga, andan diciendo por ahí. No entiendo por qué: por allá en segundo de primaria me enseñaron a mí unas nociones de aritmética que todavía recuerdo: las manzanas no pueden sumarse a las peras. Que el voto en blanco no significa nada en la segunda vuelta, insiste otra versión callejera. Pues para mí sí. Significa que yo tuve la voluntad de levantarme de mi cama, que me tomé el trabajo de desplazarme hasta mi sitio de votación, que nadie me pagó por ejercer mi derecho (¿quién compra votos en blanco?), y que al final ninguno de ese par de bribones, y de lo que representan (representan lo mismo: no sé por qué pelean ustedes), merece mi voto.

Entiendo que de ganar el voto en blanco no se repetirán las elecciones, y que alguno de los dos saldrá elegido el domingo así sea por dos votos contra uno, pero esa es mi manera de protestar contra una clase política parásita que le chupa la sangre sin compasión a este país. Esa es mi voz, mi forma de expresar democráticamente que no estoy obligado a escoger entre dos males, que no soy cómplice de unos criminales. Mi conciencia, o como se llame eso, no me lo permite: elíjanlos ustedes.


Yo voto en blanco.

martes, 22 de abril de 2014

LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE LA CÁNDIDA COLOMBIA Y SU ESCRITOR DESALMADO

A Gabriel García Márquez le encantaban los vallenatos. Aparte de que él solía insistir en que al hombre a quien más admiraba en el mundo era a Rafael Escalona, por la capacidad que tenía de contar las realidades sociales a través de las historias de sus canciones, muchos consideran a Cien años de soledad, su obra cumbre, como un vallenato de cuatrocientas páginas. Por eso no me extrañó cuando el Sábado de Gloria oía cómo unos de los últimos vallenatos que grabó Diomedes Díaz, titulado La envidia (“Y si usted no da lo que tiene/ ya lo tratan de mala gente”), se conjugaba a la perfección con lo que yo, simultáneante, leía en las redes sociales, que no era otra cosa que las opiniones de famosos y anónimos sobre esa actitud egoísta de García Márquez consistente en darse la gran vida en México, mientras que en Aracataca, su pueblo natal, ni siquiera hay acueducto. Ahí estaba, una vez más, descrita la realidad de este país en un par de versos vallenatos.

Alguien me dirá que la razón es que los colombianos somos un pueblo más sentimental que, digamos, los estadounidenses, que han sido harto desidiosos con sus compatriotas de Oak Park (Illinois), a quienes el insensible de Ernest Hemingway, su hijo Nobel, no fue capaz de regalarles ni siquiera la electrificadora que provee de energía al pueblo, y en cambio malbarató la plata, ganada a trasnocho limpio, viajando a París, participando en cacerías en África, y comprando un par de casas, una en Cayo Hueso y otra en la Habana. Sí, porque en vez de solidarizarse con los pobres vecinos de Oak Park, los gringos no han hecho sino enaltecer al autor de El viejo y el mar como uno de los grandes hombres de su país. De hecho, se ha sabido que esos insensatos norteamericanos tomaron la misma actitud con William Faulkner, quien sistemáticamente se hizo el loco con la construcción del gasoducto de New Albany (Mississippi), el pueblo que lo vio nacer, y al que no tuvo ni la delicadeza de irse morir después de ser galardonado en Estocolmo. Qué gente. Como si un escritor tuviese los mismos derechos de los profesionales de otros oficios, y estuviera en la libertad de gastarse su propia plata en darse gustos a sí mismo y a su familia. Qué degeneración, Dios mío.

Por eso, ahora que en este país de las generaciones espontáneas de indignados han surgido, súbitamente, masas de hermosos seres de luz preocupados por el destino de sus hermanos de sangre de Aracataca, ahora que se murió el único responsable de que ese nuevo pueblo elegido no tenga agua ni electricidad ni calles pavimentadas -y que, por otra parte, fue el único colombiano de mala madre que nunca se metió la mano al dril, como sí lo hacemos todos los demás, para pagar una contribución voluntaria que ayude a construir acueductos y electrificadoras en nuestros respectivos pueblos natales (a los mártires de nuestra política ya les queda imposible seguir sacándose ellos el pan de su propia boca para dárselo a sus gobernados)-, les propongo que, para solucionar los problemas de Aracataca, ese pueblito del Magdalena que algunos colombianos con alma de oro siempre han llevado en el corazón de sus preocupaciones, pero que sólo ahora, repito, que murió el único responsable de que se encuentre en la miseria, le hacen público su amor incondicional, empecemos a decir, cuando nos interroguen en las encuestas de Invamer Gallup, IPSOS-Napoleón Franco o el Centro Nacional de Consultoría, que el problema más importante de cara a las próximas elecciones presidenciales es el acueducto de Aracataca. Verán como Juan Manuel Santos, con plata de su propio peculio si es preciso, lo hace en menos de diez días, antes de que los demás candidatos presidenciales empiecen a incluirlo en sus programas de campaña como tema prioritario del próximo gobierno.

Doy desinteresadamente la anterior solución (yo también tengo mi corazoncito, aunque no lo parezca), con el único fin de que esta noche los tantos ángeles de amor que hay en Colombia por fin duerman tranquilos, sabiendo que sus protegidos, sus hijitos de las entrañas de Aracataca, que les han causado tantos desvelos, pronto tendrán servicio de agua en sus casas. Son esos mismos compatriotas sensibles y piadosos a los que debemos agradecer que hayan desenmascarado al canalla de García Márquez, que siempre atesoró la plata de las regalías de la venta de sus libros como si fuera suya, y les dejó el trabajo sucio de la infraestructura a los políticos, quienes sabrá Jesucristo con qué razones altruistas encontraron toda clase de tropiezos para invertir los dineros públicos en la calidad de vida de sus conciudadanos, y en su lugar los usaron para comprarse fincas y camionetas nuevas para ellos.

Por si fuera poco, este nuevo arrebato de indignación ha servido para que se despeje una misterio de cincuenta años: la explicación de por qué el caos de movilidad capitalino. A la luz de los nuevos acontecimientos, es fácil darse cuenta de que todo el problema estriba en el hecho de que Bogotá no ha dado aún un escritor de la talla de Gabriel García Márquez que, con suerte, se gane el nobel y le regale un metro a la ciudad. Y pensar que hay tantos desalmados por ahí echándoles la culpa a los pobrecitos alcaldes, que con nadie se han metido.

No hay derecho.


@samrosacruz

sábado, 19 de abril de 2014

MI GARCÍA MÁRQUEZ PERSONAL

Yo no sé qué sería de mi vida si llegara a un país que no es el mío con apenas veinte dólares de lástima en el bolsillo, y sin ninguna isla de náufragos en el horizonte laboral. Pero sucede que yo no soy Gabriel García Márquez, y en cambio él sí lo era cuando arribó a México el dos de julio de 1961, destinado a ingresar para siempre en el olimpo de los genios de la literatura universal. Llegó con Mercedes, su esposa, con su hijo Rodrigo, y con la excusa de quedarse toda la vida allí por cuenta de un arroz amarillo que les sirvieron en la primera fonda a la que entraron, para así lograr la distancia que necesitaba con su propia nostalgia y, de ese modo, poder empezar a escribir, después del giro en U más afortunado de la historia de las letras -que privaría a su familia de unas vacaciones de playa largamente esperadas-, la obra maestra literaria más asombrosa del siglo veinte.

Pero es que eso era él -cosa que compruebo en cada una de las líneas que escribió, y que yo leo y releo con una devoción que ya quisiera Alá para sus guerreros muyahidines-: un orfebre preciosista del arte de contar historias, que fue educado, de la manera más cruel posible, para soñar: en los delirios feraces de su abuela Tranquilina Iguarán Cotes, en los recuerdos de gloria de su abuelo Nicolás Márquez Mejía. Y que además fue incapaz de contener el indomable deseo de restregarle al mundo entero, tecla por tecla, el prodigio inverosímil de haber vivido la vida caribe que le tocó en suerte. 

Con seguridad fue por eso, y no por los motivos mezquinos que unos cuantos envidiosos le endilgan, que esas penurias económicas, esas incertidumbres profesionales -que en realidad siempre fueron certezas definitivas- nunca doblegaron su inquebrantable deseo de vivir exclusivamente de lo que él llamó, con toda razón, “el oficio más bello del mundo”: escribir. Escribir el torrente inagotable de sucesos que, a pesar de su mente portentosa, o precisamente gracias a ella misma, impresionaban su cerebro de niño tímido con la fuerza de un huracán.

Un oficio a través del que me reveló, con más fidelidad que cualquier fotografía o anécdota de familia, cómo fue la vida de mis propios padres a mediados del siglo pasado en Soledad, ese pueblo que era una réplica idéntica de Macondo, repetido cientos de veces en el espejo mágico de todos los otros pueblos de la costa caribe colombiana, y a cuyos habitantes de antaño ellos, mis padres, durante los almuerzos de mi infancia, les encontraban las correspondencias perfectas con los personajes de Cien años de soledad. 

Un oficio que le permitió develarme a mí, y a todo el que haya tenido la fortuna y el buen sentido de leerlo, las costuras escondidas de los mejores libros de la historia; las claves insospechadas de los muchos géneros musicales que a él, como a mí, le alegraban el espíritu; los inagotables ángulos con los que se puede descifrar la realidad de este país devastado, desde antes de su propio nacimiento, por un fratricidio absurdo; los secretos mejor guardados del corazón humano, fuesen éstos virtudes dignas de los arcángeles más bondadosos o miserias propias de los mefistófeles más despreciables. Y sobre todo la revelación deslumbrante e incontrovertible de que la fuerza más poderosa del universo es el amor.

A mí sinceramente no me importa, como a tantos, cuál era la filiación política de Gabo -como solían llamarlo sus amigos más cercanos-, pues además de que -cualquiera que hubiese sido ésta- no lo definía como ser humano, nada en esta vida podría darme la autoridad moral para afirmar que en eso él estaba equivocado, y que una filiación contraria, aunque me hubiese sido revelada en el monte Sinaí, debería ser la correcta. 

Porque, por otro lado, tampoco tendría la descarada arrogancia intelectual de pretender refutarle unas ideas que se formaron en su mente después de su infancia repleta fantasmas instruidos en todos los temas de la vida; de su adolescencia signada por las necesidades económicas y las disfunciones familiares; de su joven adultez, atravesada por las turbulencias políticas del siglo más loco de todos cuantos en este planeta extraordinario han sido; de su madurez de gitano ilustrado, que lo mantuvo errando de un lado a otro buscando el amor que ya de todos modos había encontrado en aquella niña de nueve años que se le aparecía diciéndole “ojos de perro azul” en los sueños de sus noches de pobreza inmarcesible; de la clarividencia de escritor consagrado que lo llevó a recibir, liqui liqui de por medio, el premio más prestigioso de las letras del mundo, de manos del mismísimo rey de Suecia; de su vejez manchada por la ignominia de una amnesia oprobiosa, que es la prueba fehaciente de que esta es una vida injusta que premia y castiga a la topa tolondra, y del modo más brutal concebible, a sus indefensos usuarios.

Es por eso, Maestro amado, que hoy, cuando vas ascendiendo al cielo de los inmortales, envuelto en tu gloriosa sábana guajira, te veo en la acera opuesta, como tú también un día de mayo 1957 viste en el bulevar de Saint Michel, en París, a Ernest Hemingway, pongo las manos en bocina, como Tarzán de la selva, y te grito “Maeeeestro”, con la pueril esperanza de que tú, comprendiendo que no puede haber otro maestro entre la muchedumbre de almas que van subiendo contigo, me concedas un inmerecido, pero meritorio, grito de “Adióooos amigo”.

Descansa en paz, Gabriel García Márquez de mi alma.

 

@samrosacruz

lunes, 31 de marzo de 2014

Mi tarde en el banco

Estoy en un banco (ay, madre mía). Les juro por lo más sagrado que lo que les cuento enseguida sucedió tal cual, sin un ápice de exageración. Una hora atrás entro aquí y, por instrucciones de un amigo que me ha pedido ayuda, solicito la reconstrucción de 12 meses de rendimientos de un CDT. Me hacen seguir a nada menos que la oficina del encargado de los CDTs de la agencia principal de este banco en la región. Se trata de un CDT con una frecuencia de vencimiento de tres meses, es decir que el tipo, el encargado, tiene que buscar únicamente cuatro momentos en el tiempo para darme la información que requiero. La lógica dicta que cada renovación debe resultar en una cifra ligeramente superior a la anterior. Y con respecto a las fechas, en el manual de las obviedades de Perogrullo dice que se consiguen sumando tres meses cada vez, a partir de la ya conocida fecha de expedición del título. ¿Sencillo verdad? Pues no. Al menos no para él. 

Lo raro es que el sujeto no es un simple cajero. Tampoco es lo que llaman un asesor, de esos que tienen quinientas personas esperándolos. No: es un funcionario con oficina grande, individual, que se cierra con puerta y todo. Un gran tiburón de los negocios. Sin embargo, al explicarle lo que quiero, a nuestro experto en finazas parece que le hubieran puesto a resolver la conjetura de Poincaré: se rasca la cabeza y me dice que va ver qué puede hacer. Con todo, después de una colección de titubeos y objeciones (repite y repite que "esto no se va a poder"), arranca con la compleja tarea: "aquí hay uno de 2008 (el CDT se expidió -y ya se lo informé- en 2012), ese no lo metemos, ¿verdad?". Pasa el tiempo y, después de una nueva tanda de rascaduras de cabeza, me revela que "esto está enredado, porque aparece uno de 2010 por un valor menor". Ante semejante problemón, yo le respondo que lo encuentro lógico, pues la idea de un CDT en pesos es que la plata suba, y no que baje -de hecho lo contrario es imposible, pero él no parece saberlo-, y le hago ver, de la manera más atenta que me permite la escasa paciencia que me queda, que 2010 es un año anterior a 2012. Adicionalmente, lo capacito en el hecho de que, a menos de que el banco, en un ataque de generosidad, haya regalado algo de plata ("cosa que dudo", le aclaro), es fácil saber cual es el CDT que reemplaza al anterior: su monto es exactamente igual a la suma del capital anterior más los intereses generados. Las matemáticas no fallan. El halcón de las finanzas me mira y sonríe: empieza a entender. 

Mientras él trata de descifrar el enigma superlativo del orden ascendente de cifras y fechas, yo escribo. Lo hago para calmarme, porque antes de que me acuerde de que puedo escribir esto, o cualquier otra cosa que me esté ocurriendo, como parte de esa eficaz terapia para el manejo de la ira que descubrí hace unos meses, he estado a punto de saltar sobre su escritorio, arrebatarle el teclado, tumbarlo de la silla de un empujón, y sacar yo mismo la triste tablita que le estoy pidiendo, que consta de cuatro cifras con sus respectivas fechas. Sigo escribiendo en mi celular, y un considerable período de tiempo después, Eureka, la eminencia bancaria empieza a estrenar zonas de su cerebro que hasta ese momento ignora que tiene, se le ilumina el rostro, y se faja con un bolígrafo y un trozo de papel.

Quince minutos más tarde, después de hablar repetidamente consigo mismo (se pregunta, se responde, se contrapregunta), me entrega el mismo trozo de papel, sembrado de tachones por todos lados, de flechas que indican que lo que va aquí arriba es la continuación de lo que escribe acá abajo, y de líneas repetidas y en desorden cronológico (me presenta seis misteriosas líneas, correspondientes a cuatro juegos de datos que pedí, y, como el lector agudo puede intuir, esos cuatro juegos necesitan solo cuatro líneas). A continuación trata de explicarme -sin éxito- su flamante trabajo de minería de datos. Ante su nuevo desconcierto (no entiende nada de lo que él mismo acaba de hacer), acudo en su ayuda: le recuerdo el orden de los meses del año y anoto los números del uno al cuatro al frente de cada línea (el uno frente a la fecha más antigua, el cuatro frente a la menos antigua, y así), y añado un tachón de mi propia cosecha (anulo una de las líneas repetidas). Él respira aliviado: "hágase el orden cronológico", parece gritar alguna deidad oculta desde un rincón de la oficina. 

Después, a punto de irme con mi informe entre los dedos (no me da ni siquiera un pequeño sobre de manila para guardarlo), me encuentro con su mirada de completa indefensión. Y es en ese momento cuando mi infinita cólera se transforma en una profunda conmiseración por aquel pobre hombre que no tiene la menor idea acerca de en qué diablos consiste su trabajo (A propósito: ¿cuántos millones ganará? ¿Por qué él sí y yo no, que ando desempleado y contando plata ajena?).

Finalmente salgo de allí, llego al carro, y reflexiono en lo paupérrimo que puede llegar a ser el nivel profesional en este país. Me pregunto cómo funcionan algunas empresas. De hecho me maravillo de que funcionen. Y, mientras salgo del parqueadero, pienso si, teniendo en cuenta lo que acabo de vivir, no tendré chance de que me nombren ministro de hacienda. Al menos por los cinco meses que faltan para que se acabe la actual administración. ¿Ustedes qué dicen, le mando la hoja de vida a Santos? 

Espero sus comentarios.

miércoles, 19 de febrero de 2014

LA PELEA PERDIDA

La constante lucha entre el poder y el arte, siempre subversivo este último, suele tener un claro perdedor a la larga: el poder. Para poner únicamente un ejemplo, ya no solo el generalísimo Franco no gobierna en España, sino que, de hecho, la pacatería y el carácter retrógrado de sus leyes fueron aceleradamente reemplazados por un arsenal de nuevas costumbres, que hoy por hoy tienen a la sociedad española como un ejemplo de progresismo ante otras sociedades. En contraste, el Guernica, la obra maestra de Picasso que muestra el horror de los bombardeos a un pequeño pueblo vasco, con los que alemanes e italianos pretendían apoyar al régimen franquista, sigue, como denuncia de esa barbarie, tan vigente como el primer día. Ya lo dijo el mismo Picasso: "No, la pintura no está hecha para decorar las habitaciones. Es un instrumento de guerra ofensivo y defensivo contra el enemigo.".

No obstante, a excepción del nombre, en ninguna parte del famoso cuadro hay la menor alusión al pueblo o a los autores de la masacre. No la necesita. Todo el mundo tiene el potencial de descifrar de qué se trata lo plasmado en el lienzo. Y en ese código develado, pero a la vez invisible, reside mucho de la fuerza de su mensaje. El verdadero artista es un transgresor de lo que se da por sentado. Es la voz de los oprimidos, y por lo tanto no solo es ajeno, sino muchas veces contrario a decretos y normas. Y esa voz, así como puede darse a través de las formas de un óleo, o las notas de una sinfonía, también puede darse a través de los rasgos caricaturescos de un disfraz. Ahí hay arte también.

Es por eso que extraña -o más bien todo lo contrario- el artículo que, según el periódico El Heraldo, fue incluido en el Decreto número 0045, expedido por la Alcaldía Distrital de Barranquilla, según el cual se prohíbe la participación, en nada menos que los carnavales de esa ciudad, de "todo tipo de disfraces con alusiones vulgares o morbosas y aquellas que atenten contra asuntos sagrados, la dignidad humana y el respeto por las autoridades". Es decir que, como quien dice, se prohíben los disfraces a secas. Porque desde hace más de un siglo los disfraces de esas festividades no han hecho otra cosa que eso: ser irreverentes en el -tradicionalmente tabú- tema sexual. Y también, de mucho tiempo para acá, burlarse de los fastos sagrados y las arbitrariedades, incompetencias y corruptelas de las autoridades. Justamente se trata de eso: son cuatro días en los que se oficializa artísticamente el temperamento barranquillero, acérrimo enemigo de lo solemne y amante de la mamadera de gallo. ("Aquí no nos paran bolas a nosotros", dijo en su momento Álvaro Cepeda Samudio, refiriéndose a sí mismo, a García Márquez y al resto de integrantes del Grupo de Barranquilla).

Y a pesar de que la noticia no aclara cuál es el castigo para el infractor, ni qué se entiende con eso de "la participación" en el carnaval (si yo, como ciudadano común, salgo a la calle disfrazado de, digamos, alcaldesa nazi, ¿cometo algún delito?), lo que sí deja claro es que la Alcaldía le declaró la guerra, a través del decreto de marras, a los artistas populares más espontáneos del mundo: a las mariamoñitos, a las marimondas, a los machomanes, a los jesucristos reboleros, a los nicolasmaduros curramberos, a las monicalewinskys barrioabajeras, a los alejandroordónez barranquilleros. Sí: queda claro que le declaró la guerra al alma misma de la fiesta, lo cual derivaría en su fracaso anunciado si no fuera porque, como dije al principio, esa pelea la tiene perdida el poder, que en este caso es representado por la Alcaldía de Barranquilla.

Tal vez a la alcaldesa Elsa Noguera, de quien uno se pregunta por qué resultó teniéndole tanto miedo a esa capacidad de síntesis que tienen los disfraces, termine pasándole lo que al presidente Correa de Ecuador en el reciente caso de censura contra el caricaturista Bonil. Según la opinión de tres prestigiosos columnistas colombianos (Antonio Caballero, Juan Gabriel Vásquez y Javier Darío Restrepo), Bonil terminó burlándose no solo de la acción represiva del gobierno de su país contra un opositor, que fue el tema de la caricatura de la discordia, sino también del fracasado intento de censura oficial contra esa misma caricatura. ¿Cómo lo hizo? Fácil: supuestamente retractándose. Pero a través de otra caricatura, todavía más mordaz, en la que usa prácticamente los mismos elementos de la primera, y deja como lo que es -una payasada- a las medidas tomadas en su contra. Porque así como ningún juez serio hubiera podido condenar a Picasso por una pintura en la que no hay nada explícito (no es, digamos, un panfleto que describe nombres concretos y acciones: es una simple pintura que muestra a unas extrañas figuras), tampoco podría hacerlo contra el caricaturista Bonil.

Pero tampoco contra un disfrazado del carnaval, personaje que generalmente ridiculiza a un poderoso que no es identificado  directamente, pero al que todo el mundo reconoce gracias a la magia reveladora de los símbolos artísticos. Así que, repito, algo similar podría terminar pasándole a la alcaldesa Elsa Noguera, sin que ella, a no ser que quiera convertirse en una pequeña sátrapa, tenga posibilidad de evitarlo. Quién quita que le saquen en la Batalla de Flores un disfraz a su intento de censura a los disfraces.

Ahí tienen, pues, una idea los que las tenían escasas este año.

(A punto de entregar esta columna me entero de que la alcaldesa desmontó el tal artículo. Demasiado tarde alcaldesa: espera tu disfraz. Te lo mereces).


@samrosacruz

miércoles, 1 de enero de 2014

DIOMEDES DÍAZ

A mi maestro, Diego Marín Contreras. Él sabe por qué.


Diomedes Díaz ha sido, qué duda cabe, el más grande cantante popular de Colombia en toda su historia. Por si alguien aún no cree que esto es así, sólo hay que mostrarle el mayúsculo acontecimiento que constituyó la noticia de su muerte, y la apoteósica despedida que le brindó un país que, desde hace cuarenta años, para bien y para mal, transita por las letras de sus canciones. El mismo país esquizofrénico que, desde siempre, debido a su extracción humilde, a su carisma, a sus líos legales, a su talento, a su estilo de vida, al prodigio de su voz, se debatió entre el amor y el odio por su persona, para finalmente caer rendido a sus pies, como lo dictaban los elementales e ineluctables designios del destino.

Sí, porque desde el mismísimo día en que nació Diomedes Díaz en La Junta, un corregimiento del municipio de San Juan del César, La Guajira (¿se imaginan cuál tendría que haber sido el futuro natural de un campesino nacido allí hace más de medio siglo?), su suerte estaba echada: a pesar de que, para ayudar a mantener a sus nueve hermanitos menores, desde muy niño debía madrugar a acarrear agua, moler maíz, tirar machete, tejer mochilas, venderlas, todavía le quedaba tiempo para soñar. Y esos sueños los traducía luego al código ancestral que le reveló su tío Martín Maestre, y que de todos modos él llevaba grabado en el fondo de su corazón: el código de la música vallenata, el código de las canciones que se componen y se cantan con el alma: al amor, a la naturaleza, a los amigos, a los hijos: “Ay! en tiempos de invierno a las montañas/ las cubren las nubes en la cima, / y se reverdecen las sabanas, / se colma la fauna de alegría/ Y se alegra el campesino, / la esperanza lo emociona/ Y yo entre más días te deliro/ en invierno y verano a to'a hora”. 

Y así, entre verso y verso, pintando a diario sus zapatos, para aparentar que tenía varios pares, y no uno solo, como la pobreza de su situación lo determinaba, sudando la gota gorda mientras recorría las calles ardientes del pueblo, para cumplir con sus tareas de mensajero de la emisora Radio Guatapurí, empleo que consiguió con la exclusiva finalidad de facilitar la promoción de las canciones que componía, fue abriéndose paso entre los mandamases de la música de su región, quienes, a su vez, intentaban cerrárselo por todos los medios, con el argumento de su supuesta voz chillona (“No dejen que entre a la parranda el ‘chivato’ ese”), situación que él, después, contaba muerto de la risa, sin el menor rescoldo de resentimiento contra esos detractores prematuros que, más tarde, cuando fue evidente la dimensión de su capacidad, se convirtieron en sus amigos de toda la vida. Amigos a los que nunca cambió por nombres de famosas personalidades, lo que seguramente le significó que no tuviera el mismo derecho de echarle la culpa de sus infidelidades amorosas a, digamos, la belleza de una brasilera, como sí lo tuvo, con el beneplácito de todos, Rafael Escalona; pero claro, si este último era amigo de García Márquez.

Y es que a Diomedes algunos no le perdonan los versos machistas de una canción que, si bien incluyó en su repertorio, no fue compuesta por él (“Yo sé bien que te he sido infiel/ pero en el hombre casi no se nota…”), pero, en cambio, se hacen los de la oreja sorda, los de la vista gorda, con los cientos de versos de otras muchísimas canciones, esas sí compuestas por él, que no hacen sino cantarle al amor sincero (“Y tú llegaste, mi amor/ al alma mía y tornaste mis penas/ en alegrías Dios bendiga la hora/ de ese día en que pude conocerte”), enaltecer a la mujer amada, declarándola como dueña suya, y no al contrario: vaya machismo tan extraño ese (“Compuse este canto mi amor/ para que supieras/ que mi vida entera/ pertenece a ti, / cuando yo nací/ ya tú eras mi dueña”), e inculcarle valores espirituales a las nuevas generaciones (“…y con toda la plata que he gana'o, /cuantos problemas no he soluciona'o, / pero nunca me alcanza/ pa' pagarle a mi viejo la crianza/ que me dio con esmero, / porque en la vida hay cosas del alma/ que valen mucho más que el dinero”).





Pero a pesar de esos que miran la paja en el ojo ajeno e ignoran la viga en el propio, de esos que no solo han tenido el cinismo de tirar la primera piedra, sino la segunda y la tercera, Diomedes fue imponiendo poco a poco un estilo mil veces imitado, pero, gracias a su carisma, a su apasionada relación con su fanaticada, con sus queridos seguidores, como él nos llamaba, nunca igualado. Y fue gracias a ese estilo, a esa entrega en cuerpo y alma al oficio que le borboritaba en las entrañas, que, en las casetas de carnavales, allá en Barranquilla, o en su amada Valledupar, o donde fuera que se presentara, la gente dejara de bailar, como lo había hecho durante toda la noche, gozándose al Gran Combo, a los Hermanos Zuleta, a Sergio Vargas, a Joe Arroyo, o a cualquiera de las mejores agrupaciones colombianas o extranjeras que en esa ocasión hubiesen compartido cartel con él, y se aglomerara alrededor de la tarima, sólo para verlo dejar las tripas allí, para ver el espectáculo espontáneo que solía regalar, y que fluía natural desde los torrentes de sus arterias: sin bailarines, sin coreografías, sin disfraces, sin acróbatas, sin maromeros: sólo él, saludando gente, bailando lo que le saliera en el momento (porque “Hay que está' a la moda, hay que está' a la moda”), improvisando versos, cambiando sobre la marcha las letras de las canciones, sorprendiendo con su interpretación de otros géneros musicales, en apariencia ajenos a él, filosofando sobre la vida (“Y no es lo que uno se muera, sino lo que dura muerto”), y, sobre todo, agradeciéndole a sus seguidores, y a todos los que de alguna u otra manera lo ayudaron.

Porque ese era Diomedes Díaz: un hombre agradecido con todos y con todo, siempre, en cada uno de sus cantos, en las entrevistas que concedió a lo largo de su vida, empezando con el entrevistador de turno, pasando por sus padres y la crianza que le dieron, por los maestros que lo antecedieron en su arte y nutrieron ese folclor que él tanto quería y del que era su máximo exponente, por los médicos que lo ayudaron a sortear los delicados trances de salud que le tocó padecer, y terminando, invariablemente, con “mis queridos seguidores”. Un campesino orgulloso de serlo, agradecido con la vida en general, a la que era tan apegado, y temeroso del inexorable paso del tiempo (“Ay, mi vida, pa' que no se acabara, carajo”), lo cual admitía sin eufemismos ni dobleces. Un artista de verdad, cuya excesiva franqueza le granjeó esos malquerientes, que intentaron sistemáticamente, pero en vano, destruirlo como persona, como artista, y que finalmente, aunque ahora él esté muerto y algunos de ellos sigan vivos, terminaron aplastados por el peso oceánico de su ángel de multitudes, de su inteligencia vital, de su espíritu libre.

Te fuiste, Diomedes, pero nos dejaste el vendaval amoroso y alegre de tus canciones, el recuerdo inolvidable de tu energía parrandera, las noches de poesía, ron y acordeones en las que muchos nos enamoramos o dulcificamos un despecho o una pena de amor, los amaneceres cargados de amigos de toda la vida que se abrazan coreando a todo pulmón alguna de tus bellas composiciones. Te fuiste Diomedes, y hoy esta lágrima que derramo y este brindis son por tu música, por tu tesón, por tus sueños que nunca abandonaste, por toda la felicidad que trajiste en tantas cantidades y a tanta gente de este país atormentado. Este brindis y esta lágrima, son por ti, Diomedes, Diomedes Díaz, Diomedes de todos mis días.

@samrosacruz
elreydesnudo@hotmail.com

martes, 10 de diciembre de 2013

PETRO Y ORDÓÑEZ



La destitución del alcalde de Bogotá  por parte del procurador dejó ver una vez más el recrudecimiento cíclico de un fenómeno que, desde su mismísima creación como república independiente, ha acompañado al país: la polarización. Desde las disputas entre centralistas y federalistas, pasando por las sangrientas peloteras entre liberales y conservadores, y terminando en el festival de epitetos entre los samperistas y los no samperistas. Esta vez, con lo de Petro, está en una esquina, como presentado por un anunciador de un combate de boxeo, un sector intolerante, sectario y poco amigo de las soluciones democráticas, mientras que en la otra...también. Tal como ha sido siempre. Desde hace dos siglos. Y, por eso, como dice García Márquez, seguimos viviendo nuestra propia Edad Media.

Porque independientemente de si Petro cometió un falta tan grave que ameritara su destitución, o de si -de ser así- el procurador tenía facultades para destituirlo (dejémosle eso a los juristas), lo cierto es que el comportamiento de los dos grupos enfrentados, los izquierdistas por un lado -o progresistas, como ella mismos se autodenominan-, y los derechistas por el otro, muestran un comportamiento idéntico: aplauso a los entes de control cuando les favorecen sus decisiones, ataque a esos mismos entes cuando no les favorecen, lenguaje violento y soez para referirse al otro bando, y, en general, un desconocimiento institucional selectivo, de parte y parte, que nos da, como país, un aspecto adolescente e inmaduro. Un aspecto poco serio.

La cosa comienza arriba, con los propios dirigentes naturales de cada grupo enfrentado comportándose como niños malcriados: desde Uribe denunciando una persecución política cuando "Uribito" Arias fue inhabilitado, pero llamando a no politizar la actual sanción del procurador, hasta Petro, lloriqueando por su muerte política y azuzando a la gente a la desobediencia civil. Y termina abajo, con los furiosos mensajes en las redes sociales de los simpatizantes de una facción en contra de la otra, haciendo, de este modo, uso exagerado de la parte más extrema del ejercicio democrático, y olvidando casi completamente la faceta media del sistema de gobierno menos malo inventado por el hombre hasta ahora, como la han calificado algunos, y que es justamente la faceta que tiende a resaltar sus bondades y a minimizar sus defectos.

Lo recordaba, citando a Churchill, el columnista de El Heraldo Jorge Muñoz Cepeda, en su artículo Yo contra yo: "la democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando ante las opiniones de los demás". Pero de eso, de doblegarnos ante las opiniones de los demás, de ponernos en los zapatos del otro para entender sus posiciones, como nos lo enseño el recién fallecido Mandela, sabemos poco en Colombia. Ahí estuvo Petro dos años, al frente de la Alcaldía de Bogotá,  sin dar ni un segundo su brazo a torcer en ningún aspecto de sus crasos errores administrativos, dueño de una prepotencia que lo enceguecía ante las advertencias de sus propios consejeros (lo que a la postre le dio las razones al procurador para destituirlo); ahí esta el procurador, persiguiendo como ratas a todos los que opinen diferente a él; ahí está el expresidente Uribe, lanzando llamas por la boca en contra de cualquier contradictor; ahí está el lamentable espectáculo bochinchero de los otros expresidentes; ahí está Francisco Santos, desconociendo su derrota ante un mecanismo de elección al que él mismo se sometió voluntariamente; ahí está el campeonato mundial de insultos de las redes sociales; ahí está el rifirrafe de la supuesta violación en un restaurante famoso; ahí están clientes y guardias de un supermercado arreglando sus diferencias a punta de puñetazos. Ahí estamos todos los colombianos, como perros y gatos.

Aunque puede que Petro haya cometido un error grave, y a sabiendas estar incurriendo en una falacia da hóminem, no voy a cometer aquí el despropósito de apoyar al medieval del procurador: conozco suficientemente su índole y sé cuáles pueden ser sus intereses ocultos en este caso. Pero tampoco voy a declarar mártir al demagogo autocrático de Petro: también sé de lo que ha sido capaz para darle un zarpazo al pastel del poder: él mismo, en contra de todos los ideales que predica, ayudó a elegir al oscuro personaje que hoy lo destituye: ¿de qué diablos se queja, si fue víctima de su propia mezquindad y deshonestidad ética?

No confío en el uno y tampoco confío en el otro, así como no confío en casi nada que tenga que ver con este país. Por lo tanto, en este asunto no voy a contribuir a la polarización: me voy a poner en los zapatos de cada uno de los dos grupos en conflicto: me sumaré a la opinión de unos, en el sentido de que Ordòñez es un fascista, e igualmente me sumaré a la opinión de otros, en el sentido de que Petro no es más que otro populista dañino.

Y, aunque un poco pesimista, no me pueden negar que esa posición encarna en el fondo un espíritu bastante democrático.

@samrosacruz

miércoles, 13 de noviembre de 2013

ANDRÉS CARNE DE CAÑÓN

Encontrar un culpable en el reciente caso, que involucró al famoso restaurante Andrés carne de res, a una estudiante de la Universidad de Los Andes, y a un abogado de 35 años, es sumamente difícil, por la cantidad de puntos de vista desde los cuales se puede analizar. Es tan confuso todo, que lo único que, al menos yo, tengo claro es que, poniendo las cosas en riguroso blanco y negro, sólo veo dos grandes culpables, que, de acuerdo a lo que haya pasado en realidad, son excluyentes entres sí: si hubo violación, como afirma la joven, el gran culpable es el abogado, sea cual fuera el atuendo que ella lucía esa noche; y si no la hubo, si fue producto de mutuo acuerdo entre los dos, como lo asegura Andrés Jaramillo, el dueño del restaurante (no he sabido de declaraciones del presunto violador), la gran culpable es la joven, por difamadora.

Obviamente, en la vida nada es en blanco y negro, y lo más probable es que en este caso haya una escala de culpas que nos toca a todos: nadie sale bien librado de esto. Empecemos por Andrés Jaramillo. Si bien el titular con el que la página web de Blu Radio reseñó el incidente fue un ejemplo clásico de manipulación, centrando todo en que la violación ocurrió en ese restaurante, también fue notoria su actitud de lavarse las manos en el asunto, y de sacar, sin mucha noción de solidaridad, a su marca del embrollo, recurriendo, entre otras muchas razones, al viejo truco de que todo ocurrió por la incitación de la estudiante; por la minifalda que vestía. Apeló al pequeño Ordóñez que todos los colombianos llevamos dentro. Qué mal, señor Jaramillo.

Pero también los medios llevan su parte: si uno oye el audio completo -que también se encuentra en la página de la emisora- se da cuenta de que la respuesta de Jaramillo fue muchísimo más extensa, y de que en ella hacía un llamado a revisar la génesis de ese tipo de comportamientos, la responsabilidad de los padres y de la misma joven. Por lo tanto, si bien existió el componente misógino, y la actitud de Poncio Pilatos, los medios también actuaron mal, satanizando al lugar y olvidándose no sólo del verdadero culpable –en caso de que se compruebe efectivamente una violación-, sino de los miles de casos diarios de violaciones que suceden en Colombia, que quedan en la impunidad más indolente. Jaramillo, al final de la entrevista, los acusó de estratificar socialmente las noticias. Estoy de acuerdo.
Nos toca el turno a nosotros, a los que no somos Jaramillo, Blu Radio, la joven o su compañero de esa noche. De acuerdo a nuestra nueva costumbre, y sin mucha información al respecto, no bien nos enteramos de la noticia empezamos a inundar las redes sociales con furibundas defensas o ataques hacia un lado u otro (la estudiante esto, Jaramillo lo otro), y a empecinarnos en mantenerlos de la manera más recalcitrante posible. Muy pocas personas he visto que, después de informarse mejor, han rectificado parte de sus opiniones iniciales. Tal vez siempre hemos actuado así, de esa manera visceral, y las redes sociales, antes de ser las malas del paseo, ahora nos permiten un debate que puede hacernos a algunos ver las cosas a través de otros cristales. A otros, no.
Por otro lado, si la joven hizo mal es una pregunta que sólo ella tendría elementos de juicio para contestar. Lo único que puedo aportar en este punto es que, si bien una minifalda no tiene por qué ser una invitación, ni una justificación -ni nada- para una violación, la joven, mayor de edad como es, tiene una responsabilidad sobre sí misma, que los hechos de ser mujer, de tener apenas 19 años, de vestir una minifalda, y de estar borracha, no eliminan. Si los jóvenes de ahora se jactan de que maduraron más rápido que sus padres, de que son autosuficientes, de que quieren vivir la vida a gran velocidad, perfecto, que se jacten, pero que después, cuando metan la pata (en el caso en que la relación haya sido consentida, como lo asegura Jaramillo), no vengan a hacerse los indefensos. Puede que ella haya estado borracha, y que en ese estado sea imposible consentir nada, pero los abogados de 35 años también son susceptibles de emborracharse a muerte, y de no estar en condiciones de consentir nada tampoco. ¿Por qué, de ser así las cosas, unas de las dos personas debería considerarse culpable por encima de la otra? El feminismo no puede ser un comodín que se juegue cuando convenga.
¿Y el abogado de 35 años, el supuesto violador, entonces? Si bien es un acto de absoluta descortesía dejar a una persona con la que se acaba de hacer el amor abandonada en un parqueadero, eso no constituye delito alguno. Si en efecto hubo consentimiento, y el tipo dejó a una joven de 19 años, un poco borracha, abandonada a su suerte, nos deja ver qué tipo de persona es ese abogado, pero no es exactamente un peligro para la sociedad. O si no cambiemos la ley: si una relación consentida está permitida después de que las dos personas sean mayores de 14 años, no veo por qué una joven de 19 años, por muy estudiante de Los Andes que sea, tenga que ser una excepción (¿a cuenta de qué?), y que, además, eso provoque que se tome como carne de cañón a un restaurante exitoso (ay, Vargas Llosa: cuánta razón tienes en tu ensayo La civilización del espectáculo).

Ahora bien, si la relación no fue consentida, y lo que pasó fue que la joven coqueteó toda la noche con el señor, y después quiso seguir pasándola bien en el carro del sujeto, y en el momento en que ella pensó que era suficiente él la ignoró y la sometió por la fuerza, ese sí es otro cuento muy diferente.
Y sí, señor Jaramillo y señores de Blu Radio (y va también para todos nosotros, los usuarios de redes sociales): es posible que ese abogado, del que todos nos hemos olvidado, sea quien tenga la culpa de todo esto.

@samrosacruz

lunes, 11 de noviembre de 2013

JULIO Y EL BURÓCRATA (O MI TARDE CON JULIO IGLESIAS)

Leyendo anécdotas sobre Julio Iglesias, contadas por Edgar García Ochoa, el popular periodista cartagenero -mejor conocido como Flash-, me acordé de la única que tengo con el cantante español, en la que, casualmente, también está involucrado Flash.

Sucedió en 1995, cuando yo trabajaba para la estatal Carbocol y hacía parte del consejo de redacción de El Carbonero, la revista institucional de la organización. Acababan de cambiar al presidente de Carbocol y mi jefe me había encargado un artículo sobre el nuevo cacique Pluma Blanca, con fotografías incluidas y todo. Hice arreglos y contacté a un fotógrafo con muy buenas recomendaciones. Después agendé el miércoles siguiente al nuevo presidente para la sesión fotográfica.

Como en esa época sólo los grandes cacaos usaban unos enormes ladrillos negros a los que llamaban "celulares", llegado el miércoles, en un tardío rapto de responsabilidad, quise confirmar la presencia del fotógrafo (nuestra conversación databa de 15 días atrás, y por un descuido mío -nada raro en un empleado oficial- no habíamos vuelto a hablar desde entonces). Lo llamé a todos los teléfonos que me dejó. Nada. Por último resolví llamarlo a la casa, consciente de la improbabilidad de encontarlo allí a las once de la mañana de un día laboral. Me contestó la esposa: "Él salió a cubrir la rueda de prensa que dará Julio Iglesias en el hotel Casa Medina.".

En ese momento, artículo, fotos, presidente, fotógrafo, revista y jefe pasaron a un segundo plano: el hotel Casa Medina quedaba a oportunas dos cuadras de mi oficina, y la perspectiva de conseguirle a mi mamá un autógrafo de su ídolo de toda la vida invadió por completo el resto del día. Además de la cercanía, contaba con un nombre real por el cual preguntar en la puerta del hotel y con mi acreditación como empleado de Carbocol. Era una coartada perfecta para no tener que violar la seguridad del hotel y de pronto terminar preso como sospechoso de querer atentar contra la vida del famoso artista.



Dicho y hecho: allá llegué con una actitud de alarma y una historia triste que logró conmover a los porteros y al personal de vigilancia: tenía que hablar con ese fotógrafo ahora mismo, mi puesto en Carbocol dependía de ello. Entré, y casi enseguida di con el salón destinado para la rueda de prensa. Sin darme cuenta me encontré en una tipo de vestíbulo, haciendo la misma cola que en ese momento hacían periodistas y fotógrafos, portadores de sendas escarapelas, para el buffette de cortesía. Plato y cubietos en mano, me serví una buena porción de aquellas delicias: algo así como langostinos a la diabla, filet mignon, calamari fritti, etc...

Una vez devorado aquello, nos llamaron a la sala principal. Entramos y nos sentamos. Los fotógrafos a la derecha de Julio (nadie puede fotografiarle su lado izquierdo, al que él considera "el menos bonito" de los dos), y, nosotros, los periodistas (yo ya lo era en ese momento), a su izquierda. Gracias a la foto de su columna diaria de El Heraldo, reconocí, sentado a mi lado, a Flash. Enseguida me saludó como si fuésemos viejos amigos, y me contó algunas anécdotas de Julio. De repente los organizadores anunciaron que en cinco minutos haría su aparición Julio Iglesias. Inmediatamente empezaron -al mismo tiempo- una cuenta regresiva ("Faltan tres minutos", gritaba alguien), y la reproducción -a un sonido ya de por sí bastante alto, que aumentaba a medida que avanzaba la cuenta regresiva- de la canción Agua dulce, agua salá, uno de los temas principales del álbum que Julio venía a promocionar a Colombia: "Ayayayay, ayayayay, ayayayay, ayayay". Emocionante.

Al momento exacto de terminar la cuenta regresiva, apareció Julio Iglesias en persona, muerto de la risa y bromeando con los circunstantes: "¿Otra vez tú?" -le dijo a un periodista morenito de los de la primera fila-, yo creo que lo que pasa es que estás enamorado de mí". Después se hizo evidente la veracidad de los relatos a los que Flash nos tiene acostumbrados, según los cuales él y Julio tienen una amistad muy especial. Lo probó el hecho de que, entre decenas de periodistas, el cantante lo saludó única y especialmente a él, usando el diminutivo de su nombre propio ("Hola Edguitar"). Hasta lo incluyó en una de sus respuestas: "...por eso me gusta tanto hacer el amor: me conserva la piel joven", y dirigiendo la mirada hacia donde nosotros estábamos sentados, "no como la que tiene Edguitar, que ya parece la de una viejita".

Este es el momento de decir que en cada una de sus respuestas Julio incluía alguna de estas tres ideas (a veces las tres): "Me la paso trabajando", "No podría vivir sin cantar", "Me encanta hacer el amor". (Periodista: "Julio, ¿qué opinas de los ensayos nucleares de Francia en el atolón de Mururoa?". Julio: "No hablo de política referente a un país que no es el mío, sólo sé que antes hacía el amor en esas playas y a veces me picaban los cangrejitos; hoy no me atrevería").

Fue tan así la cosa, como la describo, que una periodista, sentada en el piso, a escasos dos metros de él (no sé si porque no encontró silla o porque era una precursora de esos"irreverentes" -tan malos ellos- que ahora pululan en los medios), le preguntó casi de mala manera: "Bueno, y cuando usted no está trabajando, cantando o haciendo el amor, entonces ¿qué hace?". A Julio no le varió un solo tono de su bronceado perfecto antes de responder :"Me ducho". En ese instante Flash, que, al igual que el resto de nosotros, se recuperaba de la carcajada, me miró y me dijo: "Ese es el maestro de maestros". En adelante, la ridícula caricatura de enfant terrible no volvió a abrir la boca.

Al final, en medio de un río humano, me acerqué a Julio para que me firmara un autógrafo en una especie de flyer de su álbum -lo más idóneo que pude conseguir para ese efecto-. Julio, sin siquiera dispensarle una mirada de reojo al papel que le alargué, me estampó, como a todos los demás, un auténtico mamarracho, ilegible, mientras mantenía su cabeza totalmente erguida, con una sonrisa congelada y unos ojos ausentes que parecían revelar su pensamiento del momento: "Dios mío, cuándo saldré de estos imbéciles para poder irme a hacer el amor".



Ebrio de farándula y Jet-Set, llegué al aburrimiento de la oficina, como a las cuatro, con mi trofeo de celulosa en el bolsillo, y sin la menor idea del paradero del fotógrafo, que ya para entonces era evidente que no vendría. Cancelé la sesión de fotos aduciendo un accidente de tránsito del fotógrafo, seguro -como estaba- de que ese incumplido de los mil demonios no iba a desmentirme nunca. La realizamos con éxito una semana después.


Diecisiete días más tarde, sin embargo, este exburócrata que les escribe, este haragán de cuello blanco, era debidamente despedido de Carbocol.

@samrosacruz





sábado, 26 de octubre de 2013

EL DRÁCULA MUECO

Asistí hace poco a una fiesta de disfraces a la que decidí ir personificando a Drácula, uno de mis personajes favoritos de la infancia. Siempre sentí una extraña fascinación por la lúgubre figura de un refinado conde cuya vida nocturna se desarrolla entre castillos medievales plagados de sombras, candelabros y telarañas. Esta era, pues, la oportunidad de cumplir mi sueño infantil. Decidí que si bien no iba a mandar a fabricar una máscara de látex ni a comprar una peluca de moños altos para parecerme al anciano Drácula que concibió Francis Ford Coppola en su versión cinematográfica de la novela de Bram Stoker, por lo menos los colmillos no serían unos de esos baratos que venden por ahí a mil pesos. Me pareció buena idea, también, invertir en unos lentes de contacto cosméticos de color rojo. Un poco de maquillaje que me hiciera aparecer pálido, una capa negra de un disfraz vieja de Darth Vader (otro personaje oscuro que me seduce), unos zapatos puntudos negros, y un traje, camisa y corbata también negros, que harían la envidia de Felipe II, completarían el disfraz.



Encargué los lentes (sólo se consiguen sobre pedido) y, además del tradicional puente barato de dientes y colmillos que se suelen adquirir para estas ocasiones  (que compré como plan B), me hice a unos colmillos individuales que vendían en un almacén especializado en fiestas de Halloween, y que se pegan directamente a los dientes por medio de un método sofisticado. Llegado el día de la fiesta, estaba todo listo, así que faltando unas cuatro horas para irnos empezó el proceso para transformarme en el tenebroso conde de Transilvania. Lo primero fue el vestido, la camisa, la corbata y los zapatos –todo negro- , operación que no me llevó más de cinco minutos. Después vino el maquillaje: pan comido: tomó otros quince minutos. Los colmillos debían ser lo último, puesto que en el fenomenal mamotreto de instrucciones que traía el juego de caninos se advertía que no debían usarse por más de cuatro horas continuas. A pesar de que no aclaraban si corrían riesgo mis dientes verdaderos, no quise arriesgarme. Así que si no quería tener que removerlos a la mitad de la fiesta, debían ser lo último. Por lo tanto el turno era para los lentes de contacto.

Además de que antes de ese día nunca en mi vida había tenido unos lentes de contacto en mis manos, tampoco tuve el cuidado de preguntar a la vendedora cómo diablos se ponían, si bien he visto a muchos de mis amigos ponérselos como quien se cepilla los dientes. No fue mi caso. Después de luchar ferozmente durante 45 minutos, en los que el lente cayó decenas de veces y se adhirió a los lugares más inverosímiles del baño (el único que faltó –gracias a Dios- fue el inodoro), finalmente, loco de furia, logre ponerme el del ojo derecho. Luego de un merecido descanso de diez minutos, con copa de vino incluida, inicié la batalla campal para introducir correctamente el otro lente en el ojo izquierdo. Cincuenta minutos después estaba dispuesto a empalar a cualquiera que me dirigiera la palabra (eso era lo más parecido al príncipe Vlad Draculea que tenía hasta ese momento). Cuando estaba a punto de renunciar, el lente entró. Solamente (¿solamente?, ja) faltaban los colmillos.



Después de interpretar un instructivo al que le sobrarían pasos si fuese para armar un reactor nuclear, me puse manos a la obra: había que calentar dos bolas de un material desconocido en una especie de baño maría, rescatarlas después con una cuchara de metal (ojo: no de palo ni de plástico), moldearlas en forma de gusano, introducirlas en las prótesis vampirescas, presionar firmemente en el canino verdadero,  y esperar a que se enfriara la mezcla. No está escrito cuántas veces repetí, sin éxito, el bendito procedimiento, con el agravante de que las bolas perdían cada vez más masa, hasta el punto de que su volumen había descendido a la mitad. Corriendo innumerables riesgos de sanidad, probé reemplazando el material original por silicona. Tampoco surtió efecto. El reloj avanzaba y se acercaba peligrosamente la hora de irnos. Acudí al plan B: el puente barato. Ese día comprendí hasta dónde puede llegar la chambonería humana: no digo que fuese difícil hablar con esa prótesis de pésimo plástico, sino que me costaba trabajo casi respirar. De vuelta al plan A, y ocho nuevos intentos más tarde, instalé felizmente el colmillo izquierdo. Cuando ya nos anunciaba la grabación telefónica que el taxi estaba a cinco minutos de llegar, engasté el derecho, pero –y valga más la metáfora que nunca- parecía pegado con babas. Con la saliva escurriéndome por las comisuras (porque cerrar la boca era un asunto poco menos que imposible), y tomando infinitas precauciones para no tocar ninguno de los dos colmillos, aproveché para la sesión de fotos.

Cuando bajábamos en el ascensor sobrevino el desastre anunciado: se cayó el colmillo derecho. Era tarde para comprar otros colmillos, pero tampoco estaba dispuesto a cometer el oprobio de presentarme como el primer Drácula mueco de la historia. Por lo tanto tenía que pensar en algo rápido. Descarté pegarlo con un chicle, por la sencilla razón de que el acto de masticarlo constituía, en esas condiciones, una proeza monumental, y de todos modos arriesgaba la endeble fijación del colmillo izquierdo. No quedó otra alternativa: teandría que aparecer en las fotos subsiguientes como lo hacen los adolescentes de hoy: con la lengua afuera, como relamiéndome la sangre (que por un favor de la Divina Providencia había quedado pintada justo de ese lado), y así ocultar la falta de la intimidante pieza dental.



En la fiesta me encontré con una vampiresa que tenía menos dientes que la justicia colombiana: “¿Cómo hiciste para ponértelos?, a mí me resultó imposible”, me dijo. Después de revelarle mi oscuro secreto de tigre decrépito, decidí que sería la única persona que lo sabría: ni la despiadada reputación de Vlad Tepes, que ha sobrevivido más de 500 años, ni la sanguinaria del conde Drácula de Stoker, que ya lleva más de cien, merecen semejante ignominia intolerable.

Me tocó, entonces, actuar toda la noche como la estúpida de Miley Cyrus: mostrando la lengua.


jueves, 17 de octubre de 2013

LA SELECCIÓN HISTÓRICA

El sábado en la mañana me encontré a una amiga que me preguntó que si no me parecía Pékerman un genio, y yo, contradiciendo mi costumbre de no enfrascarme en discusiones estériles tan temprano, le respondí con la verdad: no, no me lo parecía. “Pero cómo dices eso, ¿no ves cómo recuperó un partido que se perdía tres a cero y logró empatarlo? Replanteó el juego”. Después de recordarle que el equipo local era Colombia, y que un empate en esas condiciones se acerca más a una derrota que a una victoria, le hice ver que, para no mencionar que dos de los goles fueron penalties, hacer un planteamiento magistral en el segundo tiempo, que le permitiera al equipo remontar un marcador adverso de tres goles, necesariamente implica haber hecho un planteamiento estúpido en el primer tiempo.

Y añadí que, en ese orden de ideas, sólo fue inteligente medio partido, así que, usando la misma ruta de sus premisas, se podría concluir que el tipo era apenas medio inteligente; o, lo que es lo mismo, medio bruto. Creo que aquella será la última conversación que mi amiga y yo sostendremos por el resto de nuestras vidas. No creo que vuelva siquiera a saludarme: deshonré al DT de la Selección Colombia. Pero así son los nacionalismos: irracionales, dañinos, absurdos, enceguecedores.

Después, durante el resto del puente, y más aún después del partido contra Paraguay, he oído –y leído- cientos de veces la expresión “histórico”: en los bares, en los centros comerciales, en los noticieros de TV, en programas radiales, en revistas y periódicos… Un señor Meluk de El Tiempo habla de una clasificación “de leyenda”. ¿Por qué? ¿Qué fue lo legendario? ¿Ganó el torneo Colombia? No: quedó Argentina por encima, y eso, que yo sepa, ha pasado todas las veces desde que se hace este sistema de todos contra todos. ¿Qué es lo histórico, aparte de que esta vez ni siquiera tuvo que enfrentar a Brasil, en un torneo en el que lo raro sería no clasificar? (hay 4,5 cupos para 9 equipos en competencia, nada menos que la mitad). ¿Dónde está lo trascendental? ¿En haber perdido la serie con Venezuela?

Bueno, Pékerman en el portal “Futbolred” dice, refiriéndose a la posibilidad de que Colombia sea cabeza de grupo, que "¡esto es histórico! (porque) solo los campeones del mundo fueron cabezas de serie.” Vaya, qué embustero es Pékerman. Y no hay nadie que se atreva a corregirlo: Nigeria, Holanda, Portugal, entre otros, han sido cabezas de grupo y, al menos en esta dimensión, nunca ha sido campeones del mundo. De modo que eso tampoco es histórico.

Y todos esos “trascendentales”, “históricos”, “legendarios” que escupen los comentaristas deportivos, y que los colombianos nos tragamos sin masticar -y después repetimos como loros amaestrados-, son captados al vuelo por las águilas al acecho de los políticos. Es por eso que viven diciéndonos que cualquier cosa que suceda aquí es histórica. Pero ni la firma de la paz será histórica en este país. ¿Saben ustedes cuántos armisticios se han firmado en Colombia, cuántas guerras se han terminado y han vuelto a empezar otras?
Cuenten las principales: la de Centralistas y Federalistas (período en el que hubo tantas que se engloban todas bajo el título de la Patria Boba), las de Los Supremos, la de 1852, la de 1854, la de 1860, la de 1876, la de 1884, la de 1895, la de Los Mil Días… la de liberales y conservadores, que desembocó en otro “histórico” armisticio, el del Frente Nacional.

Y las otras, las contemporáneas, que, como las anteriores, se han superpuesto unas a otras sin solución de continuidad. ¿Fue histórico, como nos lo dijeron en su momento, que se firmara un armisticio con el M-19? No, ahí seguían –y siguen- las Farc. ¿Y lo fue que se firmara la paz con las AUC? Tampoco, ahí siguen Las Bacrim. ¿Y lo será cuando se firme cualquier cosa que se vaya a firmar con las Farc? Para nada: ahí seguirá el ELN. Y seguirán también las ahora omnipresentes Bacrim, que, como el ELN, nutrirán más sus filas, porque ¿a dónde creen ustedes que van a ir a parar los nuevos desempleados, que no saben otra cosa que ser guerrilleros, y que, de todos modos, el sistema no les brindará ninguna oportunidad, como no lo ha hecho nunca?

Hoy Santos, el gobernante de los fuegos artificiales, como lo califiqué en mi artículo anterior, hace un anuncio histórico cada día de por medio (tramitar –o más bien reformar- una simple ley contra borrachos al volante se convierte en algo histórico). Esta semana, sin embargo, no ha tenido necesidad de su pirotecnia comunicativa: lo han ayudado Javier Hernández Bonnet y Carlos Antonio Vélez. Y Meluk, que nos ha contado sobre unos cuántos hechos históricos de la Selección Colombia, que la gente, deslumbrada por esas tonterías, ni siquiera se toma el trabajo de analizar. Y, por supuesto, Pékerman. Porque, como digo, este es el país de los hechos históricos.

Sólo que la historia, desde hace doscientos años, es siempre la misma.

@samrosacruz

FÚTBOL, CICLISMO, SANCOCHOS Y OTROS DEPORTES DE ALTO RIESGO

Cuando estábamos en sexto, nuestro último año del bachillerato en el Liceo Cervantes de Barranquilla (ese que ahora llaman “once”), a los del curso se nos dio por hacer más vida social entre nosotros de la que hasta entonces nos era habitual. Y a pesar de que en ese momento yo no era el más entusiasta para asistir a las frecuentes “roniones”, como las bautizamos entonces, tuve la oportunidad de disfrutar algunos paseos a la finca de Nacho ( Natxo Saez De Ibarra JI Sáez de Ibarra ) -uno de mis compañeros- en Puerto Colombia, muy cerca del mar por el que entró el mundo a Colombia. Allí jugábamos unos suicidas partidos de fútbol al calor de las doce del día, y rematábamos con un sancocho de gallina, delicioso pero hirviente, que nos ponía a sudar como caballos cocheros, y que probaba, mejor que cualquier documental chimbo de Discovery Channel, hasta qué límites insospechados de temperatura se puede someter al organismo humano.



A veces los paseos no eran futbolísticos, sino ciclísticos, y, apático como he sido toda la vida hacia ese deporte, me abstenía de asistir. Era pleno 1985, y la fiebre de los tales “escarabajos” colombianos en las competencias europeas era como de 42 grados centígrados en todo el país. Por consiguiente, cada vez se unían más y más compañeros de curso a esos paseos. Los domingos se hacía una competencia que arrancaba desde nuestro colegio y terminaba allá en la finca de Nacho, distante a unos 15 kilómetros (me parece recordar una zona de ascenso particularmente difícil, a la que los participantes más asiduos llamaban el “tourmalet”, en referencia a uno de los premios de montaña más famosos del Tour de Francia). Había otros amigos que, si bien no participaban de la competencia, asistían en carros que acompañaban a la caravana ciclística. Iban simplemente a pasar el rato y a tomarse unos tragos.

Uno de esos domingos, nuestro compañero Andrés ( Andrés Martínez De Urbina ) quiso debutar en la competencia. Para tal efecto compró una tremenda bicicleta (no recuerdo la marca, sólo sé que era de las buenas), y se atavió con uno de esos uniformes que parecen de buzo profesional: negro, bien ceñido al cuerpo, y en tela como de lycra. Estaba, pues, Andrés, listo para cortar el viento, para desafiar las distancias, para fajarse con los pedales. Mi amigo Mario ( Mario Alberto Neuman Zambrano ) –que no corría- iba ese día, con mí recordado amigo Tato y otros dos, a bordo de su Nissan Patrol amarillo, en plan, como digo, no competitivo, y a la vez haciendo las veces de soporte para los eventuales rezagados.



Largaron la partida, y los de siempre -Nando Antequera ( Hernando Antequera ) y otros dos- se escaparon del pelotón. La carrera se dividió entonces en tres cuerpos: los escapados, el pelotón, y Andrés, que, como se estrenaba ese día, a medida que pasaban los minutos, perdía más y más terreno frente a los demás. Mario advirtió el rezago de Andrés y disminuyó la velocidad del carro para asegurarse de que no fuese a quedarse abandonado en la mitad del camino. Interrogado sobre sus condiciones físicas, Andrés confesó no poder dar un pedalazo más, pero se negó a subir la bicicleta al Nissan y terminar la competencia en la comodidad de las sillas traseras del mismo. A cambio de eso, sugirió que le proporcionaran una ayuda extradeportiva: él se agarraría del carro en movimiento hasta llegar a la finca, sin pedalear, y terminaría la carrera de una forma digna: montado en su flamante cicla nueva.

Una vez acordado el asunto, pusieron manos a la obra, pero Mario, en un momento dado, se distrajo un poco con el acelerador mientras se desplazaban por un trayecto cuesta abajo, y, simultáneo a la vista de una iguana que agonizaba en la mitad de la carretera, oyó un estropicio de desintegración que provenía de atrás. En una fracción de segundos intuyó lo que después pudo comprobar a través de su retrovisor: Andrés había perdido pie (o rueda, más bien), y rebotaba contra el pavimento junto a su bicicleta de una forma tan armoniosa que era como para otorgarles a los dos la medalla de oro en la modalidad de rebotes sincronizados: la bicicleta le pasaba por encima y, casi enseguida, como despedido por inmenso resorte, Andrés se izaba sobre la bicicleta, la que en ese instante besaba el suelo y se preparaba para ganar un nuevo impulso de catapulta.

Decenas de rebotes más tarde, y después de dar marcha atrás durante medio kilómetro, Mario y los otros tres finalmente llegaron hasta el sitio en donde convalecía Andrés (la bicicleta era ahora un precursor objeto de arte moderno: ruedas romboidales, manubrio asimétrico, caballo dividido en dos partes; lástima no haber tenido la visión en ese momento para subastarla en Christie’s). “¿Qué te pasó, Andrés? –preguntó Mario, disimulando lo mejor que pudo el sentimiento de culpa por su ligereza con el pedal del carro- ¿No sería que te tropezaste con la iguana que había en la carretera?”. Andrés, haciendo un esfuerzo descomunal para hablar (aprovechando que aun podía mover la lengua, tal vez el único órgano de su cuerpo que resultó indemne), lo sacó de la duda: “Que iguana ni que mondá, no joda”.

Veintisiete días después volvió Andrés a clases; parecía un personaje de caricatura: tenía enyesadas tres de las cuatro extremidades y una costra púrpura le ocupaba toda la espalda. Mientras no turnábamos para desplazarlo de un lado a otro en una silla de ruedas, convinimos en que esas actividades resultaban demasiado peligrosas para nosotros. Decidimos, entonces, que no volveríamos a organizar competencias ciclísticas, y que nos limitaríamos solamente al desafío del fútbol al mediodía de la costa caribe colombiana.

Y, sobre todo, que trasladaríamos los sancochos a las más frescas horas de la noche.

@samrosacruz