jueves, 22 de diciembre de 2011

ABRE LOS OJOS

“El fanatismo consiste en redoblar los esfuerzos cuando se han olvidado los objetivos” George Santayana

Cuando nos hablan de cirugías plásticas –o más propiamente del abuso de éstas- automáticamente pensamos en Michael Jackson, el ídolo del pop, cuya obsesión con este tipo de prácticas lo llevó a realizarse un número inverosímil de intervenciones, las que, sin embargo, el famoso cantante siempre desmintió. Lo cierto es que difícilmente se puede dejar de notar la diferencia entre las primeras imágenes que vimos de Michael, en las que lucía como un adolescente afroamericano promedio, dueño –incluso- de cierta apostura, y las correspondientes a sus últimos años de vida, en las que lucía con el aspecto de alguien escapado del plató de filmación de El Planeta de los Simios. Ese es el caso contrapuesto al de aquellas personas que, por enfermedad o accidente, han sufrido algún cambio  importante –e indeseado- en su apariencia, y que tienen en las cirugías estéticas una importante alternativa de rehabilitación física y psicológica.



La cinta española Abre los Ojos –cuyo remake hollywoodense Vanilla Sky, con todo y Tom Cruise a bordo, no le llega ni a los tobillos- toca el punto que nos interesa de una manera sobrecogedora. César, el mujeriego y apuesto protagonista, sufre un terrible accidente automovilístico, a consecuencia del cual su rostro queda horrorosamente desfigurado. En adelante su vida da un giro de 180 grados: un proyecto de novia lo deja para emparejarse con su mejor amigo; sus socios, en la próspera empresa que ha heredado, le hacen una encerrona; su antiguamente agitada vida social, desaparece. Tal es su estado de desesperación, que opta por una alternativa extrema: obedece a los cantos de sirena de una empresa que ofrece una tecnología de vanguardia: la crionización. La promesa consiste en congelarlo en ese presente aciago, para luego descongelarlo y reanimarlo en un futuro cuyos avances médicos permitan una reconstrucción aceptable de su cara.

Dejaré hasta ahí la reseña de este interesante thriller psicológico para motivar a los lectores a que la vean. Seguiré con el otro extremo: los miles de Michael Jacksons que en el mundo son. Sí: aunque Michael es el mutante por antonomasia, no hay que hacer mucho esfuerzo para encontrar en internet galerías de famosos que cambiaron la alternativa de envejecer dignamente por el espejismo de la eterna juventud. Hermosas mujeres, que antes componían las fantasías sexuales de millones, han devenido ahora en espantosos esperpentos que hacen correr a los niños. El mundo moderno, con sus innúmeras presiones estéticas (lo que sea que se entienda por estético en la era contemporánea), ha creado ese nuevo género de enfermedades psicológicas que no permiten, a los afectados, darse cuenta de la verdadera degradación su propio cuerpo a costa de las medidas tomadas –irónicamente-para embellecerlo (la anorexia, por ejemplo).


Pero, lejos de lo que cualquiera pudiera pensar, el asunto no es privativo de famosas estrellas de la farándula que viven de su imagen física.  Cada vez es más frecuente encontrarse, camino a la tienda de la esquina, a un monstruo que lo saluda a uno al pasar, y que posteriormente ingresa en la casa vecina (donde solía vivir una respetable dama muy dueña y señora de sus cincuenta años).  Los cirujanos plásticos están, por supuesto, viviendo su sueño dorado: diabólicos arlequines que deberían demandarlos por la falta de ética que implica el hecho de haber accedido a operarlos compulsivamente, les giran, en cambio, jugosas sumas de dinero.

El equilibrio se ha perdido: si bien en la antigüedad eran frecuentes las historias y leyendas que hablaban de la Fuente de la Juventud, el Elixir de la Vida o la Piedra Filosofal, muchas culturas privilegiaban la vejez sobre la juventud en muchos aspectos. Asambleas que tomaban trascendentales decisiones eran generalmente conformadas por ancianos, cuyas opiniones eran respetadas y ponderadas por los más jóvenes. El sólo hecho de llegar a una edad avanzada, en una época en que la expectativa de vida frisaba en un tercio de la actual, comportaba una hazaña digna de admiración.  Es posible que las facilidades derivadas de los actuales avances de la medicina hayan banalizado la dignidad que debería, merecidamente, acompañar a la ancianidad.



El hecho infortunado es que la actual dictadura de la carne fresca es una realidad. Y paulatinamente invade cada vez más esferas de nuestra vida: estamos sitiados por anuncios de cremas adelgazantes que sirven para todo menos para adelgazar,  de pastillas quemadoras de grasa que incrementan el metabolismo a niveles peligrosísimos, de aparatos de gimnasia caseros de todas la formas y colores que a la postre cumplen su real función de costosos percheros, de cremas antiarrugas, de comida light, de métodos de meditación express escritos por todos los Depak Chopras del mundo, de talismanes,  de batidos, de terapia eléctrica, de dietas de todos los tipos (de los asteriscos, del brócoli, del atún con piña), de costosas suscripciones a rimbombantes centros médicos deportivos (antes llamados, más modestamente, gimnasios), de tratamientos láser, de dosis de bótox, de peelings, de liftings, de vacumterapias, y de una interminable lista de mecanismos mágicos que juran convertirnos en personas más jóvenes y –por ende- más deseables.

Y no es que diga que todo eso esté mal.  Cada quien es libre de proyectar la imagen que crea conveniente. Muchas veces, sobre todo en lo tocante a los ejercicios físicos moderados, estas maneras de arrancarle un bocado de juventud al tiempo traen aparejados beneficios en el plano de la salud, particularmente convenientes por su efectividad y ausencia de efectos colaterales perjudiciales. Ayudarse dosificadamente en el cuidado corporal cosmético puede ser, de hecho, conveniente para la autoestima: sé que a cualquiera de nosotros le gustaría más compartir un rato de conversación con la todavía bella figura de la septuagenaria Sophia Loren, en lugar de hacerlo con el grotesco mamarracho en que se ha convertido el otrora símbolo sexual Brigitte Bardot.



El problema es –como siempre- cuando el asunto pasa al nivel del fanatismo. El fanatismo es uno de los males más dañinos que ha inventado el ser humano: se alimenta de los venenos de la envidia, la intolerancia, la frivolidad y la estupidez. Y es, al parecer, altamente contagioso. E incurable: no hay razonamiento en el mundo capaz de convencer a esos pobres seres humanos, patológicamente inconformes con su aspecto terrenal, de no convertirse en lastimosos miembros de bestiarios fabulosos. Y tampoco –me temo- habrá dinero capaz de pagar un talento médico que, por ahora, logre devolver a algunos de esos espantajos arrepentidos su fachada original. En todo caso, supongo que esa misma situación hará que algún aventajado de los negocios saque buen provecho de todo esto: ¡atención!: urge la creación de buenas y numerosas compañías de crionización. 

sábado, 10 de diciembre de 2011

UTOPÍA

“En la utopía de ayer, se incubó la realidad de hoy, así como en la utopía de mañana palpitarán nuevas realidades” José Ingenieros

“La utopía es el principio de todo progreso y el diseño de un futuro mejor” Anatole France

“La utopía de un siglo a menudo se convirtió en la idea vulgar del siglo siguiente” .Carlo Dossi

En esa gran Facebook de los ricos y famosos iberoamericanos, que es la revista HOLA, se publicó hace poco una foto que tiene como escenario la mansión de una acaudalada dama de la alta sociedad caleña. En una de ellas, con la ciudad de Cali al fondo, la susodicha aparece sentada en compañía de otras tres mujeres también sentadas (al parecer todas parientes suyas: madre, hija y nieta). Dos de las mujeres están en sendos sofás y las otras dos en sendas tumbonas. Mobiliario y personas están dispuestos de una forma perfectamente simétrica. Detrás de todo este cuidadoso decorado, y equidistantes a una palmera que parece dividir la foto en dos mitades exactamente iguales -como de alfombra persa-, aparecen uniformadas de blanco, mirándose una a la otra, y de perfil a la cámara, dos empleadas negras portando bandejas con lo que parecen ser lujosos servicios de plata. Las dos se adivinan en total inmovilidad y con los brazos en ángulo recto, lo que les da un aire de efigies en permanente posición de ofrendar a los dueños de casa.



La foto, por supuesto, ha causado airadas reacciones provenientes de diversas fuentes: ciudadanos del común, redes sociales, organizaciones antirracistas, medios de comunicación, etc… No era para menos. Es cierto que sólo una de las muchas fotos que la revista publicó de la señora caleña y su mansión incluye el elemento de la servidumbre como parte de la escenografía; también es cierto que, aunque la señora nunca lo dijo en la entrevista radial que le hicieron a propósito de la polémica desatada, la idea pudo no ser de ella, sino de los periodistas productores del reportaje; y hasta puede ser cierto que -como ella afirmó- la familia quiere mucho a las dos empleadas y les prodigan un trato deferente; todo eso puede ser cierto, no obstante, al mirar la foto de marras, queda una sensación de indignidad, de humillación.

Más allá de las justificaciones o crucifixiones sobre un acto que nunca sabremos si fue inocente o ruin, queda la reflexión acerca de la prudencia, el tacto que debería acompañar no sólo a ese tipo de eventos de mayor calado, sino a todas las acciones cotidianas posibles. La vida en comunidad colombiana ha estado en jaque desde siempre, y las actitudes tendientes a la reconciliación -no sólo en el aspecto racial- pueden ser la clave para centrifugarnos del círculo vicioso de exclusión, pobreza, odio y violencia en el que giramos vertiginosamente como ratones mordiéndose su propia cola.

Por otro lado, ¿qué cara podemos dar en el exterior (en España, por ejemplo, donde circula mayoritariamente la revista) si ofrecemos esa imagen feudal –para no hablar de esclavista- en pleno siglo XXI? Aún con la molestia que puede causar el hecho de que unos españoles que no conocen ni nuestra historia ni nuestra realidad (y que ni siquiera han visitado a Colombia) se conviertan en defensores de la guerrilla bárbara, narcotraficante y terrorista que sufrimos desde hace cincuenta años, poco podemos rebatirles si lo que llega a sus manos es la ilustración fotográfica de dos mujeres negras paradas, cual estatuas, a la espera del chasquido de los dedos del jefe blanco. Muy pocos países en el mundo tienen una imagen más deteriorada que Colombia, y si no hacemos nada por mejorarla bien podríamos, por lo menos, no hacer tanto por empeorarla.

A todas estas, el fotógrafo italiano que registró las imágenes, quizás aprovechando que el suceso ocurrió en ese inmenso traspatio llamado América Latina, minimizó el asunto: “Debió ser idea de alguien de nuestro equipo, las señoras aparecieron por ahí para poner un café y a alguien se le ocurrió que se pusieran ahí. No hay que darle más vueltas”. Estoy seguro de que si esa misma idea se le ocurre en Europa al ingenioso fotógrafo (en la casa de algún multimillonario que se dé el lujo de tener servidumbre; también en España, digamos), las señoras de la casa habrían salido fotografiadas con curiosos tocados de plata en la cabeza: bandejas, jarras y azucareras 0.925 habrían sido sus inusuales sombreros. Carmen Miranda les habría quedado en pañales.

Eso en lo concerniente a la imagen externa que proyectamos con este tipo de incidentes. Pero en cuanto a la imagen interna la cosa es todavía más espinosa: Cali es la ciudad con la mayor población negra del país, y enormes franjas de miseria de la ciudad son ocupadas por asentamientos de marginados en los que predomina justamente esa raza, la negra. A pesar de que no es precisamente en la compra de la revista HOLA que esas personas gastarán sus exiguos ingresos, las noticias sobre este tipo de ultrajes se riegan como pólvora, y no demoran en estallar voces indignadas que se encargan de propagarlas. Pero además, lo más importante: toda la situación va contra la dignidad humana: las personas no pueden rebajarse al nivel de ornamentos, de simples objetos, por mucha plata y poder que tenga su empleador. Lean el modesto título del reportaje: “Las mujeres más poderosas del Valle del Cauca (Colombia) en la formidable mansión hollywoodiense de Sonia Zarzur, en el Beverly Hills de Cali”.

Estas dañinas actitudes exhibicionistas ya ni siquiera tienen excusa. Si hay personas poderosas que quieren ostentar sus posesiones para así, supongo, valer más, o compensar alguna minusvalía profesional, social, humana -o la que sea que padezcan-, ya un señor llamado Mark Zuckerberg inventó una (también) poderosa herramienta para hacerlo: se llama Facebook, y allí cualquiera puede abrir un perfil, agregar amigos, presumir de sus bienes materiales a través de fotografías, y dirigir todo ese alarde de superioridad hacia un círculo cerrado de amistades de su mismo nivel, conjurando así el pavor de que éstas se estén formando una imagen disminuida de sus capacidades económicas o sociales.

De ese modo se evitarían resentimientos innecesarios en un país que ya tiene demasiados, justificaciones a la barbarie guerrillera, mala imagen en el exterior y, sobre todo, atropellos públicos a la dignidad humana. Dignidad que se gana realmente con acciones no excluyentes, y no tanto con la -actualmente de moda- exagerada y casi absurda corrección de raza, género y otras tonterías, que sólo sirven para desviar la atención de la verdadera segregación: nada ganamos refiriéndonos a las personas de raza negra como “afrocolombianos y afrocolombianas” si los ponemos como adornos de carne y hueso para solaz de los casquivanos lectores de frívolas revistas foráneas.

Y aunque probablemente nunca se logre en ninguna sociedad del mundo una igualdad como la que nos presenta el británico Tomás Moro en su legendaria Utopía, cualquier paso que demos en esa dirección debe contribuir a una mayor concordia entre y al interior de las sociedades y sus subgrupos. En Utopía, la isla fantástica de la novela, no había clases sociales; todos eran iguales y cualquier ostentación era rechazada y mal vista por la comunidad. Pero, bueno, recordemos que Utopía quiere decir no-lugar, o lugar que no existe. Y, por ahora, así es.

viernes, 2 de diciembre de 2011

NO FUTURO

 “Indudablemente es más fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre prolongada” El Corazón de las Tinieblas, Joseph Conrad

Todos, como un disco rayado, decimos una y otra vez que a nuestro país se lo llevó el diablo. La felonía, infamia, canallada (pónganle el calificativo más abyecto de todos y aún así se quedarán cortos), cometida por las FARC el 26 de noviembre realmente no tiene nombre: ejecutar a sangre fría a cuatro miembros de la fuerza pública, secuestrados y confinados durante lustros en infrahumanos campos de concentración, es de una bajeza que nos debe hacer preguntarnos qué carajos es lo que estamos haciendo tan mal como sociedad para producir seres humanos capaces de perpetrar un acto de esa naturaleza.

Bien pude basar esta columna en la película Asesinos por Naturaleza, pero no: la cosa no es así de fácil. No es así de simple nuestra compleja realidad como la pretenden ver nuestros dos últimos presidentes de la república, cuya brillantez mental admiran tantos (como de superior calificó a la mente de Uribe su asesor José Obdulio). No parece sensato que alguien con acceso privilegiado a la información de este país crea que la problemática se reduce al hecho de que hay 18.000 psicópatas viviendo entre nosotros; que en nuestros genes cargamos esa tara fratricida que nos mantiene en esta guerra sin fin.

Para mi más sensato es pensar que nuestros envalentonados mandatarios, con su discurso intimidante, no son más que unas gallinitas asustadas que se vuelven una gelatina ante los más peligrosos criminales que tiene el país y que, a la larga, son los principales generadores de la guerra: los poderosos, los plutócratas. Pero, claro, cómo no van a estar asustados, si en Colombia son más mortíferas las chequeras que los fusiles.

El creer que los asesinos se dan en el país por generación espontánea es, o bien cándido (y estúpido), o bien deshonesto (y criminal).  Estudios muy serios, basados en datos de la ONU y el Banco Mundial, han demostrado que, al margen de la riqueza o pobreza de un país, el principal generador de problemas es la desigualdad en la repartición de los recursos, guardando estos dos fenómenos, entre sí, una relación directamente proporcional: a mayor desigualdad, mayor número de homicidios, población carcelaria, deserción escolar, enfermedad mental, obesidad, mortalidad infantil, etc… ) 

De hecho la pendiente representada en los gráficos de resultados se mantiene prácticamente inalterada aún si el estudio se limita solamente a los países del primer mundo: el extremo conveniente se encuentra encabezado por Japón -el país más igualitario del planeta-, seguido de cerca por otros países con números similares en cuanto a reparto de la riqueza: Finlandia, Noruega, Suecia.  En contraste, en el extremo inconveniente, donde hay más homicidios, población carcelaria, mortalidad infantil, etcétera, se encuentran los países que en el mundo desarrollado presentan las cifras más desequilibradas en ese aspecto: Singapur, el Reino Unido, y Estados Unidos.




Incluso si el experimento se traslada al interior de los Estados Unidos, el ángulo de la pendiente es similar; y a lo largo de la pendiente se ubican los estados de la Unión según su índice de reparto de la riqueza, independientemente de su PIB: los más desiguales en la parte alta de la línea, dónde las cifras poco contribuyen a la formación de una sociedad deseable; y viceversa.

Todo esto va a que, según el último estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PUND), Colombia es el tercer país con el reparto de la riqueza más inequitativo del planeta, precedido sólo por Haití y Angola. Entonces: ¿no sería más inteligente –y sobre todo más honesto- pensar que la barbarie que vivimos se deba, cómo no es difícil de inferir a partir de los estudios mencionados, a ese esquema homicida y no a un improbable pasatiempo sanguinario de miles de personas?

Algunos, para justificar la existencia de la guerrilla, argumentan que nuestra accidentada topografía le facilita los escondrijos. Pero Japón está lleno de montañas. Y si aquí tenemos los Andes, en Suiza tienen los Alpes. Y ninguno de los dos países tiene –ni remotamente- guerras intestinas. Sin duda esa circunstancia topográfica no ayuda a la erradicación de insurgentes, pero es que el problema no es dónde están, el problema es por qué están. ¿Y –razonan otros- nuestro pasado violento signado por la conquista española? Pues lo compartimos con otros países que, al no tener una desigualdad tan marcada como la nuestra, no presentan cifras tan lamentables, pero que, así mismo, al no tener una igualdad como la japonesa, tampoco presentan los deseables números nipones.

Cuando existen desigualdades tan acentuadas las sociedades tienden a presentar más casos de desprecio o exclusión por parte de unos grupos hacia otros. Y paralelamente se va abonando el terreno para la germinación de odios y resentimientos en vía contraria entre esos mismos grupos.  ¿Cuál es la solución? En Japón políticos realmente corajudos, desafiando a la plutocracia, han tomado medidas audaces en contra de la inequidad: allí el presidente de una gran corporación, por ejemplo, no puede ganar más de ocho veces lo que gana el empleado peor pagado. En Noruega, enfrentando valientemente a los mismos poderosos, lo hicieron de otro modo: las diferencias en salarios pueden ser enormes, pero mientras más gane una persona, mayor es su carga impositiva (sustancialmente mayor), lo que termina reduciendo drásticamente esas nocivas brechas. Y los impuestos de allí derivados se asignan a la asistencia social.

Por esta época navideña, y como todos los años, la emisora La W adelanta una campaña para resarcir –merecidamente- a los miembros de las fuerzas armadas heridos en combate. Y también todos los años, entre las risas nerviosas y los halagos zalameros de Julito y su corte, la emisora recibe la llamada del hombre más rico del país: Luis Carlos Sarmiento, propietario del principal conglomerado bancario; el mismo que, según el propio Sarmiento, este año arrojará utilidades por la friolera de un millón de millones de pesos.

Quiso el irónico destino -o el frio cálculo- que este año la cantidad destinada por el empresario a favor de la causa de los soldados fuese de 250 millones de pesos, exactamente el cuatro por mil de sus pingües ingresos proyectados. Tal cantidad, que probablemente produzca en su cerebro la dosis de oxitocina suficiente para mantener su tranquilidad espiritual hasta la próxima navidad, son meras monedas si hablamos de reparar los daños que nuestro perverso modelo económico ocasiona.

Según el Ministro de Trabajo, Rafael Pardo, en Colombia “1’129.054 trabajadores devengan un salario mínimo, es decir 535.600 pesos, mientras que 17’005.747 de personas subsisten al mes con hasta dos salarios mínimos”. Y según el DANE “11’410.000 colombianos (…) ganan menos de un salario mínimo”. Demoledoras cifras. Eso quiere decir que de 44 millones de colombianos las dos terceras partes -casi 30 millones- van a tener la siguiente relación de ingresos con respecto al hombre más rico del país: 17’005.747 de ellos ganarán 77.736 veces menos dinero que el banquero, 1’129.054 ganarán 155.472 veces menos, y 11’410.000,00  ganarán aproximadamente 300.000 veces menos. Aún pagando todos los impuestos que por ley le corresponden, sin que recurriese a trapisondas contables, tendríamos que servirnos de símiles de astronomía para ilustrar la colosal distancia resultante entre los niveles de ingreso de Sarmiento y los de esos casi 30 millones de colombianos (y los de algunos millones más).

Las chequeras de los plutócratas, siempre prestas a girar jugosas sumas a campañas de políticos de bolsillo -que más tarde legislarán a favor de perpetuar la pérfida inequidad-, bien pueden ser consideradas armas de destrucción masiva. Y los giradores de esos cheques, criminales de lesa humanidad, así se presenten, disfrazados de siniestros papanoeles, como los grandes benefactores: “No hay peor enemigo que aquel que trae rostro de amigo” reza un sabio refrán.

El director Víctor Gaviria nos presenta en la película colombiana Rodrigo D. No Futuro a seres humanos sin la menor esperanza de llevar una vida digna (para no hablar de, digamos, lograr algún tipo de movilidad social). Ladrones, extorsionistas, secuestradores, vagos, suicidas, limosneros… He ahí el bastimento del que se compone el sancocho social de los grupos marginados que expone la cinta. Y, por supuesto, asesinos a sangre fría, como los infames ejecutores de los cuatro uniformados. Aquellos 11’410.000 colombianos que ganan menos del -ya de por sí- miserable salario mínimo son los millones de Rodrigos D que sobreviven en el no futuro de nuestra nada ficticia franja de pobreza absoluta, humillada por la ofensiva opulencia de unos pocos.

Si queremos detener la producción en serie de homicidas, los mandatarios deberían mostrarse igual de machitos con los propietarios de esas macabras fábricas de muerte como lo son frente a los enemigos de siempre, los convencionales. “La culebra sigue viva” peroran insistentemente Santos y Uribe. La culebra no: las culebras. Pero la solución para acabarlas no consiste en intentar pisotearlas a todas: consiste en acabar con sus temibles criadores.

lunes, 28 de noviembre de 2011

LA CONVERSACIÓN

"Tenía usted que vivir (…) con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien…" 1984, George Orwell

“El cazador cazado”. Esa expresión, utilizada por un personaje de la genial película La Conversación -dirigida por uno de los mejores directores de la historia del cine, Francis Ford Coppola- fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando oí el audio de las arengas hechas por Uribe a la oposición chavista en Venezuela, en las que instaba a rechazar el acercamiento que hacia el gobierno de Chávez ha propiciado el de Santos.

En la cinta de Coppola el protagonista –arquetipo de todos sus colegas espías-, después de realizar uno de sus impecables trabajos se arrepiente de haberlo hecho, al intuir el peligro mortal en el que pudo haber envuelto a sus espiados. Más tarde, sin embargo, se da cuenta de que la situación es bastante diferente –incluso contraria- a la imaginada por él: las supuestas víctimas se tornan en potenciales victimarios de su cliente. Un incidente menor, en el que es víctima de sus propias prácticas de espionaje–y que le revela su propia vulnerabilidad en ese sentido-, unido a unas intimidantes llamadas telefónicas que le advierten acerca de la conveniencia de alejarse de cualquier indagación referente a los hechos que terminaron con la vida de su cliente, lo convierten en un paranoico redomado: termina desarmando su propia casa en busca de los mismos micrófonos que él instalaba antes a cientos de desprevenidos.

Uribe puede haber sido, en el episodio venezolano antichavista (y antisantista), el cazador cazado, pues aunque no se trate exactamente de un asunto de chuzadas, el tono de las declaraciones en la grabación, difundida por el noticiero CM&, tiene un cierto aire clandestino. De acuerdo a lo que éstas develan, y al comportamiento que ha mostrado desde que dejó la Casa de Nariño, Uribe, paradójicamente, y contradiciéndose a sí  mismo, ha resuelto lanzarse a una rabiosa oposición: sus constantes ataques al gobierno de Juan Manuel Santos –totalmente respetables por lo demás- lo convierten, a la luz de sus propios juicios del pasado, en un conspirador, terrorista y cómplice de la insurgencia. Recordemos que durante su administración cualquier manifestación disonante con el gobierno era invariablemente catalogada como conspirativa: la oposición fue, durante todo su mandato, satanizada sistemáticamente, con la pusilánime aquiescencia de áulicos oficiales y lacayos del común. 

En ese sentido hay que reconocerle a Santos su tolerancia a la pluralidad: su abrumadora popularidad se lo permite, y ha sabido capitalizar ese hecho más inteligentemente que Uribe. Y eso hay que reconocérselo, así esa popularidad se haya conseguido a través de una estrategia que combina –magistralmente- variados factores: una retórica efectista, un sagaz manejo mediático, un gatopardismo de la mejor estirpe, y –finalmente- la imbecilidad cómplice de un engendro de chauvinismo enrazado -asombrosa y misteriosamente- con esnobismo extranjerizante: de un  momento a otro nos asaltó el delirio infantil de ser una potencia militar del corte estadounidense de la posguerra (ya los otros risibles delirios, los de ser los grandes empresarios –léase malicia indígena-, o los mejores deportistas, o los simpares científicos -¡ay patarroyito!- habían tomado una vergonzosa delantera).

Nos encontramos -con Uribe- ante el caso de un expresidente que evidentemente no conoce el poder que, en ocasiones, tiene el silencio y que, con sus nuevas posiciones políticas, conserva una coherencia onírica con sus antiguas convicciones. Entendiendo, sin embargo, lo irritante que puede resultar la frívola pose de prócer prefabricado que a toda costa quiere vender el actual presidente, es un hecho que los arrebatos ciber-mediáticos de Uribe y su soterrada diplomacia paralela lo hacen parecer, sorprendentemente, más caricaturesco que la cómica parodia de ¿Winston Churchill? ¿Franklin Delano Roosevelt? ¿Lady Gaga? que afanosamente busca nuestro primer mandatario.

No se entiende muy bien cómo es consistente el hecho de catalogar como apátrida a toda voz discordante con el discurso oficial, y luego convertirse, sin que se le derrame el tinto sobre el caballo, en la principal voz discordante del discurso oficial. No es poca cosa esa notoria inconsistencia que, bien mirada, arroja una conclusión de fondo: tal inconsistencia evidencia la importante diferencia que existe entre el seguimiento a unas ideas y la prosternación ante un accidental caudillo, con todas las peligrosas implicaciones de volubilidad que esta última situación conlleva (si no mirémonos en el espejo de nuestra melliza Venezuela: ¿alguien sabe qué diablos va a pasar allá en el mediano plazo?).

Víctima de su propio invento vigilante, el expresidente pasó de agache -como se dice popularmente- en esta coyuntura: sus pobres explicaciones acerca del incidente no reflejan la estatura de un estadista; por el contrario: dan la impresión de provenir de un conspirador de poca monta, cuyos superficiales argumentos han sido preparados en la cocina de las ideas. Todo parece reducirse a un asunto de egos maltratados y de chismes mal contados. No es más.

Se sabe que desde hace rato la conversación entre presidente y expresidente se ha tornado imposible (lo que, quién quita, pueda deberse a un comprensible temor de ser espiados).  Es difícil no pensar que los dos tuvieron mucho que ver en las prácticas de espionaje –las famosas chuzadas- acontecidas durante el gobierno pasado. Y eso los debe tener tan paranoicos como terminó el protagonista de la película de Coppola. En vez de conversar entre ellos y tratar de arreglar sus diferencias, Uribe ha preferido seguir con su campaña de desprestigio al gobierno santista, al paso que Santos continúa con la intensa campaña cosmética que lo contrarresta.

En todo caso, mientras el país se sumerge en una nueva –y predecible- tragedia invernal, Julito de La W nos trae buenas nuevas, resultado de su comisión periodística en Londres. Al parecer el Presidente Santos solicitó una audiencia (¿una conversación?) con el Príncipe de Gales, con el fin de aclarar una vieja duda que databa de sus humildes tiempos de estudiante londinense: una novia suya de entonces, después de un domingo de helados, nunca más volvió a contactarlo. Lo próximo que supo de ella fue que se embarcó en un viaje con el Príncipe.  El importante asunto se aclaró: la joven –colombiana ella- prefirió príncipe genuino que heredero directo de Bochica. Julito -alborozado con la noticia- nos dio el parte de tranquilidad: nuestro presidente había sido orgullosamente cachoneado por el más indigno heredero de la corona británica en toda su historia. Menos mal.

viernes, 18 de noviembre de 2011

EL IDIOTA

“Es mejor parecer un idiota con la boca cerrada, que abrirla y disipar toda duda” Groucho Marx

Francisco Santos es un tipo con suerte, con mucha, muchísima suerte. No así nosotros, los 44 millones de colombianos que tenemos la mala, la siniestra suerte de que él tenga tan buena suerte. No cualquiera hereda algo que valga la pena siquiera de sus abuelos. A duras penas algunos suertudos heredan de sus padres alguna cosa que no sean deudas. Pero hay que haber nacido con muy buena estrella para heredar del tío abuelo una buena parte del periódico más importante y poderoso del país (¿alguno de ustedes conoce a alguien que haya heredado algo –cualquier cosa- de un tío abuelo?).

Antes de heredarlo, ya su tiito era el editor del diario, y su papito el director, lo que explica por qué pudo ingresar al periódico familiar a sus escasos 23 años y ser nombrado jefe de redacción antes de los 29. Hasta ahí todo relativamente bien: El Tiempo es una empresa privada, y sus directivas tienen derecho a contratar a quien les venga en gana, así el contratado sea un incompetente mequetrefe soportado por el genio del nepotismo. De todo eso sólo quedaba el mal sabor de la enorme influencia -sobre todo un país- a la que podía acceder un fulano al que seguramente no apodaban Newton en la infancia. Así estábamos hasta que la buena suerte lo tocó una vez más a él, y el ángel de la mala suerte empezó a danzar de júbilo sobre nuestras cabezas.

Y eso fue cuando lo secuestraron. Por paradójico que parezca, ese fue su mayor golpe de suerte: de no haber sido por el secuestro, ‘Pacho’ Santos se habría marchitado anónimamente, sin pena ni gloria, en el periódico familiar, tal como algunos de sus otros hermanos o primos dobles, escribiendo lánguidos artículos y editoriales, y esperando que un pulpo editorial les comprara la empresa. Pero no: fue secuestrado y considerado (qué más se puede esperar de este país) héroe nacional cuando después fue liberado (¿Héroe por qué? ¿Cuáles fueron sus actos heroicos aparte de comer y satisfacer sus necesidades fisiológicas en cautiverio? No tenía otra alternativa. Héroe quizás su chofer-escolta quien, además de pagar con la vida el cumplimiento de su deber, debía padecer a semejante baboso como jefe).

Fue a partir ese momento cuando empezaron a ser públicos sus, hasta ese momento, relativamente privados juegos y pataletas infantiles. Lo cual sería un problema exclusivamente suyo si no mediase el hecho de que los juguetes de esos juegos éramos –y somos- nosotros y el país. Quiso, entonces, jugar al defensor de los derechos humanos. Con la ayuda del diario de papá organizó inútiles fundaciones, movimientos y marchas multitudinarias encabezadas por su graciosa figura, en las que manoteaba y berreaba consignas a los cuatro vientos.

Más tarde, seguramente gracias a la intervención de los amigos de papá, era entrevistado por mediocres periodistas, a los que expectoraba sus pensamientos sin editar en imprudentes berrinches que, por su mismo carácter atolondrado, eran (y aún, increíblemente, lo son) admirados por el grueso de una opinión pública que todavía cree que en la sinceridad absoluta hay algo de encomiable. Cabe anotar que, por lo demás, tampoco es el caso: cuando en uno de sus recientes alardes frenteros -al que me referiré más adelante- dijo lo que en el fondo pensaba, todos conocimos realmente sus oscuras opiniones. Lo otro eran simplemente unos más de sus muchos juegos majaderos.

Así continuó por años, entre desfiles tontos y entrevistas prefabricadas. Pero el hada de la fortuna no lo olvidó, y el ángel de la desgracia tampoco nos descuidó: por cuenta de la imagen de matón de barrio que proyectaba el otrora candidato a la presidencia Álvaro Uribe, éste se vio en la necesidad de buscar una fórmula vicepresidencial que neutralizara internacionalmente su discurso incendiario que, por otra parte, gustaba tanto entre los colombianos, desesperados por los avances guerrilleros de los últimos años. ‘Pacho’, con su manoseada imagen de defensor de los derechos humanos (lo que hoy parece un mal chiste), era el indicado, aunque cabe suponer las obvias reservas que debían atormentar a Uribe acerca de la competencia de su probable fórmula electoral.

Para entonces ‘Pacho’ ardía de celos hacia su primo hermano doble Juan Manuel, quien triunfaba desde hacía años en la política, actividad que al ponderado ‘Pachito’ no le interesaba practicar, si nos atenemos a un editorial del diario de papá, firmado por él, en donde se censuraba la inveterada costumbre colombiana de alternar entre el periodismo y la política.  Sensato y coherente con sus afirmaciones, el niñito malcriado lanzó, sin embargo, un velado soborno mediático al candidato a la postre ganador, y éste, ni corto ni perezoso, aceptó la tácita ayuda del diario de papá, y de paso lo invitó a atravesar la puerta de la política.

Con el nuevo juguete de la vicepresidencia, ‘Pachito’ fue feliz, muy feliz.  Empezó a restregárselo en la cara a todo el mundo y subió aún más el volumen y el tono de sus rabietas caprichosas (vaya proeza, si tenemos en cuenta su vocecita insignificante). Necedades, insensateces e indiscreciones salpicaron los diarios (incluso el de papá).  Se recuerda especialmente la ocasión en que, durante de una intensa batalla legal librada –y casi ganada- por el Estado colombiano para lograr la extradición del brutal maestro de mercenarios Yair Klein, uno de nuestros lúcidos periodistas interrogó a ‘Pacho’ sobre su opinión al respecto; el brillante vicepresidente abrió su bocaza: “se pudrirá en la cárcel”, anticipó sumariamente, en irresponsable declaración que aprovecharon los abogados de Klein para interponer exitosamente en su defensa el argumento de la falta de garantías.

 Aunque bien podríamos hilar más fino en esta situación: ¿quién nos dice que el interrogador del caso no era, también, un mercenario del periodismo pagado por temerosas personalidades untadas de mafia y paramilitarismo a quienes, por un lado, no convenía lo que pudiera revelar Klein en un juicio y, por otro, tuvieran un conocimiento estratégico del talante e intelecto del segundo hombre en la línea de mando del país? Descarto, eso sí, el hecho de que la hábil jugada hubiese sido una idea independiente u original de ‘Pachito’, pero no propiamente porque algún escrúpulo de carácter ético se lo impidiera.

Su suerte, en adelante, no cambió (y la nuestra tampoco): después de ser reelegido vicepresidente (gracias a que su fórmula electoral ha sido el único presidente reelegido inmediatamente en Colombia en más de un siglo) y de cumplir su segundo vicemandato, atravesó nuevamente la puerta giratoria que tanto criticó y, sin solución de continuidad, aceptó el cargo de director de noticias de RCN. La tendencia mundial de cambiar una aparente objetividad en la información por una información abiertamente editorializada, fue lo que favoreció su nuevo juguete: el micrófono.

Si: fue, sin duda, eso y no sus capacidades periodísticas, como lo demuestra no sólo la experiencia de escucharlo por más de cinco minutos, sino el abismo en que sumió al rating de su nueva emisora: según la última encuesta su competencia directa, Caracol, le saca una ventaja de más del doble en ese aspecto. El hecho de que unos ultraderechistas ignorantes y furiosos hayan logrado triunfar con el conglomerado de noticias FOX en E.E.U.U. no implica que esa fórmula sea exitosa en todos los países que la copien (especialidad colombiana), por muy aprendiz de fascista que sea el contratado.

Y digo aprendiz de fascista no sólo por su cercanía con Uribe, sino porque no de otro modo puede llamarse a alguien que, como ‘Pacho’ Santos, dijo lo que dijo en uno de sus últimos video-blogs. Jugando ahora al totalitarista (frívola ventolera resultante, tal vez, de sus ocho años al lado de Uribe), y después de despotricar de su primo Juan Manuel, cuyo ascenso a la presidencia marcó la victoria definitiva en aquella pelea de quinceañeras –situación que lo debe tener loco de ira-, sugirió que, en el marco del civilizado paro estudiantil, los estudiantes que osaren ejercer su legítimo derecho al disentimiento debían ser anulados con poderosas descargas eléctricas capaces de derribarlos, luego recogidos del suelo y finalmente detenidos (arrojados a una mazmorra, supongo). Probablemente así, con esa actitud bravucona, también aspirase a contrarrestar  su lamentable imagen de chiquillo mimado.

Convengamos en que no hay derecho a que alguien así, por muy sobrino-nieto de expresidente, hijo de exdirector del conglomerado de medios más poderoso de la historia del país, o amigo íntimo de los que gobiernan este feudo llamado Colombia (supongo que así lo considerarán), tenga la facultad de intervenir impunemente en el destino de tantas personas que no tienen la culpa de su fracaso mental. 

Sé que a estas alturas muchos lectores de Dostoievski estarán preguntándose qué puede tener que ver este sujeto con el personaje de la novela El Idiota, quien, según entiendo -porque no la he leído-, es casi un desmentido de ‘Pacho’ Santos: el príncipe de la novela es, según referencias, alguien sensible, ético, solidario, considerado; dueño de un comportamiento sabio y cuerdo que lo hace parecer un idiota en medio del nido de víboras en el que se desenvuelve la historia. Y yo les contesto: nada, no tiene que ver absolutamente nada pero: ¿se imaginan ustedes un título más rotundamente apropiado para una columna referente a Francisco Santos? Yo no.

jueves, 10 de noviembre de 2011

SÍSIFO

“Con otra victoria como esta, estoy perdido” Pirro II, rey de Epiro

Albert Camus escribió un célebre ensayo titulado El Mito de Sísifo, en el que pretende darle otra interpretación a la famosa historia del hombre condenado a repetir la misma acción una y otra vez sin un objetivo evidente. Puesto que al final de todos modos está la muerte, Camus, en su concepción existencialista, intenta ver en la repetición inútil de acciones, que caracterizan la vida contemporánea, un triunfo de la voluntad humana sobre su destino finito y sobre las tentaciones de la religión, refugio final de los sinsentidos de la vida.  Edificante.  No se podría esperar menos de Camus.

Sin embargo, el mito original -descrito por Homero en La Odisea- presentaba un escenario cuya naturaleza primaria era bastante diferente del expuesto por Camus: Sísifo (padre de Odiseo en la mitología griega), debido a su atrevimiento para con los dioses, y debido a sus astutas artimañas para evadir el encierro en el inframundo -al que lo había sometido Hades (supongo que el inepto precursor de nuestro actual INPEC)-, fue condenado a cargar una pesada piedra desde la base hasta la cima de una montaña para que, una vez concluido el penoso ascenso, la piedra rodara montaña abajo obligándolo a recomenzar la tarea. Y así eternamente. Entonces olvidemos a Camus y concentrémonos en el espíritu del mito: la inutilidad como castigo.

Olvido a Camus porque, lejos de estar -como nación- pensando en angustias existenciales acerca del sentido de nuestras civilizadas acciones diarias, como lo podrían estar haciendo un grupo de ciudadanos en Noruega, nosotros en Colombia luchamos por simplemente sobrevivir, como lo podrían estar haciendo un grupo de gacelas en las estepas africanas infestadas de leones.  La guerra que vivimos no da tregua, y si a veces recibimos malas noticias referentes a masacres de inocentes por parte del bando insurgente, también, por otra parte, recibimos jubilosas noticias referentes a bajas de líderes guerrilleros de alto nivel.

Alias ‘Alfonso Cano’ fue el último comandante abatido. Alegría nacional: alborozados abrazos de compatriotas exultantes de felicidad, intercambio público de mensajes de felicitación entre figuras nacionales de la política, metidas más que nunca en sociedades de elogios mutuos, ambiente triunfalista reflejado en los rostros de los transeúntes, y muchas otras experiencias ya vividas, hicieron su aparición el sábado anterior una vez conocido el parte oficial del éxito de la operación bautizada (¡vaya!) Odiseo.

Con todo, no bien recibimos la noticia a través de las reacciones en cadena de mensajes a teléfonos celulares -que en estas ocasiones se suceden inmediatamente- cuando ya,  frente a la edición digital de cualquier periódico, vemos, cual vedettes, las sonrientes fotografías de los posibles sucesores del jefe aniquilado (‘Iván Márquez’ y ‘Timochenko’ en esta ocasión). La piedra de Sísifo, después de una fugaz ebriedad de sangre, vuelve en ese momento a rodar montaña abajo. 

“Hoy Colombia es un lugar más seguro” se podía leer por doquier en las redes sociales, en una vergonzosa, zalamera y humillante parodia de la efectista frase de Obama acerca de la operación que terminó con la vida de Osama.  Es un poco menos inteligente ese razonamiento del que hace el marido a quien su esposa ha engañado en el sofá de su casa y, para solucionar su problema, decide vender…el sofá. Estamos, con ese regocijo fácil y bobalicón, comprando un nuevo sofá (tal vez más pequeño, para que no quepan los amantes en él). Y el presidente Santos, excelente vendedor de sofás, no perderá la oportunidad: “el comienzo del fin”, “el golpe más grande dado a las FARC en toda su historia”, “este será el mejor mundial sub-17 de la historia” (perdonen esta última: ya se me confunden las artificiosas frases de relumbrón del Primer Culebrero del país. ¡Cómo nos engañó al principio!)

¿Un lugar más seguro? No lo creo. El fenómeno guerrillero no es uno de carácter mesiánico que se nutra de la existencia o no de una figura carismática que aglutine a un grupo de lunáticos al estilo de Charles Manson y su Familia. No: su naturaleza (su génesis) es otra, más relativa a la falta de oportunidades (el hambre, el futuro inviable); al predominio (y aplauso) de una cultura mafiosa de la trampa y el atajo; a una actitud de emprendimiento mal entendida, que incluye la intimidación y el atropello entre sus increíblemente admiradas características.
 
La explosiva receta anterior reacciona ante el menor detonante, y resulta en las esquirlas de gentes mala ley que se reparten por todo el territorio nacional. Matar a uno solo de ellos (Cano) representó una labor formidable: tres años y más de una veintena de acciones militares de gran calado, como afirma la revista Semana en su informe especial titulado (por enésima vez quizás) Jaque Mate.  ¡Cómo costó subir esa piedra!

A ese paso, redondear el genocidio de matar a los dieciocho mil colombianos que no tuvieron otra opción que jugarse la vida, tomar un fusil e irse a dormir en los pantanos repletos de mosquitos, tomará más tiempo que tratar de vaciar el océano pacífico con una totuma (pero, bueno: es más difícil pensar en la Santísima Trinidad de todos modos, dirán algunos); y costará tanto que al final los espartanos serán unos botaratas buena vidas al lado nuestro. Y aún matándolos: mientras el caldo de cultivo que los generó subsista, seguirán apareciendo otros nuevos inconformes. (O bien las FARC, como ya ocurrió con los paramilitares, simplemente cambiarán de denominación; surgirán nuevos acrónimos, como el ya conocido BACRIM; tendremos entonces las BASEC, las BAEXT, las BABOL, etc... Son miles de personas que no saben hacer otra cosa, ni tienen la posibilidad de hacerla, debido al esquema socio-económico que nos rige.)

Por ahí no parece ser la cosa.  Las pírricas victorias obtenidas ni nos hacen una potencia militar ni nos favorecen gran cosa, pues ni siquiera a Estados Unidos, la potencia militar actual por antonomasia, le resultan favorables (de hecho sus aventuras militares, victoriosas o  no, terminan costando más que los beneficios económicos que pretenden conseguir). El que unos ineptos como Andrés Pastrana o Belisario hayan malogrado los intentos de una solución política no implica que la única solución de sangre y fuego, impuesta por Uribe y su pusilánime -aunque menos cerrado a alternativas- discípulo Santos, sea la indicada. 

Sería mejor dejarnos de esos embelecos y pavonerías de triunfalismo militar (Venezuela acabaría con nosotros en menos de 24 horas) y de hacerle el juego egocéntrico y superficial a vanidosos “mejores policías del mundo”, que más parecen, mentalmente, reinas de belleza que altos mandos castrenses. En cambio, deberíamos tratar de ponernos de acuerdo en las cosas básicas que, para el bien de todos, incluso de los más ricos y poderosos, no deberían pasar nunca en Colombia.

Que Sarmiento Angulo -el hombre más rico de Colombia- dejara su furia acaparadora y renunciara a su plan de apoderarse de El Tiempo (y así hacerse a un poderoso instrumento para presionar la perpetuación de unos privilegios plutocráticos que maltratan al resto de colombianos) sería un paso más firme en la consecución de la paz que la, a la larga, insustancial muerte de un accidental líder guerrillero (tal vez si empezara a ceder en su insaciable afán de plata y poder, él mismo, Sarmiento, podría disfrutar algún día de un tranquilo almuerzo en la Zona T de Bogotá sin estar rodeado de ochenta guardaespaldas).

Aclaro: dejar esa alharaca de triunfalismo militar -que distorsiona nuestra visión de la realidad- no quiere decir que las F.F.A.A. se queden de brazos cruzados: al fin y al cabo las FARC no muestran ningún interés en una salida negociada (al contrario). Pero sería más útil que el gobierno dejara de lado sus frívolas ínfulas y con iniciativas reales, no con habladuría, mostrara acciones que dejaran vislumbrar un futuro viable para las clases menos favorecidas. Quedaría así el nuevo número uno de las FARC sin materia prima para reclutar; y sin piso sus argumentos.

Ahí está, en todo caso, “la baraja de sucesores” de Cano, como la denominó Semana en su informe. Pueden ser esos u otros; eso no importa: las FARC son una organización como cualquier otra (criminal, sí, pero organización al fin y al cabo). No porque se haya muerto Steve Jobs, por ejemplo, se ha quedado Apple sin CEO, como lo llaman ellos. Vendrá otro, y otro, y otro. Y así sucesivamente, mientras no cambien las circunstancias que así lo determinan. 

Y mientras aquí en Colombia subsistan las condiciones de desigualdad económica y social que nos caracterizan, no cesarán de surgir ciudadanos dispuestos a matar, robar, secuestrar y extorsionar a cambio de no ser ellos mismos, ante la indiferencia general, aniquilados por el sistema. Hoy parece ser que el destino designa a ‘Timochenko’ o a ‘Iván Márquéz’ como sucesores del -para regodeo general- abatido Cano. Ya fue feliz Sísifo un momento (y no todo el tiempo, como el noruego personaje que imaginó Camus). Pero no tardó la piedra en rodar otra vez colina abajo. Es hora de que Sísifo empiece a subirla de nuevo. 

sábado, 5 de noviembre de 2011

1984

"Un estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar a una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre."       Aldous Huxley

El británico George Orwell escribió hace más de sesenta años una magnífica radiografía de lo que iba a ser el mundo en un futuro que él imaginó más cercano: 1984. Aunque Orwell mismo aceptó la enorme influencia que ejerció en él y en su novela otra obra del mismo corte distópico: Un Mundo Feliz, escrita por el también británico Aldous Huxley (de quien, además, fue su alumno en la universidad), me atrevo a opinar que las profecías presentes en 1984 le ganan por una nariz a las contenidas en Un Mundo Feliz, aunque quizás un híbrido de los dos libros describa mejor las circunstancias contemporáneas (ver epígrafe).

Acaba de saberse que la Associated Press tuvo acceso a un parque industrial de la CIA donde se hace un trabajo de inteligencia mundial acerca de las tendencias en las redes sociales: trinos de Tuiter, estados de Facebook, enlaces a artículos de prensa y a blogs son analizados detenidamente (al parecer a razón de unos cinco millones diarios) para tratar de establecer las propensiones sociales y políticas que se van conformando en las diferentes regiones y subregiones del globo. Una vez establecidos los patrones de comportamiento, le es transmitida la información al presidente Obama y a su grupo de asesores para, con base esta, y en otras nutridas por conductos más convencionales, tomar decisiones geopolíticas estratégicas.

Pero seguramente estas prácticas no son privativas del gobierno de Estados Unidos: paranoicos países del primer mundo como Inglaterra, tiranías disfrazadas como la china o abiertamente manifiestas como las de algunos países árabes usan probablemente estrategias de espionaje de este tipo. Aunque, ciertamente, algunos de tales agentes de autoridad, tal vez por una afortunada ineptitud, demoren sus repuestas más de lo debido, como felizmente lo demostró el reciente fenómeno de la primavera árabe

La diferencia esencial entre lo vislumbrado hace más de medio siglo por Orwell y lo que experimentamos hoy en día, radica en el hecho de que, mientras en la Inglaterra futurista de la novela el Estado había tenido que invertir montañas de dinero para instalar sofisticados aparatos de grabación en oficinas, casas e incluso parques, y en lavarle el cerebro a una inmensa cantidad de funcionarios que se encargaran de procesar ese ingente volumen de información, en nuestras sociedades contemporáneas los Estados, a través de los gobiernos de turno, sólo se han limitado a contratar mercenarios que procesen dicha información, puesto que los omnipresentes dispositivos de vigilancia son proporcionados, con una tenacidad y una ingenuidad troyana que rayan en la imbecilidad, por los propios ciudadanos: nosotros mismos.

La lucha por el derecho a la privacidad ha sido un leitmotiv de todas las sociedades a través de la historia; las arbitrariedades cometidas a partir del espionaje al fuero interno de las personas -y el mismo espionaje en sí- por parte de gobiernos de todos los pelambres y latitudes (que han sido documentadas en cartas, novelas históricas, testimonios y relatos de todo tipo), han sido el motor fundamental de esta guerra sin cuartel librada por los ciudadanos contra sus propios Estados. No obstante –y paradójicamente- cuando en una gran proporción de sociedades se han logrado los avances más significativos de la historia en ese sentido, hemos resuelto -masivamente- feriar, ni siquiera al mejor, sino a cualquier postor -cuya retribución las más de las veces es nula- el activo más valioso que poseemos: nuestro pensamiento.

Vivimos nuestras vidas actuales en una especie de acuario que se exhibe para el escrutinio de cualquiera que tenga una conexión a banda ancha: nunca antes, ni en esos semilleros de chismes que son los pueblos pequeños, la gente había tenido tanto acceso a tanta y tan variada información íntima relativa a las vidas de tantas otras personas: proveemos sin la menor cautela un reportaje permanente (y a veces con registro fotográfico incluido) de nuestros estados de ánimo, de nuestras posiciones acerca de multiplicidad de temas, de nuestras actividades sociales, laborales y, en general, información de todo tipo: hobbies, gustos, capacidades etc…

Y, claro, “el que no corre, vuela”, como dice el refrán.  Los gobiernos y las multinacionales (pero ¡vaya! qué pleonásticos estamos hoy) huelen la tontería a kilómetros con sus olfatos de tintoreras, y aprovechan esa oportunísima situación para diseñar las estrategias con las que nos seguirán subyugando per sécula seculorum. Somos unos condenados a muerte que en los ocios del cautiverio confeccionamos primorosamente, y sin que nadie nos lo exija, las mismas sogas que más tarde nos ahorcarán.

Se pierde, con todo esto, el elemento sorpresa, tan útil en el éxito de sanas revoluciones que ayudan a esquivar los dañinos comportamientos gregarios y aborregados que, a la vez, tanto convienen a los poderosos; a los titiriteros del mundo.  Es increíble el nivel de docilidad al que estamos dispuestos a llegar por el simple exhibicionismo vanidoso de nuestras pequeñas conquistas diarias (este blog puede ser el ejemplo que encabece todo). Y pensar que, como escribió hace poco a un usuario de alguna red social sobre esa misma red y sobre todas las otras redes sociales: “todos escriben, nadie lee”. Nadie, excepto los plutócratas y sus secuaces. Qué suerte la que han tenido. Ni al mismísimo Gran Hermano le quedó tan fácil.