lunes, 18 de abril de 2011

UN MUNDO FELIZ

"Un estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar a una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre."       Aldous Huxley



Todos hemos leído alguna vez esos estudios en los que los colombianos figuramos, siempre, entre los pueblos más felices del planeta (lo que sea que esto quiera decir). Y también, hemos oído a conocidos nuestros afirmando que habitamos “el mejor vividero del mundo”. Descartado el sarcasmo, y después de ver la emisión diaria de noticias o de hojear un periódico nacional, queda únicamente la pregunta: ¿por qué alguien, que no sea un criminal, creería algo así?

Paralelamente hemos oído hasta la saciedad el manifiesto según el cual somos la democracia más sólida de Latinoamérica. Hemos sido, de acuerdo al lugar común de discursos presidenciales, ejemplo regional de respeto a las instituciones y bla, bla, bla…


Es extraño que a pesar de ese panorama de pueblo autoproclamadamente feliz y respetuoso del mejor sistema político (o menos malo, como decía un resignado Churchill), vivamos en el infierno de pesadilla que nos revelan diariamente las noticias. Pero: ¿no será que el asunto es justamente ese: que no es a pesar de sino precisamente por?

En su inolvidable (y profética) novela “Un Mundo Feliz”, Aldous Huxley nos presenta a una sociedad anestesiada; conformada por autómatas que no tienen ocasión de ser infelices; han sido programados genéticamente para hallarse cómodos con su ubicación en la escala social y con el trabajo que les ha sido asignado; cualquier brote de inconformismo o error en la programación es invariablemente sofocado por un poderoso aparato farmacopeico legal en el que brilla, especialmente, la administración recurrente de la versátil droga soma. Cuestionar dogmas, disentir de las normas establecidas, o preguntarse acerca del sentido de la vida, no es posible en esta sociedad. Al mismo tiempo, tal organización, es virtualmente perfecta desde el punto de vista de orden público: no se registra delincuencia ni crimen. De otro lado, están los salvajes que habitan “La Reserva”, un sitio aislado y no civilizado, donde las costumbres son, en muchos sentidos, contrarias.

A veces parece que en Colombia convivieran las dos sociedades de la novela, conservando lo malo de cada una y prescindiendo de lo bueno. Así puede explicarse el contrasentido de vivir en el supuesto mejor vividero del mundo, que a la vez es un pantano de violencia, miseria y desolación, saqueado por indolentes criminales cuya indiferencia a sus propios desmanes raya en la perversión patológica.

Hay que ver los casos de AIS o el escándalo de la 26 en Bogotá o el robo continuado a la salud –¡a la salud!-, y que, sin embargo, se quedan pálidos ante otros ya descubiertos o aún ocultos. Pero también hay que ver la pasividad de todos ante estos crímenes (entes de control, ciudadanía y, en menor medida, prensa).

No es descabellado preguntarse por qué, si compartimos una historia y unas características socio-políticas parecidas al resto de Latinoamérica, tuvimos sólo una dictadura en el siglo XX frente a innumerables de nuestros vecinos. Quizás sea porque no ha habido necesidad: estamos bien como estamos. No pensamos, o no queremos pensar: lo hacen por nosotros cuatro o cinco vanidosos bufones al servicio de sus egos, que cada mañana pontifican lo políticamente correcto en un programa radial; no disentimos, o lo reprimimos por cualquier medio, voluntario o no, recordemos lo que pasó con Uribe cuando se volvió anatema criticar, así fuera constructivamente, al gobierno; tampoco vivimos: nos viven nuestras vidas de vergonzosas ovejas de un manso rebaño, algunas de las cuales, al llegar al borde del abismo, se transforman en feroces fieras que en su impotencia (o ignorancia), no atacan al inescrupuloso pastor y la emprenden en contra de sus iguales.

¿Qué pasa con nosotros? La protesta a los habituales regímenes corruptos en el resto de Latinoamérica se ha hecho sentir. Y lo ha hecho hasta el punto en que se necesitaron sanguinarias dictaduras para acallarla. Aquí no. Aquí campea la todopoderosa conspiración conformada por una plutocracia perversa e insensible y una clase política criminal, capaz de venderle al alma al Diablo con tal de garantizar sus oscuros intereses. Asombra que, después de nuestra lamentable historia, no ejerzamos una democracia decente y, en contraste, elección tras elección, premiemos a los mismos delincuentes de cuello blanco de siempre con nuestro voto cobarde e irresponsable.

Somos un pueblo dormido, de espaldas a la realidad. Recibimos dócilmente, como en la novela citada antes, cientos de formas de soma y castigamos, a manera de advertencia de otros destinos más siniestros (como le sucedió al Bernard Marx de la novela), con el ostracismo social o político a los que se atreven a disentir. Condenamos, con nuestra apatía política, a “La Reserva” a un grueso número de colombianos, aislados en muchos sentidos pero peligrosamente cerca en otros.

No estaba equivocado Estanislao Zuleta cuando dijo: “Amamos las cadenas, los amos, las seguridades, porque nos evitan la angustia de la razón”

LA MURALLA Y LOS LIBROS

 "Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: «Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ese destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ese borrará mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá». "   La muralla y los Libros, Jorge Luis Borges

Ahora que volvió a aparecer el ex presidente Uribe, por cuenta de la elección a la alcaldía de Bogotá, y repasando por “su virtud en sí misma ”  la obra La Muralla y los Libros de Borges, no pude menos que pensar, una vez más, (lo sé: soy repetitivo), en las simetrías de la realidad.  Se me dio por extrapolar la historia del primer emperador chino, Shih Huang Ti, con la de nuestro reciente (¿puedo llamarlo así?) emperador Alvaro Uribe.  Tal como para Shih Huang Ti un acto de seguridad para su imperio (la construcción de la colosal muralla china) y otro de oscurantismo (la quema de todos los libros anteriores a él) fueron los atributos por los que es recordado, así mismo creo que esos dos  serán los asuntos por los que será recordado Uribe: seguridad y oscurantismo.
Hay consenso en la formidable tarea realizada por Uribe de rescatar al país del cerco al que lo tenían sometido los grupos ilegales. La abyecta espiral de violencia e inseguridad, (descartando Conquista, Colonia, Independencia, Patria Boba, guerra de los Mil Días, La Violencia) desarrollada durante 12 gobiernos consecutivos, empezando por el de Valencia, cuando se creó la primera guerrilla moderna, y terminando con el de Andrés Pastrana, donde ésta se enseñoreó en casi todo el territorio nacional; ésa abyecta espiral de violencia, digo, estuvo al borde de sumir a Colombia en el infierno del colapso de la legitimación del Estado y la desaparición del Statu Quo institucional.

Y sí: Uribe le devolvió la confianza a un país (urbano) que temía salir de su zona de relativo confort: la ciudad. (¿Relativo? Sí: recordemos el secuestro de los 15 residentes del edificio Miraflores en pleno sector residencial de Neiva;  o el de los diputados del Valle). A la vez, esta tranquilidad se proyectó al exterior.  Sabemos que lo urbano es lo que más cuenta en términos de imagen internacional. Y cuando vienen los altos ejecutivos de las empresas mutinacionales a evaluar sus proyectos de inversión, no van precisamente a almorzar a una finca en los alrededores de Puerto Salgar.  Van al parque de la 93. Pero a veces querían ir a Chía y no podían.  Con Uribe pudieron ir allá y a otros destinos más osados. Y más exóticos.
Ese fue su legado de seguridad.  Sin embargo, Uribe, tal como en una de las conjeturas de Borges acerca del extraño proceder del emperador chino, pareciese haber querido anular sus logros en materia de seguridad contraponiéndolos a sus imposiciones oscurantistas: muy a su manera quemó los mismos libros que quemó Shih Huang Ti. O el predicador dominico Girolamo Savonarola, organizador de la célebre Hoguera de las Vanidades (donde quemó todo lo relativo a la soberbia y vanidad: vaya ironía, teniendo en cuenta la proverbial megalomanía del ex presidente de marras).
Y digo que a su manera quemó libros, porque no de otra forma se explican las enigmáticas conductas que caracterizaron casi todos los días de su largo gobierno. Uribe presionó el nombramiento de un procurador de declaradas ideas medievales y cuya laya intolerante nadie pone en duda (el mismo que, también, quemó libros en su juventud en un acto del que, aun hoy, teniendo en cuenta su carácter dignatario, se jacta con asombroso cinismo).  Durante el gobierno de Uribe, además, después de un efímero avance, se dio un retroceso generalizado en la legitimidad de las instituciones: prostitución del congreso y desprecio por las cortes, por poner los dos ejemplos más significativos.  Adicionalmente, se estimuló, a través del lobby a proyectos de ley específicos, la intromisión del Estado en la intimidad de los ciudadanos: prohibición de la dosis personal de la droga, ataque al aborto inducido, desconocimiento de la igualdad de derechos civiles independientemente de la orientación sexual etc…  Todo lo anterior, para no hablar de la satanización de la oposición (política, intelectual)  ni de los desafueros del aparato de seguridad del Estado. Con ese panorama final de país anacrónico, uno no puede menos que preguntarse si esa no fue la imagen dramática de “un rey desengañado que destruyó lo que antes defendía”.  Igual que Shih Huang Ti.
Por otro lado, el hecho de que, como dice Borges, “quemar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes” no nos exime  de intentar dar con una respuesta que justifique el tamaño despropósito de destruir lo defendido.  Las explicaciones referentes a enconadas venganzas personales para uno de los propósitos o mezquinos o intolerantes intereses personales para el otro, las rechazo por su excesivo carácter trivial.
Hay que seguir indagando, pero tal vez nunca sepamos a ciencia cierta la naturaleza de ese sinsentido.  Tal vez al final no haya nada que conjeturar.  Tal vez (Héctor Abad: perdóname la anáfora) lo mejor que nos haya quedado de esos dos cuatrenios, sea lo que nos quiso decir el ex presidente Uribe y nunca dijo. O lo dijo y lo perdimos.  Tal vez lo mejor sea, para decirlo con Borges, ese hecho estético de la inminencia de una revelación que nunca se produjo.

PERIODISMO Y LITERATURA

“El escepticismo es el deber más elevado, y la fe ciega el único pecado imperdonable” Thomas Henry Huxley


Estuve en la conferencia "Literatura y Periodismo", una de la muchas que componen el Hay Festival 2011. Alejandro Santos Rubino y Pablo Ordaz eran los conferencistas. ¿Cómo me pareció? Bueno: pensé que iban a reafirmar la simbiosis de esa relación -incestuosa para muchos-. No: la aniquilaron. Para Santos, periodismo y literatura tienen orígenes diferentes. El primero se basa en hechos objetivos, mientras que la segunda lo hace en inventos.  El uno registra, mientras la otra crea. Ordaz, por su parte, está de acuerdo, pero, además, vincula al oficio de periodista, como diferenciador adicional, a la premura del cierre, y al (así sea por referencias) sonido de los linotipos.
Tajante el uno y romántico el otro. Pero no estoy de acuerdo con ninguno de los dos.  Para empezar, y mas allá del problema semántico con el que resolvieron la cuestión con un reduccionismo fácil, me parece que el periodismo es, a la larga, literatura.  Para empezar, y así refuto la tesis central de Santos, la realidad es una masa informe que interpretamos, por medio de nuestras mentes.  Pero que también, y al mismo tiempo,  creamos (de forma única y personal). La copiosa e incesante información que captan nuestros sentidos es clasificada y editada.  Luego nuestro cerebro produce, literalmente, un contenido.  Es un truco evolutivo que permite economía en las decisiones.
Por otro lado, muchas investigaciones demuestran que las percepciones son adecuadas por las experiencias, emociones y expectativas de la persona (v.g. las diferentes versiones de los testigos de un mismo hecho).  Los sentidos, funcionan de forma diferente entre las especies.  Un perro no vive el mundo ni remotamente igual a un humano: su mundo es más olfativo que visual. Incluso entre la misma especie: para un daltónico, por poner el ejemplo más pobre que se me ocurre, la realidad es diferente.
En consecuencia la interpretación (registro) de la realidad, y el invento (creación) caben en el mismo saco: son lo mismo. La objetividad y exactitud de los hechos, de la que habla Santos, simplemente no existe. Ellos mismos, sin hacer alusión directa al libro “Absalón, Absalón” de William Faulkner, se refirieron al fenómeno de un mismo hecho contado por 14 personas diferentes.  14 puntos de vista distintos y un solo hecho verdadero.  Casi más complicado que la Trinidad.  Consideremos esto: un hombre pesa  una cosa aquí en el Ecuador, otra ligeramente distinta en el Polo Sur y en Júpiter más de lo que pesaría en La Tierra un toro de lidia (bueno, el hombre o el amasijo de carne y huesos triturados que resulte del colapso de su humanidad por cuenta de la enorme fuerza de gravedad allí presente)
Los hechos objetivos, en los que, según Santos, se basa el periodismo son, en realidad, interpretados de manera diferente por cada persona.  Así que son, si se mira bien,  invenciones.  Y las invenciones, base de la literatura según Santos, son basadas en hechos terrenales: experiencias propias o ajenas del autor.  No provienen de otra dimensión.  (Pensemos en “Crónica de una muerte Anunciada” o “A Sangre Fría”)
En cuanto al argumento de los linotipos expuesto por Ordaz (también habríamos podido incluir putas y borracheras), sólo podría decir que esas nostalgias combinadas con comentarios de pretendida irreverencia son una fórmula usual –y mediocremente funcional- de ese tipo de conferencias.  El público sucumbe a ese paupérrimo encanto y lo valida dócilmente con robóticas risotadas.  Los linotipos habrán tenido una vida de ¿noventa años? ¿Cien? Ya son anacronismo para los periodistas actuales.  Pero también lo eran hace tres mil años cuando Homero escribió “La Odisea”, el primer trabajo periodístico de la historia conocida.  El periodismo es contenido, no máquinas. Sería equivalente a definir como drama sólo lo escrito con pluma, pues así se escribió “Hamlet” ¿Y la premura del tiempo? Tampoco.  Si alguien se apresura en la terminación de un libro por el cierre de entregas para un concurso de novela, ¿el material muta de novela a reportaje? No ¿verdad? Así de allí no resulte “El Quijote” precisamente. Y si “Noticia de un Secuestro” no tuvo fecha de cierre, mal podríamos decir que no es un trabajo periodístico.
El asunto es más complejo que hechos objetivos, cierres y linotipos: ellos mismos, Santos y Ordaz, navegando entre los traicioneros meandros de las incongruencias ideológicas que tenemos todos, hablaron del triunfo mundial (hoy) del periodismo editorializado (hasta hubo una apología al reportaje editorializado por parte de Santos: ¿y la cacareada objetividad?)
En conclusión, creo que periodismo y literatura tienen un origen común: la realidad interpretada y creada.  De hecho pienso que ni siquiera son dos cosas: es una sola. Tal vez periodismo (no el concepto global que tengo de este, sino la limitada dimensión presentada en la conferencia: vinculado a hechos escuetos, linotipias y cierres de edición) es literatura hecha por escritores aprendices. O fracasados.  Es literatura insípida.