sábado, 28 de mayo de 2011

LA REINA DE LOS DIAMANTES


“Llegamos a Ciudad de México (…) Como lo dije en una memorable ocasión reciente, aquí he escrito mis libros, aquí he criado a mis hijos, aquí he sembrado mis árboles”.  Regreso a México, Gabriel García Márquez

En 1953, se rodó en E.E.U.U., bajo la dirección de John Brahm, la cinta La Reina de los Diamantes.  La película cuenta la búsqueda del célebre diamante Hope (el Corazón del Océano, la suntuosa joya de la película Titanic, está inspirada en éste).  Según la leyenda, el diamante, con un peso original de de 115 quilates, fue robado del ojo de una imagen de la diosa hindú Sita. Después, cambió muchas veces de dueños (el rey Luis XVI de Francia entre ellos), hasta que fue cortado por un joyero que le dio sus dimensiones definitivas (con un peso de 45 quilates). Posteriormente, y antes de seguir cambiando constantemente de manos, fue adquirido por el coleccionista de joyas Henry Philip Hope, de donde derivó el nombre con el que, en adelante, se conoció. Se trata del diamante más famoso de la historia, y la leyenda incluye, por supuesto, maldición de por medio: los sucesivos tenedores de la gema, con cuya ostentación se sentían por encima del bien y del mal, después eran víctimas de aterradoras desgracias.
Más allá de la leyenda, supongo que es mejor tener un diamante que no tenerlo (y no quiero, con esta afirmación, apropiarme de la irrefutable sentencia con que ha contribuido, a la filosofía universal, uno de nuestros pensadores más brillantes y citados).  Pero no está nada claro si es bueno presumir de un diamante que no se tiene. O de lo que uno crea que es un diamante. Y en eso somos insuperables en Colombia. 
Lo digo por la ridícula comedia representada recientemente  en los medios,  por cuenta de la nacionalidad colombiana de un hijo bastardo (nacido en E.E.U.U.) del austríaco Arnold Schwarzenegger. No sé si cómica o grotescamente, El Tiempo, el principal medio escrito de Colombia, tituló así la noticia (no es broma): “Esposa de colombiano es la madre del hijo de Schwarzenegger”. Da para risa.  O para llanto. Según la disposición en  la que uno se encuentre.  Es como si, por alguna razón misteriosa, ese retorcido e insignificante  hecho fuera motivo de orgullo nacional. 
Lo singular, es que el único vínculo con Colombia, el esposo de la madre del niño,  fue la parte burlada de la historia: creyendo que era su hijo, lo registró como colombiano.  ¡Qué vaina!: perdió lustre nuestra cacareada malicia indígena frente a una modesta malicia austríaca.  Al señor Baena, el colombiano, el padre engañado, le metieron un gol, como se dice coloquialmente.  La madre es guatemalteca y el niño, a pesar de lo que diga un papel, es colombiano en la misma medida en que es, gracias a su vinculación contractual con el Newcastle, británico Faustino Asprilla. Por otra parte, si el hijo de la esposa guatemalteca de un colombiano, el famoso niño (¿gringo?) (¿colombiano?) (¿austríaco?) (¿guatemalteca?) es, en realidad,  hijo biológico de Schwarzenegger ¿es eso motivo de orgullo? Recordemos que el famoso actor, aparte de ser una montaña de músculos,  nunca se ha caracterizado por su talento.  Que fue gobernador de California, argumentarán algunos. Eso no dice nada: aquí fue presidente Andrés Pastrana. Y allá Ronald Reagan.  Y George W. Bush.  Además, hablamos del hijo, no de él.  Sería como estar orgullosos de Fernando Botero Zea por el simple hecho de ser hijo del pintor Fernando Botero.  Y ya conocimos la calaña de Botero Zea.
No puedo citarla porque, afortunadamente, no me tocó oír la barahúnda que, seguramente, a propósito del asunto de marras, armó Mr. Julito en su emisora, abanderada de difundir, ad nauseam, noticias alusivas a efímeras escalas aéreas que han hecho en el país hermanos de candidatos a astronautas de misiones espaciales de tercer nivel. ¿Será sólo por subir rating que lo hacen en la emisora? Es triste que esa sea un arma para hacerlo, pero es aún más triste que dé resultado ¿O será que, también, en “la mesa de trabajo” creen, al igual que mucha de su optimista audiencia, que de ese modo exorcizan su condición de colombianos vergonzantes?  Sí: porque, gústenos o no, este no es un país de mostrar: está infestado de ladrones y asesinos.
Esas prácticas, que exaltan exageradamente los patriotismos o nacionalismos, son un engaño – y un autoengaño a la vez-. Y consiste en exhibir un puñado de estiércol como si fuera el diamante Hope.  O en buscar  anodinos ejemplos de pacotilla para inflarnos artificialmente como país, y tratar de darnos una importancia mundial que no tenemos. Y ese, seguramente, no va ser el camino para conseguirla: no quiero ni pensar la impresión de país de juguete que proyectamos, al formar semejante alboroto por una nimiedad como esa. A la larga es una actitud de acomplejados. Como tratando de llamar la atención, a toda costa, acerca de la imaginaria superioridad de nuestros conciudadanos: “dime de qué te jactas y te diré de qué careces.”
No digo que no estemos orgullosos de, por ejemplo, Gabriel García Márquez, nacido, criado y sufrido aquí en Colombia y ganador de un premio Nobel de literatura. Aunque, a veces,  él mismo se sienta mexicano o, más ampliamente, latinoamericano.  Pero, insisto,  esa constante metedura de gato por liebre no conduce a nada digno. (En todo caso, habrá que dedicarle una columna, más específica, a los dañinos nacionalismos que, por inofensivos que parezcan –lo de García Márquez, por  ejemplo­-, si se alimentan astutamente,  desembocan en histéricos fenómenos mesiánicos: Uribe en el menos grave de los casos. O Hitler, en el más extremo.)
Noticias y chismes de este tipo seguirán siendo el común denominador de altisonantes avances de noticieros y de absurdos titulares de periódicos.  Así continuaremos disfrazando la brutalidad de nuestra sangrienta realidad, con baratijas de grandeza, con limosnas de heroicidad. Y, de ese modo, nos seguiremos quedando, como dice el refrán, “con el pecado y sin el género”. Con la maldición y sin el diamante.

miércoles, 18 de mayo de 2011

EL GATOPARDO

“Indudablemente es más fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre prolongada”  El Corazón de las Tinieblas, Joseph Conrad
El presidente Santos (que parece haber despertado de un largo sueño), reconoció la existencia de un conflicto armado en Colombia, cosa que había negado sistemáticamente  el gobierno anterior (del que él mismo hizo parte activa).  Al parecer, la intención de Santos, al reconocerlo, no fue otra que la de darle sentido a la ley de víctimas, cuya naturaleza busca restituir a los colombianos afectados por la delincuencia no común.
Al respecto, fue entrevistado radialmente Álvaro Uribe con el fin de conocer su opinión. Aparte de incitar a los entrevistadores retándolos a que le tocaran temas sensibles de su administración (AIS por ejemplo), para los que el ex presidente siempre tiene explicaciones referentes al candor de sus ex-subordinados (impolutos y transparentes políticos profesionales colombianos), se mostró notoriamente indignado por la decisión de Santos.
Para Uribe es inconveniente –e impresentable- que una situación que él califica como simple terrorismo (¿o capricho?), se le reconozca como conflicto armado pues, según él, se abre una puerta al status de beligerancia para estos grupos alzados en armas (según juristas reconocidos, ningún grupo subversivo colombiano reúne, ni de cerca, las características para clasificar a dicho status: no tienen control sobre una zona específica del territorio nacional: son trashumantes, para sólo poner un ejemplo.)  Todo esto, a pesar de que uno de los entrevistadores le recordó que el conflicto (o como quiera él llamarlo) data de la bicoca de hace 40 años largos.
Con su “afán de patria” y “angustia de patria” (siempre de patria), Uribe argumenta que la situación colombiana difiere de la de muchas naciones vecinas: no son lo mismo los denominados insurgentes que luchaban contra sanguinarias dictaduras de América latina, que estos grupos terroristas dedicados al narcotráfico, la extorsión y el secuestro, que disfrazan sus fechorías con la forma de lucha armada insurgente. Y ciertamente tiene un punto ahí: las guerrillas idealistas colombianas, surgidas en la segunda mitad del siglo pasado, han degenerado en gigantescas bandas criminales al mando de un grupúsculo de facinerosos mezquinos y sin escrúpulos.
Hasta ahí de acuerdo con Uribe. Pero una cosa es el hecho de que unos cuantos jefes guerrilleros  ordenen masacres, se lucren de  negocios ilícitos, y tengan a sus hijos estudiando en Suiza, y otra cosa es no ser capaz de identificar en dónde se origina la materia prima del grueso de las tropas que éstos dirigen.  Y es en este punto en el que hay que reconocer que hay un conflicto armado, y que éste tiene su génesis en el hambre y en la falta de oportunidades (salud, vivienda, educación: empleo) para llevar una vida digna.  Situación que empuja a muchos (otros simplemente tienen vocación de delincuentes) a aceptar el único empleo posible: guerrillero.  Con toda la subversión de valores que ello implica: aceptar el asesinato, el robo, la tortura y el secuestro como algo cotidiano.
Entiendo los motivos, pero no comparto la salida de la lucha armada subversiva.  Hay otros caminos democráticos, ya transitados por otros, que pueden conducir a lograr una democracia decente.  Pero la lucha armada ya está ahí, y hay que combatirla militarmente en el corto plazo.  Pero en el largo sería insensato seguir usando la misma estrategia bélica a la que hemos acudido, sin éxito, durante más de 40 años (“Es estúpido esperar resultados distintos haciendo siempre lo mismo”. Eso decía Albert Einstein, un tipo más inteligente que, digamos, Julio César Turbay).  Hay que quitarle la materia prima a esos perversos fabricantes de violencia: hay que acabar con la miseria.
Y está el otro lado de la moneda, el otro grupúsculo también fabricante de violencia: los dueños de los grandes conglomerados empresariales, es decir, los dueños del país.  No menos inescrupulosos que los jefes guerrilleros, estos cacaos, con  el fin de garantizar su voraz e insaciable concentración de riqueza, seducen a la clase política colombiana a la manera que se haría con cualquier ramera.  Y mucha de la clase política responde, también, así: como  lo haría cualquier ramera.
Lo anterior, unido al ya corriente hábito de la inmensa mayoría de los políticos colombianos de saquear al erario, hace que en Colombia exista una democracia nominal.  Los derechos ciudadanos  (salud, educación, pensión,  etc…) están escritos en la constitución; existen en derecho, pero no existen de hecho. 
Ahí es donde, entonces, se equivoca Uribe al reducir el conflicto a terrorismo simple.  Para algunos actores del conflicto sí lo es.  Claro: es un negocio.  Y muy bueno.  Pero para otros su justificación está en la lucha contra una plutocracia amangualada con cleptocracia, disfrazadas las dos de democracia. Contra la dictadura de super millonarios y ladrones.
Todo indica que esta espeluznante conspiración alcanzó un nivel casi todopoderoso durante el segundo cuatrenio de Uribe, cuando, por cuenta, entre otras cosas, de la reelección, tambaleó el Estado de Derecho con la eliminación de los contrapesos de poder necesarios para garantizar los derechos individuales.  Ahora se están destapando muchas ollas podridas, y lo paradójico es que Uribe fue elegido por una aplastante mayoría que esperaba un cambio: en las costumbres políticas, en la excesiva burocracia (fundiendo ministerios, por ejemplo) y, sobre todo, acabando a toda costa, por medio de una ofensiva militar costeada con el concurso de nuevos impuestos de guerra dirigidos a la clase pudiente, con la ley del terror a la que nos tenía sometidos la guerrilla. Todo, detrás del espejismo de la victoria militar.  Cambio que se produjo (¿sí?)  y desembocó en la reelección de Uribe, espoleada por la clase política y los grandes conglomerados, montados ambos en ese caballito de batalla.
Hay una novela escrita en 1957 por Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en la que la aristocracia de Sicilia, dadas ciertas circunstancias, acepta que sobrevenga un cambio, pero con el único fin de perpetuarse como tal.  A partir de ese momento, ese fenómeno se conoce como gatopardismo: "Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi" : "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".  La novela se llama “El Gatopardo

lunes, 9 de mayo de 2011

EL CARTEL DE LOS SAPOS

“Mi libertad termina donde empieza la de los demás”
Tomás de Aquino

Es 14 de febrero y 7 cuerpos acribillados son encontrados en las afueras de una bodega.  Hipótesis de las autoridades: ajuste de cuentas entre traficantes. Lo anterior se desarrolla en el marco de un país tomado por la mafia: la complicidad de la  clase política y las autoridades es evidente; los homicidios han aumentado 78%; 30.000 personas han resultado envenenadas por la fabricación pirata de la sustancia traficada; 100.000 más han sufrido graves alteraciones del organismo por la misma causa; 45.000 han sido detenidas por su relación con el negocio.  Los grandes capos, a su vez, se pasean en lujosos carros con voluptuosas mujeres y son el prototipo a imitar por los jóvenes que quieren dinero fácil. Además, imponen un estilo de vida envidiable para muchos y sus tentáculos han penetrado al poder público. ¿Medellín, Colombia 1989? No. ¿Sinaloa, México 2011? Tampoco.  En realidad se trata de “La masacre del día de San Valentín” en Chicago, E.E.U.U. 1929, y la sustancia, alcohol.
Era La Prohibición.  La ley Volstead, de 1920 prohibió producir, traficar o expender bebidas alcohólicas (que no consumirlas). En el lapso de 9 años E.E.U.U. presentaba las cifras arriba citadas. ¿Qué pasó después? Ante el abrumador fracaso de la guerra contra el alcohol, el presidente Roosevelt derogó la ley, y las cosas retornaron casi enseguida a su estado anterior. Hoy, se consigue alcohol de  calidad en todos los estados de La Unión, su expendio está regulado; el número de casos de ceguera o muerte por adulteración es despreciable, al igual que el de los presos por  traficarlo o expenderlo;  los asesinatos entre miembros de bandas traficantes desaparecieron junto con éstas.
¿Qué pasaría si hacemos ahora lo mismo con las demás drogas? Aún  hay mucha resistencia.   Para no hablar de religión y moral (tema de un debate estéril, dada la subjetividad de su naturaleza), está lo de la violencia: algunos actos delictivos son cometidos por consumidores de drogas ilícitas, lo que es registrado y recalcado por autoridades y medios de comunicación. No obstante, casi ningún consumidor comete actos delictivos. Y eso no se registra.  La relación causa-efecto es, por tanto, débil.  Es una falacia.  Podríamos empezar a relacionar a delincuentes que consumieron cafeína (un alcaloide, que puede causar ansiedad e irritabilidad) antes de su fechoría. Seguramente arrojaría un porcentaje mayor. O hamburguesas. Sin embargo a nadie se le ocurre que una cosa lleve a la otra.  ¿Por qué no pensar, por ejemplo, que alguien incompetente, que sólo sabe robar, deriva esa frustración hacia el consumo de drogas y no al revés?
En contraste, las mafias, que existen gracias a la prohibición, sí generan una increíble violencia. Y costo penitenciario. Y corrupción a todos los niveles con el dinero sucio.
¿El aumento en el consumo? Parafraseemos a Escohotado: en China, cuando fue legal, el consumo de opio bajó; en E.E.U.U. La Prohibición no redujo ni en un 30% el consumo de alcohol; en Holanda, donde la venta de marihuana es legal, el consumo de esta hierba bajó, y en las otras drogas, más duras, cuya persecución es casi nominal, hay menos casos de sobredosis con respecto al resto de Europa.
En cambio, es un hecho que hacia principios del siglo XX los principales consumidores de drogas eran personas mayores que lo hacían para divertirse. Una vez esas sustancias fueron ilegales, su status cambió y los mayores consumidores empezaron a ser adolescentes: por estrategia genética un individuo joven debe entrar pisando fuerte al mundo de los adultos. Para mostrarse. ¿Y qué mejor oportunidad que desafiando a la ley o transgrediendo las normas? Esa actitud hace que los excesos  de consumo (donde reside el verdadero peligro para la salud) se multipliquen en esta población mentalmente más vulnerable, en contraste con el controlado consumo de aquellos adultos de los albores del siglo pasado, entre los que no se presentaban apenas casos de sobredosis.
Y está lo de la calidad.  Los consumidores actuales, debido a la prohibición, tienen una oferta de productos de pésima factura. Su carácter clandestino facilita el descontrol en los ingredientes, en las condiciones de higiene o en su nivel de toxicidad (como el alcohol en 1929). ¿No sería mejor que las drogas, como se hace con el tabaco, fueran sometidas a controles de calidad, en su empaque se advirtiera sobre los efectos nocivos de su abuso, se regulara la cantidad máxima de ciertos ingredientes y pudieran comprarse en entornos seguros no ligados al bajo mundo? De todos modos se podría escoger consumir drogas más tóxicas, pero creo que estaría más relacionado con el poder adquisitivo que con el gusto. Entre los bebedores actuales casi nadie quiere tomar alcohol antiséptico con gaseosa (aunque la borrachera es rápida y barata). Todos aspiran a tomar, digamos, Whisky escocés de 12 años.
Finalmente queda la parte del Derecho.  Por principios generales, no es congruente prohibir a nadie ejecutar un acto que no involucre perjuicio a un tercero.  Consumir drogas afecta sólo al consumidor.  Y si afecta a su entorno familiar, lo hace en la misma medida que puede hacerlo practicar deportes de alto riesgo, que puede derivar en traumatismos fatales; o consumir en exceso grasas trans o azúcar, que pueden ocasionar accidentes cerebro-vasculares o diabetes.  Y nada de eso se prohíbe. La prohibición de drogas es intromisión del Estado en la vida privada de los ciudadanos. Y muchos representantes de éste se inmiscuyen: la doble moral de lo políticamente correcto.
No soy consumidor de drogas ilícitas, pero reivindico el derecho de los ciudadanos que han decidido, en pleno uso de sus libertades individuales, consumirlas. Algo que a nadie más le incumbe. Sapo llamamos en Colombia a un delator. De ahí el título de la novela del colombiano Andrés López: “El Cartel de los Sapos”, que versa sobre narcotraficantes que delatan a otros narcotraficantes a cambio de rebajas en sus condenas.  Pero también llamamos así a quien se mete en lo que no le importa. Algunos políticos, esos que quieren hacer proselitismo barato a partir de oportunistas cruzadas moralizantes y de predicamentos puritanos que, en muchos casos, ni siquiera ellos mismos cumplen, son los que conforman el verdadero cartel de los sapos.

martes, 3 de mayo de 2011

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS



“Cuando el zorro oye gritar a la liebre siempre llega corriendo.  Pero no para ayudarla” Hannibal Lecter
Estamos acostumbrados a oír numerosos casos de asesinos en serie que, la mayoría de las veces, suceden en otras latitudes. Sin embargo, a veces no advertimos que Luis Alfredo Garavito y Pedro Alonso López tal vez no sean los únicos asesinos en serie colombianos.  Un criminal de este tipo, un asesino en serie, se define por tres características principales: modus operandi repetitivo, perfil similar de sus víctimas y una firma que los identifica.  Luego, en Colombia, no tenemos sólo dos, sino miles. Y están a la vista de todos, vanagloriándose de sus triquiñuelas y mofándose de nosotros. Como lo haría Ted Bundy, el astuto psicópata norteamericano que aterrorizó a Washington y Seattle en la década de los 70.
Estos asesinos en serie colombianos, matan gente de la manera más diversa: de inanición, por desatención en salud o propiciando enfrentamientos bélicos entre esa misma gente.  Sin embargo, su modus operandi sí es distintivo y repetitivo: el robo sistemático al erario público, que es la causa primaria de todas esas formas de muerte. ¿El perfil de víctimas? Todas de naturaleza similar: clase media o baja (masivamente).  Y para redondear el perfil, se aseguran de que sepan que fueron ellos, y nada más que ellos, quienes perpetraron el hecho.  ¿O acaso no tendremos, una vez finalizados, una placa conmemorativa de los trabajos de la calle 26 en Bogotá que nos informe y recuerde la identidad de sus autores? Además, no cometen sus fechorías por necesidad y, al parecer, son incapaces de sentir remordimientos o compasión. Como los psicópatas que son.
Todo esto me recuerda la novela (llevada después al cine) de Thomas Harris: “El Silencio de los Corderos”.  En ésta, el asesino (Jame Gumb, apodado Buffalo Bill por investigadores de Kansas City), captura a mujeres voluminosas, las retiene y las somete a un régimen de hambre que les suelta y ablanda la piel.  Posteriormente las mata y desolla para, finalmente, confeccionarse un traje con la piel de las víctimas. De otro lado, la investigadora del F.B.I., Clarice Starling, para atrapar al asesino, se ve obligada a pedir la ayuda de otro psicópata (confinado este): el psiquiatra Hannibal Lecter, cuyos crímenes son, acaso, más atroces que los del mismo Buffalo Bill.  Lecter ayuda a la detective a realizar un perfil psicológico de Buffalo Bill, pero al mismo tiempo penetra en la psiquis de Clarice y la induce a revivir recuerdos traumáticos de su infancia. En uno de ellos, Clarice se ve a sí misma impotente por salvar a los corderos que llevan al matadero y cuyos chillidos de terror la persiguen sin tregua en su mente.  Lecter le pregunta que si atrapando al asesino ella podría acallar los chillidos.
 Es casi imposible no vislumbrar la metáfora de la clase trabajadora colombiana dejando la piel en sus labores diarias para que, luego, una apreciable tajada de sus exiguos ingresos vaya a parar (vía IVA o Retención en la Fuente, por ejemplo) a la caja menor de inescrupulosos fanfarrones que la utilizan para procurarse no sólo trajes, sino suntuosos apartamentos, lujosos carros, banales cirugías estéticas y otros excesos inconcebibles.  Mientras, el pueblo sigue gritando como los corderos de Clarice: al pie de sus casas colapsadas por los deslizamientos (provocados por la irresponsabilidad administrativa); en el umbral de hospitales inoperantes; en los recintos de medicina legal, adonde llegan, por igual, los cadáveres de todos los caídos en esta guerra fratricida cuyo único origen es la monstruosa vanidad de unos pocos.
Lo de los corderos es bastante diciente: al final, nosotros, el pueblo colombiano, no somos más que un rebaño dirigiéndose estoicamente al matadero. Pero a la vez podemos ser (todos) Clarice.  Podemos atrapar a estos asesinos en serie y silenciar los desgarradores chillidos de corderos condenados que diariamente vemos en los noticieros o leemos en los diarios.  Votemos responsablemente; protestemos con vehemencia; exijamos la renuncia de funcionarios incompetentes o deshonestos; dejemos esa pusilanimidad a un lado que no permite un cambio social que necesitamos urgentemente; condenemos sin piedad (incluso socialmente) a estos antisociales.
 Y, les aseguro, no necesitamos a ningún Hannibal Lecter que nos ayude.