viernes, 28 de octubre de 2011

UN PERRO ANDALUZ

“Que entre el Diablo y escoja”      Proverbio

Acabo de tener un sueño. Trataré de recordarlo: me encontraba afilando una navaja barbera, de esas que se usaban antes.  De pronto, vi a una mujer en trance de votar (por alguna razón yo tenía acceso a su cubículo de votación). Ya había marcado el tarjetón y, a pesar de que yo no podía saber qué candidato había marcado, su escogencia me causaba una profunda repulsión. Me fui detrás de ella con la navaja en la mano derecha, la inmovilicé pasándole mi brazo izquierdo alrededor el cuello, levanté la mano derecha a la altura de sus ojos, pero en lugar de navaja ahora tenía unos lentes.  Se los puse. Luego  bajé la mano -que repentinamente tenía otra vez la navaja- y con rápidos movimientos de muñeca descuarticé el tarjetón.  Le di otro. La mujer marcó una casilla diferente a la anterior, sin embargo yo no podía reconocer al nuevo candidato seleccionado a pesar de estar mirándolo. Entonces, todo se oscureció.

Aparecí luego en una especie de prostíbulo de algún paraje rural.  Había un gran patrón que daba órdenes a todo el mundo; montaba a caballo, usaba gafas ovaladas y sombrero aguadeño; tenía una camándula en la mano izquierda y una especie de fuete en la derecha. Mientras vociferaba a diestra y siniestra, llegó un jovencito que parecía en plena pubertad (a pesar de su abundante barba -canosa, además- y su considerable altura) y le entregó un girasol al patrón. “Toma abuelo”, le dijo. Era un girasol repugnante: de él emanaba un olor nauseabundo, su centro era del color de las heces y, en lugar de pétalos, tenía una corona de monedas  muy gastadas. El patrón lo asió entre sus dedos, lo examinó atentamente, lo arrojó al suelo y lo pisoteó con el caballo. “Ya no te sirven estas tonterías conmigo” rugió. A renglón seguido reveló “No eres mi verdadero nieto: yo te compré”. Y sentenció: “no te alcanzará la vida para pagarme”. “Pero si sólo son cuatro años”, balbuceó el jovencito.

De repente estaba otra vez en el cubículo de votación.  La mujer me miró asustada.  Antes de que pudiera decirle cualquier cosa, rompió ella misma el tarjetón recién marcado y tomó otro. También lo marcó, pero yo tampoco supe la identidad del seleccionado a pesar de estarlo viendo. Todo se oscureció nuevamente, pero esta vez pude ver sobre el fondo negro una leyenda igual a aquellas que presentaban los diálogos en los tiempos del cine mudo: “16 años antes”, decía. Todo se fue aclarando y, entonces, vi a una especie de bufón que sostenía entre sus brazos a una bebé cuyo tabique nasal portaba unas enormes gafas, casi tan grandes como ella. El bufón abrió un baúl y sacó del fondo ¡el mismo girasol!, el del prostíbulo. La bebé lo asió con sus deditos y lo arrojó al suelo. El contenido del girasol se desparramó y un olor nauseabundo invadió el salón (era una especie de aula de clases; tal vez de una guardería).

Inmediatamente entraron unos indígenas (uno de ellos, el más obsequioso de todos, se llamaba Asi) y limpiaron todo. Tuvieron que hacerlo muy rápido porque era evidente, tanto el desprecio que sentía la bebé por ellos, como la indiferencia del bufón.  Una vez se hubieron marchado los indígenas, bufón y bebé empezaron a discutir: se hacían berrinches el uno al otro queriendo imponer cada uno su voluntad. Cuando uno de los dos lo lograba, inmediatamente cambiaba de opinión. Y arrancaba otro berrinche. Salí como pude, casi arrastrándome, por una especie de puerta falsa muy bajita que tenía un rótulo: “No todo vale”, decía. Y desemboqué nuevamente en el puesto de votación.

Esta vez la mujer ni me miró; quemó el tarjetón y tomó otro.  Nuevamente marcó un candidato al que no pude identificar a pesar de estar mirándolo en el papel. Previsiblemente todo volvió a oscurecerse. Otra leyenda de las épocas del cine mudo apareció sobre el fondo negro: “4 años después”, decía.  Aunque todo seguía muy oscuro, pude ver un par de lúgubres sombras que caminaban.  Yo las seguía. Estábamos en una especie de monasterio -cuyo hedor a carne descompuesta era insoportable-, y a medida que atravesábamos la nave central podían verse, entre las tinieblas, decenas de aposentos a lado y lado.  A la izquierda, en uno de ellos, se quemaba un grupo de juristas; en otro, a la derecha, miles de mujeres morían mientras daban a luz horrorosos engendros. 

Seguíamos avanzando.  A la izquierda dos ladrones llamados Iván y Samuel (por algún motivo yo conocía sus nombres) lanzaban imprecaciones a la sombra que caminaba por la izquierda, a la par que le reclamaban: “Tú eres de los nuestros, ¿por qué nos abandonas?”; estaban encadenados, sus torsos eran de color moreno, rojas sus caras, blancos sus cuellos; a la derecha, en otro recinto, se podrían en oscuras mazmorras cientos de segregados que no pensaban igual a la otra sombra, la que caminaba por la derecha.  Sólo le suplicaban que los dejara vivir.  La sombra los ignoraba olímpicamente.

Finalmente llegamos a una especie de confesionario. La sombra de la derecha (de una de cuyas manos pendía un rosario) se dirigió a la sombra de la izquierda: “Hemos llegado Mefistófeles, ¿qué es lo que quieres?”, inquirió. La sombra de la izquierda se pronunció: “vine por lo que me prometiste”. “Ya te lo di” dictaminó la sombra de la derecha.  “Además –agregó- te quedó la Alcaldía: si hubieses actuado honradamente, al no darme tu voto aquella vez, nunca te habrían elegido a ti: ya sabes cómo es este pueblo ignorante: masoquista y estúpido”.  Súbitamente, unos demonios alados me sacaron del lugar y me depositaron en el puesto de votación. La mujer se había suicidado. Fue en ese momento que me desperté sobresaltado.  Lo primero que pensé me angustió: tal vez le había dado a la mujer unas gafas con la fórmula equivocada, y por eso hacía elecciones tan malas. Pobre, qué mala suerte tuvo.

Ahora amanece y me voy a la ventana a contemplar la alborada. Pero en lugar de de un alba luminosa, se ciernen en el cielo bogotano negros nubarrones y empieza a caer una lluvia triste sobre las destruidas calles, en cuyas esquinas acechan peligrosos delincuentes. “Qué surreal todo”, murmuré con la voz aún amodorrada. “¿El sueño que tuviste?”, me interrogó una intuitiva voz detrás de mí. “No, el sueño fue lo coherente –contesté-, lo surreal es esto, la vida real: ni a Buñuel atorugado de LSD se le hubiera ocurrido que los punteros en las encuestas a la Alcaldía de Bogotá fueran los que hoy las lideran”.  Es el domingo de elecciones.  No saldré de mi casa.

sábado, 22 de octubre de 2011

EL MALESTAR EN LA CULTURA

“El fin justifica los medios”
Frase atribuida a Nicolás Maquiavelo

A siete días de cumplirse el primer aniversario de la misteriosa muerte de Luis Colmenares, estudiante de la Universidad de los Andes, las nuevas investigaciones desestiman la hipótesis inicial del accidente como causa de su muerte y, en cambio, develan una truculenta historia con crimen pasional de por medio. Al parecer el muchacho era un estorbo para las pretensiones amorosas de alguien más. Y por eso lo mataron. Si bien las investigaciones continúan, y en ella están implicados otros estudiantes de la prestigiosa universidad, el mecanismo mental que llevó a este crimen no es privativo de precoces asesinos en furiosos éxtasis hormonales: ladrones de cuello blanco, atracadores de poca monta, jaladores de carros, extorsionistas, y una larga lista adicional de criminales, que pululan en algunas de nuestras sociedades modernas, andan por ahí satisfaciendo sus pulsiones más primitivas sin el menor asomo de represión: agreden a cualquiera por cualquier motivo o toman lo que quieren cuando les apetece, transgrediendo así el contrato social que, como seres humanos, nos exige la cultura para posibilitar una convivencia razonable.

Echemos una ojeada a los antecedentes inmediatos aquí en Colombia: los hijitos ricos de un acaudalado exministro defraudan al erario público en una cifra de 10 dígitos, y lo hacen en complicidad con los otros hijitos ricos de una poderosa gamonal de la política, ella misma hija de un expresidente de la República; un influyente ministro del gabinete ofrece dádivas millonarias a adinerados latifundistas a cambio de contribuciones pecuniarias a su futura campaña política; un magnate del cooperativismo saquea su propio sector para enriquecerse ilícitamente; decenas de capos del narcotráfico y cientos de traquetos evaporan a punta de bala a quien se interponga en sus caminos; miles de guerrilleros y paramilitares despojan a humildes campesinos, que a la postre resultan desplazados hacia las grandes urbes; decenas de miles de ciudadanos comunes y corrientes no tienen mayores problemas en apuñalar a indefensos transeúntes para robarles el teléfono celular…

No vemos mucho malestar en la cultura, concepto que el gran padre del psicoanálisis, el médico vienés Sigmund Freud, definió como el precio que debe pagar el hombre, a través de la represión de sus pulsiones más primarias, para poder vivir en sociedad; para que el impulso del Eros domine a su destructiva antítesis, aquella que lleva a la agresión entre los hombres. No lo vemos. Sigamos con Colombia: aquí un grueso número de la población (no cometeré la demagógica hipocresía de afirmar que la mayoría de colombianos son gente buena) opta por la vida fácil: no es sino oír los fragmentos de conversaciones que reptan hacia nosotros mientras caminamos por lugares públicos; o ver las posiciones gangsteriles de cuerpos en trance de conjurar; o –en algunos casos- simplemente ver ciertas caras.

Pocos reprimen el deseo de conseguir dinero a costa de contravenir el acuerdo comunitario que nos impide matarnos los unos a los otros. Y aunque en Freud el componente reprimido es, por excelencia, el sexual, no parece desatinado pensar que todos los objetivos económicos perseguidos por esos innúmeros delincuentes desemboquen precisamente en un gran objetivo: la dominación sexual: el pavoneo en enormes camionetas, la ostentación de lujosas viviendas, la exhibición en exclusivos restaurantes y clubes nocturnos  -logrados todos gracias a esos dineros fáciles- no son otra cosa que una estrategia sexual darwiniana.

Otros, mientras tanto, para poder escapar de la neurosis que produce el malestar en la cultura, acuden a válvulas de escape. Una de ellas es la religión, esa dimensión que, según Freud, está alimentada en gran parte por la nostalgia paterna: nos damos cuenta de que, contrario a lo que pensábamos en la primera infancia, nuestro padre biológico no es omnipotente, y por lo tanto debemos buscar un sustituto: uno que sí lo sea, y que, por ende, nos solucione todo: Dios. Eso dice Freud.  Y yo supongo que, como padre que es (Dios) nos somete a su autoridad y aprobación, pero también nos permite (o eso suponemos) gozar de todas las prerrogativas de hijos. ¿O es que acaso toda esa concepción de Dios mafioso -tan común en nuestras cabecitas- de dónde creemos que sale? Por poner un ejemplo: cuando alguna situación, aún en injusto detrimento de otro, nos sale mejor de lo esperado: “es que mi Dios me quiere mucho”. ¿No habíamos quedado en que, en la imperante concepción judeo-cristiana del país, Dios era infinitamente justo? Y así, exactamente igual, es en miles de aspectos de nuestra vida diaria: trascendentales, como el destino ulterior de nuestro ser; angustiosos, como la cura de una enfermedad; fútiles; como el triunfo del equipo de fútbol preferido; mezquinos, como la favorabilidad en la escogencia de un puesto de trabajo…

Algunos de los anteriores casos son inocuos y, de hecho, incluso necesarios para sobrellevar una vida de la que no sabemos absolutamente nada.  Pero otros son dañinos, y dan al traste con el pacto que nos haría aún más llevadera esa misma vida. Sobre todo aquellos casos protagonizados por los desadaptados de los que hablábamos antes que, más que como válvula de escape, aprovechan el poder que ejerce la religión para someterla a un vasallaje destinado a satisfacer sus oscuros intereses.

Es probable que los desadaptados se amparen en el hecho de que la religión ha sido, generalmente, inculcada en los estadios más tempranos –y plásticos- del cerebro y, por lo tanto, está implantada en la psiquis más profundamente que otros aspectos claves para la convivencia actual, como, digamos, la legalidad. (Y aquí volvemos a Dios, el padre censor pero alcahueta; el que perdonará todas las fallas a cambio de vanidosos sobornos en forma de alabanzas a su persona, o de donaciones monetarias a sus ministros o instituciones terrenales).

La religión, entonces, es un invento que tal vez haya quedado obsoleto: probablemente pudo servir como mecanismo de control de las comunidades primitivas, pero ahora ha degenerado en una suerte de trinchera contra los proyectiles de la ética, quizá, esa sí, el invento más adecuado para los tiempos que corren. Todos conocemos, por ejemplo, la peligrosa sentencia del catolicismo según la cual basta con arrepentirse en el último suspiro para ser perdonado de una abyecta vida de fechorías. “El que peca y reza, empata” dice, por otra parte, un irresponsable proverbio que serviría de epígrafe de la vida de muchos (o de epitafio).  (Parece obvio que, con desadaptados o sin ellos, de todos modos se necesitan otras válvulas de escape, y en esa línea Freud nos deja esta reflexión de Goethe: "Quien posee Ciencia y Arte también tiene Religión; quien no posee una ni otra, ¡tenga Religión!")

En conclusión, estamos rodeados de codiciosos bribones, muchas veces resguardados en parodias de religión, y quienes tal vez incluso piensen que no hacen nada malo; que el perjuicio que puedan ocasionar a otros, con sus miserables actos, está plenamente justificado por la obtención de un fin, no importa lo frívolo que éste sea, ni lo calamitoso que resulte ser para otros; que pretenden saciar desaforadamente sus instintos más elementales, abusando de los preceptos de una sociedad de la que se favorecen.

Hay, entonces, una trágica paradoja: supuestamente la ecuación freudiana no debe fallar: menos represión resulta en menos cultura (en menos civilización).  Es por eso que esto, Colombia, se parece más a una selva que a un país. Y aquí viene la paradoja, porque entonces perdemos todos: destinados a vivir reprimidos, pero en medio del caos (¡vaya malestar!). Todos menos ellos, los malandrines, porque… ¿malestar en la cultura? ¡Por favor! No vivió Freud para ver a estos especímenes que explotan los beneficios protectores de la cultura sin experimentar ninguna clase de malestar.

sábado, 15 de octubre de 2011

CUATRO MESES, TRES SEMANAS Y DOS DÍAS

“Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda” Martin Luther King

Cuatro meses, tres semanas y dos días, aparte de ser el título de la película de Cristian Mungiu ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes de 2007, es el tiempo que duró el embarazo de la protagonista de la cinta, finalmente interrumpido por un aborto inducido. La historia se desarrolla en la Rumania de Nicolae Ceausescu, escenario del represivo régimen que, entre otros innumerables atropellos, penalizaba cualquier tipo de aborto y consideraba a  los embriones humanos como propiedad del Estado.  La protagonista, por tanto, se vio obligada a practicarse un procedimiento clandestino en condiciones sumamente sórdidas y peligrosas, lo que representó enorme riesgo para su vida a manos de chapuceros curanderos del bajo mundo, que en ese tipo de legislaciones opresivas usurpan la misión de facultativos competentes.

Si bien no estamos en la Rumania dictatorial de Ceausesco, sí lo estamos en la Colombia medieval de Ordóñez, adorable herencia oscurantista de Álvaro Uribe. En el mejor espíritu del nacionalcatolicismo de la Falange española, el cancerígeno  gobierno anterior mezcló Estado con religión y se dedicó a intentar retrocedernos a tiempos de la hegemonía conservadora de principios del siglo XX en Colombia, cuando las decisiones del pueblo eran coaccionadas por un poder clerical malsanamente afincado en la anterior constitución.  Extraído el uribesco tumor, ha quedado por lo menos una inquietante metástasis en el Ministerio Público, origen del esperpento de reforma constitucional que pretendía una supuesta defensa a ultranza de la vida “desde su concepción hasta la muerte natural”

Uno de los puntos de la reforma (que fue presentada en el Congreso por ese dechado de civilización que es el Partido Conservador) contemplaba extirpar el derecho a morir dignamente. De haber sido aprobada la reforma, y con los vertiginosos avances de la ciencia, los conservadores habrían dejado obsoleta la ficción que en delirante proeza imaginativa se le ocurrió a H. Bustos Domecq –seudónimo de los bromistas Borges y Casares- en su cuento Los Inmortales: en el cuento, Bustos visita un pabellón hospitalario que alberga los desechos humanos en que se han convertido las otrora personas, a fuerza de reemplazarles por sustitutos plásticos o inoxidables los órganos que han ido malográndoseles.  Espeluznante. Por eso ante el posible panorama de ser convertido en un cubo de fórmica que respira (en el aterrador caso haber sido aprobada la reforma), sólo habría tenido, como Bustos, la única opción de salir corriendo, mudarme de país y escribir estas líneas ataviado con una barba postiza.

Otro de los puntos que tocaba la reforma era el de la manipulación genética: cualquier experimento con células madre o similar, no importa que estuviese destinado a mejorar la calidad de vida -o incluso a salvarla para ser vivida en forma digna-, quedaría también penalizado (curioso que no noten el monumental contrasentido).  En ese orden de ideas, y tal como se lo oí expresar por radio a uno de los congresistas opositores a la reforma, el eminente gineco-obstetra colombiano Elkin Lucena quedaría convertido automáticamente en genocida, habida cuenta de sus admirados desarrollos en el campo de la fertilización in vitro

Por cuenta de los místicos gurús de la godarria terminaría, entonces, satanizado un científico que dio felicidad a miles de hogares de esposos impedidos para tener hijos, y que incluso se la dio también a esos mismos hijos, criados en un sano ambiente de aceptación. En contraste, y por cuenta del tercer punto que se tocaba en la reforma (la penalización del aborto) existen hoy en día millones de seres humanos criados en los semilleros de violencia que son esos otros hogares en los que la llegada de algunos de sus hijos no son otra cosa que un incordio.  Las víctimas en ese caso son todos: desde los padres que ven cambiadas sustancialmente sus vidas con una novedad inesperada y aborrecida, hasta los seres humanos que encarnan esa novedad, y que tendrán que enfrentar un mundo inhóspito, enmarcado en el triste escenario de ser rechazados desde el seno de su propio hogar.

En adición a lo anterior, la ciencia ha comprobado que la primera actividad nerviosa del embrión se da en el tálamo sólo a partir del segundo mes de gestación. Antes de ese momento al embrión únicamente se le puede considerar como un ser humano en potencia.  Es por esto que hasta el segundo mes no sería descabellado permitir el aborto como una libre decisión de la mujer, en su calidad de dueña y soberana de su propio cuerpo. Supongo que me podrán tildar de excesivo libertarismo, pero en este caso, y desde el punto de vista de la justicia, es preferible esta posición que otra basada en la decisión de un tercero.

Con todo, los promotores de la reforma fueron más allá: no contentos con el hecho de que la constitución impide que las mujeres decidan libremente qué es lo mejor para sus vidas, pretendían obstaculizar la posibilidad de que pudiesen interrumpir el proceso de embarazo aún en los tres casos de excepción legalmente vigentes: riesgo de la vida de la madre (sin comentarios, dado lo absurdo de la pretensión: es simple instinto de conservación), malformación del feto (aunque nadie ha dicho que deba ser una obligación abortar en ese caso), y violación.

Para deslegitimar este último caso, ese paladín de la tolerancia que es Enrique Gómez Hurtado expuso unos argumentos rayanos en la estupidez, y cuya eventual jurisprudencia debía tener frotándose las manos a las compañías aseguradoras: “cualquiera puede decir que fue violada, eso es imposible de comprobar” afirmó el brillante jurista sin que le temblara una sola cana.  Similar argumento había esgrimido años antes cuando, haciendo gala de su ejemplar apertura mental, se oponía con similar ferocidad a la igualdad de derechos de las parejas del mismo sexo: alegaba que dos desconocidos podían ponerse de acuerdo, decir que eran pareja homosexual y disfrutar de los beneficios de ley; astuto movimiento que, por razones misteriosas que Gómez omite explicar, estaría fuera del alcance de las parejas heterosexuales. A la luz del espíritu de todas esas declaraciones los pagadores de las compañías aseguradoras podrían negarse a desembolsar los resarcimientos, arguyendo que cualquiera puede decir que lo robaron, que eso no se puede probar; como si en uno y otro caso no existieran entes especializados que a partir del acervo probatorio se pronunciaran al respecto.

En la misma línea, aprovechando la tormenta mediática que por estos días dejó la muerte de Steve Jobs, algunos se han rasgado las vestiduras asegurando que habríamos perdido a un genio de tamaña estatura si la madre de Jobs –que lo dio en adopción al nacer- hubiese decidido abortar ese embarazo a todas luces no deseado.  Muy cierto.  Pero igualmente podríamos especular que la madre de Hitler habría podido hacer lo propio con un hijo que, si tenemos en cuenta los maltratos y abusos a los que lo sometía el padre, tampoco era la ilusión de ese hogar. Como consecuencia de todo lo anterior, de pronto los más pudientes no tendrían hoy sus hermosos IPods, pero tal vez se hubiesen salvado 80 millones de vidas inocentes perdidas en la Segunda Guerra Mundial.

El caso es que el proyecto de reforma, para fortuna de todos, se hundió como un ladrillo en el agua. Los derrotados, sin embargo, ya amenazaron con recurrir a métodos oclocráticos para lograr su cometido: por medio de sofismas y eufemismos aspiran a convencer a las ignorantes muchedumbres de refrendar la reforma por medio de un referendo. Invocarán, por supuesto, a Dios y a la Virgen, y demonizarán a sus contradictores tildándolos de asesinos y emisarios de Satanás. Dios: siempre Dios metido en estas profanas peloteras.

No deja de ser curioso, sin embargo, que estos padres de la patria, estos hijos de Dios, compartan ideas con Ceausescu quien, como vimos arriba, también prohibía el aborto en todas sus formas, mientras perpetraba en Rumania uno de los genocidios más espantosos del siglo XX. Y sus víctimas no eran precisamente seres humanos en potencia, sino auténticas personas de carne y hueso, que tenían hijos, padres, hermanos, tíos, primos, amigos, etc… Pero, bueno, sí: otra vez Dios: Dios los cría y ellos se juntan, como dice el refrán.

viernes, 7 de octubre de 2011

LA REALIDAD MANIPULADA


Les dejo este artículo de García Márquez que encontré buscando información relacionada con un tema que tenía en mente (los relativismos del placer).  Tratándose de quien se trata, y debido a que con absoluta seguridad él lo dice mejor que yo, hago una excepción y cedo el espacio. Es un tema bastante interesante, así que espero que lo disfruten.

Hace algunos años, con motivo de alguna celebración menor, recibí en mi casa de México a un grupo de mis amigos más cercanos. Conforme pasaba aquella noche diáfana de agosto, la casa se fue llenando de amigos ya no tan cercanos. Fue lo más parecido a una pesadilla malthusiana: la gente se iba multiplicando en progresión geométrica, mientras que yo sólo podía proveer viandas y licores en la progresión aritmética que había calculado. Sabía que tarde o temprano ocurriría lo que finalmente ocurrió, y que en ese tipo de celebraciones termina por ser catastrófico: se acabaron las seis botellas de whisky de 12 años que yo, con holgura de guajiro, había destinado para atender a las tres parejas originalmente invitadas.

No tuve más remedio: mientras alguien salía de urgencia a apoderarse de cuanta botella de whisky disponible encontrara a tres kilómetros a la redonda, yo tuve la providencial idea de reenvasar en una botella vacía de whisky de 60 años, que guardaba como recuerdo muy especial, otra de un whisky de toreros que me habían regalado una mala noche de tragos en un remoto caserío de Paramaribo. Fue asombroso: instantes más tarde los invitados hacían fila india para, después de apurar un primer trago bastante generoso, recibir una segunda ración de aquel matarratas caribeño que en cuestión de minutos amenazaba con agotarse.
El hecho fue una confirmación inapelable del deslumbramiento que me produjo una conferencia a la que asistí hace muchos más años en Oslo. El conferencista, con el propósito de atrapar desde el principio a la audiencia, dio inicio a su disertación con una irresistible historia que yo desconocía. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hermann Goering, mano derecha y gran admirador de Hitler, se obsesionó con hacerse con una obra del pintor Johannes Vermeer -Hitler tenía dos Vermeer en su colección privada-; pero, por más que lo intentó, nunca logró robarla o comprarla durante sus infames correrías por la Europa devastada.  Finalmente, dio en Amsterdam con un marchante de arte holandés, Han Van Meegeren, quien le vendió la pintura de sus sueños por lo que hoy serían diez millones de dólares.
Cuando acabó la guerra,  Van Meegeren fue juzgado por traición a la patria: le había vendido una obra protegida a un nazi.  Sin embargo, Van Meegeren se defendió diciendo que él nunca había vendido tal obra.  Y era cierto: en realidad había vendido una falsificación pintada por él mismo con sus propias manos, tan perfecta que al propio Vermeer le habría costado trabajo negar que fuera obra suya. Van Meegeren fue absuelto, condenado por un delito menor de falsificación y, gracias al engaño, considerado héroe nacional en Holanda hasta el día de su muerte.
Todo el asunto va a que Goering se enteró del fraude cuando era juzgado en Nuremberg. Cuenta su biógrafo que, al recibir la noticia, el feroz nazi se transfiguró y cayó abatido sobre una silla, como comprendiendo por primera vez  en su vida cuánta maldad había en el mundo: habían abusado de su candidez, vendiéndole una falsificación. Con todo, lo único malo que tenía la pintura era que no había sido obra de Vermeer. Por lo demás era idéntica a la original, lo que, de acuerdo al psicólogo conferencista de aquella tarde, demuestra un hecho aparentemente incuestionable: los humanos somos escencialistas; nos gustan las cosas, no por lo que son en sí mismas, sino por la historia particular que cada una de ellas tendría para contar si por artes de encantamiento se convirtieran en seres humanos.
Pero ahí no acabó todo. Van Meegeren, durante el juicio que se le llevó, confesó otras espléndidas falsificaciones que había realizado con igual o mejor calidad, entre ellas la famosísima La Cena de Emmaús, considerada el mejor trabajo de Vermeer, y por la cual miles de turistas visitaban cada año el museo donde se exhibía. Develada la farsa, la obra fue retirada y su valor se hundió en el insondable océano de las baratijas del mundo. Todo por el simple hecho de tener un origen diferente del que antes se pensaba.

Así somos. Hay cientos de cosas o experiencias que tenemos por bellas o placenteras, pero que percibimos como mucho más bellas o placenteras si podemos asociarles una característica única o una historia particular.  Desde hace años viene en aumento un floreciente mercado de los objetos más inverosímiles que, contra los más elementales dictados de la cordura, se venden a precios exorbitantes: el puñal con que le cortaron los testículos a Rasputín, los zapatos que usó Judy Garland en el rodaje de El Mago de Oz, astillas de madera de la cruz de Cristo, y toda una colección de fruslerías inconcebibibles que, de no conocer yo personalmente a muchos de esos excéntricos compradores, daría por sentado que están completamente locos.

Cuando estuve en España bajo la servidumbre implacable de la escritura de una novela, lo único capaz de sacarme de la conduerma a que me sometían sin tregua las exasperantes vidas propias de los personajes fue la historia improbable de una mujer aquejada con el Síndrome de Capgras, aterradora enfermedad mental que consiste en creer que la persona amada ha sido sustituida por un doble perfecto. La mayoría de los afectados sufren la más pavorosa pesadilla que podría sucederle a ser humano alguno. Esta mujer, sin embargo, antes de padecer el trastorno vivía un resignado matrimonio infeliz: se quejaba del pobre desempeño sexual y de la escasa dotación masculina de su esposo. Fue después, durante los delirios paranoicos que se sucedieron, cuando agradeció al cielo la usurpación de su marido a expensas de un doble suyo “rico, viril, apuesto y aristocrático”. Y era el mismo hombre.

Mi propia vida, por supuesto, no es ajena a este tipo de de prodigios supersticiosos. Cuando escribí el primer tomo de mis memorias, estaba al mismo tiempo embarcado en la aventura de la revista Cambio Colombia. Con el fin de aumentar el número de suscripciones, la dirección de la revista diseñó una estrategia consistente en regalar a los nuevos suscriptores un ejemplar de Vivir para Contarla autografiado por mí.  Las ventas subieron como espuma, a pesar de que yo nunca tuve contacto con ninguno de los libros obsequiados. La explicación es fácil: Mauricio Vargas, entonces director de la revista, volaba regularmente a México, y en cada viaje me traía unas abrumadoras resmas de papel que yo debía firmar en jornadas de galeote. Una vez firmadas, Mauricio las retornaba a Colombia y eran anexadas a los libros.

Los nuevos suscriptores se jactaban después, ante sus perplejas amistades, de los libros rubricados con mi autógrafo genuino, sin saber que el único contacto que yo había tenido con esos anónimos ejemplares era el efímero roce de mis dedos con las hojas de papel firmadas que más tarde se les adjuntaron.  Entre los muchos ilusos que compraron la suscripción, estaba mi incógnito amigo de Barranquilla Samuel Rosales Ucrós, quien, dicho sea de paso, inventó de cabo a rabo desde la primera hasta la última frase de este artículo, con el único fin de que ustedes disfrutaran leyendo el que seguramente consideran el mejor de todos cuántos  ha publicado, por el mero hecho de creer que era mío.