viernes, 24 de junio de 2011

EL DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE


-Médico: Señor Sinatra, ¿cuánto bebe usted?
-Frank Sinatra: unos treinta y seis tragos al día doctor
-Médico: en serio, señor Sinatra, ¿cuánto bebe usted?
-Sinatra: ya se lo dije: treinta y seis tragos al día
-Médico: ¿cómo puede estar tan seguro?
-Sinatra: se lo explicaré: todos los días me tomo una botella de Jack Daniel’s, lo cual equivale a treinta y seis tragos
-Médico: ¿Y cómo se siente por la mañana?
-Sinatra: no lo sé: nunca me levanto por la mañana, y no estoy seguro de que usted sea el médico apropiado para mí.
Poco tiempo después, Sinatra recibió la noticia de la muerte del  médico, debida a complicaciones circulatorias

Anécdota de Frank Sinatra, 1915-1998 (83 años)


Un nuevo estudio indica que, contrario a lo que se pensaba…  ¿Quién no ha leído contínuamente, en revistas y periódicos, artículos referentes a la salud y el bienestar que tienen como inicio la anterior frase?  Creo que nadie.  Y a veces perece que, cuánto más avances logramos en materia médica, más incierto es el comportamiento que debemos llevar para lograr, lo que se llama ahora, un estilo de vida sano.  El caos informativo en cuanto a los hábitos saludables es formidable.  Tanto que, de seguir las centenares de instrucciones acerca de ejercicios y hábitos que hay que realizar u observar a diario, sumado a las restricciones alimentarias que hay que cumplir para evitar el cáncer, el colesterol alto, la diabetes y otras amenazas macabras, terminaríamos rogando un cupo en un monasterio de monjes cartujos, cuyos votos de obediencia, castidad y pobreza se deben parecer mucho a una vida así, pero con la ventaja de que incluyen la salvación del alma.
El huevo de gallina, por ejemplo, puede pasar de enemigo número uno de las arterias (y por lo tanto hay que restringir su consumo) a aliado incondicional del sistema óseo (y por lo tanto hay que incrementarlo).  Todo en el lapso de una edición a otra de una misma revista.  O el colesterol “bueno”  (HDL) pasar de beneficioso a neutral, de ahí a dañino y otra vez a beneficioso, en el curso de escasos dos meses, sin que siquiera parpadee el editor de la sección correspondiente.
A eso se suman otras informaciones terroristas referentes a los efectos devastadores de la casi totalidad de acciones cotidianas del humano occidental promedio: uso del teléfono celular, exposición a los rayos solares, práctica de videojuegos, ver más de una hora de televisión al día, cohabitación con aparatos electrónicos, consumo de productos procesados, acceso a grandes volúmenes de información, y una sucesión de amenazas adicionales que son el sueño dorado de los psiquiatras.  Lo particular de todo esto sigue siendo que, dos páginas después, en la misma publicación, cualquiera de las anteriores prácticas, será ponderada de alguna manera o, por lo menos, presentada como una condición sine qua non podría alguien desempeñarse exitosamente en el modo de vida contemporáneo.
Esa atmósfera  de paranoia que nubla los hogares una vez se abre el periódico, o se enciende la radio o el televisor, es la misma que se respiraba en la novela “El Diario del Año de La Peste”, de Daniel Defoe: la gente, por temor a contagiarse en la Londres de 1655, tomaba minuciosas medidas. Llevaban, por ejemplo, el cambio exacto con el fin de no entrar en contacto con el dinero del comerciante que les vendía el producto, y muchas otros cuidados extremos, dignos de un enfermo de inmunodeficiencia severa combinada. En realidad, sus excesivas precauciones eran inútiles, puesto que la bacteria causante de la enfermedad se encontraba en las pulgas que habitaban en ratas (la verdadera peste en aquella Londres) y humanos, la cuales, una vez muerto el hospedante, saltaban a los deudos o ratas más próximas, iniciando el ciclo de un nuevo enfermo.
Ya no estamos en 1655, sino en plena era científica y tecnológica.  Entonces, ante este colosal despelote informativo, caben dos preguntas: ¿hay que rellenar a como dé lugar esas secciones de salud y bienestar de periódicos y noticieros?, ¿quién paga esos incesantes estudios? Para la primera creo que la respuesta es sí: el afán de vender ejemplares o de subir el raiting lleva a un periodismo amarillista que aprovecha el mínimo filón, que le dé un dudoso cable noticioso, para fabricar un titular impactante, como dirían estos vivarachos superdotados.  Para la segunda, la respuesta, como no es difícil de imaginar, es: las grandes corporaciones.  Gigantes farmacéuticas, por ejemplo, que deben vender, también a como dé lugar, sus productos.  En consecuencia, pagan estudios a la medida a facultades de medicina de universidades codiciosas, que ponen la ciencia al servicio del gran capital: no en vano los estudios son sospechosamente específicos y nunca arrojan resultados concluyentes: siempre son parciales y “hay que seguir investigando otras variables”. (En contraste con todo lo anterior, hay otros periodistas serios que nos informan sobre los verdaderos peligros de comer, por ejemplo, carne contaminada.  Son quijotes que denuncian y se enfrentan a peligrosas mafias y, ante los cuales, me quito el sombrero).
Tanta intimidación contradictoria acaba por insensibilizar a cualquiera, incluso frente a las pocas cosas que la ciencia ha establecido, más allá de toda duda razonable,  son perjudiciales para la salud.  Como el consumo excesivo de tabaco.  Yo, que tozudamente me niego a comprar un apartamento adicional para almacenar allí a mi televisor, equipo de sonido y celular, y que cometo la temeridad inaudita de caminar hasta el supermercado sin embadurnarme con una capa de cuatro centímetros de crema bloqueadora contra rayos UV, pienso que debo seguir el ejemplo de mi abuela Josefina, quien, a una semana de cumplir sus primaverales noventa años, goza de cabal salud.
Ella, mi abuela, me ha enseñado, a través de su inteligencia vital y de su sabio desconocimiento de esos científicos pistoleros y de sus infames y estúpidas teorías (la verdadera peste actual), que no hay que buscar la fiebre en las sábanas; que la prostitución de la ciencia (denominémoslo cientificismo meretriz) casi equivale a la ignorancia del año de La Peste en Londres. Por lo tanto, sin que yo quiera hacer aquí una apología de los malos hábitos,  pienso que es más bueno que malo para la salud, comerse unas deliciosas hayacas hechas por mí abuela, acompañadas de unos buenos mojitos, y a pleno sol del mediodía en las playas de Cartagena.

viernes, 17 de junio de 2011

EL HUEVO DE LA SERPIENTE

“Observa a toda esa gente.  Son incapaces de una revolución.  Están muy humillados, muy temerosos, muy oprimidos. Pero en 10 años, para entonces, los de 10 años tendrán 20, los de 15 tendrán 25.  Al odio heredado de sus padres, ellos añadirán su propio idealismo e impaciencia.  Alguno se adelantará y pondrá sus sentimientos en palabras.  Alguno prometerá un futuro. Alguno hará sus demandas. Alguno hablará de grandeza y sacrificio. Los jóvenes e inexpertos darán su valor y su fe a los cansados e indecisos.  Y entonces habrá una revolución.  Y nuestro mundo se hundirá en sangre y fuego (…) exterminaremos lo inferior y aumentaremos lo útil.” .- Doctor Hans Vergerus, El Huevo de la Serpiente

En 1933, el partido Nacional-Socialista, en cabeza de su máximo líder Adolfo Hitler, ascendió al poder en Alemania. Eran épocas de crisis para la democracia alemana: desempleo por las nubes, inflación desbordada, economía en  ruinas (Gran Depresión mundial), tributos por la derrota de la primera guerra, etc…  La desesperanza estaba a la orden del día en el ambiente de aquel pueblo que, más que vivía, supervivía.  En ese terreno, abonado de miseria y humillación, germinó la planta carnívora del nazismo, que ofreció dulce néctar a las masas teutonas y, una vez las tuvo en sus fauces, cerró sus pinzas para no abrirlas nunca más.
Fue todo un trabajo de seducción: el arte de la propaganda elevado (envilecido, degradado) a su máxima expresión: banderas, himnos, consignas, enemigos públicos y, cómo no, un gran mesías. Revueltos los anteriores ingredientes, junto a dos cucharadas del primer párrafo, constituyeron la funesta receta que desembocó en dos  de los hechos más terribles (vergonzantes, vergonzosos) de la historia: la barbarie por antonomasia del género humano: la Segunda Guerra Mundial, y su capítulo más horrendo: el holocausto judío.  Todavía, de hecho, no terminamos de hacer catarsis al respecto, así algunos no hubiéramos siquiera nacido en 1945, cuando finalizó la guerra.
Grande lección aprendida. O, por lo menos, esa es la esperanza de todos los que apostamos por la civilización, por la evolución inteligente de la especie, por la sumisión del primitivo y agresivo cerebro reptil a costa del complejo neocortex: el cerebro racional.  Pero esperanza perdida si leemos a los voceros de la caverna en nuestro país. Referente a un frustrado tercer mandato de Álvaro Uribe, su ex-asesor presidencial José Obdulio Gaviria, en su artículo de El Tiempo  del 31 de mayo titulado “Mantenerse fiel a los principios”, escribió: “la Corte Constitucional interrumpió abruptamente su ejercicio del liderazgo e impidió que los colombianos le otorgáramos otro mandato para que pudiera redondear la faena político-militar contra el terrorismo.” Y, refiriéndose a la intervención del periodista Daniel García-Peña en un foro reciente: “Pero, ¡no se imaginan el remate! Apoyó con entusiasmo el regreso del presidente Santos a las políticas "civilizadas y negociadoras de los anteriores gobiernos".”  Suficiente…
Otra vez la atávica fórmula del plomo a discreción; la que hemos usado, sin éxito, durante más de 40 años.  Pero lo más concluyente acerca de la naturaleza, sin duda reptil, del escribidor de las anteriores sentencias, es el desprecio a los anteriores gobiernos por el hecho de intentar utilizar, además de la lucha armada, políticas "civilizadas y negociadoras”. Deplora el hecho de que esos gobiernos no pudieron acabar con el problema de la guerrilla, en los cuatro años que tuvo cada uno para hacerlo, al tiempo que enaltece al gobierno Uribe que sólo tuvo ocho (exclusivamente guerristas, por lo demás).  Lo singular es que, para acabar con el problema, Uribe, tuvo el doble de los demás gobiernos, como no es difícil de notar; es el único gobierno que no tiene a su favor la manida excusa de la falta de tiempo.  Y, ¡vaya!,  tampoco pudo. A pesar de la infalible ofensiva militar. Supongo que a José Obdulio no le apodaban Aristóteles en sus años escolares.
Ingmar Bergman escribió y dirigió la película “El Huevo de la Serpiente”.  La historia se desarrolla en la Berlín de 1922,  ad portas de la intentona de golpe de estado por parte de Hitler. En ella, se dejan entrever los primeros gérmenes de una siniestra revolución. Heinz Bennent , encarna al malévolo doctor Hans Vergerus, precursor de espantosos experimentos con seres humanos.  Las víctimas, después de horrendas alucinaciones y otros síntomas, acaban suicidándose.  El perverso científico, aprovecha el estado mental colectivo de los germanos y sus penurias económicas, para empujarlos a servir de conejillos de indias voluntarios para sus experimentos.  En su discurso final, instantes antes de su muerte, Vergerus compara el inevitable y previsible advenimiento de un nuevo régimen, que acabará con la democracia establecida, con la experiencia de ver el huevo de una serpiente: detrás de su translucida cáscara, es posible ver a un reptil completamente formado que pronto emergerá (y atacará).
Contrario a lo que pasó  en Alemania, aquí en Colombia, después de las dos incubaciones victoriosas de las elecciones presidenciales de 2002 y 2006, pudimos ver, a través de  la delgada cáscara del sentido ético de algunos congresistas, la amenaza reptilesca en un tercer huevo (¿no han oído ustedes por ahí algo referente a tres huevos?).  Por fortuna, ese tercer huevo sí fue destruido; y con él la temible serpiente y su letal ponzoña. Se frustró, así, el plan de un grupo de salvajes que consideran, aún hoy, que la solución a todos los problemas del país consiste en destrozarnos a garrotazos unos a otros como cavernícolas.  El razonamiento del pitecanthropus.  Dicho sea con el perdón del pitecanthropus.  Y del doctor Darío Echandía,  por el plagio.
Estos trogloditas disfrazados de intelectuales, ostentan el mismo inexistente respeto por la vida humana que mostraba Vergerus: los conejillos de indias aquí eran simplemente ejecutados con tiros de gracia en la nuca y luego vestidos de insurgentes. Otros más, despojados de sus hogares, eran llamados, eufemísticamente, migrantes.   El resto, los sobrevivientes, pero no pertenecientes a la guardia personal del mesías o a su corte de obsequiosos lacayos, éramos considerados la bigornia: una especie de pandilla o vaya usted a saber qué diablos quería decir, con esa palabreja de relumbrón, nuestro Robespierre de hojalata. 
Ah, se me olvidaba: ¿saben ustedes  cómo murió el doctor Vergerus, el médico sádico de la película?  Les cuento: se suicidó masticando una cápsula de cianuro. Curioso ¿no?

viernes, 10 de junio de 2011

EL PROCESO

“K. Pensó que tenía que poner fin al espectáculo: “presénteme a su superior” dijo.  “Cuando él lo desee, no antes”, dijo el guardián al que llamaban Willem.  “Y además le aconsejo”, añadió, “que vuelva a su habitación, que se quede quieto allí y que aguarde a que se decida algo sobre usted.  Le aconsejamos que no se pierda en ideas inútiles; lo que debe hacer es concentrarse, porque se le obligará a grandes esfuerzos.””  El Proceso, Franz Kafka.

Vi recientemente una película llamada “Enterrado”. En ésta, un hombre es enterrado vivo y trata desesperadamente de comunicarse, a través del único medio posible –un celular dejado junto a él por sus secuestradores-, con la dependencia en que se encuentra la persona que puede ordenar su rescate; cosa que a la postre no sucede y el personaje muere asfixiado.  Por suerte no tuve que gastar la pequeña fortuna que conlleva el programa completo de ir al cine hoy en día (transporte o parqueadero, tiquetes de entrada, golosinas), porque me pareció pésima. La vi en la comodidad del sofá de mi casa, donde uno duerme casi mejor que en la cama.  Sobre todo películas malas. Y me pareció tan mala porque, además de su única locación claustrofóbica (un ataúd), lo único que ocurre, durante los setenta y un minutos de duración, es que el espectador es testigo de lo que ya sabe de sobra: de la incompetencia de los operadores telefónicos de todo el mundo; y  de las idiotas y desesperantes retahílas pregrabadas de los call-centers.  
Si se trataba de lograr un efecto de exasperación y terror, concluí que no lo lograron, puesto que es fácil revivir a diario la aventura del protagonista, sin gastar un peso en palomitas de maíz, y sin el consuelo de finalmente morir y dar por terminada la pesadilla que supone realizar un trámite, telefónico o personal, con cualquiera de esas hidras de 100 cabezas llamadas corporaciones.
Asumo que todos ustedes habrán tenido, en algún momento de sus vidas, que resolver cualquier asunto comercial, financiero u operativo con, digamos, su empresa de telefonía móvil o el banco en donde tuvieron la mala ventura de abrir su cuenta corriente.  Delicioso ¿no? De antemano se  sabe que las dos únicas opciones de contacto (operador de call-center  u oficial de servicio) son casi tan amables como inútiles.
Primero viene la gesta de los turnos.  Si es personalmente, el lego llega a un babélico laberinto de filas donde, en el mejor de los casos, logra hacerse de una ficha asociada a confusas sucesiones.  Éstas están representadas por disparatados códigos alfanuméricos expuestos en diminutas pantallas, repartidas en un imposible ángulo de visión de 180 grados. Por otra parte, si es un call-center, el interlocutor resulta ser una porfiada máquina, que repite sin cesar las ambiguas opciones de acceso a la información requerida.  La oscuridad de la ruta de decisión, siempre deriva en la escogencia de la alternativa menos abstrusa de todas: el operador.  Muchas llamadas o filas frustradas más tarde (se corta la llamada después de 15 minutos de apretar botones, o era otra la fila que se debía hacer), la atención es invariablemente proporcionada por un funcionario que no puede hacer absolutamente nada con respecto a ningún problema.  Sólo repite, una y otra vez, independientemente de los argumentos que se le esgriman (y con una enorme sonrisa),  la primera respuesta que dio.  Como un androide programado para parecer amable y feliz.  E idiota.
Ese es el truco: socavar la paciencia del usuario hasta el límite de la renuncia al reclamo.  Porque después vendrán otras cosas peores: envíos de cartas, con muchos anexos engorrosos de conseguir, que habrá que dirigir a elusivos funcionarios de mayor rango. Al final, el desgraciado reclamante, se siente tal como se sentía Joseph K., el protagonista de la novela El Proceso, escrita hace casi cien años por Franz Kafka: enfrentando a fantasmagóricas instancias; siguiendo enigmáticas instrucciones; y completamente indefenso ante una enorme conspiración invisible en su contra.
Y ahí se queda la cosa: en un proceso empantanado, surreal, de pesadilla; donde se traspapelan solicitudes; en el que salen a relucir infames cláusulas de contratos que, como resultado del modo de vida contemporáneo, resignados usuarios son empujados a firmar por pura necesidad; en el que la absoluta inasequibilidad para razonar con un funcionario que tenga un mínimo de poder de decisión, no sólo demuestra el desprecio por el cliente atrapado e impotente, sino que lo somete al ignominioso destino de tener que tratar con esos maniquíes parlantes del Departamento de Servicio al Cliente.
Lo único que queda claro de todo esto es que, a esas cada vez más grandes y poderosas corporaciones, lo único que les interesa es atiborrar sus arcas de utilidades a como dé lugar.  El cliente les interesa  en la medida en que sea una fuente de ingresos y, por lo tanto, una vez amarrado contractualmente, es tratado de la forma en que, desde ese punto en adelante, será concebido: ¡como un perro!

sábado, 4 de junio de 2011

EL SÉPTIMO SELLO

“Examinen fragmentos de pseudociencia y encontrarán un manto de protección, un pulgar que chupar, unas faldas a las que agarrarse. Y, ¿qué ofrecemos nosotros a cambio? ¡Incertidumbre! ¡Inseguridad!”  Isaac Asimov
“Propiamente leída, la Biblia es la fuerza más potente para el ateísmo jamás concebida.”  Isaac Asimov

Harold Camping de 89 años, biblia en mano, es el pastor detrás de la histeria colectiva desatada recientemente por un nuevo, irritante y, por supuesto, fallido vaticinio del fin del mundo. Aunque, bueno, en realidad no sé si deba irritarme, o más bien compadecerme de los pobres incautos que –increíblemente- siguen cayendo en este tipo de trampas (el mencionado pastor logró recaudar 80 millones de dólares entre los creyentes del sombrío pronóstico).  Y digo increíblemente, no porque crea que la estupidez en el mundo retroceda (ya decía Einstein que era la única cosa, por cierto, infinita), sino porque, en plena era de la información, ya todo el mundo debe haber asistido al menos a dos o tres falsos positivos en torno al final de los tiempos.
Lo más desesperanzador es que los charlatanes que dirigen estos movimientos, ni siquiera tienen que acudir a argumentos nuevos.  Espeleólogos, como son, de los miedos que subyacen en las profundidades de la psique humana, acuden a trilladas tesis: incremento de catástrofes naturales, códigos cifrados de arcanos oráculos, mensajes crípticos de libros sagrados, manifestaciones del más allá, y todo un basurero de tonterías que a veces costaría trabajo pensar que las creyeran niños de kínder.  Alguien decía que la ignorancia no es sólo la falta de conocimientos, sino el exceso de información absurda con la que muchos rellenan sin piedad sus cerebros.
El miedo irracional a la muerte, a no saber que sigue después, es lo que puede explicar en parte esos fenómenos.  Aún así, no se entiende cómo un grupo de personas adultas prefiere pagar fuertes sumas de dinero a sectas que sostienen sus explicaciones con necedades, y no acudir a análisis más razonables que se consiguen gratis en la internet.  Ante pruebas más lógicas, como las que nos presenta un científico tan respetado como Isaac Asimov, la gente suele mostrar el escepticismo que realmente necesitan para esas otras ocasiones.
Para Asimov, los cataclismos son azarosos, pero no necesariamente se reparten equitativamente en el tiempo: son cíclicos. Y hay veces en que estamos en el ciclo malo. Para ilustrarlo, pone el ejemplo del año 1985, particularmente destructivo por parte de la naturaleza: la catástrofe de Armero aquí en Colombia, el terremoto de Ciudad de México, y otros más en Chile, China y URSS.  Pero además, atribuye la falsa impresión del creciente aumento en el número de desastres a dos fenómenos contemporáneos: la superpoblación y la globalización de las comunicaciones.  De entre los muchos ejemplos que trae a colación en su artículo “Los estragos de la naturaleza”, el cual recomiendo ampliamente, escogí dos.  El primero: el más violento terremoto de los E.E.U.U., desde que se tienen mediciones, sacudió el medio oeste del país en 1812, destruyó 150.000 acres de bosque y cambió el curso del río Mississippi en varios lugares.  Sin embargo, por ser, en esa época, una zona casi deshabitada, no se reportó ni un solo muerto.  Si ocurriera el mismo terremoto en la actualidad, resultarían muertas miles de personas. Segundo ejemplo: un feroz terremoto aconteció en China en 1556 y enterró a la friolera de, ojo, 830.000 personas.  Y en Europa ni se enteraron.  Y mucho menos en América,  seguramente, porque, entre otras cosas, no hubo ningún chinito asustado que pudiera mandarnos un trino advirtiéndonos del suceso.
Supongo que en 1985, con la gran cantidad de desastres naturales acaecidos y la proximidad de un año con una cifra magnética: 2000, hubo terreno fértil para que los embaucadores tomaran el libro del Apocalipsis, y empezaran a hacer retorcidas analogías de los acontecimientos de 1985, con las profecías allí presentes.  En dicho libro, que por cierto no han leído los diseñadores de calcomanías de “Dios es amor”, el cordero degollado abre los siete sellos, lo cual origina una aterradora cadena de eventos que traerá calamidades sin cuento a la humanidad que no ha sido elegida -o sellada- para subir a los cielos (como la liberación de los cuatro jinetes justicieros).  Pero lo más pavoroso sobreviene con la apertura de el séptimo sello: pestes, bombardeos estelares, plagas, tormentas de fuego, y fieros enfrentamientos entre una mujer y fabulosas bestias multicéfalas, que recuerdan  los momentos en los que uno, por el fragor de la batalla en la pantalla, se despierta en el teatro al que acudió a ver una de esas largas y aburridas películas tipo El Señor de los Anillos, en los que no se sabe quién está a favor de quién ni en contra de quién.
El genial director y guionista de cine sueco Ingmar Bergman no pudo expresar mejor estos fenómenos en su obra maestra El Séptimo Sello.  En plena edad media, un caballero andante y su escudero regresan a su tierra   después de 10 años de pelear en las Cruzadas.  Lo que encuentran es una zona asolada por la Peste Negra, y a los sobrevivientes interpretando esas circunstancias de enfermedad y muerte colectivas, como una de las señales bíblicas del Apocalipsis.  La mayúscula carga simbólica de la cinta, hace posible que el caballero juegue una partida de ajedrez con La Muerte, bajo la amenaza que, de perder, ésta se lo llevará a él y a quienes lo acompañen.  En la historia, hay un marcado contraste entre el caballero, asaltado por dudas acerca de la vida después de la muerte y la existencia de Dios, y su escudero, más mundano y materialista.  Durante la larga partida de ajedrez, el caballero logra distraer a La Muerte -que a la postre resulta vencedora- mientras huye un grupo de sus acompañantes: un joven matrimonio y su pequeño hijo.  De esta manera, hace la buena acción que le da sentido a su vida y espera con tranquilidad que La Muerte se lo lleve, junto al resto de los que están con él, a bailar la danza final.
Teniendo en cuenta que todos, tarde o temprano, danzaremos la macabra melodía, sería bueno llevar una vida a mitad de camino entre la que llevaba el caballero y la que llevaba su escudero.  Un equilibrio en el que, además, imperen los comportamientos éticos basados en el respeto al prójimo; tratando de gozar de las cosas buenas de la vida sin tantos remordimientos y culpas, pero conservando cierto misticismo que le dé sentido a la misma.  Sería mejor eso que hacerles caso a esos timadores terroristas de todos los pelajes, que pescan en el río revuelto oscurantista de la ignorancia y el miedo.  Y no me refiero sólo a los energúmenos cristianos que esgrimen el libro del Apocalipsis como arma extorsiva, sino a todos los demás defraudadores que usan, con los mismos fines, profecías mayas, predicciones de Nostradamus y supercherías por el estilo. (La única señal apocalíptica que me hace dudar un poco es la destrucción de Babilonia, la gran prostituta.  Puesto que Babilonia se convirtió en sinónimo de gran ciudad, caótica y lujuriosa, no puedo dejar de pensar en una señal del Apocalipsis cada vez que transito por las calles de la Bogotá contemporánea)
Si La Tierra no es embestida por un asteroide gigante en los próximos cinco mil millones de años, lo más probable es que, como dice Carl Sagan en su libro Cosmos, sea devorada por El Sol, convertido para entonces en un gigante rojo.  Así que, si antes la humanidad no ha desaparecido por cuenta del holocausto nuclear, de cambios en las condiciones atmosféricas, o de cualquier otra causa natural o provocada por la mano humana, ese será el verdadero fin del mundo.  Aún si lográramos mudarnos de planeta, llegará el momento, dentro de muchos miles de millones de años más, en que todo lo existente en este universo se apretujará en un agujero negro: el Big Crunch.  Y todos nosotros,  nuestra descendencia, nuestros carros, televisores, teléfonos celulares, casas, joyas y demás pertenencias que tanto nos afanamos por conseguir, quedarán, revueltos con los demás seres vivos, astros del universo y hasta los sellados del Apocalipsis, reducidos a la singularidad de un minúsculo punto de energía, donde cesará incluso la dimensión del tiempo: el final de los tiempos, literalmente.  Y ningún predicador, ni usted, ni yo, ni nadie existente o por existir, podrá hacer absolutamente nada al respecto.  Lo lamento.