domingo, 31 de julio de 2011

ATRAPADOS SIN SALIDA

Harding  -Estoy aquí (en el manicomio) por mi propia voluntad, no estoy confinado, no tengo que quedarme aquí, puedo volver a casa en cualquier momento
McMurphy  -¿Puedes volver a casa en cualquier momento?
Harding  -Sí
Mcmurphy  -No lo puedo creer
Atrapados Sin Salida


Recientemente un estadounidense cometió uno de los actos más extraños que alguien pueda imaginarse: el desesperado hombre optó por asaltar un banco, con el fin de ser atrapado y condenado a prisión.  La cosa ocurrió así: James Varone entró al Banco RCB de la localidad de Gastonia y entregó un papel al cajero en el que le informaba que el banco estaba siendo asaltado y exigía que le entragara la suma de ¡un dólar!...  Luego se retiró de la ventanilla y se sentó tranquilamente a esperar a que llegara la Policía.

Posiblemente muchos ya lo habían hecho antes con propósitos y etiología similares, pero dudo que de la misma forma.  Varone no parece ser el típico ser humano que ha perdido su humanidad y, en consecuencia, ya no le importa nada ni nadie, ni siquiera su propia vida (la que estaría dispuesto a sacrificar en busca de la única salida posible a –por lo menos- el problema económico).  No: Varone, al igual que un delantero de la selección colombiana de fútbol, se aseguró de enviar un mensaje inequívocamente claro acerca de su absoluta inocuidad: se presentó solo, sin armas y exigió una suma ridícula.

Hay que ver la enorme carga simbólica que implica un movimiento de esa naturaleza y que, al parecer, Varone se decidió a realizar por la angustia que le causaba el hecho de que sufría una severa artritis y feroces dolores de espalda. Todo lo anterior en el marco de una tesitura tormentosa: tal como  informa el cable noticioso:  se quedó sin trabajo y perdió su seguro, así que la única opción que encontró para recibir asistencia médica fue la cárcel”.   Lo único que faltó fue que entregara el mensaje dentro de una botella.  Como un náufrago (sería una muy buena escena cinematográfica ¿no?). Varone, entonces, quería vivir.  Así fuera en la cárcel… Telón. 

Cierro la revista en la que aparece la nota y me pongo a pensar cómo la cárcel –¡la cárcel!- podría ser un medio menos hostil que la cotidianeidad del mundo libre estadounidense (ojo: hablamos de Estados Unidos, no de Corea del Norte). Pero es una realidad.  Y mucho tiene que ver con la cobertura en salud en ese país: los francamente abusivos costos médicos y farmacéuticos hacen que los gastos per cápita en dicho sector sean descomunales. Los empleadores costean los impagables seguros médicos de buena parte de la población.  Otros (ancianos, y discapacitados) son cubiertos por el Estado federal a través del Medicare.  Pero hay otros (casi el 20%) que no poseen ningún tipo de cobertura.  Eso equivale a cincuenta millones de personas (un poco más de la población total de Colombia). Lo triste de todo, es que esta situación está dada por un simple manejo político: de falta de voluntad política, de oportunismo político, de mezquindad política: hay un influyente grupo de políticos al servicio de los poderosos, que se encargan de frenar cualquier iniciativa que implique aumento en los impuestos (que ayudaría a mejorar la cobertura en salud), al tiempo que convencen al ciudadano de clase media y baja, con hábiles discursos nacionalistas y xenófobos, de que los impuestos son el enemigo a vencer.  Los votantes lo creen y lo refrendan en las urnas, mientras los supermillonarios -patrocinadores de las campañas políticas y principales beneficiarios de estas medidas- se mueren de la risa.

Varone se encuentra en este último grupo, en el del 20% sin cobertura de salud.  Y su situación recuerda a la vivida por los internos del hospital psiquiátrico de la novela (llevada después al cine) “Atrapados Sin Salida” (Alguien voló sobre el nido del cuco).  Mcmurphy, el protagonista, es acusado de varios abusos sexuales y finge un desequilibrio mental.  En consecuencia es trasladado al hospital psiquiátrico. Allí se encuentra con un rebaño de internos, algunos de los cuales también fingen estar enfermos. La diferencia es que mientras Mcmurphy lo hace para evadir la cárcel, los otros lo hacen porque el humillante ambiente del hospital es, para ellos, preferible al mundo exterior.  Recordemos al indio (Chief) que aparenta ser sordomudo para permanecer interno.  O a Billy (todo un adulto), quien termina suicidándose ante la posibilidad de ser acusado con su mamá por un acto de indisciplina, lo que podría acarrearle la expulsión del sanatorio, único lugar en donde se siente a salvo de vivir una –para él- intimidante vida convencional.


De igual forma que los anteriores casos, Varone se siente (paradójicamente) atrapado en la libertad, y opta por una especie de liberación en…¡la cárcel!.  Liberación de su dolor físico (su espalda, su artritis), pero, especialmente, liberación mental: la presión de mantenerse en un sistema de salud que, a pesar de los esfuerzos de Barak Obama por mejorarlo, es, por decirlo dulcemente, infame.

No obstante, Varone se enfrenta a un escollo final: que no sea condenado: puede que un jurado con gran sentido de la justicia, pero “insensible”, determine que el acusado no representa un peligro para la sociedad y lo absuelva. Por otro lado, si Varone viviera aquí en Colombia, correría la misma suerte de la absolución, siempre y cuando se limitara a desfalcar al Estado en enormes sumas -que  habrían podido usarse en inversión de salud y educación de los más pobres-; pero con sólo  tocar el trasero de una mujer desconocida en la calle, sería condenado inapelablemente a cinco años de cárcel, como lo fue el mensajero Víctor García por cometer ese execrable acto criminal.  Lo malo es que si, por otro lado, lograra esa condena aquí en Colombia, se encontraría con la sorpresa de que, aparte de que en prisión no le suministrarían ninguno de los medicamentos que necesita para aliviar sus dolencias, probablemente tampoco dispondría de agua potable, como ocurrió recientemente en la cárcel de Valledupar. Eso si lograra que lo condenasen. De no lograrlo tendría la oportunidad de intentar obtener los medicamentos en el saqueado sistema de salud colombiano. Fácil ¿no?


Varone, entonces, parece estar atrapado sin salida. No obstante, queda una última puerta por abrir: ayudémoslo: iniciemos una acción popular internacional (o abramos un grupo en Facebook, ¡qué sé yo!), encaminada a sensibilizar al jurado que le corresponda definir la culpabilidad de Varone: señores del jurado, pónganse la mano en el corazón, miren a ese pobre hombre, piensen en su futuro, tengan compasión de ese ser humano que clama su culpabilidad, por favor: declárenlo culpable, Señor Juez: enciérrelo para siempre.

sábado, 23 de julio de 2011

CIEN AÑOS DE CALIDAD

"Los uruguayos llevarán por siempre consigo la gloria y la desgracia de haber sido. Mientras los argentinos, por años, la soberbia maldición de creerse lo que nunca pudieron demostrar que fueron”  Juan Sasturain



La Copa América –conocida hasta 1967 como Campeonato Sudamericano de Selecciones- es la competencia futbolística internacional, adscrita a la FIFA, más antigua del planeta. Aún si no contamos el primer experimento realizado en 1910 en Argentina -como conmemoración de la Revolución de Mayo- todavía podemos contar la competición realizada en 1916, también en Argentina (ya reconocida por la FIFA), y que es considerada la primera Copa América. Faltan, entonces, apenas cinco para celebrar los cien años de existencia de aquel primer torneo en el que se impuso el principal protagonista de la Copa en toda su historia: Uruguay

La Selección de Uruguay tiene de qué jactarse en el mundo, pero sobre todo en América.  Hace más de cien años (1901) la ya existente Asociación Uruguaya de Fútbol, se daba el lujo de que la selección que la representaba disputara partidos internacionales, los que, desde hace ciento uno, juega con la tradicional camiseta Celeste.  Cuando no existían aún los mundiales, la máxima distinción internacional de fútbol de selecciones era la medalla de oro Olímpica de fútbol. Los de Amberes 1920, en los que la medalla de oro la ganó Bélgica, se consideran el primer campeonato intercontinental de fútbol.  Pues bien, Uruguay ganó las dos medallas siguientes: París 1924 y Ámsterdam 1928 (es de anotar que Uruguay fue el único equipo de América en ganar la medalla de oro durante 80 años hasta que Argentina la ganó en 2004 -y repitió en 2008-.  Brasil, en cambio, no ha podido ganarla.  Es el único título importante que le falta, y –pienso- tiene la oportunidad dorada -si me permiten la figura- de lograrlo en Río de Janeiro 2016).  A partir de 1930, la medalla  de oro fue desplazada por el Mundial de Futbol, cuya primera edición fue ganada por…Uruguay, país que además ofició como anfitrión de la misma.

Aparte de los títulos mencionados, la selección uruguaya de fútbol cuenta con los siguientes: otro Mundial de Fútbol (Brasil 1950), un Mundialito (jugado en 1980 en Uruguay en conmemoración a los 50 años del primer mundial y que fue disputado entre los campeones mundiales hasta ese momento), ocho Copas Libertadores (el torneo de clubes más importante de América), y trece Copas América adicionales, siete de las cuales ganó como anfitrión del torneo en igual número de veces en que ofició como tal.  A la fecha está empatado con Argentina en títulos de Copa América (catorce cada uno) pero de ganarle hoy a un italianizado Paraguay -cuya única arma en la Copa ha sido aplicar una especie de catenaccio sudamericano- tomaría ventaja, algo que fue la regla durante las primeras décadas de historia de la Copa.


Durante esa ya larga historia, grandes cracks uruguayos –como Enzo Francescoli y  el “Policía” Alzamendi- han ganado la Copa América.  Sin embargo, como hecho curioso, ninguno de los considerados mejores jugadores de fútbol de todos los tiempos pudieron ganarla nunca: Pelé y Maradona.  Tampoco la ganó Garrincha.

Maradona la disputó tres veces: en 1979 (una de las tres ediciones que no tenían sede fija, sino que se disputaban juegos de ida y vuelta entre las selecciones), en Argentina 87 (su selección fue eliminada en semifinales por Uruguay) y en Brasil 89, Copa de la que conservo dos recuerdos especiales, ambos casualmente relacionados con Uruguay. El primero: el magistral tiro de Maradona desde la mitad del campo en el Maracaná durante el juego que disputaron Argentina y Uruguay: después de pararla de pecho, Maradona lanzó un largo globo al arco, la pelota se estrelló violentamente en el travesaño y así se malogró uno de los goles más bonitos que se hubiesen registrado en esa competición. Después, el astro uruguayo Rubén Sosa marcó dos goles en soberbias jugadas individuales: Uruguay 2, Argentina 0.  El segundo recuerdo tiene que ver con la final de esa Copa: Brasil –que no se coronaba campeón desde la última vez que había sido anfitrión de la misma, 50 años atrás- se enfrentaba a Uruguay en el Maracaná.  Por supuesto, el fantasma de El Maracanazo, sucedido 49 años antes, bailaba en el ambiente: era la reedición del mismo partido final, se jugaba en el mismo estadio y en la misma situación: Brasil se coronaba con el empate (al igual que en el Mundial del 50, la Copa América del 89 no se definía con una Gran Final, sino por medio de un sistema de puntos acumulados en un cuadrangular final).  Para aumentar los temores de los siempre supersticiosos brasileños, Romario (el gran Romario) abrió el marcador a los cuatro minutos del segundo tiempo: una diferencia de escasos 120 segundos con respecto al anotado por Friaça, 49 años antes, en la final del 50.  De ahí a esperar a que Uruguay remontara el partido y se coronara campeón (como en efecto lo hizo en aquel partido final del 50 con goles de Schiaffino y Ghiggia), reviviendo así el capítulo más amargo de la historia del fútbol brasileño, no había sino una maldición de por medio.  Afortunadamente para los 170.000 espectadores que se dieron cita esa tarde en el legendario escenario, esto no se ocurrió y Brasil volvió a levantar la Copa América después de 50 años.



 El caso de Pelé fue realmente triste.  O Rey sólo jugó la Copa América de Argentina 1959: fue el goleador de la misma (8 tantos, incluido uno en el último partido) y fue, además, declarado el mejor jugador del certamen.  Al igual que lo anotado arriba, esta edición de la Copa se definía a través de un sistema de puntos, y no con una final (así muchas veces coincidiera el hecho de que los dos protagonistas del último partido del cuadrangular, fuesen los mismos que estuvieran más opcionados para ganar la Copa).  Se disputaba, entonces, el último partido y  Argentina empataba  a 1 con una selección Brasil constelada de las estrellas que habían ganado el mundial de Suecia 58. El empate bastaba a Argentina.  Faltando escasos segundos para el final del partido, Garrincha logró colarse entre la defensa gaucha, remató al arco y venció al arquero: Brasil 2, Argentina 1. Pero… no: el árbitro Carlos Robles de Chile pitó el final del encuentro cuando la bola viajaba entre el zapato de Garrincha y la red: Argentina 1, Brasil 1: Argentina campeón 1959.  Así que, por culpa de ese mequetrefe de Robles, Pelé nunca ganó el único trofeo que le faltó en su exitosa carrera.  Confieso que no lancé un ladrillo al televisor por dos razones: la primera porque en aquella época no se televisaban los torneos de fútbol y la segunda y más importante, porque en 1959 aún faltaban ocho años para que yo naciera.

Pero volviendo a La Celeste, creo que hoy tiene todo para ganar: enfrenta a una, como hace mucho no se veía, mediocre Selección de Paraguay (que sufrió lo indecible para no perder ante una sorprendente Venezuela), goza de la presencia del letal goleador Luis Suárez –que atraviesa por un gran momento-, eliminó al anfitrión Argentina y, en adición, viene de jugar un gran mundial, en el que, no sólo fue el equipo mejor posicionado de toda América -al llegar hasta la ronda de semifinales-, sino que su estrella, Diego Forlán, fue elegido como mejor jugador del campeonato. (En contraste con ese buen momento de Uruguay, Colombia fracasó una vez más en un torneo internacional.  Tal vez nuestro director técnico, “Bolillo” Gómez esté tratando de emular al Coronel Aureliano Buendía de la novela “Cien Años de Soledad”, y quiera demostrar, con sus sucesivas derrotas, la inutilidad de la lucha, tal como lo hizo el Coronel al firmar el armisticio de Neerlandia después de perder cada uno de los treinta y dos levantamientos armados que promovió. Lo lógico, entonces, sería que “Bolillo” siguiera emulándolo y firmara de una buena vez su carta de renuncia).



Y ya que ganar el Mundial se ha convertido en un objetivo lejano para Uruguay desde hace décadas (aunque con logros encomiables si consideramos que es un país con un número de habitantes inferior a la mitad de los que hoy tiene Bogotá), por lo menos tiene la oportunidad de ungir a esta pléyade de jugadores con la gloria de la Copa América, como lo hizo con el gran Enzo Francescoli en 1983.  Por lo menos, digo,  podrán Forlán, Suárez, Lugano, Abreu, tener el honor de conquistar ese título con su selección, a diferencia de lo que sucedió a Brasil en la década de los 80, cuando teniendo una verdadera constelación de estrellas (Zico, Falcão, Sócrates, Toninho Cerezo, Junior, Éder, Leandro, etc…), nunca pudieron ganar el mundial con su selección, y ni siquiera tuvieron el consuelo de ganar la Copa América.  Lástima: esa fue una de las estirpes de futbolistas más asombrosas y admirables que ha existido, pero condenada a no tener una segunda oportunidad sobre la tierra.

VER APARTES DEL PARTIDO DE ARGENTINA-URUGUAY, COPA AMÉRICA BRASIL 1989 (Goles de Sosa y tiro de Maradona)

VER GOL DE ROMARIO EN LA FINAL DE LA COPA AMÉRICA BRASIL1989 EN EL MARACANÁ

viernes, 15 de julio de 2011

EL PLANETA DE LOS SIMIOS


“Somos construidos como máquinas de genes (…) pero tenemos el poder de rebelarnos contra nuestros creadores.  Nosotros, sólo nosotros en la Tierra, podemos rebelarnos contra la tiranía de los reproductores egoístas”  Richard Dawkins, El Gen Egoísta

Hace poco, en El Heraldo de Barranquilla, un tuitero envió al periódico un video –publicado en la edición digital del 11 de julio- en el que un chimpancé dispara un fusil AK-47. En la escena (lo más parecido que he visto a un sketch de las legendarias películas y series de TV de “El Planeta de los Simios”), un grupo de hombres armados (paramilitares de algún país africano tal vez), en medio de bromas y risas le dan el fusil cargado al chimpancé; éste lo recibe con pasmosa naturalidad, lo acomoda en la posición correcta y, ante el desconcierto de los ya para ese momento aterrados bromistas, hala el gatillo y empieza a disparar a diestra y siniestra -como no lo hubiera hecho el mismísimo General Urko de la serie de TV- mientras los humanos corren por sus vidas. Al final del video, en una escena que, por su simbolismo, recuerda el momento en que los humanos -en la película-  encuentran la Estatua de la Libertad semienterrada en una playa solitaria (y así descubren que el planeta al que desembarcaron de su viaje estelar no es otro que la propia Tierra), al final del video, digo, el ahora solitario chimpancé levanta sobre su cabeza el fusil con las dos manos en una escalofriante señal de triunfo y superioridad.
Supongo que esto último no es más que una casualidad o una reacción corriente del simio -la que probablemente también habría tenido si sujetase un racimo de bananas en lugar del fusil-, pero la remota alternativa de que llegare a tratarse de un mínimo rapto de conciencia del chimpancé acerca de lo que acababa de acontecer, me da pie para una defensa -también mínima- del género humano, y para una final reflexión en torno al papel transformador que podemos darle a nuestras vidas a través del gobierno de nuestros actos.
El reputado zoólogo Richard Dawkins nos presenta en “El Gen Egoísta” la teoría de que los seres vivos no somos más que máquinas de supervivencia de los genes, los que, a la larga, dirigen todas las acciones del ser vivo (cazar, comer, reproducirse, metabolizar etc…) con el fin de garantizar su propia supervivencia (del gen). El objetivo, totalmente azaroso e irracional, es mantener la estabilidad del gen (o paquete de genes actuando como uno solo) y, de esa manera, subsistir una generación tras otra indefinidamente.  De modo que, mientras no exista la razón, todas las acciones de los seres vivos estarían regidas por una suerte de determinismo genético. En contraste, cuando existe la razón (hasta ahora sólo comprobada en el hombre), sería posible dirigir el curso de los acontecimientos con base en razonamientos morales o éticos.
Teniendo en cuenta lo anterior, se me ocurre que toda la crueldad atribuida al género humano, no es más que un accidente, producto – paradójicamente- de su atributo más distintivo y honroso: la razón. Me explico: el género humano no sería cruel y sanguinario per se, puesto que cabría pensar que de haber sido los simios quienes hubiesen tenido la suerte (por mutaciones genéticas) de evolucionar primero que los humanos a un estadio de inteligencia similar al que poseemos nosotros, probablemente las cosas serían muy semejantes a como son hoy, con la simple diversidad o inversión de roles de algunos actores: quizás habría un obeso chimpancé saqueando el erario de la Alcaldía de Kampala (supongo que la Nueva York de los simios); o un lascivo papión –dirigente de alguna poderosa institución monetaria internacional- violando a una indefensa bonoba que oficiase de camarera en un hotel de cinco estrellas de Nairobi; o un insensible orangután experimentando drogas nuevas en inermes humanos.
Para algunos el anterior escenario no es tan descabellado. El biólogo y filósofo británico Rupert Sheldrake, por ejemplo, mantiene su teoría de la Causación Formativa, especie de mezcla del Registro Akáshico de Annie Bésant (que sostiene que el espacio está formado por un éter que almacena la memoria de todos los conocimientos desde la creación del Universo), el Campo Morfogenético de Hans Speman, y el Inconsciente Colectivo de Jung. Según esta teoría, “Los comportamientos característicos de los organismos biológicos están influenciados por invisibles campos organizadores operando a través del espacio y del tiempo”. En otras palabras: el aprendizaje de los seres vivos se iría almacenando en recipientes invisibles, y estaría disponible para las nuevas generaciones (¿cómo?, no lo dice: es un nimio detalle susceptible de ser afinado en dicha teoría). Para Sheldrake, gracias a la Causación Formativa, las nuevas generaciones tomarían el aprendizaje acumulativo de las anteriores (a través de los campos) y serían capaces de aprender más rápidamente: un grupo de ratas que lograse realizar una tarea determinada –por ejemplo-, por el sólo hecho de hacerlo, les facilitaría la labor de realizar, la misma tarea, a otras ratas que estuviesen naciendo en el otro extremo del mundo. O a cualquier persona contemporánea -según la teoría- le sería más fácil aprender a escribir mandarín (por el enorme conocimiento almacenado durante siglos) que una grafía recién inventada. Interesante. Espero ansiosamente el momento en que, aprovechando siglos de acumulación de literatura -que estarían disponibles en los famosos campos-, les sea infundido a los cibernautas actuales el conocimiento de Cervantes y, superando a Borges, la realidad nos regale  millones de Pierre Menards que escriban deliciosos fragmentos de “El Quijote”, a cambio de las estúpidas sandeces plagadas de catástrofes ortográficas que sufrimos hoy en las redes sociales. Convengamos en que se ha tardado un poco ese esperanzador fenómeno.
De otro lado, está el historiador (también británico a pesar de su nombre latino) Felipe Fernández-Armesto quien, a través de sus múltiples investigaciones con simios, ha encontrado que una vez descubierta una habilidad por parte de uno de los individuos de un clan, ésta es –a través de la observación- rápidamente aprendida por los otros individuos. Para Fernández-Armesto, tratar de establecer diferencias entre el género humano y las demás especies de animales, ha fracasado rotundamente a lo largo de la historia: los animales tendrían sociedades, cultura, tradiciones, formas de conciencia y comunicación muy similares al hombre, y la única diferencia sería la volatilidad social, es decir, el altamente cambiante contexto cultural humano respecto al más estable contexto cultural animal. De esta manera, la evolución de especies sigue su curso, algunas en la dirección del razonamiento superior.
Teorías como las anteriores, algunas un poco traídas de los cabellos, y otras con más bases científicas (estudio de neuronas espejo en primates, lenguaje avanzado en delfines, emociones en ballenas), hacen verosímil el hecho de que en un futuro no seamos la única especie con derechos privilegiados sobre la Tierra.  De hecho, hasta podríamos vernos subyugados por otra especie, tal como en la película “El Planeta de los Simios” (o incluso por un ente no biológico, como los computadores).  Pero mientras llega el momento en que un  grupo de chimpancés paracos le entreguen un fusil a un travieso humanito para que juegue, bien podríamos poner nuestro superior raciocinio al servicio de la ética, la moral y el sentido social –a costa de nuestro egoísmo genético- y así lograr una civilización que pueda ser un ejemplo decente para otras especies capaces de llegar a nuestro nivel.
(Ver video del Chimpancé disparando en el enlace de abajo)
http://www.youtube.com/watch?v=csbF2O6TvJg

domingo, 10 de julio de 2011

EL CHAPULÍN COLORADO


“Era un mundo diferente… Ahora me dicen, sé, que se habla mucho de política.  En mi opinión les interesan los políticos.  La política abstracta, no.”  Jorge Luis Borges, Diálogos

En su última columna hablaba Juan Gabriel Vásquez de la última columna de Antonio Caballero, en la que éste hablaba de Mockus, “de su candidatura a la Alcaldía de Bogotá y las razones de su popularidad, y se preguntaba (Caballero) por qué la gente votaba por él ( Mockus) y se contestaba diciendo: "Por desesperación. Porque se presenta bajo la pretensión de ser distinto de los demás políticos".”  (Un antipolítico). Por una imperdonable prudencia, Vásquez omite la pregunta fundamental (y literal) de Caballero: “¿Por qué vota la gente por semejante payaso?”
Más adelante, en la misma columna,  Vásquez se extraña del concepto “antipolítica” y argumenta, casi que irrefutablemente, que ese disfraz –sustentado por un enorme sinsentido-, dadas las características de nuestras pobres sociedades, es uno de los mecanismos más demagogos y eficaces que existen actualmente para ganar elecciones (Uribe, Mockus, Chávez…).  Y antes de concluir su columna, cita al escritor argentino Patricio Pron: “El rechazo a lo establecido en plazas y calles cuenta con mi solidaridad, pero ¿por qué otra cosa lo reemplazamos? No es menos política lo que necesitamos —porque el punto cero de la política es una dictadura—; lo que necesitamos es más y mejor política”. Y finalmente Vásquez  concluye -refiriéndose a la frase de Pron- con esta frase “Y eso también es cierto, claro. Pero a ver quién se lo explica a los votantes”
No creo que la cosa se trate de explicarle nada a los votantes: un votante que ya no se deja engañar tan fácilmente por un político corrupto no debe ser tan tonto como para creer en un mesías bajado de los cielos (bueno, algunos sí).  Ni tampoco creo que sea por simple desesperación como dice Caballero.  Me parece, en cambio, que, aparte de la desesperación y la falta de explicaciones, los votantes sienten físico odio hacia los políticos tradicionales. Y puede que prefieran que el Estado sea saqueado por otros ladrones distintos a los de siempre (si fuera por desesperación, habríamos oído decir  a entusiastas votantes –otrora abúlicos- que hay que votar por fulano  o mengano, salvadores que nos sacarían del atolladero. Pero no: hay más bien resignación. Resignación que, más que por la desesperación, parece guiada por la rabia o por simple y llana sustracción de materia: sencillamente no hay por quién votar.  No hay esa esperanza que por lo menos deja la desesperación y, en consecuencia, y gracias a un sentido innato de la equidad, el votante se resigna y decide que “de los males el menor”: ya que le ha tocado tanto al ladrón evidente, bien podría tocarle algo al ladrón agazapado.)
Los votantes, entonces, parecen razonar como el anti-héroe “El Chapulín Colorado (“anti” también, a propósito de Mockus, ¡vaya!), quien, cuando se veía en gran peligro, exclamaba: “¡primero muerto antes de perder la vida!”.  Una posición límite frente al descreimiento en la Política. Claro, entendida ésta como lo relativo al ordenamiento de la ciudad, como el proceso que permite la toma de decisiones que benefician a determinado grupo humano; entendida así, como la entendió Aristóteles, y no entendida  como el deprimente sainete que por política (escrita así, con p minúscula) entendemos hoy en día.
Si bien en un principio la Política fue una prolongación simple  de la ley darwiniana del más fuerte, con los años –y sobre todo con los griegos- se sublimó, y evolucionó   a un nivel racionalmente más elevado: arte para algunos, ciencia para otros.  Y como es un hecho que políticos corruptos ha habido todo el tiempo, son pocos los períodos en los que se han debatido las ideas políticas como tal (olvidadas casi siempre por esa detestable realidad corrupta), y, en cambio, sí lo han sido -hasta la saciedad- los chismes y cotilleos con los que, especialmente ahora, sembramos nuestros medios de comunicación y conversaciones: “están hablando de política”, decimos cuando oímos las fechorías de algún gamonal, sin tener la menor idea de lo que estamos diciendo: que fulano o mengano se hayan robado “X” cantidad de plata no tiene nada que ver con la Política; es un asunto judicial, ético; o -en nuestra realidad colombiana- social.
Entonces, sí: puede ser que por desesperación -o por falta de escolares explicaciones, o por sustracción de materia o por rabia - la gente esté dispuesta a votar por Mockus.  (o el antipolítico de turno), pero esto sólo conducirá a espumosos fenómenos que se desvanecerán con el tiempo y se convertirán en totalitarismos o payasadas si resultan mal, o se marchitarán al mismo tiempo que lo haga la salud del caudillo, en el extraño caso en que resulten bien: no trascenderán, pues no gozan de la viabilidad permanente que otorgan los partidos. Por lo tanto, mientras sigamos eligiendo personas y no ideas, el electorado, en el mejor de los casos, estará inmerso en un entorno de comedia televisiva de los ochenta, que al final sólo de deja la opción de conformarse con una famosa frase: “¡se aprovechan de mi nobleza!

viernes, 1 de julio de 2011

LA HOGUERA DE LAS VANIDADES

“La vanidad nos cuesta más que el hambre, la sed y el frío”
Thomas Jefferson

En una columna anterior –en este mismo blog- alabé el arranque del gobierno de Juan Manuel Santos: respeto a las Cortes, normalización de relaciones con los países vecinos, Ley de Víctimas,  etc…  Sin embargo, en la parte final de ese mismo artículo, dejé ver –también- mis reservas con respecto a las verdaderas intenciones de un inicio de mandato tan sorprendente e inconsecuente con el continuismo Uribista que todos pensábamos iba a producirse. (VER http://elemperadordesnudo.blogspot.com/2011_02_01_archive.html)  
Continuismo que se deducía del poco disimulado apadrinamiento de la candidatura de Santos por parte del presidente en ejercicio y de la  invariable glorificación durante la campaña –por parte del entonces candidato- del régimen del cual él mismo había hecho parte.
Los infrecuentes optimismos en Colombia suelen desvanecerse más temprano que tarde.  Lo digo porque la situación del país parece –si cabe- empeorar con respecto al anterior gobierno: ya hubo un incidente de reclamo a una decisión de la Corte Suprema de Justicia; la confraternidad con Chávez sólo ha servido para que éste deje de vociferar improperios (pero deja intacta la categoría de Venezuela como refugio de guerrilleros: no en vano la frontera colombo-venezolana está considerada como uno de los lugares más peligrosos del planeta); la Ley de Víctimas sólo ha logrado -hasta ahora- que algunos de los que antes tenían la condición de despojados, actualmente la tengan de asesinados (el resto cuenta con la suerte de seguir sólo despojados); y -poniéndole la cereza al ponqué- esta semana que termina, durante un operativo que intentaba repeler una acción de las FARC perpetrada en la vía que de Antioquia conduce a la Costa Atlántica, resultó muerto el comandante de carreteras de Antioquia.  Un hecho como este último, en esa zona del país (con quemada de tractocamión y buses incluída), no ocurría desde 2002.
Pero, ¡un momento!, no es que yo esté añorando al gobierno de Uribe (¡Dios nos ampare y nos favorezca!): la ralea de matasiete del expresidente y su séquito de petulantes lacayos, no tardarían en regalarnos una primorosa versión local de las Madres de la Plaza de Mayo de Argentina.  Ningún grupo armado es tan peligroso como los aparatos de seguridad del Estado a cargo de un tenebroso gobierno matarife.  Mucho menos lamentamos la conclusión del intrascendente gobierno de Andrés Pastrana, en el que se frivolizó hasta el conflicto armado: recordemos el show mediático del Caguán con ingredientes de cualquier reallity de la televisión (hasta plantón de novios a punto de reconciliarse hubo: el episodio de la silla vacía de Tirofijo). Ni el despelote del período Samper, cuando la gente dejó incluso de trabajar por sumarse a las diarias y carnestoléndicas protestas y manifestaciones contra cualquier medida adoptada por el gobierno.  Ni la carambola accidental de Gaviria, cuya repentina asunción de la dignidad presidencial lo llevó a improvisar hasta el límite de concederles prebendas inverosímiles a pavorosos mafiosos. Ni el de Virgilio Barco: un gobierno del olvido y para el olvido.  Ni –mucho menos- el lírico cuatrenio de Belisario, durante el cual se pintarrajeó al país de palomas blancas en pos de un Premio Nobel de la Paz que nunca llegó. Ni…
Es curioso cómo en Colombia hay una obsesión por obtener ese dudoso galardón –el Premio Nobel de la Paz-, con lo que se compartirían honores con el genocida de Kissinger, el terrorista de Arafat, la impostora de Rigoberta Menchú, y otros pintorescos o siniestros especímenes.  Aparte de la obvia tentación por procurárselo, dictada por la manifiesta viabilidad que facilita el ser colombiano, supongo que también está lo del premio en efectivo: un millón cuatrocientos mil dólares.  Ya hablamos de Betancur (Belisario) quien sólo sonó para ganárselo en su idílica cabecita.  Mientras que Betancourt (Ingrid) sonó mucho en Europa, pero sonaron más los destemplados comunicados en los que invitaba a los medios franceses a la rueda de prensa en que ella daría el discurso de aceptación del premio que, dos días más tarde, recibió otro. Por otra parte, y para no quedarse atrás en la cómica comparsa de chascos, Piedad Córdoba fue víctima de una broma informática y alcanzó a celebrar ruidosamente junto a los circunstantes que la acompañaban a esperar la noticia del, una vez más, esquivo premio escandinavo.
Ojalá no estemos asistiendo -con Santos- a otra pueril operación destinada a la ilusoria obtención del mencionado galardón (esa sanción presidencial de la Ley de Víctimas con la presencia del Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, y la candidata al Premio Nobel de la Paz, Yolandé Mukagasana…)  El caso es que todos esos actos conciliatorios, que han caracterizado al actual gobierno, han resultado tan impresionantes como inútiles. Y a veces parece que solamente persiguieran esos dos fines en pos de otro fin ulterior, lleno de irresponsabilidad y vanidad.
La excesiva vanidad puede llevar a la perdición. Así nos lo presenta Tom Wolfe en su la novela La Hoguera de las Vanidades.  En ésta, Sherman Macoy (el protagonista que lo tiene todo: dinero, éxito, esposa, amante…), mientras se desplaza una noche por Nueva York, toma el camino equivocado y se pierde en un peligroso barrio del Bronx.  Como resultado, termina atropellando a un joven negro; ese incidente hace que su mundo aparentemente invulnerable se venga al suelo como un castillo de naipes: es acusado de intento de homicidio, pierde su trabajo, su esposa, su amante, su casa…
El problema nuestro es que si Santos está tomando el camino equivocado, buscando su gloria personal sin importarle lo que le pase al país, el mundo que se desmoronará no será el suyo, será el nuestro: al fin y al cabo, en su condición de expresidente, Santos tendrá, hasta el final de sus días, seguridad pagada por el Estado para él y su familia;  o vivirá en otro país gracias a un predecible nombramiento diplomático o a la pingüe suma que le correspondió (¿corresponderá?) con la venta de sus acciones de El Tiempo.
La perdición de Santos será otra.  Se dice que el presidente es un jugador de póker experimentado  que apuesta fuerte. Y  en este caso se juega su colosal vanidad. Lo malo sería que al final de la partida, el botín no resulte ser lo que siempre ha perseguido afanosamente a lo largo de toda su vida pública: que lo asocien con un gran personaje de la historia, de la talla de Winston Churchill o de Franklin Delano Roosevelt. En contraste, puede ocurrir que termine obteniendo, al igual que Belisario Betancur, el deshonroso trofeo de malbaratar, por satisfacer sus complejos de grandeza, cuatro preciosos años de la solución de nuestros múltiples problemas; coyuntura que –como de hecho ocurrió en el pasado con Betancur- puede hacer retroceder hasta las pocas conquistas (por ejemplo en materia de seguridad) obtenidas por un tiránico gobierno anterior.
Como última esperanza, podríamos esperar que lo que persigue con todos estos malabares políticos sea, como dijo en su última columna de Semana (La Tercera Vía) un extrañamente optimista Antonio Caballero,  que Santos quiere sustituir “el partido uribista de La U de extrema derecha por un reunificado Partido Liberal "de extremo centro": es decir, de derecha moderada.” Ojalá. Y aunque lo que nos presentan las noticias a diario no ofrece un futuro muy alentador, es mejor pensar eso y no pensar en resignarnos a acumular un nuevo monigote en nuestra bochornosa galería de Premios Nóbeles de Paz  frustrados, mientras el país se hace pedazos.