viernes, 30 de septiembre de 2011

EL DESTINO DE LAS ESPECIES

“La selección natural obra solamente por medio de la conservación de las variaciones que son en algún concepto ventajosas”.  Charles Darwin, El Origen de las Especies

En 1859 Charles Darwin publicó su famoso libro “El Origen de las Especies”, obra que se convirtió en la piedra angular de la teoría evolutiva que –con más bien pocas variaciones - aceptamos  hoy día para dar la explicación más plausible del cómo estamos aquí (nosotros y todas las demás especies vivas del planeta).  Por ahora, y para los efectos que aquí nos atañen, dejémoslo en el cómo, aunque lo más probable es que nos diga mucho también del por qué, pero eso es más difícil que sea comúnmente aceptado, sobre todo por las implicaciones religiosas o místicas que tal asunto conlleva.

Aún así, inclusive el cómo no es fácil: para algunas personas es simplemente intolerable pensar que una serie de circunstancias ciegas y silenciosas que caracterizan a la transmisión del material genético entre individuos de una generación a otra, conjugadas con las azarosas condiciones del entorno, sean el camino que todas las especies, incluso nosotros, han recorrido para llegar dónde están: somos, según Darwin, productos de la imperfección, productos de la incapacidad del ADN de hacer una copia escrupulosamente exacta de sí mismo, lo que trae como consecuencia imperceptibles variaciones (que dejan de ser imperceptibles con el pasar de los siglos).

Traigo esto a colación por una preocupante afirmación que leí la semana pasada acerca del calentamiento global y las funestas consecuencias que esto traería –más rápido de lo esperado- en la salud humana.  A ese respecto  aseguró el doctor Carlo Heip, director del Royal Netherlands Institute of Sea Research y coordinador del Proyecto Clamer: "Hemos acumulado pruebas convincentes e inquietantes".  Para empezar, redujo sustancialmente el plazo medio en el que este fenómeno empezará a afectarnos: 30 años, frente a los 60 ó 100 a que estábamos acostumbrados.  Posteriormente, advirtió del especial peligro que representaba el medio marino: el aumento en la temperatura del mar puede provocar, a su vez, un aumento significativo de bacterias patógenas al ser humano, bacterias que posteriormente le serían transmitidas. Heip habla de elevación de costos sanitarios, pero otros van más lejos: las emisiones de gases de efecto invernadero, además de calentar al planeta, adelgazan la capa de ozono, permitiendo una mayor entrada de los dañinos rayos UV. 

Pero el mayor peligro que traerán los rayos no es el que inmediatamente suponemos: cáncer de piel en humanos. No: al fin y al cabo, como escribía Isaac Asimov al respecto, encontraremos la solución a eso: protectores solares, sombrillas, ropa especial, no exposición al sol; eso no nos extinguirá directamente a nosotros.  Pero puede que sí lo haga con mucha de la frágil vida microscópica del suelo y de las capas más superficiales de los mares, de la que dependen, para su supervivencia, otros pequeños seres, de los que, a su vez, dependen otros más grandes, y así sucesivamente, en una aterradora reacción en cadena que terminará con poner en peligro incluso a nuestra propia especie (convendremos en que es un pelín difícil dotar de sombrillas y protectores solares a todas esas indefensas especies que pueblan los océanos y suelos de La Tierra).

Pero, ¿y eso qué diablos tiene que ver con Darwin?  Pues sencillo: con La Tierra en el anterior contexto, el entorno cambiará velozmente y la evolución seguirá su implacable y sigiloso paso, arrasando con lo que no se adapte. Y en el caso del hombre lo hará con los (exactamente) desadaptados que hoy se oponen al protocolo de Kyoto y a otras instancias que batallan por salvar nuestro planeta azul.  De hecho me aventuraré a decir algo aparentemente disparatado: es posible que esta loca carrera (licenciosa, suicida) que corremos hacia nuestra propia destrucción termine por favorecernos -desde el punto de vista evolutivo- en el último minuto.

En el segundo párrafo veíamos cómo el material genético (transmitido ciegamente), conjugado con las condiciones del entorno, eran la clave para la formación de especies nuevas y exitosas desde la perspectiva darwiniana: de supervivencia de la especie. Pues bien, antes de que sea desatado el escenario apocalíptico de hambrunas, pandemias, guerras por los suministros básicos y otras sutilezas de ese tipo –probable resultado final del fenómeno del calentamiento global- el hombre podría detener tal desastre; al fin y al cabo es la única especie capaz de hacerlo (puesto que, además de ser la única que razona al nivel necesario para ello, es la principal responsable de las causas).  Pero me temo que no lo hará: en los días que corren la ancestral codicia le gana fácilmente la partida a la novata razón.

Sí: por más que tratemos de paliar el problema con aumento de educación y consciencia ecológica, queda siempre flotando una poderosa escoria primitiva que da al traste con todo: hasta en las sociedades más avanzadas, el verdadero primer mundo, donde a nadie se le ocurriría que puede haber deficiencias educativas, persisten este tipo de conductas destructivas: a pesar del liderazgo de Dinamarca en materia de energía eólica y de Islandia en energía a base de hidrógeno, por razones de índole económica se sigue retrasando el reemplazo de las energías causantes de los perjudiciales gases por esas energías más limpias. Imagínense  el resto del mundo.

Entonces, ¿qué pasará si ya el fenómeno se cierne sobre nosotros y no parece haber tiempo de educar a una masa crítica de seres humanos al respecto? Probablemente se dé en algún momento el dantesco escenario que mencionamos arriba; y los pocos sobrevivientes habrán de agruparse en núcleos humanos, de acuerdo a la escasa disponibilidad de alimento. Esos núcleos, ante la alternativa de la extinción definitiva, deberán observar una cuidadosa relación con su respectivo microambiente; una relación casi de mírame y no me toques. 

Y para que esa cuidadosa relación resulte exitosa, como ya se ha demostrado, se necesitará algo más que buenas intenciones y palmadas en el hombro: requerirá, por la premura de las circunstancias y la terquedad del ser humano, de un cambio en la estructura genética: aquellos individuos que corran con la suerte de un desperfecto en sus planos prehistóricos, aquellos a los que genéticamente no seduzca el mandato acumulativo insaciable (tan necesario en la era de las cavernas, pero superfluo ahora), aquellos a los que el tratamiento digno hacia las otras especies les represente una cascada de endorfinas en su cerebro, esos individuos, lograrán transmitir ese material genético depurado (así sea por obra y gracia de la necesidad), excelso, noble.  Si hay aislamiento de grupos (que es muy probable), el grupo cuyos individuos logren hacerse a ese valioso material genético, prevalecerá; y habrá subido un escalón más, con respecto a nosotros, en la escalera evolutiva. 

No es que me crea Alvin Toffler;  ni estoy –ni más faltaba- haciendo una apología de la irresponsabilidad ecológica que actualmente avasalla al mundo;  pero dadas las abrumadoras evidencias  en contra del apremiante cambio de mentalidad que se necesita, pienso que probablemente, en el mediano plazo, el destino de muchas especies sea la extinción; y el destino de la nuestra sea el triste escenario de continuar con el insensato afán exterminador que nos caracteriza, para así, gracias a la ceguera ( y torpeza) genética y a la tiranía ambiental, lograr  elevarnos un poco más, ya no en una dirección tecnológica, sino en otra más retadora para nuestras sociedades modernas: ética.

viernes, 23 de septiembre de 2011

EL OTOÑO DEL PATRIARCA


“…clamando a solas que no valía la pena haber vivido tantos fastos de gloria si no podía evocarlos para solazarse con ellos y alimentarse de ellos y seguir sobreviviendo por ellos…”   El Otoño del Patriarca, Gabriel García Márquez

Lean esta frase que escribe Enrique Santos Calderón sobre su gran amigo Gabriel García Márquez: “Sin temor a equivocarme -que me corrija la 'Gaba', que estuvo siempre al pie del cañón- puedo asegurar que esos años de alternativa  fueron la etapa más politizada de la vida de García Márquez”.  Tristísima la frase. O por lo menos para mí.  Es una confirmación de lo que era un secreto a voces pero que, en el fondo de mi alma, esperaba que fuera una habladuría más. Al parecer no lo es: la frase –que extraje de la crónica sin título que reseñó El Tiempo como “Enrique Santos rememora el paso de García Márquez por la revista Alternativa”, inconsciente o no, nos ratifica la noticia, esta vez de una fuente de alta fidelidad, de que Gabo ya no es Gabo; de que probablemente de lo único que se esté acordando ahora sea de una infancia remota que por millonésima vez es su propia imagen asándose de calor en la arena de las calles de Aracataca.

No de otro modo se explica el tratamiento de difunto que le da Santos Calderón: ¿por qué habría de corregirlo la esposa y no el propio Gabo que, por supuesto, estuvo un poco más que al pie del cañón y quien todavía vive? En general toda la crónica es así –o ya la veo así después de la frase de marras-, en ese tono elegíaco, como si nuestro gran patriarca de Macondo ya no fuera de este mundo, como si su merecido otoño ya hubiese dado paso a un irreversible invierno mental, vergonzante, ya no para él, que ni siquiera lo sabría, sino para sus familiares y amigos quienes, a pesar de las jugadas del inconsciente, quisieran preservar su lejana imagen apabullante de hombre sabio; quienes quisieran que se le respetaran estos tiempos difíciles en que la literatura y la clarividencia de la vida son ahora una materia intangible para un hombre que siempre cerró su vida privada al mundo con tres aldabas, tres cerrojos, tres pestillos.

Ya Gerald Martin, su biógrafo oficial, había dado unas primeras noticias; dadas así, con cautela, como cuando le informan a alguien que un pariente muy cercano y muy querido se va a morir pronto.  Esto escribió sobre Gabo en “Una Vida”, la biografía que sobre él hizo: “Con los apuntes adecuados era capaz de recordar la mayoría de las cosas del pasado distante –aunque no siempre los títulos de sus novelas- y entablar una conversación razonablemente normal, incluso divertida”. Terrible situación para alguien que siempre se tuvo a sí mismo como un profesional de la memoria; para alguien que en los pantanos de la vejez le debía quedar radiante, como un trofeo, el recuerdo de los numerosos escollos que tuvo que sortear durante una infancia y una juventud en las que se disputó la vida a brazo partido con la pobreza; para alguien que las bolas de candela de los extremismos políticos y los eclipses aciagos, producto del reguero de adioses finales de sus amigos del alma, lo habían curtido contra los recursos de lástima de las troneras de la memoria.

Tranquiliza, al menos, saber que no sabe que la vida sigue, aún con él a espaldas de su propio poder, de ese poder que, por otro lado, siempre persiguió: en Clinton de Estados Unidos, en Fidel de Cuba, en Torrijos de Panamá, en Mitterrand de Francia, en Felipe González de España, en López de Colombia  (y en casi todos los presidentes de Colombia de los últimos 40 años, con la infame excepción de Turbay); a espaldas de sus amores furtivos y de sus amores inverosímiles de perdición; a espaldas de su fortuna personal, ahora incontable y estéril, refundida por los peores acechos de unos olvidos que lo deben tener tantaleando en las nieblas ilusorias de una vida que ya no es la suya.

Repito: es triste. Y a pesar de que su deslumbrante edad lo dispone, me es difícil imaginarme a mi maestro cautivo de sus propios delirios en el marasmo senil de una hamaca, desprendido sin dios de una realidad con la que no necesita reconciliarse, qué vaina, y sin embargo, y aunque él se quede sin saberlo para siempre, prefiero pensarlo así, aún vivo, para poder darle, en las últimas hojas heladas de su otoño, las gracias, maestro amado, gracias por los clamores de las muchedumbres frenéticas que con la noticia de tu Premio Nobel se echaron a la calle cantando himnos de júbilo, gracias porque en la ristra de hojas amarillas de tu otoño arrastras las ilusiones de todo un pueblo que supiste descifrar con artificios de alquimista, y al que le diste instantes inasibles de felicidad, gracias por los cohetes de gozo y las campanas de gloria que a pesar de tu partida seguirán en tus libros, en tus palabras, en tu recuerdo, y nos seguirán anunciado por siempre jamás que el tiempo incontable de la eternidad para ti nunca terminará.

sábado, 17 de septiembre de 2011

MIDNIGHT IN BOGOTÁ

“La música siempre nos hace recordar un tiempo que nunca existió” 
 Oscar Wilde 
De antemano sé que voy a ser crucificado por lo que diré aquí sobre la música. Bueno: sobre ciertos tipos de música. Está bien, iré más lejos: sobre ciertos ruidos que algunos consideran música. Por dos razones no voy a meterme con la definición de todo lo que encierra, como tal, el concepto “música”. Primero por sus inabarcables manifestaciones (por poner un ejemplo extremo: las arañas saltarinas macho –según minuciosos estudios-  se valen de cantos de seducción para atraer parejas sexuales; cantos que elaboran frotando partes de su abdomen y que acompasan con una especie de taconeo de sus patas.  Su potencial compañera sexual, al carecer de oídos, juzga el performance del macho por medio de vibraciones).  Y segundo, porque no soy músico: si para un erudito de la música es imposible comprender la complejidad de los intrincados hilos que unen a los géneros musicales creados por la humanidad, imagínense lo que será para un lego como yo. Baste decir que la música es una manifestación evolutiva muy primitiva que debe estar grabada en las más profundas capas cerebrales y, por lo cual, ha estado presente en todas las culturas conocidas.  De hecho, la compartimos con las especies más disímiles  en el árbol genealógico de la vida, como ya vimos arriba.

Hablaré, entonces, de la música en un sentido más convencional: la música popular, la que oímos en la radio, la que bailamos en las fiestas (o intentamos hacerlo, como es mi caso).  Recuerdo cuando a principios de los 90 en Bogotá, mis años más bailarines (es un decir), era posible oír, en las discotecas de moda y en la radio, una amplia gama de géneros musicales: en la radio sonaba el merengue de Juan Luis Guerra, la salsa de Willie Colón, el rock de Bruce Springsteen, el pop de Michael Jackson, el reggae de Bob Marley. Y en la discotecas igual: Bahía, Mr. Babilla, Massai, Keops, tenían –unas más que otras- una variedad semejante, y sus modestos disc jockeys se aseguraban de incluir un par de canciones lentas cada tanto, las que daban, bien una pausa para quienes querían disfrutar de un trago en la comodidad de la mesa, bien una oportunidad de oro para los enamorados que aspiraban a un momento romántico con su potencial conquista. Ahora todo eso ha desaparecido: la noche bogotana -al menos en las discotecas a las que me invitan mis amigos- es regentada por un par de géneros musicales a cuya servidumbre es necesario someterse para no correr el riesgo de hundirse en el ostracismo nocturno, en el destierro rumbero; en lugar de mesas y bonitas discotecas la gente se agolpa en colosales bodegas; los románticos se han extinguido para dar paso a petulantes pavorreales que no tienen nada que decirle a sus perspectivas de pareja (pero tampoco lo necesitan: las canciones de uno de los géneros a que me referiré más adelante hacen el trabajo por ellos: explícitas solicitudes sexuales, meticulosas descripciones de actos íntimos, y los más indecorosos vituperios a las mujeres -que terminan por acomplejarlas - abundan en sus letras).
Lo sé: estoy cayendo en la misma trampa en la que han caído todas las generaciones de la historia de la humanidad: creer que todo tiempo pasado fue mejor.  Precisamente en torno a ese tema gira la trama de la película “Midnight in París”, escrita y dirigida por el genial Woody Allen: el protagonista, un escritor que sueña con el París de los años 20, repentinamente encuentra una vía de acceso para viajar a esa época.  Allí, además de departir con sus héroes, Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Salvador Dalí, se encuentra con la sorpresa que los vivientes de los años 20 añoran la Edad de Oro de París (1890).  Más tarde logra viajar también a ese año, sólo para comprobar que Gauguin, y Degás –con quienes comparte mesa- preferirían vivir en la época de El Renacimiento. Finalmente llega a la triste de conclusión que los vivientes de El Renacimiento seguramente anhelarían estar en la corte de Kublai Khan. Y así sucesivamente. 
No puedo negar que ese mensaje me llegó, pero  pasaré por alto un momento a “Midnight in Paris” y analizaré, sin esas prevenciones, a las nuevas formas que nos acompañan en la noche bogotana (después, saquen ustedes sus propias conclusiones).  Empezaré con la música electrónica. Si bien al principio me quejaba tímidamente de la monotonía y la exagerada duración de la canción de música electrónica que siempre ponían en todas partes, después me enteré de que se trata de varias piezas, algunas de las cuales (o todas, no sé muy bien) tienen incluso nombre.  Es decir: no es, como yo creía, una misma canción larguísima que está sonando desde 1913 (año de nacimiento de este tipo de música), sino que son varias.  Y algunos aficionados a ellas tienen la temeridad de asegurar que diferencian cuándo acaba una y cuándo es otra canción la que empieza. Pero ahí no acaba todo: de hecho aprendí (la teoría lo aguanta todo) que este género musical tiene a su vez subgéneros: house, trance, dance, rave, jungle, eurodance, etc… Al parecer, según también supe, la música electrónica fue un género de culto en diferentes partes del mundo hasta finales del siglo XX, momento en el cual se popularizó (y aquí es en donde estriba lo más extraño de la situación: en que se popularice un género de música reservado para unos cuantos iniciados que eran capaces de imaginar –con éxito- música donde sólo había ruido).  Hoy, además, existen estrellas de la música electrónica llamados DJ’s, cuyo papel se limita a poner discos, levantar los brazos al son (?) de la música (??), y aullar como un bobo de pueblo: wwooooowwwww –y poner a aullar a la concurrencia; quien no lo haga estará perdido-.  Estos DJ´s son adorados como dioses y cada uno de ellos tiene la curiosa peculiaridad de ser el mejor del mundo: siempre nos está visitando el mejor DJ del mundo (cualquier cosa que eso signifique), llámese como se llame.

El otro ritmo que domina a los noctámbulos bogotanos (aunque también a los diurnos, no olvidemos a las emisoras) es el reggaetón.  La primera vez que supe de él fue en mi propia casa.  Alguien se apoderó del equipo de sonido y, de repente, éste empezó a vomitar un ruido infernal. Consciente de que ya no poseía mi venerable tocadiscos (con lo que descartaba que, por error, se estuviera tocando algún LP a 78 revoluciones por minuto), corrí alarmado al aparato para averiguar qué eran esos estridentes chillidos dignos de un zoológico en emergencia, pero mi amigo trató de tranquilizarme: esta música suena así, me dijo.  Me alarmé más: era de no creerlo.  Tratando de buscar algo que salvara la canción, me concentré en la casi ininteligible letra. Adivinando trabajosamente lo que decía, recordé que la piqueria vallenata y la trova paisa tenían improvisaciones semejantes, si bien no tan extraordinariamente malas. Pero aún la mínima defensa que aventuré sobre la letra -teniendo en cuenta que era imposible hacerlo sobre la música, dados sus repetitivos estampidos- no tenía ningún fundamento: ni siquiera se trataba de improvisaciones: eran “composiciones”, debidamente trabajadas, premeditadas.  He aquí una muestra que tomé al azar en Youtube: un fragmento de una canción llamada “A mí me Gustas Tú”, interpretada por  L’Omy (?)
Desde que estábamos chiquitos/ Te acuerdas cuando comíamos Alpinito/ Zapatico cochinito 1 2 3/ Cambia de piececito/ Desde que estábamos chiquitos/ Cuando jugábamos en el parquecito/ Físico e´ pelaito/ Mente de grandecito” ¿Mente de grandecito? No lo creo. Complementémosla: no seas tan chamboncito/ jálale al respetico/ dedícate a otro trabajito/ déjanos tranquilitos.
Aún sabiendo que no es ni de cerca lo peor que puede ofrecer el reggaetón, a su lado Ricardo Arjona es Rubén Darío.  Lo increíble de todo es que eso gusta.  Sobre todo a los jóvenes quienes –creo- conscientes de la tortura a que nos someten a los más viejos con esos ruidos estrepitosos, han resuelto, para darnos una ventaja en el cortejo -ya que ellos, por su juventud, se ven mejor físicamente- contagiarse de los principios estéticos de las estrellas del reggaetón. Pero lejos de imitarlos en su estilo pandillero de vestir, nuestros jóvenes, hoy, optan por usar los jeans con la pretina de éste situada a mitad del muslo, de donde emerge un gigantesco pañal que asciende hasta un poco más arriba del ombligo.  Por si no fuera suficiente, prescinden de peinarse y, en cambio, piden que les den un tratamiento de gallinas, cuando éstas son matadas a escobazos. Inolvidable detalle de estos espantapájaros abandonados para con los que no soportamos el fragoroso esnobismo de su música.  Ahora, si es verdad que esta música les gusta y no están interesados en indemnizaciones, sino que se visten de ese modo porque están convencidos de que así se ven bien, tendremos que dedicarles, también a ellos, otro pedazo de nuestra composición: lávate las orejitas/ o por lo menos no el cerebrito/ pareces un mendiguito/ ve a que te cambien el pañalito 

Y a todas estas, ¿recuerdan a la araña saltarina del primer párrafo? Pues bien, olvidé mencionar que, aprovechando su mayor tamaño,  el juzgamiento que hace la hembra acerca del performance del macho es  radical: si es bueno habrá apareamiento, pero si es malo la hembra tomará la vocería de las hembras de todas las especies del reino animal y dará una nueva interpretación a las románticas invitaciones a comer: ya que fue invitada a comer, engullirá miligramo por miligramo al macho. Ese es mi sueño: que en un concierto del DJ David Guetta la gente salga del trance (ojo: no confundir con la música trance) en que la sumen las hipnóticas insistencias pendulares de la música electrónica, valore su lamentable performance,  y la emprenda contra la diva del tornamesa. Comerán David Guetta a la chimichurri, saciarán el hambre, y saldremos todos de un fanfarrón más en este mundo. Aunque, ciertamente, después me pongo a pensar en lo desagradable que puede resultar para cualquiera un sancocho de pata del reggaetonero “Daddy Yankee”. 
Sin embargo, a pesar de todo lo que he afirmado acerca de esos dos géneros musicales, y como dije antes, me sigue quedando la duda que nos planteó Woody en su película: ¿será que en un futuro añoraré el reggaetón o la música electrónica? Tengo dos consideraciones al respecto. Primera: que me preocupa el hecho de que la contrariedad que me producen  estos géneros me ha hecho glorificar canciones que en la década de los 90 consideraba apenas mediocres (o incluso malas). Segunda: recordar que algunos ritmos, que ahora gozan de gran prestigio, estuvieron condenados a la oscuridad durante décadas, tal como yo condeno ahora al reggaetón y a la música electrónica. El vallenato, por ejemplo, según nos cuenta la gran autoridad en la materia Alfonso López  Michelsen, nació de la conjugación de los valses vieneses que se tocaban en los matrimonios de la alta sociedad cesarense con los ritmos indígenas y africanos que, a su turno, interpretaba en la cocina la servidumbre, a efectos del mismo acontecimiento.  Al final de la celebración, patrones y empleados se reunían (lo que era llamado colitas) y amalgamaban las dos músicas.  Aún así, la música vallenata estuvo proscrita de los altos círculos del país, e incluso del Club Valledupar, hasta entrada la segunda mitad del siglo XX.  Hoy, sin embargo, no hay quien se considere caché que no haga su obligatoria peregrinación anual al Festival Vallenato: políticos y empresarios se dan allí cita y entonan, sin ningún tipo de vergüenza, viejos cantos compuestos por los mismos trovadores que ellos marginaron durante años. Igual pasó con el tango, un género de malevos del arrabal cuyo baile es, actualmente, paradigma de elegancia en el mundo. 
Curioso ¿no?  En esa misma línea el notable científico e historiador Isaac Asimov escribió: “Espera mil años y verás que se vuelve preciosa hasta la basura dejada atrás por una civilización extinta”.  Tiene sentido, pero ahora que escribo esto y mi vecino da, a la vez, una fiesta en su casa, amenizada en este momento por “Zun Zun Rompiendo Caderas” -canción interpretada por (¡ojo!) “Wisin y Yandel”-  se despejan como por ensalmo todas mis dudas al respecto. Tanto, que me da hasta para corregir al gran Isaac (tal vez la única oportunidad de hacerlo que tendré a lo largo de toda mi vida): cuando un arqueólogo de una civilización futura encuentre entre las ruinas de la nuestra un DVD de reggaetón o uno de música electrónica, vea y oiga (que vergüenza) cómo nos divertíamos y todavía lo considere precioso, no habrán, para entonces, pasado mil años: tal vez tres mil (millones).

Ver y Oír Zun Zub Rompiendo Caderas
http://www.youtube.com/watch?v=6eLCa4d9Urc

miércoles, 7 de septiembre de 2011

EL CÓDIGO DA VINCI

"Pluralitas non est ponenda sine neccesitate" (la pluralidad no se debe postular sin necesidad) William de Ockham

“El gato dentro de la caja está vivo y muerto a la vez”  Paradoja del Gato de Schrödinger

Unos vieron la película, otros leyeron el libro; en cualquier caso, la novela “El Código Da Vinci”, con sus 80 millones de ejemplares vendidos y su traducción a 44 idiomas, se convirtió en un Best Seller sin precedentes en su tipo de literatura.  En la obra se presentan teorías con tintes extravagantes: la relación sentimental entre Jesús y María Magdalena,  la conspiración urdida por el Opus Dei destinada a garantizar, tanto la supervivencia del linaje de los merovingios a través del Priorato de Sión, como el encubrimiento de la divinidad de la Magdalena y su descendencia.  Estas teorías, condimentadas con Hombres de Vitruvio, sucesiones de Fibonacci, Caballeros Templarios, Santos Griales y Últimas Cenas, conforman el marco perfecto de las llamadas teorías conspirativas, tema que trataré hoy a propósito de dos de ellas muy coyunturales: el asesinato de Galán (la ratificación de la condena a Santofimio) y los atentados del 11 de septiembre de 2001 (décimo aniversario de su acaecimiento).

Todos hemos oído teorías de ese tipo, que consisten en atribuir las verdaderas causas de un hecho a complots de grupos poderosos actuando en la sombra en lugar de atribuírselo a las causas comúnmente aceptadas.  Las hay desde la supuesta farsa del viaje a la Luna, hasta el ocultamiento de las actividades del área 51 en E.E.U.U. (incluido el accidente de un supuesto OVNI y la captura de extraterrestres por el ejército americano), pasando por hipótesis de todos los pelajes acerca de los más disímiles temas: histéricas, como la abducción de humanos por extraterrestres;  ridículas, como la que asegura que Elvis (o Marylin o Michael Jackson o Hitler o Bin Laden) sigue vivo o que –por el contrario- Paul MacCartney murió y fue sustituido por un doble; infames, como la que proclama que el holocausto judío fue una patraña montada por los hebreos con el fin de adueñarse de tierras palestinas; intrigantes, como la que afirma la existencia de una zona –el Triángulo de las Bermudas- en la que los sistemas de navegación de las naves enloquecen y suceden más siniestros aéreos o marítimos que en ninguna otra parte del globo; risibles, como la que abandera la idea de que la Tierra es hueca y en su interior vive una civilización más avanzada (que accede a ese lugar a través de unas aberturas en los polos, cuyas fotos -que prueban su existencia- esconde la NASA); inverosímiles, como la que asevera que el VIH fue un encargo de la Iglesia Católica a ingenieros genéticos con el fin de castigar el homosexualismo* (inverosímil, sí: una cosa es que toda la rabiosa resistencia a esa orientación sexual se quedase en letra muerta, y otra que se autocastigasen de esa manera los prelados); otras, un poco más verosímiles, como la que declara que la adición de flúor en el agua se hace con la intención de que esta sustancia se acumule en la glándula pineal de los individuos, causando así un pobre desarrollo mental (verosímil, sí: siempre y cuando esta adición se haya hecho mayoritaria  y sistemáticamente en la cafetería del Congreso de la República).


*En la época en que me hablaron de esa teoría, el SIDA era, casi exclusivamente, relacionado con las prácticas homosexuales.

Si me preguntan si creo en este tipo de teorías, tendría que hacer una distinción; porque pienso que las hay de dos clases: unas en las que sí creo, más del tipo de las que involucran estrategias de manipulación de masas, como la famosa y antigua -data de hace más de 2000 años- panes et circenses (pan y circo), y otras en las que no creo, pues las considero descabelladas y basadas en supercherías sin fundamento, como la inmensa mayoría que mencioné más arriba (aunque ciertamente hay miles de preguntas sin responder que, por no ser experto en los respectivos campos, se quedan así: sin responder; por ejemplo: el hecho de que la bandera estadounidense –según se ve en las mismas fotografías provistas por la NASA- ondee en la Luna, donde se supone que no hay atmósfera).

Y así como creo que Julio César entregaba gratuitamente trigo y entradas para los espectáculos circenses al pueblo, con la intención deliberada de desviar la atención ciudadana de la política, también creo que Hitler y sus secuaces nacionalsocialistas presentaron al pueblo alemán el chivo expiatorio de los judíos, sobre los cuales aquél descargó toda la rabia y las frustraciones por la derrota de la Primera Guerra Mundial –con los asfixiantes aprietos económicos que ésta trajo consigo- y por el apabullante desempleo que asediaba a Alemania en la década de los 30. Fueron, aquellas, conspiraciones orquestadas por los respectivos gobiernos de Roma y Alemania, con el fin de perpetrar determinado stau quo favorable a ciertos grupos privilegiados –de hecho ese tipo de conspiraciones ocurren todo el tiempo hoy en día por parte, también, de gobiernos, multinacionales y medios de comunicación-. 

No obstante todo lo anterior, hay unas pocas del corte de las que cité más arriba en las que –apartándome del valioso principio de la navaja de Ockham- me inclino más por la explicación conspirativa plural que por la explicación más sencilla.  El asesinato de Kennedy es una de ellas. Diríase que la explicación más simple –y según el principio de la navaja, más probable- es aquella según la cual Lee Harvey Oswald actuó solo, movido por sentimientos antinorteamericanos.  Sin embargo, los enormes intereses que mediaban entre la permanencia o no de Kennedy en la Casa Blanca, no pueden hacernos más que dudar: mafiosos gringos y oligarcas cubanos habían perdido millones de dólares con el ascenso de Castro al poder en Cuba, dólares que querían recuperar por medio de una invasión a la isla (a la que Kennedy se oponía); por otro lado, las industrias militar, siderúrgica y aeronáutica tenían desmedidos intereses en participar en la guerra de Vietnam (también era cuestión de millones y millones de dólares), guerra a la que Kennedy también se oponía. Entonces: descontento de mafiosos, plutócratas, militares…temo que esta vez la navaja no pudo cortar las barbas de Platón.

En cuanto a los dos casos que nos conciernen, los atentados del 11-S y el crimen de Galán, creo que hay uno en cada orilla. Por el lado del 11 de septiembre, es sabido que la versión oficial divulgada por el gobierno de Estados Unidos presenta cientos de inconsistencias encontradas por los más diversos personajes: desde antinorteamericanos recalcitrantes como Red Voltaire Thierry (quien a propósito del tema escribió el libro “La Gran Impostura”), pasando por el cineasta Michael Moore con su documental “Fahrenheit 911”, hasta reputados profesores como David Ray Griffin, autor de “Desenmascarando el 11-S”.  Las denuncias, a su turno, van desde poderosas sociedades corporativas -que involucrarían a la familia Bush y a la familia Bin Laden- a las que, por tener significativos intereses en la industria de hidrocarburos, les convendría una excusa para iniciar una guerra en Oriente Medio, hasta ataques de naves extraterrestres contra el Pentágono.

Con todo, si bien se esgrimen hipótesis que hacen distinciones entre los términos técnicos acerca del fenómeno que vimos al derrumbarse las Torres Gemelas (se habla de colapso o implosión; uno de los dos efectos no sería compatible con las colisiones y posterior incendio, sino con una demolición controlada), o se manifiestan dudas -en esa misma línea- en torno a la posibilidad de que con los incendios se alcanzara una temperatura suficiente para derretir en tan poco tiempo las columnas de acero de la armazón de las edificaciones, o se abunda en cuestionamientos acerca de la idoneidad en la navegación aérea por parte de los terroristas, o se recurre a una larga lista de interrogantes adicionales que harían pensar que pudo tratarse de una conspiración auspiciada por el propio gobierno de Estados Unidos -como aseguran algunos-, la ausencia de filtraciones de chivatos que -por supuesto- resultarían de una operación tan vasta y compleja, le restan credibilidad a esa teoría y refuerzan la menos plural y más comúnmente aceptada, que devela una conspiración tramada por el grupo fundamentalista Al Qaeda (que, por lo demás, se atribuyó el hecho).

El caso del asesinato de Galán, a su turno, parece estar en el otro lado: una conspiración que, en su momento, involucró a la mafia, a la plutocracia colombiana y la alta dirigencia política del país (a cambio de pensar que la mafia hubiese actuado exclusivamente por cuenta propia).  Lo de la mafia no requiere de ninguna explicación adicional diferente a decir que Galán (el Nuevo Liberalismo) le había declarado la guerra desde los tiempos del asesinato de Lara Bonilla.  En cuanto a los otros dos factores, para nadie es un secreto que esa misma mafia se infiltró en la vida empresarial colombiana y permeó totalmente la política nacional: unos y otros, empresarios y políticos, dependían de sus nuevas relaciones con el dinero ilegal y no les convenía que las organizaciones criminales se vieran trenzadas en una guerra frontal contra el Establecimiento, cuyo más notable general estaba encarnado en el candidato sacrificado.  Otra vez el mortífero coctel: mafia, plutocracia, poder. Pero aquí, como en el caso Kennedy, y a diferencia del caso Torres Gemelas, existió un agravante: sí hubo delatores. Y muchos. 

Algunos, sin embargo, han cuestionado la credibilidad de los testigos: Santofimio Botero, el principal político acusado de instigar al capo del narcotráfico, Pablo Escobar, para que cometiera el crimen, calificó de mitómana a Virginia Vallejo, expresentadora de televisión y examante del mafioso, cuando ésta aseguró haber estado presente en la reunión que decidió el atentado, y que lo revelaba a él (Santofimio) como principal inductor del mismo (“mátalo Pablo”). Adicionalmente, John Jairo Velásquez (“Popeye”), jefe de sicarios de Escobar, también atestiguó, en ese mismo sentido, en contra del político opita y –también- su declaración fue puesta en duda por parte de la defensa de Santofimio con el argumento de sus antecedentes criminales.

No obstante, el hecho de poner en entredicho los anteriores testimonios, arguyendo la dudosa reputación de sus emisores, no ayuda mucho a Santofimio: él mismo ha visitado la cárcel en dos ocasiones anteriores a esta: en los 80, siendo Representante a la Cámara y en los 90, relacionado con el Proceso 8000.  No parece una persona muy creíble que digamos, si es que sólo vamos a conferir credibilidad a testimonios de acuerdo a las calidades de quien los emita. Y mucho menos si tenemos en cuenta esta tercera –y definitiva- encarcelada, fruto de un fallo de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, que ratifica la condena a 24 años a que fue sentenciado Santofimio por el magnicidio de marras, y que había sido revocada por el Tribunal Superior de Cundinamarca.

Entonces, definitivamente sí creo en esta conspiración.  Y no estoy solo.  A diferencia de teorías conspirativas en las que uno estaría acompañado únicamente por orates o por locos de atar, en esta me acompañan columnistas tan prestigiosos como Héctor Osuna, quien, bajo el seudónimo de Lorenzo Madrigal, escribió recientemente en El Espectador: “La piel aún se me pone arrozuda cuando recuerdo el extraño ímpetu con que corté una conversación de amigos para decir: el presidente del 90 no será Galán, ¿por qué?, ¿tú ya no crees en él?, me preguntaron, sí creo, respondí aturdido, pero lo van a matar”. Y termina con esta pielrojesca sentencia “Veinte puestas de sol más tarde sobrevino la fatídica noche de Soacha.”  Y también Antonio Caballero, quien escribió en Semana: Y dice la Corte (Suprema), revocando su fallo absolutorio (del Tribunal superior de Cundinamarca), que "para negar el indicio del móvil, el juzgador acudió a una no probada regla de experiencia, según la cual no es factible que se utilice el homicidio para dirimir las contiendas políticas. Tal aserto desconoce nuestra realidad nacional...", para después concluir: “En efecto: parece como si los magistrados del Tribunal Superior de Cundinamarca no tuvieran ni idea de dónde están parados.”

Totalmente de acuerdo: en un país donde padres explotan, venden, matan, violan, abandonan a sus propios hijos, sería estúpido suponer que peligrosos criminales que militan en la política no acudieran a la sangre para quitar contrincantes del camino. Y a pesar de que faltan muchos culpables por condenar en el caso Galán, este, el de la condena a Santofimio, es un paso gigante en contravía de la habitual impunidad que campea en el país. Por lo tanto, creo que es mejor que sigamos interesándonos en este tipo de conspiraciones reales, a cambio de las tonterías que nos ofrecen canales pseudo-culturales como Discovery Channel o History Channel.  A quién le importa ya si Jesucristo era gay o si Tutankhamon fue empujado de su carruaje y se fracturó el cráneo.  Con eso no arreglamos este estercolero en el que vivimos.

sábado, 3 de septiembre de 2011

EL SENDERO DE LA TRAICIÓN



“Mientras el espíritu se halle esclavizado, el cuerpo no podrá ser nunca libre. La libertad psicológica, un firme sentido de la autoestima, es el arma más poderosa contra la larga noche de la esclavitud física. Ninguna proclama de emancipación lincolniana o carta de derechos civiles johnsoniana puede aportar totalmente este tipo de libertad.”.. I Have a Dream, Martin Luther King Jr.

“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces; pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos.” Martin Luther King Jr.



Tres razones que comparten elementos comunes me impulsaron a escribir esta columna: la primera, el hecho de que en la anterior toqué el tema del racismo; la segunda, una noticia proveniente de Sudáfrica que se acompaña de una fotografía francamente ofensiva con el género humano; y la tercera, una ley que aprobó por unanimidad la Cámara de Representantes el martes pasado, y cuyo trámite en el Congreso ignorábamos la mayoría de los colombianos.

Como está bastante fresca la primera razón, pasaré directamente a la segunda. Sudáfrica, país salvajemente golpeado por el racismo a través del infame Apartheid, aún conserva grupos extremistas inspirados en la segregación racial.  Uno de sus exponentes más notorios era el fallecido, Eugene Terreblanche, líder del Movimiento de la Resistencia Afrikáner, AWB.  Pues bien, inspirado en dicho líder, un ciudadano decidió –según informó el martes el diario sudafricano Sunday Times- abrir un perfil de Facebook con el nombre de Eugene Terrorblanche, en el que exhibe una fotografía de un hombre blanco que, fusil en mano, posa su pie sobre el cuerpo abatido de un niño negro, al mejor estilo de las orgullosas fotografías de los safaris de los años cincuenta en Kenia, en los que cazadores orgullosos posaban ante las cámaras pisoteando a sus piezas de caza más preciadas (leones, jirafas, leopardos).



Una vez vi la foto, recordé instantáneamente aquella película de finales de los ochentas: “El Sendero de la Traición”, dirigida por Costa-Gavras. Aunque el argumento lo he olvidado casi por completo, recuerdo con toda claridad la monstruosa escena en la que uno de los protagonistas (perteneciente a una especie de facción del Ku Klux Klan), en compañía de otros secuaces –todos a caballo y provistos de rifles-, liberan de sus ataduras a un joven negro a quien habían secuestrado, con el fin de permitirle que intente una huída a pie por un terreno boscoso y, luego de unos segundos de ventaja, emprender una persecución con el objeto de cazarlo como a un coyote.

El hecho de que Eugene Terrorblanche, el abyecto perfil de Facebook, contara al momento de la publicación de la foto con 590 amigos en dicha red social, tiene que hacernos preguntar hasta cuándo vamos a seguir transitando el sendero de la traición del género humano. Porque ese tipo de manifestaciones vergonzosas para algunos, pero ni siquiera vergonzantes para otros, no son otra cosa que la traición del género humano hacia sí mismo. Por otro lado, el hecho de que muchos de sus 590 amigos hubiesen marcado la fotografía con un “I like it”, nos hace temer que a dicho sendero aún le queden muchos desafortunados transeúntes dispuestos a seguir recorriéndolo. (Ahora bien, estoy hablando desde la suposición de que, como afirmó en su defensa el autor de la fotografía, todo se trató de un montaje: le habrían pagado al niño para que posara.  Ese sólo hecho en sí es espantoso -por lo que quiere transmitir la fotografía como mensaje-.  No obstante, hay quienes sostienen que no hubo tal montaje: la cacería se habría producido y, por lo tanto, lo que descansaba bajo los pies del cazador, era el cadáver del niño.  En ese caso…como se dice popularmente: apaga y vámonos).

Esto nos lleva a la tercera razón: el Congreso colombiano aprobó, también el martes, la ley que castiga la discriminación que, aunque se suele asociar sólo con la raza, abarca gran variedad de asuntos: credo religioso, ideología política o filosófica, orientación sexual, etnia, nacionalidad.  Aplaudible. Y aunque en Colombia no hemos sufrido los excesos en materia racial que han azotado a países como Sudáfrica, y ni siquiera –por lo menos en la historia reciente- hemos sufrido los despropósitos que increíblemente perduraron hasta entrada la segunda mitad del siglo XX en E.E.U.U. (la tierra de la libertad), cuando, por ejemplo, en los buses se reservaban asientos para blancos y se designaban otros en la parte trasera para los negros, aunque no los hemos sufrido en esos extremos, digo, sí es evidente en todo el territorio nacional la existencia de discriminación de muchos tipos. Desde el gorila que oficia como bouncer en la discoteca de moda y que, siguiendo instrucciones de una administración elitista, se regodea en no dejar pasar a una joven negra con el argumento de que “esta noche tenemos fiesta privada”  (probablemente en desesperada venganza por otra discriminación que el mismo bouncer, a su vez, por esa misma u otra condición, ha sufrido), hasta los fenómenos de bullying en los colegios, dirigidos a estudiantes originarios de otras regiones del país o con tendencias homosexuales, por citar sólo dos ejemplos.

Gran paso del país hacia la verdadera civilización, hacia la meta que debemos tener como género humano: el triunfo de la razón sobre la insensible genética.  No obstante (porque casi todo tiene un pero) hay factores que nos pueden dañar la fiesta. La amplitud de la (interpretación de la) ley, la incertidumbre acerca de la verosimilitud de su aplicabilidad, en un país donde la impunidad campea, presentan serias dudas acerca de su utilidad práctica.  Para empezar, la propensión a la trampa y al leguleyismo del ciudadano colombiano puede acarrear un sinnúmero de extorsiones de todas clases (laborales, sociales, familiares).  Un empleado despedido por ineptitud, pero perteneciente a alguna minoría, podrá esgrimir la ley de marras en su defensa para ser reintegrado; un desadaptado que se vea permanentemente envuelto en riñas de tragos, pero incluido en uno de los grupos protegidos, podrá invocar en su favor la legislación que lo protege para evitar ser expulsado de un club nocturno; un estudiante mediocre que no es aceptado en una institución educativa, pero propietario de una característica comúnmente segregada, podrá cobijarse en la nueva norma para acceder al colegio o universidad que lo rechazó.

Pero ahí no acaban los problemas que tendrá que sortear la ley.  Para nadie es un secreto el paquidérmico funcionamiento de la justicia en Colombia.  Si bien es cierto que la Acción de Tutela se ha constituido en valioso instrumento para los menos favorecidos que antes veían impotentes cómo se conculcaban sus derechos, también es cierto que el abuso de este mecanismo (para resolver auténticas tonterías o como instrumento de presión y chantaje por parte de avivatos) ha creado congestión en el sistema.  La avalancha de acciones que pueden originarse cuando el Presidente sancione la nueva ley -y ésta entre en vigencia- contribuirá a lentificar aún más al ya de por sí flemático aparato de justicia colombiano. En el probable maremágnum de demandas que sobrevendrán, coexistirán nimiedades con casos verdaderamente importantes que antes de la nueva ley podrían haber hecho tránsito con menor dificultad.

Y hay más.  No sabemos cómo será la reglamentación de la ley, y como ésta definirá la tenue línea entre bromas y comentarios no malintencionados, y genuinos ataques o insultos. Entonces, so pena de convertirnos en delincuentes o criminales, ¿habrá que abolir de nuestras conversaciones sociales los chistes sobre pastusos? (chistes que los mismos pastusos disfrutan);  ¿quedarán proscritos algunos apodos con los que se identifican más que con sus propios nombres algunas personas? (llamar al “Negro” Perea de ese modo, por ejemplo); ¿deberemos autocensurarnos al emitir opiniones a propósito de determinadas costumbres? (digamos, el comentario que hice más arriba acerca de la propensión de los colombianos a la trampa).

Como vemos, no son pocos los escollos que tendrá que eludir la nueva ley para que no se convierta en otro farragoso ornamento legislativo.  Depende de legisladores que hagan bien su trabajo y de ciudadanos que dejen de lado esa proclividad al fraude -que consume nuestro proyecto de sociedad- el que la nueva ley (o su intención) sea la señal para, llegados a la encrucijada, prescindamos del sendero de la traición, la ignorancia, los prejuicios, y tomemos el más laborioso -pero también más virtuoso- camino que nos lleve a convertirnos en verdaderos homo sapiens (hombre sabio). En verdaderos seres humanos.