jueves, 27 de diciembre de 2012

EL PARTO DE LOS MONTES


Como en la fábula famosa, después de diez estruendosos años los colombianos asistimos al parto resultante del contubernio entre las montañas de popularidad de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Pero en lugar de los prodigiosos fenómenos de paz, desarrollo y prosperidad que se presagiaban, el ruidoso trabajo de parto está por entregarnos, una vez más, un mísero ratoncito subdesarrollado.
Ningún presidente del último medio siglo ha gozado de la popularidad lograda por estos dos. Y, sin embargo, tan inusual patrimonio político sólo ha servido para que ingresemos al detestable club de países cuyos ciudadanos viven orgullosos de la figura presidencial, así esté encarnada por un cretino profesional. Si no estamos peor, por lo menos estamos igual que hace treinta años -inequidad social, violencia y corrupción a la orden del día-, con la diferencia de que entonces el presidente era tratado por la opinión pública como lo que era: como un imbécil. Un imbécil que anunciaba la disminución de la corrupción a sus justas proporciones. (No sé por qué dicen los científicos que la humanidad es cada vez más inteligente; tal vez nunca se han hecho pruebas en Colombia)
Hoy, en cambio, y para sólo referirnos a uno de sus pecados veniales, un tiranuelo arrogante, empeñado en sostener durante ocho años a un inepto como titular del Ministerio de Transporte -clave para enfrentar los retos del mundo globalizado-, deja anclado al país en el siglo XX y, sin embargo, termina siendo considerado héroe nacional, prócer de la patria (“Orgulloso de my president”, se podía leer permanentemente en las redes sociales durante sus dos oscuros cuatrenios). No habría espacio suficiente aquí para mencionar los múltiples escándalos de corrupción que salpicaron a sus dos administraciones.
Un charlatán encopetado, por su parte, se dedica desde el primer día de su mandato a tomar decisiones a bandazos, apoyándose en los oportunos consejos de las encuestas. No obstante, a la opinión pública le toma dos años largos castigar a quien sólo está interesado en llevar a cabo el vanidoso plan de su gloria personal (para el cual ni siquiera tiene una estrategia razonable). Pero lo más elocuente es el hecho de que el desplome en la imagen presidencial no se produce, como debería ser, por la inoperancia gubernamental, sino por la tontería nacionalista de la pérdida de un pedazo de mar territorial, asunto sobre el que, por lo demás, el grueso de la población no tenemos la menor idea.
Supongo que ahora vendrán las habituales cortinas de humo (ya empezaron las de corte guerrerista: tituló recientemente El Espectador: “Denuncian hostigamientos de Armada colombiana en meridiano 82″ y “Santos insistió en que no aplicará fallo de La Haya…”). Y gracias a ellas, de acuerdo al comportamiento histórico de nuestra lamentable opinión pública, las encuestas volverán a subir. La baja de algún sustituible comandante guerrillero (todos lo son), una vez se rompan los frágiles diálogos de La Habana -o antes, si es necesario-, harán el resto. Lo malo es que “el resto” implica incluso la posible reelección de Santos, quien aprovecharía esa segunda oportunidad para hacer algo (cualquier cosa: “el presidente que mató a más cabecillas de las FARC”) que le garantice aparecer con página ampliada en los libros de historia. Mientras el país se cae a pedazos.
Porque no es acallando, espiando, satanizando a la oposición, como ocurrió durante el gobierno de Uribe Vélez, que se consigue una democracia moderna capaz de asegurar el bienestar social. No es haciendo anuncios faraónicos que no terminan en nada, como ha sucedido durante toda la administración Santos Calderón, que se logran las condiciones de equidad social que necesita el país para librarse del lastre que le impide despegar económicamente -y que es la semilla de tantos problemas de orden público-. Tampoco es mediante las alharacas demagógicas de creación de empleo de los últimos diez años -que no son otra cosa que legislaciones al servicio del gran capital y en contra de la clase media- como se afianza el tejido social que puede sacarnos de la barbarie ancestral que padecemos.
Y mucho menos la solución es -como también viene sucediendo desde que Uribe y Santos, a pesar de sus conocidas diferencias personales, gobiernan el país- aumentando ad infinitumel presupuesto militar. Tal vez la solución sea, como decía Barco Vargas, a través de la sana fórmula de poca paja y mucha acción. Fórmula que al año de su gobierno -según artículo de la época escrito por Daniel Samper Pizano- Barco apenas cumplía a la mitad: poca paja. Lo cual fue suficiente para que la opinión pública se lo cobrara.
En contraste, el funesto binomio Uribe-Santos ha logrado la aceptación de las mayorías sin hacer nada diferente (con excepción del hábil manejo de su propia imagen) al resto de sus antecesores en el último medio siglo. Obviamente, las crecientes pauperización intelectual y superficialidad de la población -indiferente a su propio futuro, y mayoritariamente interesada en ver realities televisivos y en adquirir estatus mediante la compra de accesorios superfluos- son constantes que han permitido la formación de esta infame ecuación, en la que a mayores anuncios y expectativas, peores resultados.
Consecuentemente, las por fin un poco melladas montañas siguen con su -cada vez mayor- estrépito populista; pariendo año tras año el fruto de su tormentosa relación, que, para infortunio de todos -menos de ellos y de sus secuaces, los grandes capitalistas- invariablemente resulta en un diminuto mamífero de cola y bigotes.
Un insignificante ratón subdesarrollado de alcantarilla.
@samrosacruz

miércoles, 5 de diciembre de 2012

ORDÓÑESE DE LA RISA


“Senadores y senadoras: muchas gracias por su independencia”. La anterior frase, con la que el procurador Ordóñez celebró su reelección, da risa. Y no pasaría de ser uno más de la maratón de chistes (tal cual aquella que protagonizó otro Ordóñez, el comediante, 20 años atrás) a la que el funcionario nos tiene acostumbrados, si no fuera porque éste chiste inaugura cuatro años más de chistes cínicos (como que él es el tipo más democrático de Colombia). Y de todo tipo, entre los que sobresalen los chistes tenebrosos, que no son otros que aquellas declaraciones y medidas descaradas del procurador en contra de las minorías a las que, de acuerdo a sus funciones, debería defender. Y ahí sí ya no da tanta risa. Más bien da miedo.
Tratando de darle sentido a la frase –suponiendo que hablaba en serio- creo que la única explicación es que ésta quedó coja: “Senadores y senadoras: muchas gracias por su independencia (de los votantes)”. De esta forma podría tener más sentido, pensé. El procurador estaría agradecido de que los senadores hubiesen hecho caso omiso del clamor popular en contra de su reelección y, en cambio, hubiesen resuelto a votar en masa por él. Como efectivamente sucedió.
Pero un análisis más profundo me dice que no; que no hay tal clamor popular: los sesgos que habitualmente gobiernan nuestras mentes nos hacen creer que un puñado de progresistas y gente medianamente culta, que se manifiestan en las redes sociales, son los votantes. No: si nos vamos al grueso de los votantes, a la masa, encontraremos que la mayoría ignorante e intolerante sí está de acuerdo con el procurador: que la mayoría desprecia a los negros, subestima a las mujeres y odia a los homosexuales.
Lo anterior, sin embargo, no implica que los honorables senadores hayan sido consecuentes con sus votantes: se trata de un simple caso de coincidencia entre la conveniencia de garantizar la impunidad de sus fechorías y los delirios medievales de buena parte de la población colombiana y del procurador (y de su voraz apetito clientelista, demostrado por columnistas de la talla de Daniel Coronell). No les doy a los senadores ni siquiera el beneficio de la duda: no se lo merecen.
Tampoco el hecho de que buena parte de la población comparta esas ideas con el procurador supone que, en ese caso, no hay nada que debatir, puesto que la mayoría estaría de acuerdo en que esas minorías deben permanecer oprimidas. Son las trampas de la democracia en las que no hay que caer: convengamos en que hablamos de democracias modernas, en las que se invocan los Derechos Humanos y otros avances de espíritu liberal para la confección de las leyes. Por lo tanto, en cualquier nación moderna, no parecería exagerado calificar moralmente de criminales –así sólo sea de palabra y omisión- a todos aquellos que pretenden la perpetuación de las condiciones de inferioridad en las que actualmente viven muchos grupos humanos.
Y esos criminales no sólo comprenden a los villanos habituales (políticos, plutócratas, oligarcas), sino también a –digamos- mujeres pobres de mediana edad que esgrimen atávicas ideas religiosas con las cuales se autoexcluyen. En cierto sentido son víctimas, sí, pero eso no las excusa de su conducta criminal (literalmente, a la luz de nuestras leyes colombianas actuales, lo es: ahora no estoy siendo moralista). Somos homo sapiens, no el perro de Pavlov.
A los integrantes de esa gran masa medieval y corrupta, compuesta por la fauna que describí antes, los impulsan diferentes motivaciones para actuar así. Pero lo único cierto es que su punto de encuentro se da en las increíbles intolerancia hacia grupos humanos inofensivos y tolerancia hacia un modelo de Estado mafioso que perjudica a casi todos. Un modelo en el que las tres ramas del poder, en una maléfica relación de interdependencia, se guardan las espaldas unos a otros, despojando de sentido a los sistemas regulatorios de contrapesos.
Fue así como los tres poderes se amangualaron para apoyar la causa criminal de la reelección del procurador. Las Cortes -por su lado- interesadas en su cuota clientelista. El presidente (confieso que debía declararme impedido de opinar acerca de semejante payaso: ya la cosa pasó de “only business” a personal), interesado en quedar –como siempre- bien con todo el mundo, pero sobre todo con el Congreso. Y éste último interesado en garantizar, como dije antes, la impunidad de sus fechorías; ¿y qué mejor manera de hacerlo que comprometiendo a su propio investigador, quién, a su turno, está ávido de poder para -aparte de imponer su reino de oscuridad- aprovechar las suculentas cuotas burocráticas? (También lo denunció Daniel Samper Pizano en su artículo El procurador: de fanático a corrupto).
El acuerdo tácito no podría ser más recíproco y conveniente: yo elijo, tú investigas; yo (no) investigo, tú (me) eliges. En un país mafioso eso conforma una dependencia mutua; es decir, una interdependencia (una interdependencia mafiosa). La chistosa frase del procurador sí había quedado coja, como bien creí al principio, pero la correcta no era aquella versión que aludía a la independencia de los votantes.
Tal vez: “Senadores y senadoras, muchas gracias por su in(ter)dependencia”.

@samrosacruz


http://www.semana.com/opinion/cualquier-precio/182889-3.aspx
http://www.semana.com/opinion/tentaculos/183820-3.aspx
http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/danielsamperpizano/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12225344.html


NEW YORK, NEW YORK


No importa cuántas veces se visite: llegar a Nueva York, y salir por la noche a dar un paseo por la isla de Manhattan, es lo más parecido a visitar otro planeta. Pero no hablo de los 463 grados centígrados de Venus, ni de las colosales tormentas gaseosas de Jupiter, sino del otro planeta de nuestras fantasías; del miles de veces soñado planeta que habita una civilización tecnológicamente más avanzada, donde nos deslumbran los milagros de la ciencia al servicio de los seres vivos y donde el goce estético de los sentidos es el común denominador: presenciar el alucinante espectáculo -diurno y nocturno- de la luminosa y multitudinaria Times Square; saborear los insólitos paisajes del Central Park, con sus contrastes entre rascacielos y naturaleza; contemplar desde el río Hudson la silueta extraterrestre del down town, con sus despampanantes edificios de cristal…
Sin embargo, y paradójicamente, no creo que exista otro lugar en el mundo que represente a este planeta y nos represente, como género, de una mejor manera: allí se encuentran -también- sintetizadas todas las culturas del mundo; bien porque su maravilloso museo Metropolitano alberga cinco mil años de historia mundial, o bien porque la experiencia, común y corriente en Nueva York, de incursionar en -por ejemplo- la gastronomía paquistaní suele estar precedida -y sucedida- de abundantes tropezones con italianos, chinos, árabes, hebreos, algunos de ellos hablando en sus lenguas vernáculas y vistiendo atuendos tradicionales. Es el planeta Tierra en miniatura, capaz de producir, por igual, nobles actos de solidaridad y humanismo o abyectos y extraños actos de barbarie. Los atentados de septiembre de 2001 y sus posteriores consecuencias en todos los órdenes son un buen ejemplo de lo que digo.
El lugar común dice que quien la conoce sólo tiene dos caminos: amarla u odiarla. Ignoro si sea cierto, pero, en cualquier caso, yo soy de los que la aman con toda el alma: en medio de la pelotera perpetua de gente caminando afanada por las calles atestadas, del insistente sirirí de las sirenas de ambulancias y carros de bomberos con sus cornetas de fin del mundo, y del servicio a las patadas que ofrecen casi en todas partes, de pronto se atestigua la escena de una dulce viejecita que, sin que nadie se lo pida, le aclara a un tonto profesional, que sostiene un enorme plano desplegado con las dos manos (yo), que la línea R del metro, por la que ha esperado durante 45 minutos, no está funcionando desde hace 15 días “because of the storm”.
Y cuando la adorable ancianita se ha dormido, uno sale en la alta madrugada -independientemente del día de la semana que sea: allá el domingo en la noche es igual al martes en la mañana- a pagar oro en polvo (no importa) por un buen coctel, servido por (tampoco importa) un engreído bar-man que se cree que está en Nueva York y se esfuerza por no entender lo que uno quiere decir. Pero el coctel se consigue. Y uno siente en ese momento que I want to be a part of it; que está siendo parte de algo: de una película de Woody Allen, de una novela de Paul Auster, de una canción de Frank Sinatra. Más o menos como la emoción que sintió Borges cuando, al pasar un puñado de arena de un lugar a otro del gran desierto, con la reverencia y solemnidad que una insignificancia de esa naturaleza se merece, susurró para sí mismo : “estoy modificando el Sahara”.
Truman Capote dijo alguna vez que Nueva York era la única ciudad del mundo, a diferencia de la aburrida Londres y de la provinciana Roma, donde se podían vivir diez vidas diferentes simultáneas con diez grupos diferentes de amigos sin que jamás coincidieran. John Lennon escogió vivir -y quizás morir- en esa ciudad que ni lo vio nacer ni lo catapultó a la fama, pero que de alguna manera mitigaba la desazón de la simpleza que otras latitudes pueden ofrecer al hombre extraordinario. Allí, para bien y para mal, está la ONU, esperanzadora e inoperante; y Wall Street; y el imponente Empire State Building, con el fantasma de King Kong merodeando; y el Edificio de la Chrysler, con su hermosa figura art decó; y los grandes pintores y escritores; y el centenario subway, atravesando como una exhalación cien años de séptimo arte; y el encantador barrio Soho, elegante y bohemio a la vez; y los shows de breakdance en plena calle; y la exclusiva Quinta Avenida, abarrotada de boutiques prohibitivas; y el misterioso Chinatown, con sus descrestantes pescaderías y sus estafadores de esquina; y los artistas silvestres que tocan instrumentos ignotos en las bancas del parque; y las parejas gays tomadas de la mano; y los atuendos extravagantes; y los profetas callejeros del juicio final recordando que hay que arrepentirse de los pecados porque “Jesus is coming soon”; y las paradójicas indolencia y filantropía del poderoso magnate John D. Rockefeller, más presentes que nunca en toda la ciudad; y The New York Times; y las pandillas; y los buenos muchachos; y los malos; y Martin Scorsese; y Taxi driver; y Little Italy, con los balazos y los jirones de seda todavía frescos en las paredes; y Tony Benett; y Harlem; y Michael Jordan; y los Yankees; y Broadway, y Al Pacino, y Robert De Niro, y la Familia Corleone; y el hombre Araña, y Batman. And “all that jazz”.
Allí está todo para que cualquiera se sienta, al menos por un instante, king of the hill, top of the list, a number one.
New York, New York.
@samrosacruz

sábado, 24 de noviembre de 2012

LA CABAÑA DEL TÍO MITT


Llenas, como están, de contradicciones en los discursos de uno y otro partido, las elecciones de Estados Unidos, como se ha repetido insistentemente estos días, son un hecho que traspasa fronteras y concierne a buena parte de la humanidad. Precisamente por esas contradicciones, es difícil simplificar las posiciones: algunas corrientes republicanas, por ejemplo, cuando hablan de mercado y políticas sociales, esgrimen argumentos libertarios que limitan la intervención del Estado a su función gendarme, pero al mismo tiempo, y sin que se les tuerzan los tobillos, cuando se trata de aborto y consumo de drogas sí les parece que la intromisión del Estado es buena idea. Exactamente lo contrario hacen algunos demócratas.
Por eso, entre otras cosas, es que se tornan caóticas las discusiones que enfrentan a republicanos y demócratas tanto en Estados Unidos como en otras partes del mundo, donde también se sienten -nos sentimos- con derecho a opinar sobre el futuro del país más influyente. Algunas de ellas se dan con protagonistas obvios: blancos ricos que apoyan al partido republicano; negros pobres que apoyan al demócrata. Pero otras variaciones -de entre muchísimas, hoy multiplicadas por las redes sociales- enfrentan a protagonistas no tan obvios; y pueden resultar extrañas, bien porque sus interlocutores son miembros de una misma minoría, pero con ópticas opuestas de la vida, o bien porque -además- esas personas ni siquiera viven la misma experiencia: uno de ellos puede que exprese su opinión desde su domicilio en Colombia, mientras el otro dé su visión de la situación desde Estados Unidos, donde reside.
En medio de todo este caos de opinión, sin embargo, no es difícil detectar un lugar común: hay gente que simplemente no se explica cómo algunas minorías pueden todavía apoyar al excluyente Partido Republicano. Confieso que hago parte de ese grupo; y por la complejidad inabarcable de la situación me atribuyo la alegre licencia de clasificar a las minorías indignadas con la vocación de asistencia social del gobierno de Barack Obama en dos tipos: el de los desesperados y el de los ilusos.
El grupo de los desesperados es, a mi juicio, hasta cierto punto entendible; se trata de integrantes de minorías de clase media, trabajadores de sol a sol, que deben lidiar a diario con la carestía de los productos y los agobiantes impuestos. Es gente honesta en términos generales, que ve desde una posición sánduche cómo el fruto de su trabajo se escurre hacia la garganta insaciable de los ladrones de cuello blanco y -vía asistencia social- hacia la cómoda barriga de los sectores perezosos, vagos e irreponsables que se encargan de suscribir la mala fama del resto de las clases bajas. En medio de tamaña diferencia entre sus adversarios, los desesperados optan por apoyar al Goliat de clase alta (¿quién podría contra, digamos, la plana mayor de Lehman Brothers?) y enfilársela al David de los hábiles haraganes. Así se resuelve la triste encrucijada de los desesperados.
Los ilusos, en cambio, da la impresión de que quisieran exorcisarse a sí mismos a través del apoyo a los sectores más recalcitrantes del partido republicano. Es como si su particular posición política los pusiera por encima de sus congéneres por el simple hecho de expresarla; y, a juzgar por el tono a que han llegado ciertas riñas verbales, pareciese que a mayor vehemencia con que expresasen dicha posición de apoyo, más por encima creyesen estar, sin importar que su propia situación de exclusión en la sociedad no se mueva un ápice (al menos en el sentido beneficioso). Fenómeno que, inevitablemente, recuerda al Tío Tom, aquel esclavo negro que, salvo por su temperamento totalmente pacífico para con todos -incluso sus congéneres-, comparte con los ilusos su curiosa posición: agradecimiento para con sus esclavizadores, lealtad a sus propietarios, sumisión incondicional.
En esta frustrada cabaña del tío Romney, entonces, no sólo pensaban seguir medrando los miembros de las minorías que por azares de la vida han logrado torcerle el cuello a la bestia de la exclusión, sino que pensaban vivir su dorado sueño americano todos aquellos suplicantes perpetuos de indulgencias al prototipo WASP: minorías vergonzantes que despotrican de las políticas sociales e incluyentes propuestas por corrientes demócratas y la toman contra sus iguales en los más variados aspectos: mujeres que se afanan por demostrar que sí, que yo soy mujer, pero no soy tan puta como esa; gays que aclaran que cómo no, claro que lo soy, pero no tan loca como aquel; latinos que confiesan que, ni más faltaba, nací en sudamérica, pero no soy tan corroncho como el de más allá. Es decir: soy diferente, pero un poco más parecido a ti, oh gran Dios blanco anglosajón: acéptame por favor.
Y en esa eterna carrera de lambonería y babas, los ilusos -y también, en su penosa situación, los desesperados- se olvidan de que no todos los beneficiarios de la asistencia social son vagos y vividores, sino que hay gente muy desfavorecida social, intelectual y económicamente; gente alejada del tipo macho-alfa; gente que, por sus escasas oportunidades, está en abierta desventaja frente otros; gente que necesita un poco más del concurso del resto de la sociedad para salir adelante, tal como, dicho sea de paso, también lo necesitó hasta el más poderoso de esos machos-alfa. O piénsese cuál habría sido la suerte del pelmazo de George W. Bush si hubiera nacido en la edad de piedra. Esa es la reflexión de igualdad y justicia a la que, desde hace décadas, nos llevó el filósofo político estadounidense John Rawls: “¿cuáles serían los principios con los que estaríamos de acuerdo en una situación inicial de igualdad?” * ¿Sería Romney igual de enemigo de la asistencia social si hubiese sido negro, hijo de madre soltera, y nacido en un barrio deprimido de Detroit?
Ilusos y desesperados argumentarán que de malas, que la vida es así. Y aunque no tenga mucho sentido (la vida sigue siendo así también para muchos de ellos, a pesar de sus furibundas posiciones políticas), ese argumento tiene el mismo derecho de ser planteado. No obstante, parece más inteligente -y ético y sensato- mirar las cosas en su conjunto. De acuerdo: mucho dinero público se va para la asistencia social. Pero se trata de la economía más poderosa del planeta, así que debería alcanzar para eso y más. Lo que ocurre es que otra gran parte -quizás mayor- del dinero público -e incluso del privado- se va en socializar las pérdidas de poderosos banqueros que antes ya se habían apropiado de las utilidades. O en el descomunal gasto militar, encaminado a cubrir guerras que sólo benefician a una minúscula minoría; la única minoría victoriosa de las ideas republicanas extremistas: el 1% de los más ricos que posee el 35% de la riqueza total del país. En contraste, no parece muy sensato (aunque sí más fácil) preferir que un dinero que de todos modos se “perderá” vaya a los bolsillos de unos que lo tienen todo y no a las mesas de otros que no tienen nada.
En cualquier caso es esta una controversia de grandes complejidades, que abarca premisas libertarias y conceptos de igualdad y justicia que ponen a dudar hasta a los más agudos pensadores políticos. Lo menos -y quizás lo más- que podemos hacer el resto es orientarnos con las bases que nos ofrecen medios serios de información: al fin y al cabo, como dije al principio, lo que pase en Estados Unidos es un asunto que termina por concernirnos a todos porque, en últimas, es el futuro del mundo el que está en juego. Y buscando entre titulares de varios medios internacionales al día siguiente de las elecciones gringas, me encontré con uno en la página web de la emisora más escuchada por la clase dirigente colombiana (La W) que, sin duda, ayuda mucho como punto de partida. Según pudieron establecer perspicaces observadores de La W “Michelle Obama repitió vestido en la noche de la reelección”.
The rest is silence.
@samrosacruz
* Justicia, Michael Sandel

LÍBRANOS DEL BIEN


Acabo de terminar Líbranos del bien, la reveladora novela del escritor vallenato Alonso Sánchez Baute. Y digo reveladora porque pocas veces en este país es posible encontrar un trabajo tan serio y bien documentado: nuestra historia -nuestra trágica historia-, cuando no es contada casi que a manera de chisme en noticieros y periódicos -que pronto serán esos, los de ayer, los que nadie quiere ya leer-, suele ser contada por novelitas de tres pesos que venden el viejo truco de la apología de los rufianes y se olvidan del otro lado de la historia: el que cuenta por qué esas personas terminaron cometiendo todos esos actos infames.

En Líbranos del bien, en cambio, se nos presenta la complejidad de la naturaleza humana, en muchas de cuyas manifestaciones se encuentra la explicación de lo que le pasó a Valledupar -uno de los pocos remansos de paz que le quedaban a Colombia-, y particularmente a dos de sus hijos. Injusticia social, odio, venganza, miedo, abandono, ambición, egoísmo, pereza, aburrimiento, discriminación y vanidad son algunos de los elementos abordados en la obra; los que, revueltos en el recipiente del entorno adecuado, derivan en el coctel molotov que todos conocemos. Y, transversal a toda la historia, Sánchez Baute nos ofrece una y otra vez variaciones de una misma conclusión. De entre todas esas escogí la que sale de la boca del personaje Josefina Palmera de Pupo: “en nombre del bien siempre se termina haciendo el mal“.

Confieso que una vez terminada la lectura, y a la luz de la sentencia de Josefina Palmera (de donde se inspira el título del libro), ahora no puedo evitar mirar hasta las mínimas cotidianidades a través de ese cristal. En una escala astronómicamente menos sanguinaria, pero no por ello exenta de violencia social, pienso -por ejemplo- en un incidente en el que me vi involucrado el fin de semana pasado a la salida de un club nocturno (cuyo nombre no-voy-a-men-cio-nar).
Aunque ustedes no lo crean, fui robado por el mismo personal de seguridad del establecimiento. Aprovechando la alta madrugada, el nivel de alcohol presunto de quienes abandonan las instalaciones que ese mismo personal debe proteger, y la invulnerabilidad transitoria que les confiere el uniforme (a la mañana siguiente, en sus barrios, son unos mequetrefes del común), estos sujetos arrebatan los celulares de los clientes que “dan papaya” y, luego, valiéndose de un juego de manos digno del mejor prestidigitador, lo pasan a otro bouncer (¿boxer?). El atracado se queda, por supuesto, hablando solo, en abierta desventaja numérica, y expuesto a los empellones o golpes del personal “de seguridad”, si es que incurre en la temeridad de reclamar. (A propósito de “dar papaya”: Sánchez Baute aborda también este fenómeno ["el mundo es de los avispados"] en su libro: la cultura del vivo, del avispado, está tan extendida en este país olvidado de dios, que nos sentimos totalmente derrotados, impotentes, frente a situaciones como la descrita arriba: la culpa ya no es del ladrón, sino del robado: por “dar papaya”; de hecho, un par de amigos, cuando les conté el suceso, soltaron la frase lapidaria: “diste papaya“).

A los propietarios de este tipo de lugares -buenas personas ellos- sólo les interesa ganar plata con su club nocturno, y los tiene sin cuidado desentenderse de los incordios que acarrea un negocio de esta naturaleza. La solución más fácil es contratar a una caterva de orangutanes que, investidos de la pequeña autoridad del control de la entrada, se creen la materialización del boina verde John Rambo. En teoría lo que estos empresarios buscan es protegernos con un equipo de seguridad; en la práctica es dejar que ese equipo haga el trabajo sucio, a cambio de conferirles la autoridad de abusar de los mismos clientes de los que, irónicamente, se enriquecen (en el historial de abusos de los bouncers de clubes nocturnos probablemente esté incluido cualquiera que haya asistido a un sitio de estos). La complicidad de los medios de comunicación y de una sociedad apabullantemente esnobista, que convierten a ese tipo de sitios en objetivos “aspiracionales” contra los que pocos cometen el suicidio social de resistirse, hacen el resto.
Así como el razonamiento de los aristócratas vallenatos de Líbranos del bien, quienes, no importándoles las condiciones miserables en que vivían muchos de sus coterráneos, y sintiéndose olvidados por el Estado -protector exclusivo de las élites encerradas en la torre de marfil de Bogotá-, contrataban al paramilitar Jorge Cuarenta para que los defendiera del guerrillero Simón Trinidad -quien, a su vez, pretendía defender, a su manera, a esos mismos coterráneos abandonados por el Estado y los aristócratas, así mismo es el razonamiento de otros grandes “prohombres” colombianos. O -más bien- es peor, porque a estos otros, los privilegiados del Establecimiento, no los abandona nadie; ellos, los grandes banqueros o dueños de empresas de telefonía celular -digamos-, pregonan que siempre están pensando en nuestro bienestar; y es por eso que interponen, entre sus corporaciones y nosotros, unos amables y considerados call-centers, cuya función hipotética es facilitarnos la vida, pero cuyo objetivo real es entorpecer cualquier intento de reclamación de nuestra parte y perpetuar los contratos leoninos que nos atan a sus organizaciones.

(La última vez que quise deshacerme de la hemorragia mensual de la cuota de sostenimiento de una tarjeta de crédito que no usaba, no me permitieron hacerlo directamente en la oficina respectiva, y, en cambio, me remitieron a “nuestra línea de servicio al cliente”, donde, por “mi seguridad”, y para poder cancelar la tarjeta, debía “validar una información”; lo cual consistía en contestar sin errores -entre otras preguntas absurdas- cuál había sido la última transacción de una cuenta -sin relación alguna con la tarjeta- que no usaba desde hacía más de diez años).
Por lo tanto, concluyo con Sánchez Baute que, por favor, dios, si existes -y finalmente te acuerdas de nosotros- ojalá no te dediques a librarnos del mal: al fin y al cabo somos colombianos y de eso sabemos alguito. Más nos vale que nos libres de las aguas mansas de los empresarios abusivos, que cada vez nos ofrecen -y nos cobran- más y más servicios supuestamente por nuestra conveniencia, pero que sólo protegen sus propios intereses. Y por supuesto que nos libres de esos sacrosantos mesías que cualquier día resuelven conformar, “para nuestra protección y salvación”, un ejército de criminales cuya única misión es no dejar títere con cabeza ni piedra sobre piedra. Sí, por favor, mejor líbranos del bien.

FELIZ NO-CUMPLEAÑOS, MESSI


En Alicia en el país de las maravillas, como todos sabemos, se lleva a cabo una celebración peculiar: el Sombrerero Loco y sus secuaces celebran 364 de los 365 días del año; celebran el “no-cumpleaños”. Es la lógica de la historia: casi todo ocurre al contrario de lo que esperamos los lectores, que no estamos, como ellos, en el país de las maravillas (aunque en Colombia…).

Y a pesar de que la mayoría de celebraciones a las que nos somete esta sociedad consumista (dónde todos los días del año estamos celebrando algo diferente: el día del ingeniero, el del amigo, el de la mujer) son estúpidas, el hecho de celebrar prácticamente todos los días un mismo evento, como el Sombrerero y sus amigos, hace que la efeméride de turno pierda todavía más su gracia. Y eso es exactamente lo que siento cada vez que prendo el televisor y lo primero que aparece en la pantalla es la cara del futbolista argentino Lionel Messi.

Se volvió parte del paisaje. Y es sabido que cuando vemos todos los días lo mismo, por muy hermoso o imponente que sea, termina resultándonos indiferente. Como a los parisinos la torre Eiffel. Esa misma sociedad de consumo, que nos obliga dar en el día de la secretaria un abrazo y un regalo, a cual más de hipócrita de los dos, es la misma que nos convence de que debemos sentir placer de ver todos los días el mismo partido; y de que debemos entrar en un éxtasis cotidiano cuando nuestro equipo obtiene una victoria. Igual que si, vistiendo un camiseta que dijera “breakfast”, celebráramos a rabiar cada desayuno (aunque en Colombia…).
Cuando yo tenía 14 ó 15 años, a no ser por los mundiales de fútbol, ver un partido televisado era todo un acontecimiento. Las cosas no funcionaban con la milimétrica programación de ahora: las transmisiones siempre eran inciertas, y cuando se rumoreaba que televisarían algún juego (cualquiera, no importaba) siempre había revuelo en el grupo de amigos tratando de decidir en dónde se vería: si en la casa de fulano, donde estaba el televisor más grande (19 pulgadas), o en la de mengano, donde entraba mejor la señal (por lo regular lluviosa, con fantasma, granulada y con muchas interrupciones).
La hora era otra incógnita: no había internet, y era difícil saber si la hora anunciada en el rumor correspondía a la local o a la del sitio donde se jugaría el partido;  tampoco era fácil establecer a ciencia cierta las diferencias horarias. Con todo, no era nada raro que finalmente, solventadas la mayoría de las dudas, llegada la hora del juego empezara un programa de concurso en un canal y una novela en el otro, agotando así las únicas dos posibilidades de la época.
Para ver un amistoso Argentina-Brasil fácilmente podían pasar años. Hoy, en cambio, todos los días hay un partido trascendental que es televisado en hight definition. Y, todos los días, un grupo siempre creciente de sagaces fanáticos logra la proeza diaria de pasar a la posteridad por ver uno de los 365 “el juego del año” anuales; una de las 365 finales reales o “finales anticipadas” de 2012. O que consigue sentirse parte de una de las muchas familias de hinchas a los que una persona promedio pertenece en los tiempos que corren. O tenerse como un ser superior por 24 horas y agregarle otra celebración a ese día, la que compartirá alegrías con el día del concuñado, o con el del neumólogo infantil.

Hace poco, con motivo de la circense -y frustrada- devolución de las estrellas de Millonarios, leí que desde el año 1988 ese equipo no gana un campeonato. Cuando comenté que eso era imposible, pues el año pasado había visto a una horda de borrachos ataviados de camisetas y banderas azules en el parque de la 93 de Bogotá, me aclararon que se trataba de otro campeonato diferente (¿liga? ¿copa?) que corre paralelo a los dos que se celebran anualmente, y que se suma a una tal Recopa nacional (que hace poco disputaron Junior y Nacional) y a los otros torneos internacionales que con el tiempo se adicionaron a la Copa Libertadores: la copa Merconorte, la Mercosur, la Recopa, la Supercopa, el Mundial de Clubes.
A lo anterior hay que agregar los torneos de selecciones nacionales, y los múltiples torneos que también juegan los equipos de las ligas española, inglesa, italiana y argentina, los cuales cuentan con hinchas colombianos que conocen al dedillo su situación en cada uno de esos torneos. Si mis cuentas no me fallan, el excepcional juego entre el Barcelona y El Real Madrid se disputa unas 180 veces al año. Y si no son las fotografías de los pelmazos de Messi o Cristiano Ronaldo las que ganan diariamente la primera página del periódico, son las de otro idiota con las manos en las orejas, a quien abraza emocionado, como si éste hubiese encontrado la cura del cáncer, un segundo idiota.
Ahí, en los periódicos y noticieros de TV, son glorificados un puñado de ignorantes que balbucean las mismas declaraciones estúpidas, atiborradas de obviedades y lugares comunes, una y otra vez (el contrincante siempre es un equipo difícil, tratarán de no darles el balón, todos darán lo mejor de sí mismos en el terreno). Y, cada vez, el hincha los oye hipnotizado, como si estuvieran revelando las claves de la creación del universo. El hincha, a su turno, busca su propia gloria rutinaria develando en las redes sociales su repetitiva condición de elegido de los dioses; o marchando exultante de felicidad en compañía de un ejército de otros elegidos, con los que alardea de su mítico heroísmo circular frente al rebaño de los efímeros Ulises de ayer por la tarde. Heroísmo que consiste en sentarse a ver TV.
La diferencia con el Sombrerero es que éste al menos deja de celebrar un día del año, mientras que los avispados hinchas deportivos disfrutan de 365 días de placeres de obligatorio cumplimiento prefabricados por poderosas multinacionales: reflejos de felicidad condicionados, que deben surgir del mismo modo que la saliva acude a las fauces de un perro a la vista de un hueso, so pena de que el acomplejado hincha se sienta inferior ante otros gozques de dos patas que responden a lo mismo. Tal como la amabilidad programada de los funcionarios de la recepción de un hotel de cinco estrellas. O como el entusiasmo robótico de un recreacionista. Con el agravante de que al hincha, a diferencia del recreacionista y del recepcionista, no le pagan por ello, sino que es él quien suele pagar costoso merchandising: la estupidez llevada al límite.

A mi no me importaría un carajo nada de esto -cada cual que desperdicie su tiempo en lo que quiera- si no fuera porque, por culpa de los millardos de elegidos del destino que van por ahí con sus carísimas camisetas oficiales, hasta los restaurantes más finos interrumpen una apropiada música de fondo para poner en sus televisores el disco rayado del partido de turno, narrado a los gritos por un atajo de mequetrefes.
Pero ni modo: mientras yo espero el 2014 para disfrutar del infrecuente Mundial de Fútbol –que se da, a lo sumo, tres veces por década- no puedo darme el lujo de malquistarme con media humanidad. Así que, como supongo que no bien termina usted de leer esto comienza un partido de Messi, por favor transmítale –y reciba usted, de paso- mi más sincero abrazo de no-cumpleaños.
Lo veré esta tarde por ahí, celebrando con su bandera.

@samrosacruz

martes, 9 de octubre de 2012

EL DOCTOR PENSAMOS


Presidente de Millonarios: – Pensamos devolver las estrellas ganadas por el equipo en los años 87 y 88, como una muestra de transparencia.

Periodistas: – Señor presidente, ¿y cuándo devolverán las estrellas?

Presidente de Millonarios: – ¿Cuáles estrellas? ¿De qué estrellas me están hablando?

Periodistas: – De las que nos acaba de decir que piensan devolver.

Presidente de Millonarios: Ah esas; yo les dije que pensamos en devolverlas, pero nunca les dije que efectivamente las vamos a devolver.

La situación de arriba parece sacada literalmente del libreto de El show de Joselo, la comedia televisiva venezolana de finales de los ochentas. José Pérez (“Joselo”), su director y principal protagonista, nos mostraba la realidad de su país a través de personajes pintorescos; como el doctor Chimbín, un abogado leguleyo y corrupto que le ordenaba andar en cuatro patas a un interlocutor que recién conocía, y que había acudido a su despacho con el fin de solicitar un certificado de recomendación. Una vez cumplido el requerimiento, eldoctor Chimbín podía venderle al solicitante un certificado en el que constaba que él lo conocía desde que gateaba.

Entre los muchos personajes estaba el doctor Pensamos, un político que, en vísperas de elecciones, estaba en pleno ejercicio de su poder. Un enjambre de periodistas corría de un lado a otro buscando la puerta por donde finalmente saldría el político, quien finalmente declaraba que pensaban hacer puentes, carreteras, escuelas; cuando le preguntaban que cuándo iban a hacer todo aquello, él simplemente contestaba que sólo habían pensado en hacerlo, pero que no iban a ser tan tontos de dar “la papayita” de dejarle un país mejor a la eventualmente triunfadora oposición.

Ese era el desolador escenario de Venezuela hace 25 años, hasta que los votantes, cansados de las promesas sin cumplir de los miles de doctores pensamos de los partidos tradicionales, se decidieron por Chávez. Y ahí están las consecuencias.
Aquí en Colombia también ha pasado toda la vida. Mientras “Joselo” denunciaba, con mucho humor, a los pillos de su país, Belisario nos decía que pensaba entregar casas sin cuota inicial a los más pobres (Santos ya pensó algo similar, pues desde Belisario los pobres sin casa no han hecho más que aumentar). Barco, a su turno, pensó que podía gobernarnos cuatro años, pero a la mitad ya lo hacía su secretario general. Gaviria pensó en abrirnos la puerta al futuro, pero aún estamos en el segregacionista, feudal y confesional siglo XIX. Samper pensó en darnos el salto social, pero ahora, según el índice GINI, la distribución de la riqueza está peor que nunca. Pastrana, el más coherente de todos, no pensó nada, y tampoco hizo nada. Uribe pensó en acabar con la guerrilla (una vez cuando fue elegido, y una vez más cuando fue reelegido), pero él mismo dice, después de sus ocho años de gobierno, que la guerrilla sigue siendo una amenaza peligrosa (aunque en su favor podría alegarse que lo pensó dos veces).
Santos, que toda la vida ha pensado muchas cosas, ahora piensa muchas otras, pues él no solo usa el verbo pensar para defraudarnos, sino también para disculparse. Cuando lo de la fallida reforma a la justicia, al oír los pasos de animal grande de la opinión pública descontenta con semejante adefesio, salió con la verónica de torero de que el gobierno sólo había pensado en sacar adelante el proyecto, pero que de ninguna manera lo iba a realizar. Lo mismo sucedió cuando el gobierno impulsó la medida que estuvo a punto de gravar con el IVA a la canasta familiar. En esa oportunidad, Santos (a quien yo prefiero llamar electricista que pokerista), después de quemar fusibles de funcionarios de menor orden cuando se descubrió el pastel, aclaró que el gobierno sólo había pensado en hacerlo, pero que jamás se iba a pasar a la acción.
Es una estrategia de ensayo y error que termina por ser el desmentido de la naturaleza del verdadero político, que es aquel que debe conjugar el verbo pensar en su acepción más intelectual -y no como una mera intención de hacer algo-, y con base en ello tomar las decisiones que más le convengan a sus gobernados, y no las que, a partir de conclusiones inmediatistas, sus gobernados -pues por eso lo son- crean que son las mejores para ellos. Lo otro es el peligroso arte de gobernar con las encuestas, en el que Santos es experto mundial. O con las redes sociales. Para la muestra el botón de Grecia, que amenaza con llevarse por delante la camisa completa de Europa.
Todo esto viene a cuento ahora que Santos ha pensado en sacar adelante un proceso de paz con las guerrillas. Porque esos palos de ciego de electricista chapucero (que tarde o temprano tocará un cable pelado), hacen que los actuales diálogos con los grupos subversivos tengan la estabilidad de un huevo parado en la punta de un alfiler. Si han seguido adelante es solamente porque un grupo mayoritario de la opinión pública y periodística los ve con buenos ojos. Pero temo que, mientras el presidente sigue pensando en encender sus cuatro locomotoras, a la primera dificultad significativa de los diálogos -que haga titubear a la opinión hasta el punto de hacer cambiar de sentido su punto de vista- aparecerá una vez más el doctor Pensamos, encarnado en Santos, con las declaraciones de rigor. Y todos sabemos que en cualquier momento los amigos de la guerra nos proporcionarán esa dificultad; baste recordar el calibre de los actos de sabotaje de los que han sido capaces en el pasado.

Por ese y otros pésimos modos de hacer las cosas es que estamos como estamos. Pero como este es un país donde abundan los estúpidos, que piensan que lo mejor que pueden hacer con sus vidas es imitar a los desastres de presidentes que nos ha tocado padecer (recuerden cómo se difundió la irritante muletilla “ciertamente” en épocas de Gaviria; y cómo se masificaron los bravucones de cantina durante el uribato), es por lo que personajitos de poca monta, como el presidente de Millonarios, hacen declaraciones llenas de acciones grandiosas que nunca se llevarán a cabo (bastó con que un puñado de hinchas se enfureciera).
No se sabe si esa fue la única forma en la que el dirigente deportivo pensó que podía lograr su cuarto de hora de fama. O si está pensando en lanzarse a la política.

@samrosacruz

DEL AHOGADO, EL SOMBRERO


Hace poco, gracias a los azares de mi Ipod, oí una vez más la canciónWhat a wonderful world: bella música y magistral interpretación de Louis Armstrong. Pero, como a mi generación no le tocaron los cursitos de inglés “on-line” (sino que, a lo sumo, alcanzamos para el sistemita de los rótulos sobre los objetos: pollo, chicken; repollo, rechicken), no había reparado en lo tonto de la letra de esa canción.

Es de lo más estúpida, díganme a ver si no: después de revelarnos que la noche es oscura y el día claro, y de enumerar cosas (nubes árboles, rosas) y asignarles los colores más obvios (nada de nubes vainilla, arboles rojizos o rosas blancas; no: nubes blancas, árboles verdes, rosas rojas…como en el kínder), después de eso, digo, nos atropella la colosal mentira de que hay alguien que ve la belleza en las caras de la gente; o en los amigos que al preguntarse “¿cómo estás?” realmente están diciendo “te amo”. Pero todos sabemos que todo el mundo anda por ahí malencarado, y que a nadie le importa un carajo cómo está nadie debajo de esa frase de cajón. Es como si el autor de la canción pensara que esa retahíla de pendejadas pudiera dulcificar el hecho de que el mundo no es nada maravilloso, sino que es una absoluta porquería.
Sin embargo, después pensé que muchas de las desgracias, resultado de que el mundo sea una porquería, derivan, gracias a la invaluable herramienta del arte,  en cosas -esas sí- maravillosas. Cosas que, de otra manera, bien pudieran nunca haber existido. Me refiero, por ejemplo, a que si los nazis no hubiesen  bombardeado al pueblo español de Guernica en 1937, Picasso probablemente jamás habría pintado el majestuoso cuadro que repite el nombre de la población devastada.
La crucifixión de Cristo es otro hecho horrendo sublimado por millones de pinceles, martillos, cinceles, plumas, e instrumentos musicales, que han prodigado placer estético y místico por generaciones; porque si lo miramos bien, quitándole las connotaciones religiosas y culturales, es esa una forma bastante bárbara de ejecutar a alguien: colgar a un pobre fulano de un madero después de propinarle la paliza de su vida, y esperar a que se ahogue por su propio peso, se desangre, muera de sed, o lo devoren vivo los buitres. Con todo, el Cristo de Dalí es grandioso.
Incluso, hay veces que dos tragedias se unen para producir un resultado magnífico: poco después de que el compositor italiano Giussepe Verdi viera morir a su esposa y sus dos hijos, le encargaron la música de una tragedia basada en el exilio hebreo en Babilonia, ocurrido después de la primera destrucción del templo. De su tragedia particular, y de la milenaria judía, nació Nabucco, cuyo tercer acto contiene un coro titulado Va, pensiero, el cual me conmueve hasta las lágrimas cada vez que oigo una de las muchas versiones que de éste he podido conseguir.

Por otro lado, no sólo los actos humanos convierten a este mundo en un valle de lágrimas susceptible de ser maquillado por el arte. Hay eventos dolorosos de los que nadie en particular tiene la culpa. Los recientes rumores sobre el Alzheimer que sufriría García Márquez (lo que no le permitiría escribir más), nos golpean a todos los que admiramos su gran obra. No obstante, la infame enfermedad familiar que supuestamente padece Gabo, fue la misma que aquejó hasta la locura a su abuela Tranquilina Iguarán, y fue, irónicamente, gracias a esos delirios seniles en los que la anciana hablaba con la más asombrosa naturalidad acerca de hechos sobrenaturales y extraordinarios, que el escritor de Aracataca adquirió la habilidad de contar historias inverosímiles con tanta verosimilitud. Hecho que finalmente dio vida al prodigio de Cien años de soledad.

Obviamente, en un mundo de porquería, no todos los pretendidos alivios logran glorificar a sus respectivas desgracias. Hay unos que las empeoran. Y no hablo de, digamos, la reciente restauración del Ecce-Homo de Borja por parte de una anciana “proactiva”, como dicen ahora; ese, por lo menos, ha dado pie para millones de risas medicinales que nos anestesian momentáneamente de tantas catástrofes cotidianas. Pienso, en cambio, en cómo las carnicerías de las batallas de independencia colombianas fueron, si cabe, agravadas por el sádico de Rafael Núñez en esa fechoría literaria, con ínfulas de poema, llamado Himno Nacional. No sabe uno si salen mejor librados los muchísimos desastres que ni siquiera tienen un poeta de segunda categoría que los llore.

Volviendo a What a wonderful world y sus idioteces almibaradas, se me ocurre que la belleza de los niños llorando (?) y los cielos azules, si bien como letra de canción constituyen un pequeño cataclismo intelectual, nos permiten a cambio –sobre todo a los que no entendemos muy bien inglés- disfrutar de una magistral interpretación más de esa maravilla de cantante que es Louis Armstrong. El afortunado ensamblaje entre su inigualable intérprete y su bella música es el sombrero que logramos rescatar de una canción que, en vez de ser un ahogado que se precipita al fondo del mar de la mediocridad, nos convence, al menos durante sus tres minutos de duración, de que este es un mundo maravilloso.

@samrosacruz

EL ODIO Y LA SOBERBIA


Dice la Biblia que Lucifer pretendió ponerse al mismo nivel de Yahveh, y por eso fue degradado. Cometió el peor de los pecados capitales del cristianismo: la soberbia. Así también, el procurador que padecemos en Colombia incurre, según esa misma religión -que él profesa y dice defender-, en idéntico pecado: “¿Usted cree que el presidente se va a meter en ese pulso contra mí?”, se preguntaba el propio Ordóñez  hace poco, en tono altanero, refiriéndose al proceso de una nueva elección de procurador general de la Nación. Elección que, por lo demás, en una cínica  y arrogante ostentación de poder, está completamente seguro de ganar: se sabe más poderoso que el mismísimo presidente de la República; y se pavonea de ello, al mismo tiempo que se ufana de ser digno representante de una colectividad religiosa que predica la humildad.
Ésas ironías son las que están dominando el panorama nacional hoy día. Hay que ver cómo en El Tiempo, un periódico de supuesto talante liberal, encontramos tantas opiniones retrógradas, más acordes con las páginas editoriales de periódicos ultra-godos, como El Nuevo Siglo o El Colombiano. Por un lado está el Padre Llano, con un artículo (Idoneidad moral) plagado de falacias y argumentos deleznables. Por otro está Salud Hernández-Mora con un artículo (La ley del embudo) tendencioso y parcializado.

El padre Llano se dedica, en el suyo, a alabar el fallo de la Corte Constitucional que niega la adopción de menores por parte de parejas homosexuales, a la vez que describe a esa institución como “ajena a todo prejuicio religioso o moralizador”. El simple hecho de negar la total igualdad en los derechos, independientemente de la orientación sexual de un individuo, ya no hace a la mencionada magistratura ajena a lo uno ni a lo otro. Tampoco es buen argumento el hecho de que afirme, como lo hace en el mismo artículo, que si dos homosexuales quieren un hijo es porque tienen una “carencia de afecto”: lo mismo podría decirse de una pareja de heterosexuales, pues, que yo sepa, no existe una diferencia entre las motivaciones para formar una familia entre un grupo y otro.
Con respecto al hecho -siguiendo con el artículo- de que para el menor “un factor decisivo es la presencia de la madre”, habría que informarle al brillante sacerdote que una pareja de homosexuales puede estar conformada por dos mujeres, con lo que el menor tendría, a falta de una, dos madres a su disposición. Tampoco parece muy acertado aquello de que una pareja homosexual que quiere adoptar un menor tenga mucho que ocultar, como él lo asevera: ¿qué pueden querer ocultar acerca de su condición sexual dos personas que acuden a los grandes medios de comunicación nacionales como un esfuerzo adicional para lograr una adopción que injustamente se les está negando?
¿Por qué, por otra parte -y este es el argumento más ridículo de todos-, el cura columnista pide que no se aduzca la -para él- excepcional carencia de idoneidad moral en las parejas heterosexuales, o la -también para él- excepcional idoneidad moral en alguna que otra pareja homosexual? ¿De dónde saca eso? ¿Ha visto este señor algún noticiero en su vida? ¿Lee el periódico? ¿Está loco? ¿Es, simplemente, estúpido?
Por último, su argumento de que en su larga vida nunca ha visto a un padre de familia “proclamar a los cuatro vientos” que tiene un hijo homosexual, se estrella de frente con que seguramente tampoco ha visto a ningún padre hacer una fiesta porque alguno de sus hijos resultó estéril; y no por esto último se le niega a nadie el derecho a la adopción, sino que, justamente, porque no puede tener hijos de manera natural, al igual que en el caso de los homosexuales, se le permite adoptar un hijo. De hecho supongo que de eso se trata esa figura. Si nos vamos a aferrar a lo natural, entonces lo mejor sería acabar con la práctica de la adopción.
La circunstancia de que él, un representante de la religión que pregona la igualdad ante los ojos de dios, afirme que a su parecer “es mucho, quizás demasiado” lo que han conseguido los homosexuales -dándoles, de ese modo, un evidente tratamiento de seres inferiores- ofrece una idea de las colosales contradicciones que pueblan esas arrogantes mentes retardatarias. Ya el procurador había expresado abundantemente su odio hacia los homosexuales a través de “feroces panfletos”, como lo recuerda Daniel Samper Pizano en su último artículo.
No se queda atrás Salud Hernández, quien -al contrario del jesuita- se va en su artículo lanza en ristre contra la Corte Constitucional (la llama “banda peligrosa”) y contra el sector más progresista de la opinión. Arguye que hay un grupo de fundamentalistas (aquí risas, supongo) que apoya las decisiones de la Corte aunque vayan en contravía de la Constitución, siempre y cuando coincidan con su modelo de sociedad y, en cambio, lanza violentos ataques cuando dichas decisiones contradicen su pensamiento. Sus dardos a la Corte van, particularmente, por cuenta de la decisión de esta magistratura que conmina al procurador a que se retracte y pida perdón en el asunto del aborto en los tres casos permitidos por la ley. Asunto que el procurador y sus colaboradores más cercanos se han encargado de torpedear en lugar de vigilar que se cumpla, como es su deber.

Pasa por alto la manipuladora y ensoberbecida columnista el pequeño detalle de que en este caso  concreto la Corte no está yendo contra la ley: son tres los casos permitidos por la ley, y los fallos de la Corte se han ceñido a ellos, así Salud Hernández sostenga lo contrario. (¿Por qué la objeción de conciencia institucional, prohibida por la Corte pero apoyada por ella, estaría por encima de, digamos, la malformación del feto?). Es, de hecho, el procurador quien está yendo contra la ley. Pero aún si el fallo de la Corte fuese, como dice ella, en contra de una ley específica, por principios generales del Derecho -como ella muy bien debería saberlo- prima el espíritu central de la Carta, que da prioridad a los Derechos Humanos sobre cualquier otra consideración. (En el caso de la libertad que, por ejemplo, tendría una mujer sobre su propio cuerpo profanado por un violador).
De modo que, a pesar de que este no es el caso, sí: el fenómeno del aplauso a la Corte cuando decisiones de casos difíciles y controversiales van a favor de los sectores progresistas de la opinión, y de abucheo cuando favorecen a sectores reaccionarios y retardatarios, debería ser la actitud mayoritaria. Sería deseable que así fuera, porque lo común es que los progresistas estén del lado de las civilizaciones modernas, igualitarias, incluyentes y pacíficas, mientras que los retrógrados aún sueñen con tribus misóginas, esclavistas, segregacionistas, excluyentes y, por supuesto, guerreristas. Ese escenario progresista, con toda seguridad, nos haría una mejor sociedad.
Convendría, entonces, una Corte con ese enfoque, cuyas decisiones contribuyeran a construir un clima de tolerancia que ayudara a acabar con esta guerra eterna que vivimos, así eso implicare la ira del procurador (cuya reelección haría un daño inestimable al país), de sus secuaces de la extrema derecha, y de los idiotas útiles del padre Llano y Salud Hernández. Pero como no quiero que incurran en otro pecado capital, adicional al de la soberbia, les sugiero que cambien la ira que les produce este tipo de artículos por otro sentimiento no castigado por su omnipresente religión: tienen la alternativa de seguir odiando a quienes somos sus contradictores. Porque, recítenlos y verán que la publicitadamente amorosa religión cristiana -casi lo más distante que hay del mandamiento de Cristo-, en la teoría no considera al odio como uno de los pecados capitales.
Y, como lo demuestran las palabras, obras y omisiones del procurador, mucho menos en la práctica.

@samrosacruz
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