sábado, 31 de marzo de 2012

LA FORMA DE LA ESPADA

“Es por ello que no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine a todo el género humano; como no es injusto que la crucifixión de un solo judío sea suficiente para salvarlo” La Forma de la Espada, Jorge Luis Borges

Hay un cuento de Borges en el que un traidor cuenta la historia de su traición con la voz del traicionado, de esa forma se asegura de que su interlocutor lo escuchará hasta la revelación final. Y concluye: “ahora desprécieme”. Se llama La Forma de la Espada, y me vino a la memoria por lo que me ocurrió hace aproximadamente un mes, y que procederé a contarles a continuación.

Soy un vendedor de ropa que sueña con ser modelo. Tengo apenas 24 años, y aunque sé que tengo muchos defectos por corregir, mis padres, hermanos y abuelos aseguran que soy buen hijo, hermano y nieto. Yo también creo que lo soy, pero lo que más ansío es ser un buen padre. Esto último, sin embargo, es motivo de tristeza para mí, pues debido a mi orientación sexual las cosas no son tan fáciles como quisiera.  En parte creo que se debe a la discriminación e intolerancia que reina en el mundo, especialmente en algunos lugares como Chile, mi país.

Fue justamente eso, la discriminación, la intolerancia, lo que originó mi infortunado incidente. El 3 de marzo pasado fui atacado por un grupo de jóvenes que desde mucho tiempo atrás habían venido molestándome: amenazas e insultos eran su forma habitual de saludarme. Los argumentos para tal comportamiento (injusto, incomprensible para mí), los deduzco a partir del sartal de gritos y vituperios de los que era objeto, y de ciertos símbolos que portaban con inexplicable orgullo; esos argumentos hablaban de superioridades y preponderancias. Y, por supuesto, de odio. El día referido no fue la excepción; pero ese día, ese aciago día, sumaron a la ira verbal una verdadera furia física: fui atacado brutalmente, me golpearon repetidamente, arrojaron varias veces una enorme roca sobre mi estómago, forzaron mi pierna en sentido contrario de la natural articulación de la rodilla hasta que mis huesos se fracturaron.

Una golpiza memorable. Ya era suficiente: debía aprender a comportarme de forma que no fuera amenazante para ellos. Fue entonces cuando quise encontrar explicaciones al hecho de que yo representara una amenaza tal para un grupo de personas a las que nunca había hecho ningún daño. Un antiguo profesor mío, un ser humano culto y tolerante, me habría hablado de los efectos nocivos de vivir –como vive hoy casi toda la humanidad- en una especie de zoológico humano. Sí: recuerdo que me decía que aquello de que la ciudad es una selva de cemento es exactamente lo contrario de lo que constituye el fenómeno: en la selva, el hábitat natural de hombre de hace 100.000 años, el espacio sobraba; entonces, los grupos humanos no se hacinaban, como lo hacen hoy, en grandes urbes, y esta circunstancia hacía que los inevitables roces entre grupos o individuos se resolvieran por medio de armas casi exclusivamente disuasorias. Así como lo hacen los demás animales (excepto los confinados en parque zoológicos). Nuestro cerebro no pudo cambiar al vertiginoso ritmo que lo hizo el esquema social, y por eso reacciona fácilmente de forma agresiva y violenta.

También recordé un experimento llevado a cabo en Estados Unidos hace 50 años.  El experimento demostraba que personas corrientes, bajo la presión de una figura autoritaria, eran capaces de subvertir sus propias convicciones morales e infligirles un daño muchas veces fatal a otras personas que apenas conocían y que no les habían hecho daño alguno. El experimento buscaba explicaciones a la barbarie nazi, a la que se vieron arrastrados millones de alemanes del común. Tal vez alguno de ellos (de mis atacantes), alguien muy enfermo de la mente, ejercía una fuerte representación autoritaria sobre los demás miembros del grupo.

Muy a propósito esta última consideración con lo que me ocurrió: mis atacantes pertenecían (¿pertenecen?) a un extravagante grupo neo-nazi chileno. Y aunque las anteriores hipótesis acerca de los motivos que tuvieron para golpearme de esa manera podrían explicar el hecho, no lo justifican: somos muchos más los que, viviendo en las mismas condiciones, logramos sacrificar nuestras pulsiones primitivas en beneficio de la convivencia civilizada.

Y a pesar de que mis atacantes fueron identificados, atrapados y serán, probablemente, condenados, ni mi familia ni yo queremos que este hecho  genere más violencia. Queremos, más bien, que mi muerte sirva para que las diferencias en el mundo ayuden a mejorar la vida de las personas y no a destruirlas; que sirva como punto de partida de reconciliación pues, como dice el narrador del cuento de Borges, “lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres”; y si el acto cometido por mis atacantes mancha a todo el género humano, tal vez mi perdón baste para salvarlo. Y sí, así es, no sobreviví al ataque: lo conté de esta manera para que el desprecio hacia mis agresores no les impidiera leer hasta el fin. Ahora perdónenlos.

miércoles, 28 de marzo de 2012

ETERNO RESPLANDOR DE UNA MENTE SIN RECUERDOS

“No hay peor ciego que el que no quiere ver”.  Refrán popular


La entretenida película Eterno resplandor de una Mente sin Recuerdos ganó en 2005 el Premio Óscar de la Academia al mejor guión original.  Resumiré una parte: una mujer (Clementine), debido a la tormentosa relación sentimental que está viviendo, decide borrar de su memoria la parte de su pasado que involucra a su pareja (Joel). Para ello, se somete a un innovador proceso de borrado mental ideado por el doctor  Howard Mierzwiak. Para garantizar óptimos resultados, Clementine debe deshacerse de todos los recuerdos asociados a Joel. Con lo que no contaba Clementine era con que Patrick, un asistente del doctor Mierzwiak, se enamora de ella y, durante el borrado, se hace con los poemas y cartas con que Joel la enamoró para después enviárselos como si fueran obra de él. Los escritos enviados por su nuevo pretendiente le parecen inquietantemente similares a Clementine, sin que ella pueda explicarse por qué. No necesito revelar nada más de esta estupenda ficción cinematográfica.

La realidad, dice el lugar común, supera a la ficción. Y, para no defraudar al refranero, científicos del Departamento Clínico de la Universidad de Amsterdam han logrado borrar los recuerdos indeseables en algunas personas a través de la administración del fármaco propanol justo antes de la evocación del mal recuerdo. Esta faceta de la investigación en humanos, llevada a cabo por el holandés Merel Kindt y su equipo, ha ido paralela a otras investigaciones similares en animales, en virtud de las cuales, a través de la eliminación de una proteína específica del cerebro, se ha podido conseguir la supresión de experiencias traumáticas en ratones.

Pero como ya lo demostró sobradamente nuestro Gran Notario, Gabriel García Márquez, esta tierra encantada combina realidad y ficción sin orden ni concierto, y hace de la mezcla resultante una realidad mágica –nada agradable, por lo demás- que excede con mucho a sus componentes individuales. Me sucedió que, leyendo las noticias destacadas en la edición digital de El Tiempo de hoy 27 de marzo, experimenté la misma sensación que tuvo Clementine cuando leía los poemas escritos por Joel y más tarde usurpados por Patrick.

La noticia de que el alcalde Petro piensa construir en Bogotá un metro ligero por la carrera séptima “y un metro pesado para 2018”, me produjo una especie de déjà vu que me retrotrajo a nebulosos recuerdos de hace 22 años; El Tiempo del 13 de diciembre de 1990 tituló así anuncios similares del entonces alcalde mayor Juan Martín Caicedo: “Del metro de Bogotá ya hay centímetros”. Obviamente, como se ha demostrado, no había ni siquiera cienmilímetros. Tendríamos que recurrir a nanomedidas para dar con la metáfora adecuada.

Otra noticia de hoy da cuenta de la captura de Phanor Arizabaleta “capo histórico del Cartel de Cali”; a la lectura de tal información retumbaron ecos en recónditos vericuetos de mi memoria: el 9 de julio de 1995 El Tiempo tituló así un informe sobre la captura, a la sazón, de ese mismo capo: “Ahora sí, Phanor Arizabaleta”.

Una tercera noticia de El Tiempo de hoy según la cual “10 toneladas de bombas se usaron para el segundo gran golpe a las FARC” evocó en mi memoria un brumoso titular del 10 de diciembre de 1990 que rezaba: “El ejército ataca Casa Verde”; y así como hace 22 años aquella se consideró la operación militar “más importante después del ataque a Marquetalia”, hoy el presidente Juan Manuel Santos, refiriéndose a la operación de las 10 toneladas de bombas, y a otra efectuada hace pocos días, “recalcó (…) que se trata de dos de los mayores golpes contra la guerrilla en los últimos años”.

Duros golpes al narcotráfico (con jefes de finanzas capturados casi a diario durante años); o a la guerrilla (en los que “caen” de a 36 guerrilleros por ataque); firmas de contratos que solucionarán el caos de movilidad de Bogotá (que anulan, a su vez, anteriores contratos firmados por otros, con las consecuencias jurídicas en contra el erario público que tamañas irresponsabilidades demagogas conllevan). He ahí la atolondrante dosis de propanol que nos administran diariamente medios de comunicación, plutócratas y políticos (siniestra versión de la Santísima Trinidad); la proteína que sistemáticamente nos eliminan de nuestros cerebros y que, nosotros, ratones domesticados, aceptamos sin chistar. Si: con una receta que parece cuidadosamente preparada por Maquiavelo, los medios de comunicación, propiedad de políticos y plutócratas (recordemos que El Tiempo pasó de la aristocrática familia Santos, casi que sin solución de continuidad, a manos del banquero más poderoso del país) nos suministran porciones magistralmente equilibradas de amarillismo (que garantizan la rentabilidad del medio) y cortinas de humo (que garantizan el benéfico -para ellos- statu quo imperante).

Para reforzar el coctel que nos hace olvidar nuestra sucia historia, al lado de proezas de pacotilla y promesas incumplidas, también abundan en periódicos y noticieros noticias alusivas a la superioridad colombiana en los más disímiles dimensiones imaginables: desde ser los tipos más ingeniosos de orbe, hasta los más trabajadores del planeta, pasando –cómo no- por tener, según reconocimientos gringos, la mejor policía del mundo. Y es en ese momento de palmaditas en la espalda cuando los poderosos de Estados Unidos se cagan de la risa: el FBI de ese país resuelve desde hace décadas, por medio de deslumbrantes trabajos de filigrana forense, crímenes verdaderamente desconcertantes, mientras nosotros aquí, más de un año y medio después de los acontecimientos, no tenemos ni idea de qué pasó con el joven Colmenares, atacado en plena calle, y cuyo cadáver, según las últimas investigaciones, fue plantado en un caño ubicado a pocos metros de un CAI: en las narices de un grupo de los mejores policías del mundo.

Tampoco sabemos –ni nos acordamos- por qué unos cuantos empresarios de transporte tienen la capacidad infalible de torpedear consuetudinariamente cualquier iniciativa de modernizar el destartalado parque automotor del servicio de transporte público bogotano; circunstancia que, además de darle un aire africano a Bogotá, contribuye en gran medida al infierno cotidiano, sufrido por millones de ciudadanos, que supone desplazarse un espacio superior a diez cuadras. 

Mucho menos entendemos –o simplemente decidimos olvidar el hecho- cómo después de 50 años de estar propinando golpes demoledores a guerrilla y narcotráfico los dos fenómenos siguen tan campantes. La presunción de inocencia nos revelaría una realidad según la cual simplemente elegimos imbéciles que, desconociendo a Einstein, se limitan a repetir las mismas acciones una y otra vez esperando, cada vez, resultados diferentes. Pero no: a pesar del procedimiento de borrado al que el doctor Uribe sometió al país en sus ocho años de solemnes discursos patrioteros y victorias de relumbrón (al menos ya se aclaró por qué le llaman doctor), lo que queda claro es que no se trata de estúpidas acciones de buena fe, sino de un gigantesco complot ideado para suprimir nuestros dolorosos recuerdos y así repetir circularmente nuestra trágica historia.

Mientras esto pasa, nosotros (los otros), en lugar de destapar la olla podrida, le hacemos el juego a los conspiradores: orgulloso de MI ejército, se lee en un estado de Facebook después del circo de la baja de algún comandante guerrillero; orgulloso de MI presidente, se lee en un trino de Tuiter después de la payasada de la extradición a Estados Unidos de algún capo del narcotráfico. MI ejército, MI policía, MI presidente. Pues déjame decirte que TU presidente, tu actual presidente, no ha hecho nada distinto de anteriores presidentes -tan tuyos como este- de los que, con mejor sentido crítico, te avergonzabas (añoro, por ejemplo, lo chistes alusivos a la ignorancia de Turbay).

Todo este escenario sin que los conspiradores se tomen siquiera el trabajo de desaparecer las evidencias que darían al traste con el proceso de borrado: ahí están las hemerotecas para ser consultadas acerca de nuestra deprimente historia; o los archivos digitales de la prensa, de los que nos separa un simple click del mouse.  Pero no: nos conformamos con lo que dice hoy el periódico. Y cuando, como me ocurrió a mi hoy al leer las noticias referidas, nos sentimos como Clementine, y nos creemos víctimas del experimento del cerebro en una cubeta, volvemos al computador para enterarnos providencialmente, y gracias a la misma edición digital de El Tiempo, de que “El Cristo Redentor más grande del mundo intenta levantarse en el Huila”.

Y nos tranquilizamos.

sábado, 17 de marzo de 2012

PETRÓLEO SANGRIENTO

“La Tierra está llena” Paul Gilding

Hay alarma mundial nada menos que por el agua. Por la disponibilidad, cada vez menor, de ésta. Agua. La base de la vida conocida. Los cables noticiosos de este tipo, en nuestro medio, naufragan en un océano de tonterías; mientras la noticia de que, en su Informe sobre los Recursos Hídricos, la ONU advierte sobre el futuro incierto de la disponibilidad de agua (con lo cual morirán millones de personas) es relegada a un refundido rincón de El Tiempo, las primeras páginas del periódico -y lo más destacado de su edición digital- resaltan los berrinches del presidente Correa con aquello de su asistencia a la Cumbre de Las Américas (como si fuera a una fiesta de quinceañeras); o las peleas y reconciliaciones de adolescentes de J. M. Santos, Raúl Castro, Obama, Chávez y Evo. No por nada un adelantado intelectual de nuestro tiempo –Borges- alguna vez advirtió acerca de este tratamiento de vedettes que solemos darles a los políticos en América Latina: “en Suiza (…), por ejemplo, nadie sabe cómo se llama el presidente”; tal era su pretensión para otros países.

Seguimos dándole la espalda a los temas importantes a costa de las estupideces que supuestamente nos convendrán; todos nos preocupamos por hacernos ricos en el cercano plazo (hoy. Mañana por la mañana a más tardar) sin siquiera saber si alguna vez podremos disfrutar de todo eso. La buena noticia es que esta vez no estamos solos; no somos los únicos imbéciles del barrio. Nos acompaña nada menos que el resto del mundo. Los presidentes de todas las naciones del planeta, dirigidos musicalmente por los CEOs y propietarios de las grandes corporaciones, corean al sol las mejores canciones de la cigarra, mientras una dosis letal de insecticida, rociada sistemáticamente por los medios masivos de comunicación, extermina a casi todas las laboriosas hormigas.

Estamos acabando con el planeta. En nuestra furiosa –codiciosa- carrera de ratas hacia la rentabilidad arrasamos, literalmente, con el medio ambiente que nos sostiene. Y nos importa un soberano culo. Lo advierte el eminente ambientalista Paul Gilding: “nuestra economía (del mundo) es más grande que su anfitrión: nuestro planeta.  Esta no es una declaración filosófica: es ciencia, respaldada por física, química y biología”; y se sustenta principalmente en la Global Footprint Network (aislado hormiguero), cuyos científicos calculan que necesitamos un planeta Tierra y medio para sostener la actual economía. Ese 50% de más, que gastamos por encima de nuestros ingresos (según el acertado símil con que Gilding ilustra la situación), no es otra cosa que un robo al futuro, a nuestros descendientes. Y nos importa un culo. Advierte, además, que el sistema –que se devora a sí mismo debido a su suicida esquema- terminará por detenerse, porque la idea de pretender un crecimiento infinito en un planeta finito es, simplemente, estúpida. Adicionalmente –continúa su disertación-, en vez de hacer decrecer la economía del suicida 150% al sostenible 100%, tenemos la brillante idea de duplicarla (300%) en el corto plazo; y cuadruplicarla (600%) en el mediano. Seis Tierras; el Sistema Solar interno, en caso de que todos los planetas fueran tan aptos como el nuestro, ni siquiera alcanzaría. Y todo ese panorama para el cercano 2050, fecha optimista para nuestro viaje exploratorio a sólo uno de ellos: Marte. Y nos importa un reverendo culo. Pero Gilding no para ahí: según él, la transición ya está en marcha; y mucho antes de que seamos 9000 millones de humanos (en 2050), para desconsuelo de los supermillonarios, sobrevendrá el fin del crecimiento económico (las leyes físicas son las únicas imposibles de derogar o cambiar para su beneficio); es sólo que no vemos el fenómeno integrado, sino que vemos problemas por resolver en apariencia aislados el uno del otro (Indignados, crisis crediticia, desigualdad, dinero en política, limitación de alimentos, escalada de precios del petróleo, etc…). De hecho, Gilding nos invita a imaginarnos en lo que derivará un planeta sobrecargado, con una espiral de cambio climático desaforada, con descontrol de precios del petróleo y carbón, con  altas probabilidades en el futuro cercano de guerras entre China e India por agua y alimentos, con gobiernos petróleo-dependientes en crisis (Chávez sin petróleo: o se acaba el petróleo o se acaban los alimentos que con éste se pueden comprar), con escasez en supermercados, con desempleo exponencial en las grandes potencias, con océanos cada vez más ácidos, con gente armada y furiosa porque no tiene con qué comer. Gilding afirma –y le creo- que todo eso ya empezó; y nos tocará a todos en el curso de nuestras vidas.  Y nos sigue importando un culo.

Hay algo pérfido en todo esto; y lo puede ver cualquiera que haya trabajado en alguna corporación: la exigencia irresponsable de crecimiento ilimitado -y a toda costa- en la rentabilidad es presentada como una virtud, pero realmente es un crimen; un crimen de lesa humanidad, además. Un crimen que se transmite de mando a mando: de los dueños de la organización a los gerentes; de ahí a los mandos medios, de donde desciende a los últimos eslabones de la cadena corporativa, que, a su vez, se encargan de contagiarlo a clientes y proveedores en una espiral sin fin.  Como si no hubiera mañana (pero, bueno, si seguimos así, en efecto no lo habrá). Y qué decir del ámbito familiar, en el que ejecutivos fanfarrones, sobreprotectores de sus hijos (es demencial –y sospechosa- la cantidad de precauciones ridículas que hoy día un individuo de estos toma para custodiarlos), están contribuyendo vehementemente a destruir el mundo que dejarán a esos mismos hijos. Dije pérfido –porque lo es-, pero cabe un calificativo que describe mejor la situación: estúpido.

Este es el punto en el que hago un reconocimiento a los satanizados conformistas: aquellos que se contentan con lo suficiente para vivir. Pusilánimes, sí, pero, pensándolo bien, mucho más aptos, como especie, para la supervivencia en este planeta finito, en contraposición a los sobrevalorados inconformes, primates agresivos -adorados por las corporaciones-, cuyos simiescos impulsos son perfectos para el reino animal salvaje, carente de esa característica tan humana consistente en devorarse a sí mismo. (Será mejor no referirnos aquí a la última lista de billonarios que anualmente publica la revista Forbes; y mucho menos al despliegue casi místico que los medios de comunicación hacen al respecto).

La historia nos ha enseñado que los imperios colapsan, víctimas de producir el germen de su propia destrucción; el crecimiento desmesurado y la codicia hacen parte del fatal coctel. Es probable que el Gran Imperio Humano esté llegando a ese punto de no retorno (lo peor es que al mismo tiempo arrastra al abismo a todas las demás especies): la explosión demográfica, el sofocante afán de lucro y la vanidad (“mi pecado favorito” diría Al Pacino representando a John Milton en El Abogado del Diablo) son los faros que nos guían. La escasez de agua potable y la sobreutilización de combustibles fósiles (especialmente petróleo) simbolizan mejor que nada este devastador drama.

Es fascinante cómo la película Petróleo Sangriento, dirigida por Paul Thomas Anderson, es una gran metáfora del apocalíptico escenario al que estamos asistiendo: en ella un buscador de petróleo, un minero pobre (como lo era la humanidad hasta hace más bien poco), termina convertido en un magnate (como lo que la humanidad cree que es actualmente).  Pero esa aparente abundancia, que el petrolero venido a más ostenta, deriva en una progresión de violencia, desconfianza y luchas fratricidas (para no mencionar la intervención de un cura en la escena); cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. La película se centra en poder destructivo del petróleo; y a pesar del peso específico que juega el petróleo en la macabra ecuación que vivimos en nuestras sociedades actuales (guerras, intereses creados, calentamiento global…), la metáfora se puede extender a un concepto abstracto que abarque todas las formas de (auto)destrucción y ambición.

Si no cambiamos, ese será nuestro crudo destino. Pero nos sigue importando un culo.

sábado, 10 de marzo de 2012

EL REY

“…pero sigo siendo el rey”.  El Rey, José Alfredo Jiménez

Lionel Messi es un gran jugador de fútbol. El mejor del mundo en la actualidad. Eso es algo tan indiscutible que probablemente sea la única cosa en el mundo en la que el mundo entero está de acuerdo. Fundamentalismos religiosos, tradiciones gastronómicas, catálogos de obras de arte… Todo lo anterior siempre tiene el color del cristal chauvinista de quien lo mire. Lo de Messi no; chinos, turcos, brasileros (!), españoles, australianos, nigerianos, argentinos –por supuesto- y, cómo no, colombianos convienen en que el pequeño jugador –La Pulga- es un fenómeno fabuloso que asombra prácticamente en todos los partidos: a veces no se entiende cómo una humanidad tan menuda es capaz de sortear, con éxito rutinario, la voluntariosa oposición de formidables atletas, cuya profusión no tiene precedentes en la historia de ese deporte.

Así como -en el otro extremo de las cosas- hay tantos mejores Dj’s del mundo como DJ’s existen (caso único entre todas las clasificaciones de todos los temas posibles), con lo de Messi ni siquiera se considera competencia el segundo mejor del mundo; ni la propia madre de ese –también- gran jugador de fútbol, Cristiano Ronaldo, se atrevería a sugerir que el portugués rinde igual que el argentino. En el boxeo, debido a las enormes diferencias en los pesos de los púgiles, hay una expresión para designar al mejor de todas las categorías: el mejor libra por libra. En el fútbol, teniendo en cuenta las diferencias en las posiciones de juego (algunas de las cuales gozan de indudable mejor prestigio que otras) podríamos acuñar una expresión semejante: el mejor minuto por minuto. Y ese, actualmente, es Messi.

Todo eso está muy bien; pero de ahí a siquiera sugerir que Messi, ese Hobbit del fútbol, sea mejor que PeléO Rei-, hay un abismo de proporciones siderales: Maicao y Nueva York, Fabio Valencia Cossio y Winston Churchill, Jota Mario Valencia y Carl Sagan, Ricardo Arjona y un chimpancé (siendo Messi Ricardo Arjona… Está bien Lio, perdóname esta última). Sin embargo, por muy absurda que nos parezca tal consideración -que Messi es mejor de lo que fue Pelé- han de saber ustedes que hay legiones de oligofrénicos que aceptan tamaño exabrupto sin que se les doblen las rodillas; y sin ni siquiera haber visto un sólo minuto de juego del irrepetible Edson Arantes Do Nascimento. (Aunque esta locura tarde o temprano pasará; noten cómo ya, con más pena que gloria, Maradona fue sacado de taquito de la competencia).

Creo que todos esos disparates encuentran su explicación –como tantas otras cosas de la vida- en la asombrosa ubicuidad contemporánea de la información. Cuando yo era niño –ya Pelé estaba prácticamente retirado, por lo demás- ver un partido de fútbol televisado –cualquiera- era, debido a la excepcionalidad del hecho, un verdadero acontecimiento: nos reuníamos todos los amigos a adivinar, en aquellas imágenes lluviosas en blanco y negro, dónde diablos iba el balón. Y así era en casi todo el mundo (en Estados Unidos, para entonces, el fútbol era prácticamente desconocido). En sus años mozos –los mejores de todo deportista- a Pelé sólo lo veían los que iban al estadio a ver jugar al Santos, su equipo de casi toda la vida (¿40.000 personas? ¿50.000?). Hoy en día, en contraste, son millones los que ven casi a diario los partidos de Messi en High Definition, incluyendo espectadores de países remotos que apenas conocían el fútbol en la época de Pelé.

Son tan desiguales las condiciones de la contienda por el primer puesto en la historia, que de los 1367 goles que anotó Pelé en su carrera deportiva un gran cantidad no fueron grabados; o sus registros visuales se han perdido. De hecho, el mejor gol que -a su juicio- marcó Pelé nunca fue captado en cámaras. Aconteció el 2 de agosto de 1959 en el partido que enfrentaba al Santos con el Juventus. En vano ha tratado, el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos, de escudriñar en la memoria fílmica de Brasil con la esperanza de encontrar ese gol mágico; apeló incluso a la providencial posibilidad de que algún coleccionista privado conservara una grabación inédita de la que, sin duda, debe ser la gema más preciosa del gran tesoro del fútbol. Pero nada (como es apenas natural; sería como encontrar los clavos de la cruz de Cristo). La estética universal tuvo que consolarse con una recreación digital del gol.

Por otra parte, la gigantesca operación de marketing desplegada desde hace varios años por los clubes de fútbol –sobre todo algunos europeos como el Barcelona, donde actúa Messi- hace que la distorsión en las dimensiones de jugadores, anacrónicos entre sí, se potencie a niveles ridículos: camisetas, juegos de video, publicidad de todo tipo, y un sinnúmero de elementos casi inexistentes en 1977, cuando se retiró Pelé –para no hablar de 1954, cuando obtuvo su primer contrato-, catapultan a las estrellas de hoy a firmamentos artificialmente inflados, en los que la voracidad de lucro es la estrella que más brilla; estadios llenos y televisores prendidos son el objetivo a conseguir a costa de lo que sea.

También está el hecho de la ventaja que tienen contenidos mass media frescos sobre los antiguos en la maleable mente de los principales generadores de opinión en el tema del fútbol: los adolescentes. A manera de símil, imaginemos a uno de éstos pubescentes contemporáneos opinando que la película Casablanca es superior a Los Piratas del Caribe. Imposible ¿verdad? ¿Quién quiere ver esos vejestorios  de cintas en blanco y negro, llenas de verdadero lenguaje cinematográfico, cuando se puede pasar un rato más light con una efectista película en 3D? Nadie. Falta poco para que unas gafas de tercera dimensión sepulten definitivamente a Garrincha a costa de Macnelly Torres.

No debemos olvidar, además, que los argumentos de los adoradores de Messi son variables, según su conveniencia. Sabedores de que los números no los ayudan, se centran en la parte cualitativa; denigran de la calidad del fútbol de antaño (el mismo Messi ironizó acerca de lo gracioso que sería ver apartes de las jugadas de Pelé –las que, por otra parte, de acuerdo a lo que él mismo confesó, nunca ha visto-): arguyen que la marcación de antes era un piñata de niños comparada con la de ahora, por lo que si fuera posible trasladar un delantero moderno a, digamos, la Copa del Mundo de 1962 sería como soltar un tiburón blanco en un estanque de sardinas. Quizás tengan razón. Pero también es cierto que aquellos jugadores sesenteros no contaban con todas las asistencias médicas, psicológicas, financieras, mediáticas, y de otros tantos órdenes, como de las que gozan los jugadores actuales; al lado de éstos el perrito portátil de Paris Hilton lleva una vida de perros. ¡Imagínense a Pelé favorecido con los espectaculares avances de la medicina deportiva de hoy día!  Por otro lado, como ya anoté, los números no favorecen a Messi; a pesar de que La Pulga compite con Pelé en la consecución de títulos de campeonatos de clubes, todavía dista mucho en cantidad de goles anotados con relación a O Rei; para no hablar de triunfos en las Copas del Mundo –el torneo máximo- o de número de goles marcados en las mismas.

Con respecto a esto último hay un hecho particular que, pase lo que pase, no puede ser cambiado: Messi sólo ha marcado un gol en los mundiales, con el dudoso mérito de haber sido anotado en la vergonzosa goleada 6 a 0 de Argentina sobre Serbia & Montenegro en Alemania 2006. Pelé, en cambio, anotó dos de sus doce goles en mundiales en la Final del Mundo de 1958; esos dos goles ayudaron a Brasil a ganar la Final frente a Suecia, nada menos que el equipo anfitrión. El hecho de que contara con sólo 17 años de edad no hace sino engrandecer la proeza. Si Messi, en una hipotética final Brasil Vs Argentina en 2014, anota en el Maracaná dos goles –así para ese momento tenga 10 años más de los que tenía Pelé en Suecia 58-, y esos goles ayudan a que Argentina gane la Copa del Mundo, podrá –ahí sí- cometer el sacrilegio de nominarse –sólo nominarse- como el mejor de la historia.

Con todo, repasando lo que he escrito, pienso que sería mejor aterrizar un poco las cosas; creo que me dejé llevar por la emoción, y debería, como lo hizo Tarcisio Burgnich, defensor italiano del Mundial de México 1970, tratar de pensar con cabeza fría; Burgnich, para darse fuerzas a sí mismo, justo antes de la Final de aquel certamen -que enfrentó a Brasil e Italia-, reflexionó acerca  de Pelé: “es de carne y hueso, igual que yo”. Una vez vista la Final, que dio su tercer título mundial a Brasil, y en la que Pelé anoto el primer gol y puso los dos últimos, no se puede sino coincidir con la conclusión a la que llegó el italiano después de jugarla: “estaba equivocado”.

Sigue siendo el rey.



Vínculos:

Recreación digital del que Pelé cree que fue su mejor gol 


Apartes de la Final de 1958: Brasil Vs Suecia (Pelé tenía 17 años, metió 2)

Apartes de la Final de 1970: Brasil Vs Italia (Pelé metió uno y puso otros dos)

Una de las mejores jugadas de la historia (a cargo de Pelé): Brasil Vs Uruguay México 1970

Tiro libre cobrado por Messi en la Copa América 2011, en la que Argentina fue  anfitrión








viernes, 2 de marzo de 2012

LOS MUCHACHOS NO LLORAN

“Nadie vale más que otro, sino hace más que otro” Miguel de Cervantes Saavedra

Hilary Swank ganó el primer Óscar de su carrera con su brillante actuación en la película Los Muchachos No Lloran, a través de la cual encarnó la historia de Teena Brandon, quién, a pesar de haber nacido con genitales femeninos, siempre se sintió pertenecer al género opuesto; era un hombre atrapado en un cuerpo de mujer. Sin embargo, los muchos esfuerzos de Teena por tratar de llevar una vida típicamente masculina (invirtió su nombre por el de Brandon Teena, se vestía de hombre, sus ademanes eran poco delicados, sus actividades y gustos distaban del estereotipo femenino, así como su corte de cabello y apariencia general), siempre se estrellaban contra la muralla de prejuicios de la sociedad circundante; la situación llegó a tal punto que la permanente persecución psicológica de la que era víctima, más tarde derivó en inquietantes amenazas, golpizas y, finalmente, en violación y asesinato por parte de sus propios amigos.

Increíble. A pesar de que Brandon trató, contra viento y marea, de llevar una vida regular, terminó sucumbiendo ante las feroces dentelladas de una sociedad que mostró un empeño destructivo digno de mejor causa: rara vez ve uno tal ensañamiento social encaminado a “corregir” una situación considerada anormal. La arbitrariedad, que aún hoy acompaña tal salvajismo “correctivo” en nuestras sociedades, contrasta con la tibieza con que esas mismas sociedades castigan a verdaderos asesinos: políticos corruptos que saquean unos dineros públicos que, en otras circunstancias, evitarían miles de muertes por inanición o enfermedad.

Pero si es increíble que a Brandon lo matara físicamente la sociedad –representada en sus amigos- por un delito que no cometió, es más increíble que muchísimas personas vivan muertas en vida -reprimidos sus impulsos sexuales hasta el ridículo- por la monomanía de legiones de furiosos ignorantes que las rodean. Con todo, es aún más increíble que, por cuenta de esa intransigencia criminal, haya personas impelidas a atentar contra sus propias vidas. Que fue, ni más ni menos, lo que pasó hace un año en Bogotá, cuando dos sacerdotes pagaron a unos sicarios quince millones de pesos para llevar a cabo su propio homicidio.

Según la Fiscalía, el motivo que llevó a los curas a suicidarse habría sido la condición de enfermo terminal de uno de ellos; al parecer Rafael Reátiga –el más joven de los dos- padecía un SIDA tan avanzado que incluso la muerte parecía una alternativa preferible. Ignoro la condición médica del religioso antes de su muerte, pero, según lo que he leído con respecto a las últimas informaciones en el campo de los enfermos de SIDA, es bastante improbable que, con los impresionantes avances logrados, un sujeto con arrestos suficientes como para llevar a cabo una intentona de suicidio anterior al definitivo (una semana antes de los hechos referidos trató de despeñarse en su carro por un precipicio), y capaz de continuar con sus actividades cotidianas sin levantar sospechas acerca de su enfermedad, haya pasado el punto de no retorno como paciente terminal: el SIDA, salvo casos sobrecogedores, en los que el enfermo apenas puede levantarse de la cama, se ha convertido en una enfermedad crónica, fácilmente controlable con antirretrovirales de última generación.

No es muy creíble, entonces, que una persona cuya expectativa –y calidad- de vida no difería mucho de la que tiene alguien aquejado de, digamos, diabetes –de hecho nada significativamente distinto a la expectativa de vida general- resuelva así el manejo de su condición.  Parece más probable que una determinación tan radical, como la tomada por el sacerdote -y su colega-, obedezca a una tácita pero encarnizada batalla colectiva a favor de su muerte –social, física, moral-, con la concluyente alianza de sí mismo. 

Al atávico estigma del homosexualismo, –todo indica que el padre sacrificado y su compañero de infortunio, Richard Píffano, concurrían a establecimientos frecuentados por la comunidad LGBT- se suma, en este caso, la condición célibe –obligatoria- propia del ministerio católico que los dos curas desempeñaban. Tremenda bomba de tiempo. No gratuitamente, después de que se supo la noticia del auto-asesinato por encargo, y sus hipotéticas razones,  la mayoría de los ilustrados foristas de los diarios nacionales (reclamo la autoría de este particular oxímoron) e, incluso –hay que decirlo-, algunos de sus propios feligreses, han proferido los insultos y vituperios más deshonrosos imaginables contra la memoria de esas dos víctimas del analfabetismo vital que todavía padecemos en una cantidad inverosímil de latitudes.

A todo esto se suma el hecho de que si el móvil hubiera estado únicamente relacionado con la enfermedad del padre Reátiga, se tornaría inexplicable el acompañamiento del otro sacerdote  en la macabra aventura. La inevitable asociación que, después de descubierto el pastel de la enfermedad de Reátiga, cualquiera habría podido hacer acerca de la intimidad de los dos sacerdotes (inseparables e intercambiables en sus labores habituales) parece una explicación más admisible.

No es difícil concluir que, a pesar de innegables avances, todavía habitamos una sociedad asesina, que presiona a algunos de sus integrantes a disfrazar las diferencias en la orientación de sus apetitos sexuales con una, socialmente meritoria, y políticamente correcta, anulación de los mismos.  Las repercusiones místicas –en el caso de los que optan por el celibato católico- que conlleva el fenómeno, no hacen sino exacerbar, por un lado, la represión en los individuos afectados y, por otro, las explosiones de esos poderosos instintos naturales, traducidas en indeseables válvulas de escape; inofensivas hacia los otros, como el sexo casual vergonzante (que al parecer practicaban los dos sacerdotes), o peligrosísimas, como la pederastia tolerable.

Es notorio que la tortura sistemática a la que se ven expuestas las, supuestamente desadaptadas, personas que han decidido –la mayoría por mandatos genéticos- no formar una familia nuclear tradicional, contiene no pocas paradojas: el insensato mandato divino, presente en la Biblia, de  creced y multiplicaos, no sólo tiene a la humanidad –al planeta vivo- al borde del colapso, sino que la irresponsable responsabilidad en el cumplimiento del alocado deber (religioso, pero ahora también social) de las relaciones heterosexuales con fines reproductivos, convierte a sus automatizados custodios en auténticos genocidas: la obscena mortandad en los países africanos, consecuencia del suicida oscurantismo sexual que en tantos órdenes de la existencia nos invade, es vergonzosa.

Aún así, personajes autoproclamadamente progresistas en nuestro país –como el camaleónico Petro- han apoyado la elección de funcionarios cuyo fanatismo religioso constituye la principal inhabilidad para desempeñar el cargo para el que fueron elegidos: el Procurador General de la Nación tiene entre sus funciones constitucionales la defensa de las minorías, no su persecución (sin yo ser abogado, creo que aquí se configura el delito de prevaricato; qué raro que no haya un abogado no graduado que, al igual que en el reciente caso de la Fiscal Morales, se haya interesado en el asunto).

A los curas suicidas, gente de buenos sentimientos y con vocación de servicio –como lo atestiguan algunos de sus complacidos feligreses-, con seguridad les tocó llorar mucho, (aunque obviamente en la clandestinidad: el protocolo episcopal supongo que determina que los curas no lloran; y mucho menos por sus frustraciones sexuales). Su tragedia consistió en perder la batalla frente a los imbéciles que, debido sus preferencias sexuales, los tenían por seres humanos de quinta categoría.

Si permitimos que la irreflexión e intolerancia se vuelvan a instalar en el Ministerio Público, es posible que los que terminemos llorando seamos todos los colombianos. Por esa vía, miles de Brandon Teena seguirán siendo asesinados por energúmenos instigados por el discurso  homofóbico (religioso, social, oficial); y otros miles de jóvenes, como los curas, seguirán suicidándose al no encajar en un sistema perverso diseñado por desquiciados.

Sin ir más lejos, mientras termino de escribir esto, oigo en la radio que el Almirante de la Armada Nacional, Roberto García, no tolera homosexuales en esa institución. Puesto que tal pretensión va contra la ley, el alto militar se soporta en Séneca: “el honor prohíbe lo que la ley permite”. Curiosa erudición selectiva de la antigüedad la del Almirante; aplica una abstracción a un hecho concreto, pero omite, en cambio, el hecho concreto de que Alejandro Magno, el más grande militar de la historia de la humanidad, conquistó unas cuantas parcelitas de tierra -que ocupan tres continentes-: desde la actual Grecia, pasando por el norte de África, hasta la mismísima India; todo eso a pesar de su conocida homosexualidad.

Supongo que el Almirante García lo ha habría hecho mejor. ¿No creen?