sábado, 26 de mayo de 2012

LOS TRES CONEJOS


“Son galgos te digo”/ “Digo que podencos”. Me voy a servir de una fábula de Tomás de Iriarte (Los Dos Conejos) para ilustrar el tema de hoy: el vergonzoso abuso de poder del senador Merlano en el asunto de la prueba de alcoholemia que, escudándose en su dignidad de senador, rehusó hacer.  Iriarte nos cuenta de un conejo que huye de unos perros (“no diré corría/volaba un conejo”), se encuentra con otro conejo amigo que sale de su madriguera y se pone a discutir con él sobre la raza de los perros que lo persiguen (“-Pero no son galgos”/ “-Pues ¿Qué son?” “-Podencos”).  En medio de la discusión de si son galgos o podencos, y en vez de refugiarse en la madriguera del segundo conejo -o seguir corriendo-, llegan los perros y los atrapan (“En esta disputa”/ “llegando los perros”, /”pillan descuidados”/ “a mis dos conejos”).


Antes de salir yo también a correr, por la amenaza de los perros que nos persiguen (nunca mejor dicho), déjenme que entre a terciar en la discusión de galgos y podencos en que han convertido el debate sobre la ley de conductores borrachos estos cánidos que nos gobiernan -con el perdón de mis amigos animalistas-. Todo parece orquestado para desviar la atención sobre el corazón del problema, pues ahora parece que la solución es que esa ley salga adelante sea como sea (“cero tolerancia al alcohol” sentenciaba en estos días el impostor Juan Lozano).  Como si eso fuere a cambiar en algo el problema verdadero.


Con respecto a la ley, debo decir que no termina de gustarme.  Creyendo que la fiebre está en las sábanas, ahora queremos ser, como dicen, más papistas que el papa.  Ni siquiera en sociedades que nos llevan años luz de distancia en este aspecto, como la estadounidense, las cosas llegan hasta ese límite ridículo.  Familiarizados como estamos con películas hollywoodenses, series de TV gringas y realities de policías americanos, sabemos que hay un límite de alcohol permitido para conducir, superado el cual la persona queda inhabilitada para hacerlo.  Aquí no.  Aquí, donde  no estamos ni cerca de evitar que la gente maneje borracha, pretendemos llegar al cero por ciento de porcentaje de alcohol en la sangre.  Estúpido. Por otro lado no es justo que, aparte del perjuicio a algunos establecimientos, muchas personas se priven del  placer inofensivo de tomarse una copa de vino con el almuerzo. Algo que, según expertos mundiales en la materia,  y como lo sabemos todos los que lo hemos hecho alguna vez, no representa ningún peligro. Lo que hará la absurda ley –igual que todas las leyes absurdas- será  que nadie la tome en serio; y que se preste, en cambio, para llenar los bolsillos de los agentes encargados de controlarla.


Porque tal vez ese sea el problema: los agentes encargados de controlar esa y muchas otras leyes.  Es decir, no ellos como tal, sino las condiciones en las que tienen que cumplir sus funciones.  Para empezar tenemos los salarios;  un agente de policía en Miami gana varias veces el salario de uno de nuestros patrulleros. Y su trabajo es admirado. Lo anterior hace que ese agente gringo lo piense dos veces antes de arriesgar su puesto, prestigioso y bien remunerado, a cambio de un soborno circunstancial, a diferencia de nuestra situación local en la que el policía  raso es visto como un ciudadano de segunda categoría. Y está lo de la autoridad. Lo hemos visto miles de veces: si alguien que es detenido por la policía de Miami comete la altanería de gritarle y señalar con el dedo a un representante de la ley, como lo hizo el sinvergüenza del senador de marras cuando sugirieron que había consumido alcohol (“¿A usted le consta?”), inmediatamente será, por muy senador que sea, derribado, inmovilizado y arrestado. Aquí no. Aquí todo el mundo mete miedo (“no saben quién soy yo”, “voy a anotar sus placas”).


Es una cuestión atávica. Yo, que desde hace años estoy consciente de que alcohol y gasolina no se deben mezclar (y por lo tanto dejé la gasolina), a veces me vi en aprietos con la policía porque mi pase estaba vencido, y no porque, como era evidente en ese momento, no debía manejar por mi nivel de alcohol en la sangre.  Los agentes de turno se aferraban a lo incontrovertible (la fecha de vencimiento) para poder sacar unos pesos que les ayudaran con sus exiguos ingresos. En otras ocasiones, persiguiendo lo mismo, se agazapaban en una calle que cambiaba abruptamente de sentido y cuya total ausencia de señales, que así lo indicaran, la convertían en trampa infalible para conductores no dotados con memoria de elefante; en el momento de la detención venían, claro, los gritos, los insultos, los tú no sabes quién soy yo, los voy a anotar tu placa; vejámenes que los agentes, sabiéndose culpables de felonía en su fuero interno, aguantaban con estoicismo digno de mejor causa.


Pero me dirán ustedes que los senadores colombianos -que ganan bien, que son miembros respetables de la sociedad (en teoría)- hacen también mal su trabajo, se saltan las leyes y los tienen sin cuidado las consideraciones éticas. Lo que, además de ser cierto, probablemente ocurra porque el problema tampoco sea el que mencioné antes: el de las condiciones en que se encuentran los servidores públicos.  Ni mucho menos la dureza o severidad de una ley: ¿Cuál hubiese sido la diferencia si la ley, en vez de  contemplar casa por cárcel al conductor borracho, estipulara la muerte del infractor en la horca? Ninguna: el senador habría llamado a su amigo el general y asunto arreglado. El problema real parece ser el que advirtió tantas veces, con su habitual lucidez, Álvaro Gómez Hurtado: que la ley no se cumple. La solución, pues, no estaría en hacer más y más leyes (estamos enfermos, somos obsesivo-compulsivos, somos acumuladores de leyes y leyes que no sirven para nada; leyes que esperamos usar algún día, leyes arrumadas que nadie cumple) sino, como decía Álvaro, en cumplir y hacer cumplir las que ya hay. 


En la fábula de Iriarte hay dos conejos.  En nuestra tragicomedia hay tres: los tres conejos que los perros que nos gobiernan le quieren poner a la ley y a la ética.  Tres conejos en lugar de tres renuncias que deberían estar sobre la mesa; tres renuncias que serían los actos que, realmente, podrían salvarnos de ser devorados por los depredadores de siempre, en vez de insistir en la tontería estéril de discutir si la ley debería ser así o asá: se necesita que los servidores públicos sepan que sus bellaquerías no quedarán impunes, a ver si por fin cambiamos esta cultura tramposa que nos asfixia.

En primer lugar está el conejo del general, cuya renuncia -como perspicazmente lo anotaba el jueves en su columna de El Heraldo Alonso Sánchez Baute- no ha sido aceptada. Quizás –siguiendo a Sánchez Baute- estén esperando a que se calme el temporal y todo se olvide.  Después está el conejo de Juan Lozano, el presidente del partido del senador, quien, fiel a su fórmula de mostrarse indignado con asuntos que le atañen a él mismo, evita enfrentar un escándalo más que se suma a la ya larga lista de escándalos de su partido. Un tipo que no es capaz de detener  la invasión de hampones a su colectividad -que no hacen otra cosa que perjudicar al país- debería, por simple ética, renunciar, y no indignarse con fantasmagóricos culpables. Y en tercer término el enorme conejo, la liebre antediluviana, del senador Merlano. Su argumento de que los policías, por ser él portador de una credencial de senador, no podían faltarle “ese” respeto (solicitarle su permiso de conducir) es francamente  repugnante e intolerable. Y qué decir del argumento de que “cincuenta mil petsonas” lo eligieron; de que cincuenta mil personas quieren que él esté ahí en el congreso y lo avalan para que haga con la ley lo que le dé la gana. Pues déjanos decirte maldito mequetrefe  que por otro lado somos cuarenta y cuatro millones novecientas cincuenta mil personas las que no queremos que te pases por la galleta la constitución. Las mismas que queremos que te largues del congreso con tu vocecita de imbécil a bravuconear a otra parte.
  
“Son galgos te digo”/ “Digo que podencos”. No son galgos ni podencos;  son servidores públicos colombianos corruptos.

Y eso es peor.


@samrosacruz

sábado, 19 de mayo de 2012

EL REY DESNUDO


En mi última columna afirmé que hay una estirpe mafiosa, compuesta por grandes empresarios, que resulta mucho más peligrosa que aquella más familiar a nuestra prefiguración habitual de mafia. Y lo sigo sosteniendo. Sólo que cuando ataca la otra mafia –la mediática, la evidente- lo hace de forma más espectacular. Lo que, a su turno, favorece el hambre sensacionalista de los medios masivos, quienes, de ese modo, pueden dar rienda suelta a su repetitiva función de libreto mínimo y ganancias monstruosas con la tranquilidad de no estar pisando el terreno minado de ningún poderoso: el anonimato del terrorismo no sólo ofrece ventajas al terrorista.

Lo digo, obviamente, por el atentado de que fue objeto el exministro Londoño. La repetición vacía de las imágenes televisadas del exministro caminando ensangrentado, acompañadas de las revelaciones más estúpidas, hacen parecer interesantes las especulaciones que otros cándidos opinadores nos atrevemos a hacer (los verdaderos autores intelectuales de los atentados deben morirse de risa en reuniones en que se leen en voz alta los ríos de tinta -o de bits- que corren en estas circunstancias).

Que fue la extrema derecha, que, con ello, sabotearía la viabilidad del marco legal para la paz. Si Londoño, el principal objetivo del atentado –y quien por poco pierde la vida en éste-, no fuese casi un símbolo de esa orientación política, y uno de los principales líderes de opinión encargados de torpedear la iniciativa del gobierno, la hipótesis tendría sentido. Aunque casos se han visto. Que fue la extrema izquierda (esto es, las Farc), que, así, demostraría un poder bélico perdido en la última década. Razonable, sólo si esa jugada no pusiera en bandeja de plata los argumentos del otro bando, enemigo de un proceso de paz con las Farc. Aunque –es verdad- los salvajes razonamientos y procedimientos de las Farc dan fe de su torpe manejo estratégico.

Sin embargo, suele suceder que manejos que a todas luces parecen torpes o incongruentes son, en realidad, habilísimos.  Y no tienen nada que ver con izquierdas o derechas, sino con algo mucho menos complejo, más primitivo; algo que está grabado en nuestro genoma, heredado de nuestros antepasados, exitosos acaparadores que, por haberlo sido, lograron transmitir su material genético y legar estas generaciones de seres increíblemente mezquinos: la avaricia. Así que esa idea romántica –aunque no menos detestable- de que estos actos de violencia corresponden a una lucha de ideas es ingenua. Lo más probable es que la motivación de los autores intelectuales tenga que ver más con su modesto plan de quedarse con todo. Con absolutamente todo. Es la guerra desigual de los pocos poderosos contra los muchísimos indefensos.

Y para eso –como en cualquier guerra- todo vale. Desde conspiraciones caníbales hasta alianzas con los enemigos en el papel. De manera que la amenaza que representa la superficial disidencia de un elemento vanidoso, que quiere pasar a la historia a pesar de su casi cantado fracaso (como todo lo vanidoso), alcanza para generar mensajes disuasorios por parte de los enemigos de la paz (“Juan Manuel: esas vainas no se hacen ni en broma”). O dicho de un modo más realista: de los amigos de la guerra, de los parásitos de la guerra, de los que viven de la guerra; de los insaciables acumuladores de bienes provenientes del simple hecho de que los demás nos matemos unos a otros.

No importa si es el terrateniente que ve con temor el advenimiento de políticas sociales que den al traste con su negocio especulativo; o el guerrillero que avizora el final de su negocio de narcotráfico en envidiable posición; o el militar retirado que ofrece servicios de seguridad o comercializa dotaciones militares; o el extorsionista o secuestrador que ya no contará con un ejército ilegal que respalde la continuidad de su negocio. El fin es uno solo: conseguir mucha plata, muy rápido y con pocos riesgos; las ideas y las etiquetas son lo de menos. Y también los medios para llegar al fin: terrorismo de bombas y de muertos inocentes, la fórmula más efectiva y fácil para estos matones, carroñeros a su vez de la matanza sistemática, gradual y silenciosa de los otros mafiosos, los grandes, los de cuello blanco: porque de la enorme desigualdad en los ingresos y las oportunidades, propiciada por las élites indolentes, nacen los criaderos de que se nutren las otras mafias.

Y, claro, entre los medios para conseguir el fin figuran, como poderosa arma de distracción y manipulación, los grandes conglomerados de comunicación;  El Tiempo nos trae en su editorial del día después del atentado (titulado “Todos Contra el Terror”), esta infantil moraleja de cuento de hadas -para tranquilizarnos y evitar que pensemos-: “Si de algo sirven episodios anteriores es para predecir que, tarde o temprano, el brazo de la justicia acabará alcanzando a los delincuentes y que sobre ellos caerá implacable el peso de la ley.” Supongo que así como alcanzó ese largo brazo a los asesinos intelectuales de Álvaro Gómez hace 17 años. O de Galán hace 23. O de Gaitán hace 64. O de Uribe Uribe hace casi 100.

No parece serio eso del implacable brazo de la ley. Lo que más bien se puede predecir es que los verdaderos autores del atentado seguirán en la sombra. Y nuestra vida seguirá sumida en el embotamiento de las distracciones del fútbol, la moda y la televisión. Con todo esto -y ya que hablamos de fábulas- no estoy diciendo otra cosa diferente a que el rey va desnudo. Así como en el cuento de Andersen todos veían que en realidad el rey iba desnudo, así también aquí todos vemos cosas que sabemos y preferimos callar: la más importante: que hay unos poquísimos dueños del país para los que los demás trabajamos  en condiciones esclavizadoras (unos más que otros, por supuesto).

Lo peor es que (hay que decirlo) el resto, los no mafiosos, defendemos también -mezquinamente- la posición de relativa ventaja que hayamos logrado obtener y dejamos que el resto se las arregle como pueda; conducta que sigue en la misma vía hasta que la pauperización social y económica nos alcanza (cuyo brazo sí que es largo –cada vez más-; y, por cierto, implacable). Mientras tanto, la furia acaparadora, también presente en nuestros genes, la practicamos sin los filtros del razonamiento, la solidaridad y la ética, componentes salvadores en otras sociedades mejores. Las otras motivaciones que aparentemente nos mueven (como, digamos, la religión) son meras coartadas para interpretaciones leguleyas en materia ética y moral que nos descargan de culpas. De modo que, mientras las cosas sigan así, los no mafiosos no diferiremos mucho de los mafiosos. Sólo que ellos seguirán teniendo las bombas. Y las leyes.

sábado, 12 de mayo de 2012

EL PADRINO


“Detrás de toda gran fortuna hay un crimen” Balzac

Pensaba escribir esta semana sobre el galimatías en que se me ha convertido, con los años, el asunto del fútbol: Barcelona, Real Madrid, Falcao… (¿Cuántas copas hay?). Sin embargo, un incidente con el banco  AV Villas -que más bien es una colección de incidentes- me obliga a exorcizar los demonios de la cólera en su más pura esencia (que fue lo que experimenté cuando traté, por enésima vez, de cancelar una tarjeta de crédito que en mala hora acepté de esa entidad).

Perdónenme que insista en un tema al que me referí en una columna anterior, pero sigo notando una confusión que reina en las mentes de los pocos que creen que no son víctimas de la mafia: mafia y narcotráfico no son lo mismo; a lo sumo coinciden en la parte más notoria –mediática- de la ecuación, pero -para seguir con los términos matemáticos- el conjunto narcotráfico pertenece al muchísimo más grande conjunto mafia: está incluido en él. De hecho el narcotráfico, como delito, es un fenómeno relativamente reciente: a lo sumo tendrá cien años; bien poco frente a la milenaria práctica de la mafia en casi todos los órdenes de la vida, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.

En realidad estamos cercados por sistemas mafiosos contra los que poco o nada podemos hacer. Y los bancos son sistemas poderosos que ejercen, de alguna manera, una de las prácticas mafiosas más comunes de todos los tiempos: la extorsión. Es decir, pagamos determinada suma mensual o nos atenemos a las consecuencias; a un abanico bastante amplio de ellas, que pueden ir desde el descrédito (financiero, digamos) hasta la muerte.

Pero eso es después. Al principio todo es amistad (“hoy fío, mañana también”, leí en una valla al entrar por última vez en mi vida –espero- a la sucursal Chicó del banco AV Villas): el mafioso que más tarde, cuando no podamos pagar los absurdos intereses, nos partirá las piernas, al principio es un magnánimo benefactor que nos ayuda a cumplir nuestros sueños, que se preocupa por qué tan alto queremos llegar, que sabe dónde está lo que queremos tener. Invitaciones, tragos, fiestas en el caso de los mafiosos comunes; bebés, familias nucleares, mascotas, carros de gama media en el caso de los otros mafiosos, los más peligrosos.

Una vez que nos han regalado una tarjeta de crédito que no tendrá cuota de manejo por dos años, y que aceptamos a pesar de no necesitarla, podemos darnos como prisioneros de una trama kafkiana de la que sólo nos librará la tenacidad de Gandhi, la paciencia de Job, la astucia de Rasputín, la temeridad de David. Les contaré mi caso sin exageraciones. Esa tarjeta que me regalaron, que no necesitaba y que, sin embargo, acepté, nunca la usaba. Fui víctima de la trampa que consiste en creer que si uno es beneficiario de un crédito es una especie de elegido y, por lo tanto, debe aceptarlo sin chistar. El truco, por supuesto, consiste en que, cuando se acaban los dos años de gracia, el banco empieza a cobrar una cuota de manejo cuyo monto, en el caso mío, preferiría gastar en cualquier otra cosa en el mundo diferente a abultar los colosales bolsillos de un bellaco disfrazado de persona decente.

Y ahí es cuando empieza una empresa formidable, equivalente a construir un canal interoceánico, a enviar una misión tripulada a Marte, a conseguir un taxi en Bogotá: cancelar la tarjeta. Porque el que esté pensando que todo es cuestión de decidir no querer recibir más el servicio debe ser porque nació ayer por la tarde. Como supongo que el banco no quiere cancelarla (para así seguir succionando de la micro teta que yo le ofrezco, que unida a millones de otras micro tetas…) ni siquiera intento hacerlo por teléfono y, en cambio, me desplazo hasta la sucursal que expidió la tarjeta (ir a otra es una pérdida de tiempo reservada para candorosos novatos).

-      -- Señor Samuel, el trámite lo puede hacer por teléfono.
-      -- Ustedes siempre tan amables y considerados, pero ya que estoy aquí…
-      --Señor Samuel, la política del banco estipula que el trámite se debe hacer por teléfono.
-      --Pero yo estoy aquí de cuerpo presente con mi documento de identidad, vine por mi propia voluntad, y quiero cancel…
-  --Sí Señor Samuel, pero… (cara de idiota insuperable, sonrisa congelada, ademán repetitivo de asentimiento con la cabeza, mirada fija -como de búho- sobre mi cara).

Bien, nada que hacer. Me voy a mi casa y me dispongo a sortear el segundo obstáculo que me pone el banco para dejar de pagar por un servicio que no deseo: hacer mi petición a una operadora. Realmente ese es el tercero, pues el menú del audiovillas -el sistema de call center del banco- representa uno monumental, saturado de rutas oscuras, de opciones ambiguas, de digitación repetitiva de datos, de transferencias de un operador a otro (que muchas veces terminan en el corte de la llamada).

-    --  Señor Samuel, no le puedo cancelar la tarjeta porque tiene un saldo.
-   --¿Saldo? Pero si yo cancelé la cuota de manejo que ustedes, por lo demás, cobran por adelantado; es decir me roban: me cobran una porción del servicio que no recibiré y que, por supuesto, ustedes no me devolverán.
-     --Sí señor, pero como canceló un día después de la fecha límite se generaron intereses de doscientos noventa y nueve pesos.
-    --¿O sea que ustedes me cobran cuarenta y ocho mil pesos adelantados por tres meses de servicios de los cuales sólo utilizaré dos días y no lo cruzan con mi deuda astronómicamente menor? Es decir que me deben cuarenta y seis mil novecientos treinta y tres pesos, que contra los doscientos noventa y nueve que yo deb…
-   --Sí Señor Samuel, pero… (no la estoy viendo, pero supongo que: cara de idiota insuperable, sonrisa congelada, ademán repetitivo de asentimiento con la cabeza, mirada fija -como de búho- sobre la pared de su cubículo).

Sé que muchos en ese momento –como yo lo hice- se olvidan del asunto y siguen con sus vidas: hacer una cola kilométrica para pagar doscientos noventa y nueve pesos es tan humillante que el banco lo planea así para que el usuario desista de cancelar la tarjeta (y la micro teta siga ahí). Pero cuando llega una nueva cuenta, con cuarenta y ocho mil pesos más que saldrán de mi bolsillo al sucio bolsillo un criminal, vuelvo a la carga. Pago la factura (esta vez me aseguro de que sea antes del vencimiento) y me enfrento una vez más al menú de audiovillas y a la operadora.

-      --Señor Samuel, su saldo está en ceros pero, antes de cancelarle la tarjeta, es política del banco que usted conteste unas preguntas: un test de titularidad.
-     -- Claro, con mucho gusto…
-  --Señor Samuel (se los juro por lo más sagrado), dígame la fecha y monto exactos de la última transacción de su cuenta de ahorros.
-   --Señorita, esa cuenta de la que usted habla había olvidado que existía, está inactiva desde el año 1997. No tiene relación alguna con mi tarjeta de crédito. Y en cuanto a la fecha y monto exactos de la última transacción que ust…
- --Sí Señor Samuel, pero… (cara de idiota insuperable, sonrisa congelada, ademán repetitivo de asentimiento con la cabeza, mirada fija -como de búho- sobre la pared de su cubículo).

“Y sigue el cuento del gallo capón”, como dirían en Macondo. Porque aún tengo que hacer tres o cuatro procedimientos engorrosos más de ese tipo para lograr cancelar una tarjeta que no quiero de un banco al que no le debo ni un solo peso. Procedimientos que necesariamente tienen que ir acompañados de largas esperas y mortificantes peleas de alaridos, en las que inocentes operadores telefónicos, o dependientes de mostrador, tan atrapados como yo en la red mafiosa, reciben –de parte mía- torvas acusaciones de ser extorsionistas y rateros (sí: este pacífico homo sapiens que ustedes suelen ver, ante la estupidez extrema o la arbitrariedad descarada, desaparece y da vía a un feroz troglodita que vocifera).

El mecanismo ya está inventado hace siglos: el capo siempre pone a sus soldados como carne de cañón.  Éstos se encargan de hacer las amenazas (explícitas, veladas; no importa): si sencillamente, y ante la impotencia de detener la hemorragia de plata, decidimos suspender los pagos, el banco se encarga de recordarnos que nos reportarán a las centrales de riesgo crediticio; con lo cual se nos cerrarán las puertas de todos los otros negocios mafiosos -propiedad de los socios del banquero- sin cuyos servicios ha hecho imposible la vida esa conspiración de ratas de alcantarilla: líneas celulares, servicios de internet, créditos para compra de vivienda, de vehículo, etc…

Yo considero eso como una extorsión con todas sus letras; me obligan a pagar contra mi voluntad por un servicio que no quiero, como le dije a los gritos a la última operadora después de que no aceptó un “porque me da mi soberana gana” como respuesta a la pregunta –requisito, también, para culminar el proceso- de cuál era la causa de la cancelación de la dichosa tarjeta.

Lo peor es que un comportamiento mafioso de esa naturaleza -como el de cierto banquero colombiano- logra, gracias a unas imaginarias “calidades humanas”, la adulación de casi todos los periodistas de este país. Difícilmente veo columnas que denuncien la usura, la humillación y el robo a las que un criminal así somete a millones de familias. Condiciones que terminan abonando de resentimientos el terreno del que saldrán los escobares, los murcias, los castaños. Gente que no está dispuesta a dejarse pisotear sin dar por lo menos la pelea. Porque lo de la tarjeta es sólo la punta del iceberg: gracias a que las leyes y las instituciones de vigilancia hacen parte de la telaraña mafiosa, hay otras miles de arbitrariedades que se cometen libre e impunemente en el sector bancario.

Esa, exactamente, es la motivación del ficticio Vito Corleone para convertirse en el gran capo de la mafia de Nueva York de los años veinte.  Nos lo cuenta Mario Puzo en su novela El Padrino: Vito, humillado por Don Fanucci -el jefe de la Mano Negra- y víctima de la pobreza propiciada por los pezzonovanti (peces gordos; de la política, de la industria, del comercio), decide crear su propio ejército, su propio código de comportamiento -en el que se obedece a sí mismo exclusivamente- para luchar contra unas leyes e instituciones también inoperantes y cómplices del crimen legitimado.

Sin embargo, El Padrino resulta ser la versión para niños de lo que realmente sucede en Colombia. Vito es un pobre aprendiz. Y Puzo un optimista, un escritor infantil. Con todo y su poder Vito siente la intimidación de Tattaglia, la amenaza de Sollozo, la acechanza de Barzini. No vive tranquilo; como tampoco viven tranquilos aquí, mientras no los matan, los escobares, los murcias, los castaños.

Este otro, en cambio, sí vive tranquilo. Es el verdadero Padrino, el titiritero que maneja los hilos desde las tramoyas de los call centers, de las sucursales bancarias, de los funcionarios grises esclavizados que lo esconden y protegen a él, tipo elusivo, bribón y asesino. Pero incluso lo protegemos todos los demás: no tenemos la sangre para declararlo enemigo público (que es lo que es); ni de armar un ejército para defendernos, como los que armaron Vito, Escobar, Castaño.  Su ejército menor son el Ejército Nacional y la Policía Nacional; todos a su servicio. El mayor somos nosotros, siguiéndole el juego de unos créditos que le rogamos indignamente para comprar unas cosas que él mismo nos ha convencido de que necesitamos; admirando su fortuna sucia, viejo ladrón y usurero.

Sé que aconsejan no escribir cuando se tiene la sangre caliente, porque se tiende a ser más visceral que racional. Pero –aunque ustedes no lo crean- esa columna visceral ya fue escrita y desechada. Esta es la racional.

domingo, 6 de mayo de 2012

RISA EN LA OSCURIDAD


Quedarse sin tema para escribir en este país es imposible.  Cuando esta semana sentí que me podía pasar, de repente  surgieron, de entre las baratijas informativas con que nos atiborran a diario los medios masivos de comunicación, los temas con los que lectores y escritores, víctimas voluntarias de esa gran trampa, nos sentimos a gusto. Supongamos que  unos corruptos subversivos no hubiesen secuestrado a un periodista francés después de comprometerse a no secuestrar más. Supongamos que un corrupto oficial no pretendiese extorsionar al Estado  con 534 millones de pesos. Aún así, suponiendo lo anterior, sucedió que unos corruptores del conocimiento se exhibieron como la gran cosa porque nos ofrecieron ¿hora y media? de entrevista con una prostituta. Y justo después de eso apareció la primera letra en mi hoja en blanco.

Aunque realmente no fue justo después;  digamos que fue durante la entrevista mencionada, pues a la décima pregunta repetida, y luego de oír las interesantes opiniones de Dania Londoño –la mujer involucrada en el escándalo del Servico de Seguridad del presidente Obama- acerca del encopetado mundo árabe de Dubai, decidí apagar la radio y empezar a escribir. La historia de hombres importantes que se meten en líos por sus andanzas con mujeres de la vida alegre se dan por cargas; sin embargo esta la relacioné, por algún motivo, con una entretenida novela del prodigioso Vladimir Nabokov: Risa en la Oscuridad. 

En la novela, Albinus, un prestante y acaudalado crítico de arte, cansado de la monotonía de su vida regular de hombre de familia, decide tener una aventura con Margot, una joven y fracasada artista que ha tenido que consolarse con un trabajo como dependiente de un teatro. Las cosas rápidamente se le complican a Albinus: su mujer descubre su affaire y lo abandona; pronto se hace evidente que a Margot lo único que le interesa de Albinus es su dinero, pues éste se da cuenta de que su nueva pareja le es infiel con Alex, un amigo a quien Albinus creía gay; más tarde, debido a un accidente, queda ciego y, aprovechando esta circunstancia, Margot y Alex –a quien  Albinus en esos momentos ya supone desterrado de sus vidas- siguen adelante con su relación en sus propias narices: valiéndose de un minucioso sigilo los dos amantes furtivos viven en la propia casa de Albinus y saquean sistemáticamente sus cuentas bancarias. En resumen: “su vida terminó en un desastre”.

La otra historia, la doméstica, la conocemos bien todos: unos agentes americanos encubiertos, de misión en Cartagena, se fueron a bailar y a tomar alcohol como piratas en vacaciones (“…y nadie se da cuenta, que son americaaaaaanooooos”), para luego irse a tener sexo con alguna mujer nativa, de esas que huelen, como las tintoreras la sangre, los dólares a kilómetros (“…con romance incluido, a la larga pagado, por americaaaaanooos”).

Todo eso no hubiese dejado de ser rutinario si al agente de inteligencia no se le da por hacer la poco inteligente jugada de negarle el pago a la prostituta en cuestión y echarla del cuarto en términos bastante despectivos (let’s go bitch). Ahí fue Troya: porque sin que en ese momento hubiera ocurrido todavía la equivocación de Shakira en el himno, la prensa vio al hotel, a la ciudad, a la puta y al agente tal como ven una bandada de buitres a un búfalo agonizando, y, con el búfalo aún vivo, se precipitan sobre él hasta dejarlo en los físicos huesos. Así fue: reacciones de la esposa del agente implicado, escándalos parecidos de agentes americanos en otras latitudes, declaraciones de Obama, despidos, especulaciones de espionaje, solicitud diplomática de excusas, solicitud diplomática de nuevas excusas, y, cómo no, la chiva sobre la identidad de la prostituta, que, como no es difícil de suponer a estas alturas, la consiguió Julito (que por ello se debe sentir el rey del mundo).

Julito, pues, nos consiguió la importante noticia y nos regaló ¿dos horas? para que nos empapáramos del pensamiento, obra, vida y milagros de Dania Londoño (y ya los conocemos, sin embargo seguimos ignorando el pensamiento, obra, vida y milagros de Fernando Savater, de Umberto Eco, de Stephen Hawking… Pero ¿a quién le interesa saber eso?). De resto nada: ni una sola revelación que permitiera conseguir pistas para disminuir el fenómeno de la prostitución en Cartagena: ni los mecanismos, ni las redes, ni los titiriteros que manejan el negocio tras bambalinas; nada que no supiéramos nos dijo Dania, sólo que ella no sabe nada (tal vez sepamos más el resto, puesto que la brillantez intelectual de Dania delata la inevitabilidad de su destino y sugiere que la entrevista se excedió en 1 hora y cincuenta y nueve minutos para revelar lo que necesitábamos saber). Supimos, sí, por boca de ella, que le gustaba la buena vida; lo que tampoco nos sirve para mostrar la realidad de tantas otras putas que lo que les gusta es, simplemente, no morir de hambre.  Y lo que, a juzgar por la lucidez de sus declaraciones y su impecable español, no era difícil de inferir.

Hay, sin embargo, algunas diferencias entre el caso que nos ocupa y Risa en la Oscuridad. Para empezar mientras Albinus terminó bastante mal (no se imaginan cuánto), al agente del servicio secreto que protagonizó el incidente, a pesar de la eventual pérdida de su empleo, y según nos lo ha hecho saber la prensa en una de sus trascendentales revelaciones, su esposa lo perdonó. La sacó barata respecto a Albinus, cuya esposa no sufrió el escarnio público de sentirse burlada y, no obstante, abandonó a Albinus sin la oportunidad de una excusa providencial. Por otro lado, mientras Margot  pasó de aspirar a ser una artista a convertirse en una prostituta fina, Dania pasó de ser una prostituta fina a convertirse en una potencial estrella del espectáculo.  Tal como están las cosas hoy –nada que no hubiera predicho Andy Warhol- a Dania le esperan sus 15 minutos de fama –o digamos doce, puesto que debe llevar por lo menos tres-: ya Julito fue contactado por la revista Playboy para conseguir el desnudo de Dania (ahora mismo Soho pasó a ser una amante vergonzante para él -quizás una puta- y ya no debe sentirse el rey del mundo; ya está seguro de que lo es).

Con todo, existe una semejanza que no se ve a simple vista, más bien se siente en el ambiente.  Es la misma sensación que invadía a Albinus en las tinieblas de su ceguera: la impresión de que alguien se estaba riendo de él. No obstante, en la historia de Cartagena no parece haber nadie con ganas de reirse: Dania, a pesar de su cuarto de hora por venir, se queja del descrédito que le ha granjeado el suceso frente a sus amigos y su madre; el agente, aunque perdonado por su esposa, parece que recibirá una grave amonestación laboral; Colombia, qué les digo, nunca ríe: a paraíso de drogas se suma ahora la fama de edén de putas (y de paso el hecho opacó la Cumbre); Obama pierde puntos ante sus electores por cuenta del desliz de sus agentes; Cartagena se afectó negativamente; los hoteles, en cierta medida, también…

Sólo se sigue adivinando una risa de hiena que se burla en las penumbras a las que nos somete el oscurantismo del nuevo tipo de conocimiento que tenemos en esta época contemporánea. La obesidad mental que nos aqueja (ampliaré este tema del profesor Andrew Oitke en otra columna)  nos hace preferir los detritos de las realizaciones humanas y los cadáveres de las reputaciones y las noticias sobre otras informaciones vitales que nos harían mejores personas, mejores sociedades. Nuestro alimento intelectual es chatarra, nuestra dieta mental está compuesta por tonterías, por porquerías, por banalidades: hamburguesas de conocimiento, donuts de información; desdeñamos los pensamientos profundos y las ideas importantes en beneficio de los escándalos personales, del sensacionalismo, de las catástrofes, de lo morboso.  Eso es lo que queremos leer, lo que queremos oír, lo que queremos escribir. Y, sobre todo, lo que queremos ver.

Así que la risa de hiena que percibimos es de nadie menos que de los únicos ganadores con todo este acontecimiento: los gallinazos hambrientos de los medios de comunicación de todo el mundo.  Y, en especial, de los medios de comunicación de este miserable país, que se alimentan de la carroña de los carroñeros: un buitre picoteando las tripas putrefactas del cadáver de una hiena.

Y la vida que ha terminado en un desastre intelectual es la de todos nosotros.