lunes, 18 de junio de 2012

EL ABOGADO DEL DIABLO


Hoy a mi parte optimista le toca hacer de abogado del diablo en favor de Juan Manuel Santos (y en contra de mi parte pesimista, que suele ganar los juicios). Si bien en un principio elogié el buen arranque que tuvo el actual presidente, después he criticado su exceso de palabrería, su pose vanidosa de prócer, y sus escasos resultados. No obstante, hay un componente de su gobierno que no había sopesado adecuadamente y que, si sale bien, podría justificar esa inacción y frivolidad que nos tienen en la incertidumbre de siempre acerca de la resolución de la guerra.

Ese componente del que hablo no es otro que una posición de gobierno que, sin aflojar significativamente en el campo militar, deja la puerta abierta para una negociación política con la guerrilla, refrendada ahora con la aprobación por el senado del marco legal para la paz, y previamente robustecida con la voluntad política del impulso de la ley de tierras y  de las cien mil casas para los más pobres.  Si se lograre un acuerdo de paz efectivo, a pesar del inevitable incremento de la delincuencia común y la desperdigada insurgencia de la insurgencia que ello conllevará, suponemos que el país recibirá, para la calidad de vida de sus habitantes, una propulsión sin precedentes.

Por supuesto que primero esa colosal locomotora de un eventual proceso de paz deberá llegar felizmente a destino, lo cual no queda tan claro después de los pobres resultados de la ley de tierras y del albur de las cien mil casas. Y segundo, una vez extirpado el cáncer de la guerrilla (que al fin y al cabo es una metástasis), habrá que enfilar baterías contra los miles de tipos de mafias que maniatan al país, contra la corrupción que desangra las arcas, y contra el tumor madre de la desigualdad y la falta de oportunidades. La esperanza estriba en que, con la guerrilla fuera combate, las energías destinadas para acabar con esas otras enfermedades serán mayores. Y también el estímulo moral.

Porque ciertamente es la oportunidad histórica desde que la guerrilla, con sus golpes mediáticos de finales de los ochenta –como la toma de la embajada de República Dominicana-, que coincidieron con el incremento de su radio de influencia tanto en el territorio nacional como en los círculos de poder, empezó a mostrarse como un agente realmente desestabilizador. Antes de ahora hubo otras oportunidades malogradas: a la primera tesis concebida para acabar con el fenómeno guerrillero -la receta del plomo a discreción importada por Turbay Ayala del cono sur- siguió la antítesis lírica de Belisario Betancur, con sus poéticas amnistías e indultos, que sólo sirvieron para que una guerrilla diezmada por Turbay se reconfigurara. Finalmente ninguna de las dos fórmulas dio resultado.

Adicionalmente, después de Betancur nunca hicimos un ejercicio dialéctico que nos permitiera una mirada ecléctica de la situación histórica de esos dos gobiernos, lo que bien puede excusarse por el brusco surgimiento de un flagelo aún peor que la guerrilla (quién lo creyera): el narcotráfico; los gobiernos de Barco, Gaviria y Samper –si bien acosados por diferentes carteles- se vieron en la necesidad de reconsiderar sus prioridades en materia de orden público, desplazando el asunto guerrillero a un segundo plano para poder concentrase en la guerra que libró el Estado contra la mafia del narcotráfico.

Después, cuando exportamos la parte cinematográfica del narcotráfico a México, y la guerrilla recuperó el primer lugar en las prioridades de orden público –al final del gobierno Samper-, resolvimos invertir el orden de los factores: esta vez la misma tesis de mano tendida sin reservas de Belisario –ya no bucólica sino sumergida en babas- fue no sólo la estrategia de Pastrana para ganar las elecciones (se dice que las Farc eligieron el presidente en esa ocasión, merced a la foto que inteligentemente concedieron al delfín), sino su entera apuesta de gobierno. Y, paradójicamente, después de los funestos resultados de Pastrana, las mismas Farc volvieron a elegir presidente: los vejámenes a los que nos vimos sometidos los colombianos por parte de ese grupo guerrillero durante el cuatrenio baboso hicieron que nos decidiéramos por su antítesis: la de las balas deliberantes propuesta por Uribe.

La ausencia de un nuevo y más influyente ingrediente equivalente al narcotráfico (inverosímil a estas alturas), la inusual extensión del mandato y el nuevo fracaso en la solución del conflicto -unido todo eso a arbitrariedades y corrupción gubernamentales sin cuento- determinaron el desgaste del esquema Uribe, y el vislumbre –por fin- de la necesaria síntesis que pedíamos a gritos sin saberlo: una estrategia de salida política del conflicto sin el descuido de las acciones militares; y sin la irresponsable concesión de demandas absurdas.

Incluso antes del final del Uribato ya se adivinaba el nuevo ambiente: mientras al principio de su largo mandato el presidente lucía sereno, autosuficiente y autoritario (a nadie se le ocurría interpelarlo, y él no tenía la necesidad de pronunciarse sobre nada), al final se le veía desencajado, irascible y defendiendo como gato boca arriba sus políticas y decisiones. Y qué decir de ahora, cuando lo vemos fuera de sí, botando espuma por la boca, ante la patente posibilidad de una salida negociada a la guerra: cuando hay necesidad de mostrarse tan vehemente respecto a ciertos asuntos es porque se resquebrajan peligrosamente las talanqueras que se han levantado.

En ese orden de ideas, Santos tiene la posibilidad de lograr la síntesis que sugiere el devenir histórico y que mencionábamos más arriba: puerta abierta a la negociación sin descuido militar.  Lamentablemente, a cambio de la imagen de gran estadista que él cree proyectar, al presidente siempre lo he asociado con el abogado protagonista de la cinta El abogado del Diablo, quien, teniendo todo de su parte para materializar sus virtuales triunfos, sucumbe ante la antítesis de la racionalidad del hombre: la primitiva vanidad (“vanidad, mi pecado favorito” dice en la última línea de la película Al Pacino, en labios de la encarnación del demonio, John Milton). Esperemos que Santos anteponga el futuro de todo un país a su afán de portadas de revistas internacionales y pase de la retórica demagógica a la acción.

Y esperemos, también, por el bien de todos, que Hegel haya tenido razón.

lunes, 11 de junio de 2012

ESCOBAR, EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS


Escalofriante.  Espeluznante. Macabro.  Pongámosle el adjetivo que queramos (inventémoslo) y aún así nos quedaremos cortos.  Borges tenía la esperanza de que algún día habría una palabra precisa para designar cada aspecto de la vida (digamos el aspecto lúgubre y amenazador de las calles en la madrugada).  Así que “escobarizante”puede ser lo que estamos viendo por las noches en la TV con la transmisión de la serie Escobar, el Patrón del Mal.  Y a pesar de que no he visto prácticamente nada nuevo, nada que ya no supiera, no deja de ser escobarizante para mí tratar de asimilar –sin éxito, una vez más- cómo fue que todo un país, una nación entera, con sus tres poderes, su cuarto poder, sus instituciones deportivas, sus industrias, su comercio, sus símbolos, sus instituciones militares y policiales, sus costumbres, su gente, y hasta sus relaciones internacionales, sucumbieron ante la figura tenebrosa de un solo hombre; un omnipotente príncipe de las tinieblas ante quien hasta el mismísimoYaveh, el colérico dios del Antiguo Testamento, se habría visto en las delgaditas para derrotarlo. Y eso que en la serie sólo hemos visto la punta del iceberg.
Nos acostumbramos, en aquella época siniestra, a que la muerte nos aguardara a la vuelta de la esquina, donde podría explotar una de las bombas caprichosas con las que el capo transmitía sus sutiles mensajes a quienes estuvieran mínimamente en contra de sus devaneos  (y que cayera el que fuera).  Nos acostumbramos a que una generosa porción de la agenda del presidente de la república –del presidente de la república- tuviera que ver con uno solo de sus treinta y cinco millones de gobernados. Nos acostumbramos a que acribillaran a vecinos honestos de nuestra ciudad por pretender vivir como ciudadanos y no como marionetas. Nos acostumbramos a que un asesino diseñara su propia cárcel, en un terreno de su propiedad, a su gusto… ¡y sin rejas!  Hasta dónde tiene que estar aterrorizada una sociedad para permitir semejantes humillaciones: el presidente rendía cuentas a Pablo Escobar. Y de ahí para abajo.
Sé que nunca lo hemos comprendido a cabalidad. De hecho, ni aún después de que termine la serie de TV, que se encarga por estos días de refrescarnos la memoria, lo habremos hecho. Sé que a lo sumo tendremos flashes de lucidez que se nos antojarán de una irrealidad desconcertante.  Sé que ese capítulo tétrico, funesto, de nuestra historia, ese horror inenarrable, es el equivalente a la Segunda Guerra Mundial para la humanidad.  Las otras guerras fratricidas que hemos tenido por cargas –y que seguimos teniendo- son lo de mostrar; son los salvadores desmanes que distraen al resto del mundo y a nosotros mismos de aquel despropósito de delirio; los disfraces que esconden nuestro verdadero esqueleto en el armario: son la inofensiva desobediencia en el edén que desvía la atención del verdadero crimen: el asesinato de Abel a manos de Caín.
Obvio que no voy a caer en la ingenuidad de creer que todo es cuestión de mala suerte y que, qué vaina, nos tocó Pablo Escobar.  Soy de la corriente que piensa que si no hay un terreno abonado las semillas –buenas o malas- no nacen. O por lo menos no tan fácil.  El culto al éxito, que prima en el mundo contemporáneo sobre otros componentes de la vida (la cultura, la inteligencia, la grandeza, la honorabilidad), juega a favor de las probabilidades de que surjan este tipo de figuras maquiavélicas.
Y si a esa tendencia mundial sumamos una particular proclividad de nuestra sociedad colombiana por la trampa y el dinero, obtendremos un coctel explosivo de las proporciones nucleares que representó la escobarización del país de las décadas del 80 y del 90, y cuyas radiaciones aún sufrimos. Hay que ver cómo en la serie de TV -y no hay motivos para pensar que no hubiese ocurrido así en la vida real- su propia madre lo incita a pasar por encima de las reglas; y cómo él mismo tiene un solo dios: la plata. El Divino Niño de Atocha es sólo su coartada ética y moral; su cómplice imaginario.
En nombre de dios (vaya variedad) y del pueblo aquel cacao de la muerte sentaba cátedra de derechos humanos ante otros asesinos a quienes, segundos más tarde, despedazaba sin la menor vacilación (“despresemos a este pollo”, le ordena en la serie a su lugarteniente para que éste dé, a su vez, la orden para que avancen dos carros dispuestos en sentido contrario, a cada uno de los cuales están amarradas las extremidades de uno de sus prisioneros).
Confieso que, a pesar de mi predilección por películas de mafiosos, en las que los niveles de violencia son harto más altos que en otro tipo de películas, mientras veo la serie me sorprendo a mí mismo pegado contra el espaldar del sofá, lo más alejado posible del televisor. Sorprendente el efecto de la serie, máxime si tenemos en cuenta que en ella la violencia no es tan explícita, y que, por lo demás, podría ser la versión de Walt Disney de lo que realmente ocurrió (la serie está clasificada como “familiar”, habida cuenta –supongo- de la ausencia de sangre y otras manifestaciones visuales escandalosas).
No puedo evitar que todo esto me recuerde los tiempos en que leí El Corazón de las Tinieblas, novela de Joseph Conrad en la que un comerciante de marfil -el señor Kurtz- se interna en las selvas del Congo, enloquece y se convierte para los nativos (tal como Escobar para muchos antioqueños) en una especie de dios venerado, temido y respetado. La explotación del marfil, el componente equivalente al dinero en la parábola de Escobar, se convierte en la justificación para que Kurtz lleve a cabo una verdadera carnicería humana que arrasa con cualquiera que se interponga en su camino. Las semejanzas entre Kurtz y Escobar serían interminables, pero anoto esta advertencia que uno de los personajes hace de Kurtz: “Con ese hombre no se habla, se le escucha”.
Hay sin embargo una diferencia que nos puede ilustrar la dimensión de la maldad de nuestro Kurtz doméstico. Mientras el Kurtz de Conrad -la maldad por antonomasia- alcanza a visualizar las atrocidades que le ha tocado presenciar, pero que también él mismo ha propiciado (“el horror, el horror”, repite mientras agoniza), al nuestro sólo le interesaba escapar de sus perseguidores para seguir conquistando los pocos terrenos vírgenes que le quedaban a la humanidad en los dominios de la brutalidad. “El horror”, parecemos decir, en cambio,  todos los demás cuando apagamos la pesadilla del televisor y volvemos a esta sosegada realidad de paracos, guerrilleros, estafadores, ladrones y narcotraficantes (por una vez anhelada). Y nos decimos que gracias a dios estamos aquí y no allá, escobarizados.
Y nos decimos que gracias a dios aquello ya sólo es parte de un mal sueño.

Twiter: @samrosacruz

sábado, 2 de junio de 2012

COPYCAT


La película Copycat (Jon Amiel, 1995) nos muestra la historia de la psicóloga Helen Hudson, una experta en comportamientos criminales, quien, como resultado del acoso al que la somete uno de los psicópatas que alguna vez ayudó a  atrapar, padece agorafobia.  Los aquejados con este mal –que consiste en miedo irracional a lugares abiertos- raramente salen de sus casas, lo que hace que la doctora Hudson deba seguir desde la suya una serie de asesinatos cometidos por un psicópata cuya particularidad es la de copiar los modus operandi de otros psicópatas famosos (se trata de un copycat; un imitador);  comportamiento extraño en asesinos en serie, quienes suelen casarse con un único modus operandi.


Pues bien, así como el invento de Gutenberg quitó el monopolio del conocimiento y la información a reyes y clérigos e hizo que surgieran críticos especializados en los más variados temas, la revolución informática despojó a ese nueva élite de sus privilegios, proporcionado al ciudadano del común la posibilidad de generar opinión e información: Twiter, Facebook, y otras herramientas hipermasificadas, democratizaron hasta un límite insospechado las bondades de la información; pero también sus perjuicios. Por cuenta de ello tenemos millones de potenciales copycats: imitadores de sucesos que van de lo trivial a lo inverosímil, pasando por lo, francamente, macabro. Y, claro, al final de la cadena están los grandes conglomerados de comunicación para servir de caja de resonancia: una increíblemente mediocre si tenemos en cuenta sus contenidos; pero monstruosamente productiva en términos financieros.


Convencido como estoy de que la mayor fuerza del universo es el azar (que ha precipitado los acontecimientos hasta la maravilla del cerebro humano) y de que, en ese orden de ideas, todo es posible, me cuesta trabajo, sin embargo, no extrañarme con el hecho de que cuando aún seguían bajo tierra los mineros atrapados en Chile en 2010 nuestros equilibrados medios de comunicación se encargaron de encontrar un suceso similar aquí en Colombia. No sabe uno si casos así suceden a diario en el país y, simplemente, son ignorados hasta que otro suceso de talla mundial, como el mencionado de Chile –que, por supuesto, reporta muchísimos puntos de rating-, anima a nuestros comunicadores a revolear en cuadro buscando unas víctimas que habitualmente se hundirían en el olvido.


Para no ir más lejos, después del fastidioso asunto del senador Merlano no pasaron 15 días sin que otro político en La Guajira intentara sacar un arma delante de unos  policías que, antes de negarle una llamada a cierto coronel que lo eximiría de una prueba de alcoholemia,  lo habían detenido por manejar bajo el efecto de “sólo diez cervezas”. Y, en el mismo lapso de tiempo, el edil de Barrios Unidos de Bogotá, Édgar Riveros, detenido en otro retén policial, llamó a un policía amigo para que lo exonerara –con éxito- de la multa correspondiente por manejar con la restricción del pico y placa. Teniendo en cuenta lo caliente que estaba la noticia de Merlano, uno se pregunta en qué estaba pensando esa gente: tal vez los problemas que acarrea una situación así se ven generosamente compensados con los 15 minutos de fama que vaticinó Warhol hace cuarenta años.


Todo esto no pasaría de ser material de inventario de una patética república bananera si no fuera por los espeluznantes incidentes con que nos bombardean noticieros, periódicos y nuestros propios conocidos (y también los perfectamente desconocidos) a través de Twiter y Facebook. Da miedo creer que un amigo nuestro querrá imitar a Sigifredo –en caso de que éste sea culpable- y nos venderá al mejor postor por misteriosos propósitos; aunque da más miedo deducir que –si Sigifredo es inocente, como creo- un fiscal copycat,  ávido de figuración mediática y basado en pruebas deleznables y razonamientos ridículos, proferirá orden de captura en nuestra contra por un retorcido delito.


Sin embargo  todavía no hemos salido de las aguas mansas; entrando en aguas de tiburones, espeluzna hasta el insomnio saber que alguna de nuestras conocidas pueda correr la misma suerte de  Rosa Cely, la mujer violada, torturada y empalada por algún sádico medieval en el Parque Nacional. Ingredientes variables del drama (estrato bajo de la víctima, presencia en las redes sociales; ausencia de imágenes morbosas, violencia asombrosa) hacen que los grandes medios se hayan mostrado vacilantes en el cubrimiento de la noticia: no he oído un especial de dos horas en La W equivalente al asunto de la prostituta de Cartagena. (A propósito: teniendo nosotros, como nos hemos venido jactando de ello desde hace años, la mejor policía del mundo ¿no es extraño que los policías que encontraron moribunda a Rosa hubiesen omitido preguntarle el nombre de su victimario después de que ella les informara, con un hilo de voz, que ese victimario la había agredido con un casco y que, además, ella lo conocía? Ojo, no digo que estén involucrados, digo que son de una incompetencia rayana en la estupidez).


Y como nuestras aspiraciones de melodrama no se limitan a lo nacional –al fin y al cabo somos grandes emprendedores-, aterrorizan nuestras incursiones imitadoras en campos internacionales. Recordemos el caso inofensivo de la barranquillera que, no queriendo quedarse atrás por la noticia de que una italiana había tenido octillizos, burló el riguroso filtro de nuestros ecuánimes medios de comunicación asegurando estar embarazada de nueve bebés, los que finalmente se convirtieron en nueve primorosos kilos de trapo. Pero, si ese caso fue inofensivo, tengamos en cuenta que esta semana inverosímil que pasó nos trajo de Estados Unidos la noticia de un hombre que, bajo los efectos de una droga denominada sales de baño (?), devoró la cara de un habitante de la calle, quien en este momento se encuentra en estado crítico a causa del ataque. 


Sin saber, por otro lado, si la transmisión por TV de la serie Escobar, El Patrón Del Mal resultará favorable para nuestra sociedad (puesto que conoceremos a fondo una historia que no debe ser repetida bajo ninguna circunstancia) o perjudicial (y será, en cambio, inspiración para un semillero de superempresarios de la muerte que les pondrán la pata a los ya grandes jefes de los cientos de carteles que pululan en Colombia), me limito, desde la que aspiro sea la parte beneficiosa de la omnipresente ecuación mediática,  a hacer notar esas inquietantes coincidencias.


Ahora sólo me falta superar una incipiente agorafobia.