Hoy a mi parte optimista le
toca hacer de abogado del diablo en favor de Juan Manuel Santos (y en contra de
mi parte pesimista, que suele ganar los juicios). Si bien en un principio
elogié el buen arranque que tuvo el actual presidente, después he criticado su
exceso de palabrería, su pose vanidosa de prócer, y sus escasos resultados. No
obstante, hay un componente de su gobierno que no había sopesado adecuadamente
y que, si sale bien, podría justificar esa inacción y frivolidad que nos tienen
en la incertidumbre de siempre acerca de la resolución de la guerra.
Ese componente del que hablo
no es otro que una posición de gobierno que, sin aflojar significativamente en
el campo militar, deja la puerta abierta para una negociación política con la
guerrilla, refrendada ahora con la aprobación por el senado del marco legal
para la paz, y previamente robustecida con la voluntad política del impulso de
la ley de tierras y de las cien mil
casas para los más pobres. Si se lograre
un acuerdo de paz efectivo, a pesar del inevitable incremento de la
delincuencia común y la desperdigada insurgencia de la insurgencia que ello
conllevará, suponemos que el país recibirá, para la calidad de vida de sus
habitantes, una propulsión sin precedentes.
Por supuesto que primero esa
colosal locomotora de un eventual proceso de paz deberá llegar felizmente a
destino, lo cual no queda tan claro después de los pobres resultados de la ley
de tierras y del albur de las cien mil casas. Y segundo, una vez extirpado el
cáncer de la guerrilla (que al fin y al cabo es una metástasis), habrá que
enfilar baterías contra los miles de tipos de mafias que maniatan al país,
contra la corrupción que desangra las arcas, y contra el tumor madre de la
desigualdad y la falta de oportunidades. La esperanza estriba en que, con la
guerrilla fuera combate, las energías destinadas para acabar con esas otras
enfermedades serán mayores. Y también el estímulo moral.
Porque ciertamente es la
oportunidad histórica desde que la guerrilla, con sus golpes mediáticos de
finales de los ochenta –como la toma de la embajada de República Dominicana-,
que coincidieron con el incremento de su radio de influencia tanto en el
territorio nacional como en los círculos de poder, empezó a mostrarse como un
agente realmente desestabilizador. Antes de ahora hubo otras oportunidades malogradas:
a la primera tesis concebida para acabar con el fenómeno guerrillero -la receta
del plomo a discreción importada por Turbay Ayala del cono sur- siguió la
antítesis lírica de Belisario Betancur, con sus poéticas amnistías e indultos,
que sólo sirvieron para que una guerrilla diezmada por Turbay se reconfigurara.
Finalmente ninguna de las dos fórmulas dio resultado.
Adicionalmente, después de
Betancur nunca hicimos un ejercicio dialéctico que nos permitiera una mirada
ecléctica de la situación histórica de esos dos gobiernos, lo que bien puede
excusarse por el brusco surgimiento de un flagelo aún peor que la guerrilla
(quién lo creyera): el narcotráfico; los gobiernos de Barco, Gaviria y Samper
–si bien acosados por diferentes carteles- se vieron en la necesidad de
reconsiderar sus prioridades en materia de orden público, desplazando el asunto
guerrillero a un segundo plano para poder concentrase en la guerra que libró el
Estado contra la mafia del narcotráfico.
Después, cuando exportamos la
parte cinematográfica del narcotráfico a México, y la guerrilla recuperó el
primer lugar en las prioridades de orden público –al final del gobierno Samper-,
resolvimos invertir el orden de los factores: esta vez la misma tesis de mano
tendida sin reservas de Belisario –ya no bucólica sino sumergida en babas- fue no
sólo la estrategia de Pastrana para ganar las elecciones (se dice que las Farc
eligieron el presidente en esa ocasión, merced a la foto que inteligentemente concedieron
al delfín), sino su entera apuesta de gobierno. Y, paradójicamente, después de
los funestos resultados de Pastrana, las mismas Farc volvieron a elegir
presidente: los vejámenes a los que nos vimos sometidos los colombianos por
parte de ese grupo guerrillero durante el cuatrenio baboso hicieron que nos
decidiéramos por su antítesis: la de las balas deliberantes propuesta por
Uribe.
La ausencia de un nuevo y
más influyente ingrediente equivalente al narcotráfico (inverosímil a estas
alturas), la inusual extensión del mandato y el nuevo fracaso en la solución
del conflicto -unido todo eso a arbitrariedades y corrupción gubernamentales
sin cuento- determinaron el desgaste del esquema Uribe, y el vislumbre –por
fin- de la necesaria síntesis que pedíamos a gritos sin saberlo: una estrategia
de salida política del conflicto sin el descuido de las acciones militares; y
sin la irresponsable concesión de demandas absurdas.
Incluso antes del final del Uribato ya se adivinaba el nuevo
ambiente: mientras al principio de su largo mandato el presidente lucía sereno,
autosuficiente y autoritario (a nadie se le ocurría interpelarlo, y él no tenía
la necesidad de pronunciarse sobre nada), al final se le veía desencajado,
irascible y defendiendo como gato boca arriba sus políticas y decisiones. Y qué
decir de ahora, cuando lo vemos fuera de sí, botando espuma por la boca, ante
la patente posibilidad de una salida negociada a la guerra: cuando hay
necesidad de mostrarse tan vehemente respecto a ciertos asuntos es porque se
resquebrajan peligrosamente las talanqueras que se han levantado.
En ese orden de ideas,
Santos tiene la posibilidad de lograr la síntesis que sugiere el devenir
histórico y que mencionábamos más arriba: puerta abierta a la negociación sin
descuido militar. Lamentablemente, a
cambio de la imagen de gran estadista que él cree proyectar, al presidente
siempre lo he asociado con el abogado protagonista de la cinta El abogado del Diablo, quien, teniendo
todo de su parte para materializar sus virtuales triunfos, sucumbe ante la
antítesis de la racionalidad del hombre: la primitiva vanidad (“vanidad, mi
pecado favorito” dice en la última línea de la película Al Pacino, en labios de
la encarnación del demonio, John Milton). Esperemos que Santos anteponga el
futuro de todo un país a su afán de portadas de revistas internacionales y pase
de la retórica demagógica a la acción.
Y esperemos, también, por el
bien de todos, que Hegel haya tenido razón.