jueves, 20 de septiembre de 2012

LAS TORRES GEMELAS Y EL NÚMERO 11 (Y EL NÚMERO 7, Y EL 8, Y EL 9...)


Pitágoras debe estar revolcándose en su tumba por la cantidad de estupideces en las que ha derivado la incipiente ciencia de la numerología que dejó a su muerte. Con motivo de un nuevo aniversario de los ataques del 11 de Septiembre de 2001, y mientras esperaba para abordar mi vuelo retrasado, recibí una cadena de e-mails suscrita por alguien que dice estar aterrado, con los pelos de punta (se erizó), debido las desconcertantes relaciones entre los lamentables hechos ocurridos ese día en E.E.U.U. y el número 11. No sabe uno si quienes se dedican a elaborar esas aparentemente intrincadas relaciones son avivatos de pura raza o desocupados profesionales, pero lo cierto es que logran engrupir a más de un incauto que más tarde confirmarán su ingenuidad engrosando la cadena o publicando el texto correspondiente en alguna de sus redes sociales.
Según la inquietante teoría, el nombre de la ciudad, New York City, tiene 11 letras, al igual que Afghanistan, Ramsin Yuseb (el terrorista que amenazó con destruir las Torres Gemelas en 1993), George W Bush. Pero además, New York es el estado numero 11; el primer avión que se estrelló contra las Torres Gemelas fue el vuelo número 11 que, por cierto, llevaba 92 pasajeros (9 +2=11); el vuelo número 77 también se estrelló contra las Torres Gemelas, y llevaba 65 pasajeros. (6+5 = 11); la tragedia sucedió el 11 de Septiembre, o mejor dicho 9/11 (9+1+1=11); la línea de emergencias en Estados Unidos es 911 (9+1+1 =11); el número total de víctimas dentro de todos los aviones fue de 254 (2+5+4= 11); el 11 de Septiembre es el día 254 del calendario (otra vez 2+5+4=11).
Y, por otro lado, aunque también relacionado, las explosiones de Madrid sucedieron el día 3/11/2004 (3+1+1+2+4= 11), exactamente 911 días después del incidente de las Torres Gemelas (9+1+1=11). Finalmente el mensaje cibernético reta a su destinatario a escribir en una hoja del programa computacional word el código Q33 (correspondiente a uno de los vuelos involucrados), sombrearlo y asignarle el tipo de letra wingdings; si se siguen las anteriores instrucciones, aparecerán, en la hoja de word, íconos que representan a un avión dirigiéndose a dos figuras que podrían pasar por edificios.
Confieso que todo eso, que parece una arcana conspiración digna de una cofradía de poderosos espíritus del mal, habría llegado a erizarme a mí también, si no fuera porque, durante los quince minutos de retraso de mi avión, y para pastorear el aburrimiento, no hubiera confeccionado mi propia teoría numerológica (debo aclarar que ese día era 11 de Septiembre, y mi mayor miedo en ese momento no era ningún agüero relacionado con los incidentes de Nueva York, sino la borrachera que podían tener pilotos o controladores aéreos por el triunfo de la selección Colombia ante Chile).
Contaba, como digo, con no más de quince minutos, así que no podía entretenerme en minucias acerca de cuál iba a ser el número que me convenía para estrenarme como Nostradamus de sala de espera; así que escogí el 7, que era el número que correspondía a mi sala. Inmediatamente noté que el estado donde se produjeron los ataques tiene 7 letras: New York. Además, con una mirada rápida en Wikipedia, supe que es el 7mo estado más densamente poblado de E.E.U.U. Y si bien Afganistán no tiene 7 letras, si que las tiene “Al-Qaeda”, una referencia más precisa de los atacantes. Al igual que “Husseim”, a quien conocemos más que al tal Yuseb que mencionan en la cadena, para no hablar de “talibán”, que también tiene 7 letras. Y más que las 11 letras del zoquete de George W. Bush, a E.E.U.U. lo defendieron los bombardeos del 7 de octubre de 2001 sobre las ciudades afganas de Kabul, Jalalabad y Kandahar.
Entrando ya en materia de aviones, vuelos y pasajeros, la palabra “Airline” tiene 7 letras; el primer avión llevaba 92 pasajeros (sí: 9+2=11, pero también 9-2=7); el vuelo que llevaba 65 pasajeros era el número 77 (a falta de uno tenemos dos sietes); todo ocurrió el 11de septiembre, o mejor dicho 9/11 (9-1-1=7); el número de emergencias en E.E.U.U es 911(9-1-1=7); el número total de víctimas en los aviones fue de 254 (-2+5+4=7); el 11 de Septiembre es el número 254 del año (-2+5+4=7). Los atentados en Madrid ocurrieron en marzo de 2004, o bien 03/04 (3+4=7), exactamente 911 días después de los atentados de las Torres (9-1-1=7). Recordé, además, que hacia la mitad de la tarde del día de los atentados en NuevaYork se derrumbó misteriosamente un edificio del Complejo del World Trade Center -conformado por 7 edificios- que no fue alcanzado por ningún avión; era conocido como “El edificio número 7″ (ahí sí me ericé). También que las 7 letras iniciales que componían el nombre del edificio que iba a reemplazar a las Torres Gemelas (“Freedom”) fueron sospechosamente cambiadas por las 3 de  “One”, su nombre actual.
Finalmente advertí que los objetos involucrados (los 4 aviones, las dos torres y el edificio del Pentágono), suman 7, y que “septiembre”, como lo indican sus cuatro primeras letras, era el mes número 7 del calendario romano (al remitente del mensaje se le pasó la siguiente relación: noviembre, el mes 11 de nuestro actual calendario gregoriano, era el mes 9 en el romano, como lo indican sus tres primeras letras; y, entonces, 9 y 11: 9+1+1 =11; o 9-1-1=7).  Lo cierto que mi profecía de aeropuerto resultó incluso más completa que la basura que acababa de leer (sólo por curiosidad, cambié el tipo de letra “wingdings”, que había resultado en el avión y los dos edificios, por “wingdings 2”: resultó una equis, como las que ponen en los colegios para señalar que lo que uno puso es una estupidez, y dos botes de basura). Pensé, entonces, que con un poco más de tiempo cualquiera podría asociar la secuencia de Fibonacci con las fechas más importantes de la vida de Suso “El paspi”.
Lo anterior sólo demuestra que se pueden diseñar decodificaciones por encargo sobre todos los asuntos de la vida; al fin y al cabo todo lo podemos contar (“las cosas son números” decían los pitagóricos), agrupar como mejor nos convenga y empezar a hacer asociaciones numéricas. O bien siempre es posible encontrar que dos conceptos guardan similitudes entre sí en culturas diferentes. O los vocablos que los designan se asemejan en su pronunciación o en su grafía entre los miles de dialectos e idiomas que en el mundo han sido.
Con los recuerdos todavía frescos de los programas radiales de esa mañana, en los que trataban de encontrar relaciones esotéricas entre el partido de fútbol del día y el golpe de Estado a Salvador Allende, y entre la paz de Colombia y los triunfos deportivos, quise encontrar el calificativo adecuado para definir al idiota que envía esas cadenas de mensajes y al tonto que las cree. Obviamente, debía encajar con todo el espíritu de la profecía del 7 que acababa de descifrar. Entonces, a la manera de un crucigrama: “persona alelada, poco inteligente; que molesta haciendo y diciendo tonterías”, 7 letras: imbécil.

@samrosacruz

BOLERO CARIBE


Así como en Le Boléro de Ravel, en el que una continuada y persistente adición de instrumentos va llenando y dando una forma siempre diferente a una misma melodía repetitiva e idéntica a sí misma, las decenas de culturas que fueron colmando durante siglos esta región mágica del Caribe colombiano moldearon las bases vernáculas de lo que somos hoy: un mosaico de civilizaciones unidas, principalmente, por una armoniosa forma de ser de abundante contenido musical. Ese es el mensaje que, con variable éxito, logra transmitir el, por muchos motivos, sorprendente Museo del Caribe de Barranquilla, al que tuve la oportunidad de visitar la semana pasada.

Sorprendente en primer lugar por lo majestuoso de su edificación; diseñada por el brillante arquitecto ítalo-barranquillero (¿lo ven?) Giancarlo Mazzanti Sierra, la modernísima construcción contrasta asombrosamente bien con el venerable mundo de Macondo que exhibe en su interior. Mundo que obviamente se inaugura con su principal notario: no bien se entra al museo y las oportunas instrucciones del personal a cargo -segunda sorpresa agradable de la jornada- llevan al visitante a la sala de redacción de El Heraldo (¿El Universal?) de los años cuarenta, donde Gabo escribió sus primeros reportajes y artículos de opinión.

En una media luz que transporta, son presentados, a través de una más que aceptable tecnología audiovisual, fragmentos de cuentos y novelas de Gabo, así como representaciones interactivas de algunas escenas de sus obras: mientras se escuchan las desventuras amorosas de Florentino Ariza, o la enumeración minuciosa del copioso testamento de la Mamá Grande, puede que todas las hormigas del mundo, en forma de luces anaranjadas, ataquen por los cuatro costados al espectador.

Superada la resistencia a abandonar un salón en el que cualquiera podría pasarse la eternidad oyendo una y otra vez la prosa más poética del universo, se desciende (lo de Gabo está en el último piso) a la sala de la naturaleza, donde se pretende, a través de impactos sensoriales que están lejos de ser magistrales, dar una idea de la exuberancia de la vida silvestre del Caribe. Esta sección, aunque tal vez no la agoté debidamente, me pareció floja: tantos manatíes que lloran con voces de mujer desolada, tantos caimanes con ascendencia humana, tantas barracudas berracas de ojos azules, tantos chivos arrechos ameritan algo más que un par de vídeos y fotogramas, por grande que sea la pantalla donde se proyectan.

De ahí se pasa a la sala de la gente, donde mejora un poquito la experiencia respecto de la sala anterior. Vídeos personalizados en los que se escoge alguna de las etnias que componen al Caribe (zenúes, koggis, arhuacos, wayúus….), y que -tercera sorpresa- funcionan sin contratiempos técnicos, ilustran acerca de las costumbres y tradiciones de cada uno de esos grupos humanos. No obstante, y sin ser ningún experto en el tema ni mucho menos, me extrañó la escasa referencia negra -palenqueros-, máxime si tenemos en cuenta que Cartagena fue uno de los principales puertos negreros de toda América. Si bien tal vez no existieron asentamientos de aldeas africanas particulares en el Caribe colombiano (un asentamiento exclusivamente Yoruba, por ejemplo), bien valdría la pena un vídeo sobre los orígenes africanos particulares que después, en suelo caribe, derivaron en el sincretismo de todas esas aldeas africanas, más diferentes entre sí –lingüística y culturalmente hablando- de lo que se cree.

Los vídeos reportan a unos indígenas demasiado tristones para ser los ancestros del imaginario impetuoso y bullanguero del caribeño actual. Pero hasta los palenqueros aparecen un poco aplacados y aburridos en su respectivo documental. Puede que haya faltado el ingrediente blanco, que al fin y al cabo aportó el acordeón, el instrumento más alegre de los tres que componen esa metáfora del sincretismo cultural colombiano que es la música vallenata. Porque de lo que no hay duda es de que el ser caribe es algo más que indios y negros: españoles, hebreos, árabes, italianos, franceses, gringos, alemanes, y otros que se dieron citas seculares en la costa Caribe colombiana, y que tarde o temprano terminarían bailando La pollera colorá, bien merecían al menos un vídeo que los agrupara a todos. Al fin y al cabo todos somos notas de ese hermoso bolero caribe.

Donde se mejora sustancialmente el recorrido es un nivel más abajo, en la sala de la palabra: fragmentos escritos en grandes caracteres de los mejores prosistas costeños  y audios de una exquisita selección de poemas (algunos de viva voz de sus propios autores) dan cuenta de cuán diversos son los ingredientes que componen el sancocho humano de la región: desde la huella árabe de Gómez Jattin o Sánchez Juliao, hasta los ancestros negros de Zapata Olivella. Grabaciones con la voz de los mamos indígenas, perorando sobre lo divino y lo humano, terminan de sazonar el plato.

Después viene la sala de la acción, que da una idea de cómo se forjaron las diferentes poblaciones de la zona, desde las rancherías guajiras hasta la pujante Barranquilla de finales del siglo XIX y principios del XX. El escaso tiempo que por razones ajenas a cualquier consideración de calidad le dediqué a esta sala (mi faceta de Herodes no soportó la tumultuosa invasión de los niños de un colegio local), no me permite tener los elementos de juicio necesarios para opinar al respecto.

Finalmente, y como era apenas obvio, se llega a la sala de la expresión, la que contiene las mayores sorpresas. Para empezar, no sé si aplaudir o criticar la casi total ausencia del manoseado lugar común del carnaval de Barranquilla como referencia explícita. Dada la importancia -cada vez más creciente- de esa fiesta en el panorama nacional, y dado el hecho de que el museo está ubicado precisamente en esa ciudad, pensé que el montaje, que se adivina al ver una constelación de vídeo beams instalados en el techo, iba a tener una alta a dosis de carnaval de Barranquilla, con su música explosiva y su colorido de paraíso tropical.

Pues no: la muy buena idea de la producción, en la que van apareciendo músicos y bailarines de tamaño natural sobre el fondo negro de las paredes, tropieza con la lánguida -casi torpe- selección de dichos temas, y con la tiesura de muchos de los bailarines. En ese momento prácticamente confirmé la sospecha que tuve durante casi todo el recorrido: una probable intervención cachaca en la dirección y montaje del museo. (Catastrófica, cuando de cuestiones caribes se trata. Hay que proteger a la costa atlántica de las delirantes ínfulas caribes rolas -ya teníamos suficiente con los caleños-. Para el que quiera entender mejor el fenómeno, le transmito lo que repite mi papá cada vez que los rolos se autoproclaman campeones mundiales de la rumba en las secciones de entretenimiento de los noticieros: “los cachacos se morirían de la felicidad de que les pasara un huracán por Bogotá, para así sentirse caribes”).

Diríase, por las manifestaciones artísticas y culturales presentadas en el museo, que somos un pueblo de lamentos y de músicas a un tono de ser lúgubres. Yo esperaba en la última sala un excelente sonido (el que hay es bastante opaco), y una selección de lo más sabroso del vallenato, del porro, del merecumbé, de la cumbia; con los vídeo beams proyectando comparsas carnavalescas, llenas de color,  con miles de mulatas meneando las nalgas hasta que se les rompiera la cintura, para que al final no quedara otra alternativa que correr a tomarse un ron en el bar que debería tener el museo (sí hay, en cambio, un restaurantico donde me dejé caer, esófago abajo, un exquisito mote de queso y una suculenta palangana de fritos).

Sin embargo, la mayor sorpresa -afortunadamente para bien- corrió por cuenta de los mismos niños que precipitaron mi retirada de la sala de la acción, y con los que coincidimos, también, en la función de la sala de la expresión. Durante los pocos chispazos de buena música, en los que se alcanzaba a presentir el inigualable swing caribe, los niños, espontáneamente y sin la sugerencia de ningún adulto, improvisaron un baile alucinante, con una soltura, un desparpajo y una gracia que cualquiera que hubiese visto solamente ese baile, y nada de lo que se exhibe en el museo, se habría hecho una idea tan exacta de lo que es la cuestión caribe que ni un millón de museos o tratados socio-culturales serían capaces de mostrar ni en mil años.

A estas alturas habrá quien se pregunte por qué, si la música es, en mi opinión, un factor aglutinador de tanto peso en la prodigiosa mezcolanza humana del Caribe, escogí para el título un ritmo tan alejado del temperamento bullicioso y alegre que tanto reclamo a lo largo de todo el artículo. La respuesta es de una simpleza reveladora: a diferencia de otras zonas en las que los muy caribes boleros (son originarios de Cuba)  sólo se oyen, en el Caribe  terminan, inexorablemente, bailándose; y una noche de boleros en Barranquilla, con el intérprete adecuado, no es nada diferente a una noche llena de ritmo y paroxismo.
Si no me creen, pregúntenle a Nelson Pinedo, ese inmortal bacán caribe.

@samrosacruz


EL PRINCIPUCHO


Prefiere ser temido que amado (“le rompo la cara, marica”), apegado, como es, a las -seguramente para él- infalibles instrucciones maquiavélicas. Así es Álvaro Uribe, uno de los muchos problemas que, con los años, se nos han ido sumando a los colombianos. Es un problema menor (como las fastidiosas alarmas de los carros, que nunca anuncian la inminencia del robo, sino el tropezón involuntario del peatón), cuya única función es molestar, si nos limitamos a los delirios cotidianos en su cuenta de tuiter, o a los discursos destemplados de sus conferencias itinerantes. Pero es un problema mayor cuando usa el remanente de influencia en la opinión pública que aún le queda para intentar sabotear otra posible solución al problema más grande de la historia del país e insiste en la única que él concibe: la guerra.

Aquélla otra solución  que tiene la fuerza para reencaucharse una y otra vez, a pesar de que una y otra vez padece de una impopularidad sin competencia: la salida negociada al conflicto bárbaro que vivimos desde hace cincuenta años tiene la virtud de que, luego de ser vista en repetidas ocasiones, a través de diferentes momentos históricos, como una insensatez, siempre regresa rodeada de un aura de esperanza, suficiente para que, como colombianos, estemos dispuestos a hacer borrón y cuenta nueva; nadie quiere que esta carnicería de pesadilla se prolongue indefinidamente.
Bueno: “nadie” es una exageración que, dadas las despreciables cantidades -en número- de opositores a la paz, bien podría no serlo. El problema es que el poco poder cuantitativo de esos opositores -la criminal plutocracia colombiana en pleno- se ve aplastado por el enorme poder cualitativo del que éstos gozan: altos mandos militares corruptos, potentados mercaderes de la guerra y de la muerte, mafiosos, narcotraficantes y gamonales políticos viven de que nosotros, los demás, vivamos bajo el signo de caín: masacrándonos unos a otros para que ellos despilfarren a placer sus vidas mezquinas, egoístas y superficiales.
Y para lograr tal fin han estado, están y estarán dispuestos a servirse de cualquier medio, incluyendo magnicidios y atentados terroristas. Pero mientras pudieron usar a un idiota útil -démosle a Uribe ese dudoso beneficio de la duda-, a un energúmeno fanático de la guerra y convencido de la venganza, que los representara en el remedo de democracia en el que estamos inmersos, lo usaron. Claro, su canallada quedó, así, una vez más, legitimada. Y el ídolo de barro, el tótem transitorio, convencido a sí mismo, estuvo dispuesto a demostrar su supuesta omnipotencia empleando desde su amenazante estrategia intimidante y temeraria, hasta las macabras tácticas de falsos positivos cometidos a unas espaldas suyas de incierto punto ciego.
Lo único que evitó que el anterior escenario continuara fue que esa misma plutocracia decidió que listo, que hasta aquí te trajo el río paisita cascarrabias (habrían seguido modificando articulitos de la constitución o habrían cerrado cortes y congreso de haber sido necesario), y montó en el caballo (vaya que sí funciona esa metáfora en este caso) a otro de los suyos, pero de refinados modales. Con tan mala suerte que se tropezaron con el Narciso de la política, quien, no teniendo ya baúles donde acumular más plata, abolengos y condecoraciones sobre pedido, resolvió compensar  -superando por obra de la fuerza mayor la atávica indolencia de su clase- la carencia de una de las pocas cosas que una cuna de oro no puede proporcionar en este país: la trascendencia.
Fue así como Santos nos embarcó en esta nueva aventura negociadora -que ojalá por fin llegue a buen puerto, a pesar de su origen casquivano- y el principito de Antioquia, el eterno niño berrinchudo que se niega  a su vejez de poder, fue bajado del caballo, dejando -al contrario del entrañable personaje de Exupéry- miles de preguntas sin responder. Y mientras Santos nos entrega de carambola una esperanza, con un extraño color maquiavélico, en el que la paz es un mero medio para sus fines vanidosos, Uribe se encarga de enfocar esa misma máxima maquiavélica desde un ángulo bastante particular.
Porque aún si le concedemos a Uribe la presunción de inocencia sobre los falsos positivos y sobre las decenas de escándalos de corrupción de su gobierno, aún si suscribimos la tesis del idiota útil de la plutocracia, aún si ignoramos el tono envidioso de sus críticas a la iniciativa santista (“estaba cantado”), aún si hacemos todo eso, todavía nos queda un loco furioso obsesionado con la riña, con la pendencia, con la pelea. Un orate agresivo para quien sus exclusivos medios guerreristas para arreglar cualquier asunto de la vida justifican los fines, sean éstos cuales sean: no es algo que lo desvele a él el hecho de que esta enorme hacienda bananera llamada Colombia finalmente se arregle o se termine de joder.

@samrosacruz