Llenas, como están, de contradicciones en los discursos de uno y
otro partido, las elecciones de Estados Unidos, como se ha repetido
insistentemente estos días, son un hecho que traspasa fronteras y concierne a
buena parte de la humanidad. Precisamente por esas contradicciones, es difícil
simplificar las posiciones: algunas corrientes republicanas, por ejemplo,
cuando hablan de mercado y políticas sociales, esgrimen argumentos libertarios
que limitan la intervención del Estado a su función gendarme, pero al mismo
tiempo, y sin que se les tuerzan los tobillos, cuando se trata de aborto y
consumo de drogas sí les parece que la intromisión del Estado es buena idea.
Exactamente lo contrario hacen algunos demócratas.
Por eso, entre otras cosas, es que se
tornan caóticas las discusiones que enfrentan a republicanos y demócratas tanto
en Estados Unidos como en otras partes del mundo, donde también se sienten -nos
sentimos- con derecho a opinar sobre el futuro del país más influyente. Algunas
de ellas se dan con protagonistas obvios: blancos ricos que apoyan al partido
republicano; negros pobres que apoyan al demócrata. Pero otras variaciones -de
entre muchísimas, hoy multiplicadas por las redes sociales- enfrentan a
protagonistas no tan obvios; y pueden resultar extrañas, bien porque sus
interlocutores son miembros de una misma minoría, pero con ópticas opuestas de
la vida, o bien porque -además- esas personas ni siquiera viven la misma
experiencia: uno de ellos puede que exprese su opinión desde su domicilio en
Colombia, mientras el otro dé su visión de la situación desde Estados Unidos,
donde reside.
En medio de todo este caos de opinión, sin
embargo, no es difícil detectar un lugar común: hay gente que simplemente no se
explica cómo algunas minorías pueden todavía apoyar al excluyente Partido
Republicano. Confieso que hago parte de ese grupo; y por la complejidad
inabarcable de la situación me atribuyo la alegre licencia de clasificar a las
minorías indignadas con la vocación de asistencia social del gobierno de Barack
Obama en dos tipos: el de los desesperados y el de los ilusos.
El grupo de los desesperados es, a mi
juicio, hasta cierto punto entendible; se trata de integrantes de minorías de
clase media, trabajadores de sol a sol, que deben lidiar a diario con la carestía
de los productos y los agobiantes impuestos. Es gente honesta en términos
generales, que ve desde una posición sánduche cómo el fruto de su trabajo se
escurre hacia la garganta insaciable de los ladrones de cuello blanco y -vía
asistencia social- hacia la cómoda barriga de los sectores perezosos, vagos e
irreponsables que se encargan de suscribir la mala fama del resto de las clases
bajas. En medio de tamaña diferencia entre sus adversarios, los desesperados
optan por apoyar al Goliat de clase alta (¿quién podría contra, digamos, la
plana mayor de Lehman Brothers?) y enfilársela al David de los hábiles
haraganes. Así se resuelve la triste encrucijada de los desesperados.
Los ilusos, en cambio, da la impresión de
que quisieran exorcisarse a sí mismos a través del apoyo a los sectores más
recalcitrantes del partido republicano. Es como si su particular posición
política los pusiera por encima de sus congéneres por el simple hecho de
expresarla; y, a juzgar por el tono a que han llegado ciertas riñas verbales,
pareciese que a mayor vehemencia con que expresasen dicha posición de apoyo,
más por encima creyesen estar, sin importar que su propia situación de
exclusión en la sociedad no se mueva un ápice (al menos en el sentido
beneficioso). Fenómeno que, inevitablemente, recuerda al Tío Tom, aquel esclavo
negro que, salvo por su temperamento totalmente pacífico para con todos
-incluso sus congéneres-, comparte con los ilusos su curiosa posición:
agradecimiento para con sus esclavizadores, lealtad a sus propietarios,
sumisión incondicional.
En esta frustrada cabaña del tío Romney,
entonces, no sólo pensaban seguir medrando los miembros de las minorías que por
azares de la vida han logrado torcerle el cuello a la bestia de la exclusión,
sino que pensaban vivir su dorado sueño americano todos aquellos suplicantes
perpetuos de indulgencias al prototipo WASP: minorías vergonzantes que
despotrican de las políticas sociales e incluyentes propuestas por corrientes
demócratas y la toman contra sus iguales en los más variados aspectos: mujeres
que se afanan por demostrar que sí, que yo soy mujer, pero no soy tan puta como
esa; gays que aclaran que cómo no, claro que lo soy, pero no tan loca como
aquel; latinos que confiesan que, ni más faltaba, nací en sudamérica, pero no
soy tan corroncho como el de más allá. Es decir: soy diferente, pero un poco
más parecido a ti, oh gran Dios blanco anglosajón: acéptame por favor.
Y en esa eterna carrera de lambonería y
babas, los ilusos -y también, en su penosa situación, los desesperados- se
olvidan de que no todos los beneficiarios de la asistencia social son vagos y
vividores, sino que hay gente muy desfavorecida social, intelectual y
económicamente; gente alejada del tipo macho-alfa; gente que, por sus escasas
oportunidades, está en abierta desventaja frente otros; gente que necesita un
poco más del concurso del resto de la sociedad para salir adelante, tal como,
dicho sea de paso, también lo necesitó hasta el más poderoso de esos
machos-alfa. O piénsese cuál habría sido la suerte del pelmazo de George W.
Bush si hubiera nacido en la edad de piedra. Esa es la reflexión de igualdad y
justicia a la que, desde hace décadas, nos llevó el filósofo político
estadounidense John Rawls: “¿cuáles serían los principios con los que
estaríamos de acuerdo en una situación inicial de igualdad?” * ¿Sería Romney
igual de enemigo de la asistencia social si hubiese sido negro, hijo de madre
soltera, y nacido en un barrio deprimido de Detroit?
Ilusos y desesperados argumentarán que de
malas, que la vida es así. Y aunque no tenga mucho sentido (la vida sigue
siendo así también para muchos de ellos, a pesar de sus furibundas posiciones
políticas), ese argumento tiene el mismo derecho de ser planteado. No obstante,
parece más inteligente -y ético y sensato- mirar las cosas en su conjunto. De
acuerdo: mucho dinero público se va para la asistencia social. Pero se trata de
la economía más poderosa del planeta, así que debería alcanzar para eso y más.
Lo que ocurre es que otra gran parte -quizás mayor- del dinero público -e
incluso del privado- se va en socializar las pérdidas de poderosos banqueros
que antes ya se habían apropiado de las utilidades. O en el descomunal gasto
militar, encaminado a cubrir guerras que sólo benefician a una minúscula
minoría; la única minoría victoriosa de las ideas republicanas extremistas: el
1% de los más ricos que posee el 35% de la riqueza total del país. En
contraste, no parece muy sensato (aunque sí más fácil) preferir que un dinero
que de todos modos se “perderá” vaya a los bolsillos de unos que lo tienen todo
y no a las mesas de otros que no tienen nada.
En cualquier caso es esta una controversia
de grandes complejidades, que abarca premisas libertarias y conceptos de
igualdad y justicia que ponen a dudar hasta a los más agudos pensadores
políticos. Lo menos -y quizás lo más- que podemos hacer el resto es orientarnos
con las bases que nos ofrecen medios serios de información: al fin y al cabo,
como dije al principio, lo que pase en Estados Unidos es un asunto que termina
por concernirnos a todos porque, en últimas, es el futuro del mundo el que está
en juego. Y buscando entre titulares de varios medios internacionales al día
siguiente de las elecciones gringas, me encontré con uno en la página web de la
emisora más escuchada por la clase dirigente colombiana (La W) que, sin duda,
ayuda mucho como punto de partida. Según pudieron establecer perspicaces
observadores de La W “Michelle Obama repitió vestido en la noche de la
reelección”.
The
rest is silence.
@samrosacruz
*
Justicia, Michael Sandel