jueves, 27 de diciembre de 2012

EL PARTO DE LOS MONTES


Como en la fábula famosa, después de diez estruendosos años los colombianos asistimos al parto resultante del contubernio entre las montañas de popularidad de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Pero en lugar de los prodigiosos fenómenos de paz, desarrollo y prosperidad que se presagiaban, el ruidoso trabajo de parto está por entregarnos, una vez más, un mísero ratoncito subdesarrollado.
Ningún presidente del último medio siglo ha gozado de la popularidad lograda por estos dos. Y, sin embargo, tan inusual patrimonio político sólo ha servido para que ingresemos al detestable club de países cuyos ciudadanos viven orgullosos de la figura presidencial, así esté encarnada por un cretino profesional. Si no estamos peor, por lo menos estamos igual que hace treinta años -inequidad social, violencia y corrupción a la orden del día-, con la diferencia de que entonces el presidente era tratado por la opinión pública como lo que era: como un imbécil. Un imbécil que anunciaba la disminución de la corrupción a sus justas proporciones. (No sé por qué dicen los científicos que la humanidad es cada vez más inteligente; tal vez nunca se han hecho pruebas en Colombia)
Hoy, en cambio, y para sólo referirnos a uno de sus pecados veniales, un tiranuelo arrogante, empeñado en sostener durante ocho años a un inepto como titular del Ministerio de Transporte -clave para enfrentar los retos del mundo globalizado-, deja anclado al país en el siglo XX y, sin embargo, termina siendo considerado héroe nacional, prócer de la patria (“Orgulloso de my president”, se podía leer permanentemente en las redes sociales durante sus dos oscuros cuatrenios). No habría espacio suficiente aquí para mencionar los múltiples escándalos de corrupción que salpicaron a sus dos administraciones.
Un charlatán encopetado, por su parte, se dedica desde el primer día de su mandato a tomar decisiones a bandazos, apoyándose en los oportunos consejos de las encuestas. No obstante, a la opinión pública le toma dos años largos castigar a quien sólo está interesado en llevar a cabo el vanidoso plan de su gloria personal (para el cual ni siquiera tiene una estrategia razonable). Pero lo más elocuente es el hecho de que el desplome en la imagen presidencial no se produce, como debería ser, por la inoperancia gubernamental, sino por la tontería nacionalista de la pérdida de un pedazo de mar territorial, asunto sobre el que, por lo demás, el grueso de la población no tenemos la menor idea.
Supongo que ahora vendrán las habituales cortinas de humo (ya empezaron las de corte guerrerista: tituló recientemente El Espectador: “Denuncian hostigamientos de Armada colombiana en meridiano 82″ y “Santos insistió en que no aplicará fallo de La Haya…”). Y gracias a ellas, de acuerdo al comportamiento histórico de nuestra lamentable opinión pública, las encuestas volverán a subir. La baja de algún sustituible comandante guerrillero (todos lo son), una vez se rompan los frágiles diálogos de La Habana -o antes, si es necesario-, harán el resto. Lo malo es que “el resto” implica incluso la posible reelección de Santos, quien aprovecharía esa segunda oportunidad para hacer algo (cualquier cosa: “el presidente que mató a más cabecillas de las FARC”) que le garantice aparecer con página ampliada en los libros de historia. Mientras el país se cae a pedazos.
Porque no es acallando, espiando, satanizando a la oposición, como ocurrió durante el gobierno de Uribe Vélez, que se consigue una democracia moderna capaz de asegurar el bienestar social. No es haciendo anuncios faraónicos que no terminan en nada, como ha sucedido durante toda la administración Santos Calderón, que se logran las condiciones de equidad social que necesita el país para librarse del lastre que le impide despegar económicamente -y que es la semilla de tantos problemas de orden público-. Tampoco es mediante las alharacas demagógicas de creación de empleo de los últimos diez años -que no son otra cosa que legislaciones al servicio del gran capital y en contra de la clase media- como se afianza el tejido social que puede sacarnos de la barbarie ancestral que padecemos.
Y mucho menos la solución es -como también viene sucediendo desde que Uribe y Santos, a pesar de sus conocidas diferencias personales, gobiernan el país- aumentando ad infinitumel presupuesto militar. Tal vez la solución sea, como decía Barco Vargas, a través de la sana fórmula de poca paja y mucha acción. Fórmula que al año de su gobierno -según artículo de la época escrito por Daniel Samper Pizano- Barco apenas cumplía a la mitad: poca paja. Lo cual fue suficiente para que la opinión pública se lo cobrara.
En contraste, el funesto binomio Uribe-Santos ha logrado la aceptación de las mayorías sin hacer nada diferente (con excepción del hábil manejo de su propia imagen) al resto de sus antecesores en el último medio siglo. Obviamente, las crecientes pauperización intelectual y superficialidad de la población -indiferente a su propio futuro, y mayoritariamente interesada en ver realities televisivos y en adquirir estatus mediante la compra de accesorios superfluos- son constantes que han permitido la formación de esta infame ecuación, en la que a mayores anuncios y expectativas, peores resultados.
Consecuentemente, las por fin un poco melladas montañas siguen con su -cada vez mayor- estrépito populista; pariendo año tras año el fruto de su tormentosa relación, que, para infortunio de todos -menos de ellos y de sus secuaces, los grandes capitalistas- invariablemente resulta en un diminuto mamífero de cola y bigotes.
Un insignificante ratón subdesarrollado de alcantarilla.
@samrosacruz

miércoles, 5 de diciembre de 2012

ORDÓÑESE DE LA RISA


“Senadores y senadoras: muchas gracias por su independencia”. La anterior frase, con la que el procurador Ordóñez celebró su reelección, da risa. Y no pasaría de ser uno más de la maratón de chistes (tal cual aquella que protagonizó otro Ordóñez, el comediante, 20 años atrás) a la que el funcionario nos tiene acostumbrados, si no fuera porque éste chiste inaugura cuatro años más de chistes cínicos (como que él es el tipo más democrático de Colombia). Y de todo tipo, entre los que sobresalen los chistes tenebrosos, que no son otros que aquellas declaraciones y medidas descaradas del procurador en contra de las minorías a las que, de acuerdo a sus funciones, debería defender. Y ahí sí ya no da tanta risa. Más bien da miedo.
Tratando de darle sentido a la frase –suponiendo que hablaba en serio- creo que la única explicación es que ésta quedó coja: “Senadores y senadoras: muchas gracias por su independencia (de los votantes)”. De esta forma podría tener más sentido, pensé. El procurador estaría agradecido de que los senadores hubiesen hecho caso omiso del clamor popular en contra de su reelección y, en cambio, hubiesen resuelto a votar en masa por él. Como efectivamente sucedió.
Pero un análisis más profundo me dice que no; que no hay tal clamor popular: los sesgos que habitualmente gobiernan nuestras mentes nos hacen creer que un puñado de progresistas y gente medianamente culta, que se manifiestan en las redes sociales, son los votantes. No: si nos vamos al grueso de los votantes, a la masa, encontraremos que la mayoría ignorante e intolerante sí está de acuerdo con el procurador: que la mayoría desprecia a los negros, subestima a las mujeres y odia a los homosexuales.
Lo anterior, sin embargo, no implica que los honorables senadores hayan sido consecuentes con sus votantes: se trata de un simple caso de coincidencia entre la conveniencia de garantizar la impunidad de sus fechorías y los delirios medievales de buena parte de la población colombiana y del procurador (y de su voraz apetito clientelista, demostrado por columnistas de la talla de Daniel Coronell). No les doy a los senadores ni siquiera el beneficio de la duda: no se lo merecen.
Tampoco el hecho de que buena parte de la población comparta esas ideas con el procurador supone que, en ese caso, no hay nada que debatir, puesto que la mayoría estaría de acuerdo en que esas minorías deben permanecer oprimidas. Son las trampas de la democracia en las que no hay que caer: convengamos en que hablamos de democracias modernas, en las que se invocan los Derechos Humanos y otros avances de espíritu liberal para la confección de las leyes. Por lo tanto, en cualquier nación moderna, no parecería exagerado calificar moralmente de criminales –así sólo sea de palabra y omisión- a todos aquellos que pretenden la perpetuación de las condiciones de inferioridad en las que actualmente viven muchos grupos humanos.
Y esos criminales no sólo comprenden a los villanos habituales (políticos, plutócratas, oligarcas), sino también a –digamos- mujeres pobres de mediana edad que esgrimen atávicas ideas religiosas con las cuales se autoexcluyen. En cierto sentido son víctimas, sí, pero eso no las excusa de su conducta criminal (literalmente, a la luz de nuestras leyes colombianas actuales, lo es: ahora no estoy siendo moralista). Somos homo sapiens, no el perro de Pavlov.
A los integrantes de esa gran masa medieval y corrupta, compuesta por la fauna que describí antes, los impulsan diferentes motivaciones para actuar así. Pero lo único cierto es que su punto de encuentro se da en las increíbles intolerancia hacia grupos humanos inofensivos y tolerancia hacia un modelo de Estado mafioso que perjudica a casi todos. Un modelo en el que las tres ramas del poder, en una maléfica relación de interdependencia, se guardan las espaldas unos a otros, despojando de sentido a los sistemas regulatorios de contrapesos.
Fue así como los tres poderes se amangualaron para apoyar la causa criminal de la reelección del procurador. Las Cortes -por su lado- interesadas en su cuota clientelista. El presidente (confieso que debía declararme impedido de opinar acerca de semejante payaso: ya la cosa pasó de “only business” a personal), interesado en quedar –como siempre- bien con todo el mundo, pero sobre todo con el Congreso. Y éste último interesado en garantizar, como dije antes, la impunidad de sus fechorías; ¿y qué mejor manera de hacerlo que comprometiendo a su propio investigador, quién, a su turno, está ávido de poder para -aparte de imponer su reino de oscuridad- aprovechar las suculentas cuotas burocráticas? (También lo denunció Daniel Samper Pizano en su artículo El procurador: de fanático a corrupto).
El acuerdo tácito no podría ser más recíproco y conveniente: yo elijo, tú investigas; yo (no) investigo, tú (me) eliges. En un país mafioso eso conforma una dependencia mutua; es decir, una interdependencia (una interdependencia mafiosa). La chistosa frase del procurador sí había quedado coja, como bien creí al principio, pero la correcta no era aquella versión que aludía a la independencia de los votantes.
Tal vez: “Senadores y senadoras, muchas gracias por su in(ter)dependencia”.

@samrosacruz


http://www.semana.com/opinion/cualquier-precio/182889-3.aspx
http://www.semana.com/opinion/tentaculos/183820-3.aspx
http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/danielsamperpizano/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12225344.html


NEW YORK, NEW YORK


No importa cuántas veces se visite: llegar a Nueva York, y salir por la noche a dar un paseo por la isla de Manhattan, es lo más parecido a visitar otro planeta. Pero no hablo de los 463 grados centígrados de Venus, ni de las colosales tormentas gaseosas de Jupiter, sino del otro planeta de nuestras fantasías; del miles de veces soñado planeta que habita una civilización tecnológicamente más avanzada, donde nos deslumbran los milagros de la ciencia al servicio de los seres vivos y donde el goce estético de los sentidos es el común denominador: presenciar el alucinante espectáculo -diurno y nocturno- de la luminosa y multitudinaria Times Square; saborear los insólitos paisajes del Central Park, con sus contrastes entre rascacielos y naturaleza; contemplar desde el río Hudson la silueta extraterrestre del down town, con sus despampanantes edificios de cristal…
Sin embargo, y paradójicamente, no creo que exista otro lugar en el mundo que represente a este planeta y nos represente, como género, de una mejor manera: allí se encuentran -también- sintetizadas todas las culturas del mundo; bien porque su maravilloso museo Metropolitano alberga cinco mil años de historia mundial, o bien porque la experiencia, común y corriente en Nueva York, de incursionar en -por ejemplo- la gastronomía paquistaní suele estar precedida -y sucedida- de abundantes tropezones con italianos, chinos, árabes, hebreos, algunos de ellos hablando en sus lenguas vernáculas y vistiendo atuendos tradicionales. Es el planeta Tierra en miniatura, capaz de producir, por igual, nobles actos de solidaridad y humanismo o abyectos y extraños actos de barbarie. Los atentados de septiembre de 2001 y sus posteriores consecuencias en todos los órdenes son un buen ejemplo de lo que digo.
El lugar común dice que quien la conoce sólo tiene dos caminos: amarla u odiarla. Ignoro si sea cierto, pero, en cualquier caso, yo soy de los que la aman con toda el alma: en medio de la pelotera perpetua de gente caminando afanada por las calles atestadas, del insistente sirirí de las sirenas de ambulancias y carros de bomberos con sus cornetas de fin del mundo, y del servicio a las patadas que ofrecen casi en todas partes, de pronto se atestigua la escena de una dulce viejecita que, sin que nadie se lo pida, le aclara a un tonto profesional, que sostiene un enorme plano desplegado con las dos manos (yo), que la línea R del metro, por la que ha esperado durante 45 minutos, no está funcionando desde hace 15 días “because of the storm”.
Y cuando la adorable ancianita se ha dormido, uno sale en la alta madrugada -independientemente del día de la semana que sea: allá el domingo en la noche es igual al martes en la mañana- a pagar oro en polvo (no importa) por un buen coctel, servido por (tampoco importa) un engreído bar-man que se cree que está en Nueva York y se esfuerza por no entender lo que uno quiere decir. Pero el coctel se consigue. Y uno siente en ese momento que I want to be a part of it; que está siendo parte de algo: de una película de Woody Allen, de una novela de Paul Auster, de una canción de Frank Sinatra. Más o menos como la emoción que sintió Borges cuando, al pasar un puñado de arena de un lugar a otro del gran desierto, con la reverencia y solemnidad que una insignificancia de esa naturaleza se merece, susurró para sí mismo : “estoy modificando el Sahara”.
Truman Capote dijo alguna vez que Nueva York era la única ciudad del mundo, a diferencia de la aburrida Londres y de la provinciana Roma, donde se podían vivir diez vidas diferentes simultáneas con diez grupos diferentes de amigos sin que jamás coincidieran. John Lennon escogió vivir -y quizás morir- en esa ciudad que ni lo vio nacer ni lo catapultó a la fama, pero que de alguna manera mitigaba la desazón de la simpleza que otras latitudes pueden ofrecer al hombre extraordinario. Allí, para bien y para mal, está la ONU, esperanzadora e inoperante; y Wall Street; y el imponente Empire State Building, con el fantasma de King Kong merodeando; y el Edificio de la Chrysler, con su hermosa figura art decó; y los grandes pintores y escritores; y el centenario subway, atravesando como una exhalación cien años de séptimo arte; y el encantador barrio Soho, elegante y bohemio a la vez; y los shows de breakdance en plena calle; y la exclusiva Quinta Avenida, abarrotada de boutiques prohibitivas; y el misterioso Chinatown, con sus descrestantes pescaderías y sus estafadores de esquina; y los artistas silvestres que tocan instrumentos ignotos en las bancas del parque; y las parejas gays tomadas de la mano; y los atuendos extravagantes; y los profetas callejeros del juicio final recordando que hay que arrepentirse de los pecados porque “Jesus is coming soon”; y las paradójicas indolencia y filantropía del poderoso magnate John D. Rockefeller, más presentes que nunca en toda la ciudad; y The New York Times; y las pandillas; y los buenos muchachos; y los malos; y Martin Scorsese; y Taxi driver; y Little Italy, con los balazos y los jirones de seda todavía frescos en las paredes; y Tony Benett; y Harlem; y Michael Jordan; y los Yankees; y Broadway, y Al Pacino, y Robert De Niro, y la Familia Corleone; y el hombre Araña, y Batman. And “all that jazz”.
Allí está todo para que cualquiera se sienta, al menos por un instante, king of the hill, top of the list, a number one.
New York, New York.
@samrosacruz