Como en la fábula famosa,
después de diez estruendosos años los colombianos asistimos al parto resultante
del contubernio entre las montañas de popularidad de Álvaro Uribe y Juan Manuel
Santos. Pero en lugar de los prodigiosos fenómenos de paz, desarrollo y
prosperidad que se presagiaban, el ruidoso trabajo de parto está por
entregarnos, una vez más, un mísero ratoncito subdesarrollado.
Ningún
presidente del último medio siglo ha gozado de la popularidad lograda por estos
dos. Y, sin embargo, tan inusual patrimonio político sólo ha servido para que
ingresemos al detestable club de países cuyos ciudadanos viven orgullosos de la
figura presidencial, así esté encarnada por un cretino profesional. Si no
estamos peor, por lo menos estamos igual que hace treinta años -inequidad
social, violencia y corrupción a la orden del día-, con la diferencia de que
entonces el presidente era tratado por la opinión pública como lo que era: como
un imbécil. Un imbécil que anunciaba la disminución de la corrupción a sus
justas proporciones. (No sé por qué dicen los científicos que la humanidad es
cada vez más inteligente; tal vez nunca se han hecho pruebas en Colombia)
Hoy,
en cambio, y para sólo referirnos a uno de sus pecados veniales, un tiranuelo
arrogante, empeñado en sostener durante ocho años a un inepto como titular del
Ministerio de Transporte -clave para enfrentar los retos del mundo
globalizado-, deja anclado al país en el siglo XX y, sin embargo, termina
siendo considerado héroe nacional, prócer de la patria (“Orgulloso de my
president”, se podía leer permanentemente en las redes sociales durante sus dos
oscuros cuatrenios). No habría espacio suficiente aquí para mencionar los
múltiples escándalos de corrupción que salpicaron a sus dos administraciones.
Un
charlatán encopetado, por su parte, se dedica desde el primer día de su mandato
a tomar decisiones a bandazos, apoyándose en los oportunos consejos de las
encuestas. No obstante, a la opinión pública le toma dos años largos castigar a
quien sólo está interesado en llevar a cabo el vanidoso plan de su gloria
personal (para el cual ni siquiera tiene una estrategia razonable). Pero lo más
elocuente es el hecho de que el desplome en la imagen presidencial no se
produce, como debería ser, por la inoperancia gubernamental, sino por la
tontería nacionalista de la pérdida de un pedazo de mar territorial, asunto
sobre el que, por lo demás, el grueso de la población no tenemos la menor idea.
Supongo que ahora vendrán
las habituales cortinas de humo (ya empezaron las de corte guerrerista: tituló
recientemente El
Espectador: “Denuncian hostigamientos de Armada colombiana en
meridiano 82″ y “Santos insistió en que no aplicará fallo de La Haya…”). Y
gracias a ellas, de acuerdo al comportamiento histórico de nuestra lamentable
opinión pública, las encuestas volverán a subir. La baja de algún sustituible
comandante guerrillero (todos lo son), una vez se rompan los frágiles diálogos
de La Habana -o antes, si es necesario-, harán el resto. Lo malo es que “el
resto” implica incluso la posible reelección de Santos, quien aprovecharía esa
segunda oportunidad para hacer algo (cualquier cosa: “el presidente que mató a
más cabecillas de las FARC”) que le garantice aparecer con página ampliada en
los libros de historia. Mientras el país se cae a pedazos.
Porque
no es acallando, espiando, satanizando a la oposición, como ocurrió durante el
gobierno de Uribe Vélez, que se consigue una democracia moderna capaz de
asegurar el bienestar social. No es haciendo anuncios faraónicos que no
terminan en nada, como ha sucedido durante toda la administración Santos
Calderón, que se logran las condiciones de equidad social que necesita el país
para librarse del lastre que le impide despegar económicamente -y que es la
semilla de tantos problemas de orden público-. Tampoco es mediante las
alharacas demagógicas de creación de empleo de los últimos diez años -que no
son otra cosa que legislaciones al servicio del gran capital y en contra de la
clase media- como se afianza el tejido social que puede sacarnos de la barbarie
ancestral que padecemos.
Y mucho menos la solución
es -como también viene sucediendo desde que Uribe y Santos, a pesar de sus conocidas
diferencias personales, gobiernan el país- aumentando ad
infinitumel presupuesto militar. Tal vez la solución sea, como
decía Barco Vargas, a través de la sana fórmula de poca paja y mucha acción.
Fórmula que al año de su gobierno -según artículo de la época escrito por
Daniel Samper Pizano- Barco apenas cumplía a la mitad: poca paja. Lo cual fue
suficiente para que la opinión pública se lo cobrara.
En
contraste, el funesto binomio Uribe-Santos ha logrado la aceptación de las
mayorías sin hacer nada diferente (con excepción del hábil manejo de su propia
imagen) al resto de sus antecesores en el último medio siglo. Obviamente, las
crecientes pauperización intelectual y superficialidad de la población
-indiferente a su propio futuro, y mayoritariamente interesada en ver realities
televisivos y en adquirir estatus mediante la compra de accesorios superfluos-
son constantes que han permitido la formación de esta infame ecuación, en la
que a mayores anuncios y expectativas, peores resultados.
Consecuentemente,
las por fin un poco melladas montañas siguen con su -cada vez mayor- estrépito
populista; pariendo año tras año el fruto de su tormentosa relación, que, para
infortunio de todos -menos de ellos y de sus secuaces, los grandes
capitalistas- invariablemente resulta en un diminuto mamífero de cola y
bigotes.
Un
insignificante ratón subdesarrollado de alcantarilla.
@samrosacruz