sábado, 28 de enero de 2012

GOMORRA

"Yo no entiendo esos delincuentes por qué van a cobrar, si eso aún está en obra negra". Esa fue la queja del presidente del concejo de Medellín, Bernardo Guerra (El Tiempo, 24 de enero), referente a la extorsión que ejercen mafiosos de la Comuna 13 de esa ciudad sobre los futuros usuarios de una nueva escalera eléctrica pública que facilitará el acceso a dicha comuna, una zona deprimida de Medellín, habitada por gente debajo de la línea de pobreza. Queja que, como habrán notado, revela la impotencia del Estado ante el omnipotente crimen organizado.  El inconsciente juega sucio, y aquí el resignado presidente Guerra prácticamente suplica a los extorsionistas que por lo menos esperen a que se finalice la obra para -ahí sí- tomar posesión de ella y empezar a usufructuarla. Eso pasa en Medellín, pero también pasa en Ciénaga (Magdalena) donde, según El Heraldo de Barranquilla, hasta los bicitaxistas son vìctimas de la extorsión.

Usé deliberadamente el término mafiosos, y no el de simples delincuentes, como los llamó el quejumbroso y pusilánime Guerra, porque es exactamente eso lo que son esos extorsionistas. Aprovechemos que este año se cumple el centenario del primer tratado que declaró la guerra orbital a las drogas para tratar de desvincular el concepto de mafia al concepto de narcotráfico, pues considero que de esa forma no se ve el problema del crimen organizado en toda su dimensión. Seamos claros: un narcotraficante puede no ser un mafioso. Y un mafioso puede no ser un narcotraficante. Obviamente que mafia y narcotráfico son dos actividades que compaginan bastante bien entre sí, pero si, por ejemplo, algún respetable profesional decidiera llevarle unos cachos de marihuana a un amigo que viviera en, digamos, Estados Unidos, y fuese capturado en el intento, aquí o allá sería acusado de narcotráfico (pero todos sabemos que no es un mafioso).  El circunstancial traficante simplemente habría cometido una falta, y no estaría, en últimas, tratando de sustituir el Estado de Derecho por unas reglas establecidas por él.

Esto último es en realidad lo que caracteriza a la mafia: querer usurpar la autoridad de una determinada región, bien sea por inoperancia, complicidad, o debilidad de la autoridad legítima; o bien sea por ausencia de la misma. Esa es su génesis. Y aunque no hay estudios fiables, es de suponer que estructuras de este tipo hayan existido siempre. De hecho no sería raro que las sociedades más primitivas funcionaran de esa manera: un grupo de arbitrarios, pero poderosos (fuertes o ricos o numerosos; o las tres cosas) oprimiendo a otros, y obligándolos a pagar tributos de variadas índoles.

Pero no fue sino hasta mediados del siglo 19 cuando en Sicilia se acuñó el término Mafia  para designar a las organizaciones que se encargaban de dirimir los asuntos de la comunidad que, por lagunas jurídicas o de control, no dirimía la autoridad legítima.  Sin un consenso entre la población, y ante el vacío de autoridad, ese nuevo poder no podía ser de otra forma sino totalitario y arbitrario.

Pudo ser el hecho de que tentáculos americanos de esa Cosa Nostra o Mafia Sicilia controlaran gran parte del negocio de tráfico de alcohol en Estados Unidos -durante la famosísima Prohibición de los años 20- la razón por la cual el crimen organizado se ha asociado mayormente, desde entonces, a la actividad de traficar un sustancia ilegal. Y -también- la razón por la que esas organizaciones se conocieran en adelante con el término genérico de mafia. Obviamente la influyente (culturalmemte hablando) industria del cine contribuyó a reafirmar ese fenómeno, y a conferirles glamour a esas organizaciones y al estilo de vida que, según las películas de la época, llevaban sus integrantes: lujo, sexo fácil, poder, e incluso elegancia. Desde entonces la industria cinematográfica ha seguido vendiéndonos esa imagen de grandes señores, rodeados de amigos, dinero, políticos, carros último modelo, mansiones etc... Y en el camino nos fueron incluyendo ritos, ceremonias de iniciación, códigos de honor, y toda una serie de ingredientes que han hecho aún más atractiva la vida de aquellos suertudos que, traficando un poco de droga, logran el paraíso: sin drogas no hay paraíso. Y que también, por supuesto, han hecho más taquilleras a ese tipo de películas.

Pero nada más lejano de la realidad.  La verdad es que, además de la del narcotráfico, mafia hay de todos los tipos y de todas las estéticas, como lo demuestra la mafia de escaleras eléctricas públicas de Medellín. Se ha sabido que Sicilia ha padecido mafias hasta de serenateros: según esta variedad, sólo los serenateros que tributan al Don (al capo) de la región están autorizados para dar serenatas. El resto son amedrentados o eliminados; o, en su defecto, lo son los potenciales contratantes de éstos.

Yo lo viví en carne propia en Italia -otro país devastado por la mafia- cuando conocí a Venecia y era parte de un tour contratado. La noche de nuestra llegada acudí al restaurante de comida marina que había recomendado nuestra guía, una mujer española de mediana edad. Cuando llegué allí no me sorprendió, por lo tanto, verla sentada en una de las mesas, aunque sí -confieso- me extrañaron su gélido saludo y la presencia en su mesa de un caballero, también de mediana edad que, cadena de oro al cuello, pelo cano, y cara de pocos amigos, gesticulaba y manoteaba visiblemente disgustado.  Al otro día todo se aclaró:  estábamos en medio de una disputa de mafias de, digamos, transportistas acuáticos: es decir, habíamos recibido amenazas de dos grupos en pugna, que nos advertían, cada uno por separado, sobre las represalias que tomarían contra nosotros si decidíamos contratar al grupo rival para transportarnos hasta la Plaza de San Marcos, nuestro destino planeado para ese día. La solución: tomar el vaporetto público. Así lo hicimos y, en efecto, una vez embarcado, pude ver merodeando por la estación al personaje del cabello blanco. La noche del restaurante, entonces, yo había presenciado, sin saberlo, el momento de la extorsión.

El caso es que la vida real está muy lejos de Hollywood. Y la mafia no es precisamente la excepción a esa regla. Mucho más realista que aquellas películas de italoamericanos engominados y vistiendo trajes de seda, es la muy recomendable cinta italiana Gomorra, en la que vemos copias exactas de lo que pasa a diario en Colombia: los personajes de la película son gente italiana común y corriente vinculada de una u otra manera a la mafia, pero que viven en las mismas condiciones que cualquier modesto asalariado. Con el agravante, eso sí, de la probabilidad siempre presente de cometer una imprudencia que los meta en el lío de sus vidas: recaderos de la mafia, grises contadores, inexpertos gatilleros, choferes, etc... Nada de glamour, nada de rubias despampanantes, nada de mansiones.

Igual aquí en Colombia: humildes vendedores ambulantes deben someterse a mafiositos de poca monta que controlan los andenes y las esquinas; paupérrimos cuidadores de carros deben destinar parte de su ganancia a completar la cuota que deben pagar a un cuidador de carros más antiguo que se ha apropiado del espacio público;  esforzadoss tenderos deben incluir un sobrecosto a su mercancia con el fin de lograr la cantidad exigida por un zarrapastroso recaudador que oficia de asociado de un grupúsculo mafioso; y así: buseros (lean al respecto la última columna de Pascual Gaviria en El Espectador), putas, recicladores.... Todos deben sacrificar parte de sus exiguos ingresos para satisfacer las ansias de dinero fácil de algunos vulgares y nada glamorosos rufianes. Somos un país mafioso, lleno de mafiosos y de estructuras mafiosas por todos lados: políticos, guerrilleros, paramilitares, comerciantes, empresarios, funcionarios públicos, periodistas, contratistas... (sí, de acuerdo: incluyamos a los narcotraficantes también).

Un país así no va para ninguna parte, por más que invirtamos millones en estúpidas campañas publicitarias en las que nadie cree (¿marca país?: mafia país). Y mientras la incompetencia estatal siga favoreciendo el caldo de cultivo donde germina la mafia, ésta seguirá floreciendo. Es que (¡por favor!): presidentes de concejos municipales que prefieren, por física pereza, negligencia o conveniencia, cerrar los ojos ante las necesidades de la población marginada y, en cambio, abrirlos para firmar contratos y asistir a cocteles... Dirán ustedes que él no es el alcalde o el comandante de policía (que, por cierto, ¿dónde están? ¿qué dicen? ¿qué hacen al respecto?). Y sí: no es ninguna de las dos cosas, pero ciertamente está investido de una cierta autoridad que finalmente declina en favor de la extorsión, del caos. ¿Qué se puede esperar de eso? Pues simple: mafia de escaleras eléctricas públicas (¡mafia de escaleras eléctricas públicas!): ¡Qué vergüenza de país!

Vínculos:
http://www.eltiempo.com/colombia/medellin/bandas-cobrarian-extorsion-por-usar-escaleras-electricas-de-comuna-13_10998261-4

http://www.elheraldo.co/region/ni-los-bicitaxistas-se-salvan-de-las-extorsiones-en-cienaga-54029

http://www.elespectador.com/impreso/opinion/columna-322799-combos-pasajeros





sábado, 21 de enero de 2012

CABAÑUELAS

"No hay un límite obvio para la credulidad humana. Somos vacas dóciles y crédulas, ansiosas víctimas de curanderos y charlatanes que nos ordeñan, y que engordan a nuestras expensas" Richard Dawkins, A Devil's Caplain.

Todos los años los campesinos –antes más que ahora- en España y otros países, en especial de Suramérica, acuden a un método llamado cabañuelas para proyectar el éxito de sus cultivos. Éste consiste en observar atentamente el comportamiento de los fenómenos atmosféricos que se suceden los primeros doce días de determinado mes (varía según el país; en la costa Caribe colombiana es enero); posteriormente asignan un mes del año por cada día (el primero del mes seleccionado corresponde al mes de enero, el dos a febrero...), y extrapolan las condiciones climáticas de cada día con el mes correspondiente: si el tres del mes llueve, implica un mes de marzo predominantemente lluvioso; si el seis hace un día radiante, entonces junio será un mes seco.

Por simple azar, ciertos años se cumplen algunos de los augurios, pero otros años el fracaso de las predicciones es el común denominador.  Lo cierto es que mientras en el primer caso el éxito se le atribuye a la infalibilidad de las cabañuelas, el fracaso del segundo caso se le atribuye a esos hijueputas del banco que no me gestionaron el préstamo a tiempo. Son sesgos causales (contabilizamos los éxitos escrupulosamente y tendemos a ignorar los fracasos); O la llamada disonancia cognitiva, basada, en esta ocasión, en el hecho de que lo mágico es más propenso a ser venerado y respetado.

Es este, pues, el de las cabañuelas, un rito tan inútil como pintoresco. Pero estoy seguro que les parecerá aún más pintoresco el extremo al que llegó el compositor Roberto Calderón en su canción vallenata titulada -justamente- Cabañuelas. Cuenta la canción -cuya versión de Los Hermanos Zuleta recomiendo ampliamente- que un hombre -no sabemos si el mismo Roberto-, tal vez cansado de las pifias de gitanas y pitonisas, resuelve trasladar sus expectativas de amor al reino de las cabañuelas. Para tal efecto -y, por supuesto, en enero- pinta un corazón en la arena esperando que sus malos presagios amorosos no cuarteen la tierra (asociando su mala suerte en el amor con la mala suerte de que no llueva y se malogren los cultivos). Desesperado, pide a gritos al cielo que resulte en tierra mojada aquella parcela en la que dibuja su atribulado corazón (obviamente el Fenónemo de La Niña no era frecuente en la época en que Roberto compuso la canción).

Cabe anotar que estos campesinos españoles y suramericanos -incluyendo al hombre de la canción (¿Roberto?)- sólo piden consejos a los intermediarios de los poderes supremos (las nubes, por ejemplo), y no son tan prepotentes como para darle órdenes a esos intermediarios; como, por el contrario, sí lo hacen aquellos de la escuela de Josué. Recordemos que este personaje bíblico, con la complicidad nada menos que de Jehová, paró El Sol, hecho que le concedió un día más largo de batalla para vencer al enemigo. Debo decir que a mí no me deslumbra mucho ese milagrucho, sobre todo desde que me enteré,  a través de mis estudios de primaria, que es La Tierra la que se mueve alrededor de El Sol, y no al revés, como creía el tramposo pero desinformado Josué (sé que a Copérnico le faltaban siglos para nacer, pero Josué tenía a Jehová para preguntarle).

 De esa escuela de pedantes que no piden favores a intermediarios, sino que son ellos los propios intermediarios con los dioses, es nuestro chamán colombiano; ese al que todos nosotros, los contribuyentes, le pagamos casi cinco millones de pesos para que  (supongo que enviando imperativos inapelables a las nubes) evitara un chubasco durante la clausura del reciente Mundial Sub-20 de fútbol. 

Tenemos entonces que Jorge Elías González -así se llama el chamán- es el intermediario directo con.... ¿Dios? El sujeto se dio el lujo de firmar un contrato en el que se comprometió a suspender la lluvia durante un tiempo específico y en un lugar determinado, gracias a una técnica conocida como radiestesia (?), que no debe ser otra cosa que una compinchería con esos seres de carácter divino que son (leamos a Asimov) "tan erráticos y tan irascibles como los seres humanos en sus peores momentos; que son increíblemente poderosos y sin embargo increíblemente inmaduros; que, aunque en principio estén bien dispuestos, tienden a estallar en una ira incontrolable a la menor ofensa o al desaire más insignificante". Todo indica que nuestro chamán está, como Josué, bien respaldado, y no pierde nada firmando ese tipo de contratos: si llueve, no le pagan. Si no llueve, le pagan. Y, si le demoran el cheque, siempre tendrá en su haber la amenaza de aguarle cualquier tipo de celebración al ordenador del gasto. O mandarle un terremoto a la ciudad deudora.

Pero no me malinterpreten: no estoy, como el vicefiscal Juan Carlos Forero, contra el chamán ("explique las circunstancias de tiempo, modo y lugar en que puede evitar el fenómeno de la lluvia"). Al fin y al cabo él -el chamán- sólo estaba ganándose su pan, haciendo su trabajo. Un trabajo (eso sí) caracterizado por la estafa, por la pretenciosa consecución de imposibles, pero, a la larga, poco diferente al que realizan la gran mayoría de personas. O díganme ustedes cuáles son las circunstancias de tiempo, modo y lugar con las cuales el inquisitivo vicefiscal piensa erradicar la corrupción en la Administración Pública. O cuáles son, las de los integrantes de los tres poderes, con las que harán cumplir los derechos ciudadanos consagrados en la constitución que juraron respetar. 

Ahora bien, si nos referimos a la publicidad de las organizaciones privadas comerciales, ahí sí que encontraremos abundantes dosis de chamanismo y charlatanería. O si no cuáles son las circunstancias de tiempo, modo y lugar con las que una empresa cosmética -y su respectiva agencia de publicidad- puede hacer rejuvenecer a una mujer en 21 días. O cuáles las de otra corporación que promete revitalizar personas gracias al uso de pulseras hechas de metales milagrosos. O cuáles las de otra más que asegura el éxito en la consecución de pareja por el mero uso de determinado desodorante.

Es curioso ver de qué modo la superstición gobierna, no sólo a la Fundación Teatro Nacional (entidad que canalizó los dineros públicos entregados al chamán), sino al mundo entero.  Es cuestión de todos los días asistir a una especie de configuración mafiosa, incluso más entramada que la mafiosa sociedad colombiana, a la que todos creemos pertenecer: sobornamos constantemente a vírgenes celestiales que ayudarán al equipo deportivo de nuestros amores, para lo cual éstas se trenzarán en feroces garroteras contra otras advocaciones de vírgenes que, a su turno, defenderán al equipo adversario, mientras que Dios, ese dechado de justicia y equilibrio (al que a estas alturas me imagino con gafas oscuras, un enorme tabaco en la boca y contando billetes), se resuelve caprichosamente por alguno de los dos bandos, a cambio de ¿humillantes rezos oportunistas? ¿Admisión a una cofradía o pandilla? ¿Favores a sus secuaces episcopales? ¿Nombramiento como ciudadano honorífico de algún lugar? 

Creo que voy a suspender aquí, no vaya a ser que esos defensores a ultranza de los poderes esotéricos de la Madre Tierra crean que me estoy burlando de ellos con todo esto del chamanismo (lo de Dios los tiene sin cuidado).


Y no es que me preocupen las admoniciones que estos guerreros naturalistas siempre tienen a flor de labios y que nos previenen sobre las desgracias que acaecerán sobre los blasfemos como yo: al fin y al cabo ya los aspavientos cuarentones de la madura Tierra, con sus ciclones y maremotos de medio pelo actuales (como quien levanta una chancleta amenazante), no son nada comparados con las, literalmente, volcánicas pataletas juveniles de las que era presa hace tres mil millones de años, cuando nadie se había metido con ella (ni siquiera los antipáticos dinosaurios, a los que les faltaban dos mil ochocientos millones de años para aparecer con sus pesadas y ruidosas pisadas). No: más bien temo que estos fervientes amantes de la naturaleza se ensañen contra mí y, en una de esas, se apodere de ellos el natural deseo de asesinarme propinándome una sobredosis de plomo (al fin y al cabo el plomo es un material natural). Porque bajo ese cascarón de dulzura y convivencia pacífica con la Madre Tierra yacen unos sujetos bravísimos y peligrosos.

No obstante, me queda una última cosa por decir: también es natural que como humano -y más como colombiano- no haya podido sustraerme a la tentación de la superstición. Por lo tanto, se me dio por tratar de vaticinar cómo puede resultar este nuevo año 2012 en Colombia. Y como ya habrán conjeturado, me serví del ingenioso método del hombre de la canción (¿Roberto?): tomé las noticias que sucedieron en Colombia entre el primero y el doce de enero, las trasladé a los dominios de las cabañuelas, e hice las mías propias (cabañuelas, no noticias). 



Así que, entre las uñas de Laura Acuña y otras apasionantes singularidades por el estilo, llegué a la conclusión de que un país con doce días de noticias estúpidas, producidas y emitidas por estúpidos, cuyos protagonistas son más estúpidos todavía, y cuyos receptores son también estúpidos, no puede ser otra cosa que un país estúpido infestado de estúpidos.  Obviamente las cabañuelas arrojaron como resultado un año supremamente estúpido.

En este caso, mi buena memoria me da el conocimiento anticipado de lo que ocurrirá -siempre ocurre lo mismo- en este miserable teatro de mala muerte. Y me da ventaja; lo que me asemeja a aquellos avivatos chamanes de la antigüedad que, al tener conocimientos de astronomía, predecían con éxito cuándo ocurriría el eclipse que dejaría boquiabiertos a todos los demás. Acabará el año y verán que tengo razón. Cabañuelas de amor/ adiós dolor/ y que llueva.

Aprovechemos que no prosperó la ley SOPA y oigamos Cabañuelas de Los Zuleta http://www.youtube.com/watch?v=bqEIQVD-pLg

sábado, 14 de enero de 2012

TRAINSPOTTING

"Porque no importa cuánto ocultes o robes, nunca alcanza". Renton, Trainspotting

Esta mañana (escribo esto el viernes) oí en una entrevista radial a uno de esos expertos mundiales en economía que son una suerte de oráculos para los grandes inversionistas. El tema tratado era (cómo no) la sostenida crisis mundial que nos afecta desde 2008. El experto hallaba culpables para ésta: los bancos y sus peligrosos (pero atractivos y tentadores) productos financieros. Pero detrás de productos y corporaciones hay, por supuesto, personas; personas a las que calificó, sin más vueltas, de adictas al dinero. Difícilmente se puede encontrar una mejor definición.


Inmediatamente vino a mi mente aquella gran película de los años 90: Trainspotting. Esta es la historia de tres jóvenes cuya adicción a la heroína se convierte en su único estilo de vida. Viven por y para alimentar su insaciable vicio, sin que les importen las consecuencias de sus acciones, muchas de las cuales no sólo los perjudican a ellos, sino también a perfectos deconocidos e incluso a sus seres queridos. Así -también- son estas personas, los llamados banqueros, quienes, desde las cúspides de las pirámides corporativas, destilan su bilis avarienta hasta las mismísimas bases, contaminándolo todo. Es una reacción en cadena, un efecto dominó, que arrasa con todas las consideraciones éticas y morales que encuentra a su paso: sólo existe una cosa en el mundo por y para la cual vivir: el dinero (que nunca duerme, según un inolvidable personaje de otra gran película, esta vez de los años 80).

Y aquí es donde nos preguntamos en qué momento viramos hacia ese despeñadero al que inevitablemente nos conducirá la furia codiciosa que estamos viviendo. Amor al dinero ha habido siempre; hace cuatrocientos años ese poderoso caballero era objeto de las rimas de Quevedo; y hace dos mil, en la forma de unas cuantas monedas de plata, bastó para que Judas traicionara a su maestro. Pero estoy seguro de que la actual voracidad monetaria es un hecho sin precedentes en la historia. Somos homogenizados desde la cuna para que todas las demás dimensiones de la vida (artísticas, intelectuales, físicas) no sean sino un medio para conseguir dinero, y no un fin en sí mismas. Que no se puede comer aire y, por lo tanto, hay que procurar las necesidades básicas que, casi sin excepción, requieren de dinero, de acuerdo. Pero una cosa es satisfacer dichas necesidades e, incluso, destinar unas reservas para garantizar un final de vida tranquilo, y otra cosa es la acumulación patológica de activos imposibles de gastar, ni aún viviendo cien vidas, mientras millones se mueren de hambre.

Puede que la explicación estribe en la desmedida lucha por el estatus en la que, como en una carrera de ratas, estamos involucrados al ser habitantes de estos enormes conglomerados humanos a los que el zoólogo Desmond Morris denominó supertribus, y que no son otra cosa que nuestras grandes urbes contemporáneas. Las condiciones actuales difieren drásticamente de las imperantes hace veinte mil años, cuando cada ser humano contaba con un espacio vital novecientas noventa veces veces superior al actual. Existían entonces mecanismos más claros para definir el estatus de cada cual. Y es para ese escenario, y no para el de las supertribus, que está diseñado nuestro cerebro, el cual no ha podido evolucionar al vertiginoso ritmo de los cambios sociales. Hoy día, a pesar de las monstruosas desigualdades que prácticamente sellan el destino de cada uno de nosotros al nacer, cualquiera puede, en teoría, acceder a las cumbres sociales, económicas y de poder. 



Esa constante (y perversa) presión ejercida a través de todas las esferas de la vida, es un componente del que es casi imposible sustraerse (presión que padecemos desde la escuela y el hogar hasta las más inocentes actividades de entretenimiento: ¿conocen, por ejemplo, algún videojuego cuyo objetivo sea otro distinto al de terminar como el amo del universo?).

Las supertribus, entonces, nos han hecho adictos a muchas cosas que actúan como válvulas de escape. Es inevitable desde el punto de vista biológico esa conducta psicópata de los poderosos por excelencia: los banqueros. Pero por muy entendible que sea no es, ni de cerca, excusable. Es por eso que desde la óptica racional urge una solución a la peor de esas adicciones: al dinero. Muchas adicciones pueden dañar a otras personas diferentes al adicto; así nos lo deja ver Trainspotting en la horripilante escena que nos muestra a un bebé muerto de física inanición debido al descuido de los adultos que lo acompañaban, envueltos éstos en una saturnalia de drogas de muchos días, y cuyo consuelo para el dolor de la pérdida del bebé consistió en prepararse un nuevo toque de heroína. Pero son más bien pocas adicciones, como la del dinero, las que no sólo afectan poco al adicto, sino que son increíblemente dañinas para millones de otras personas: no es, en este caso, un bebé que muere por dejadez, sino millones y millones que mueren todos los años por algo peor: por maldad (o si no que lo digan las centenas de miles de niños desnutridos de nuestro país, para no hablar de los del cuerno de África, abandonados a las hienas). Todo eso sin las horrorosas alucinaciones que, durante el síndrome de abstinencia, debía tributar el adicto protagonista de la película: estos banqueros nunca padecen el síndrome de abstiencia: cuando se les acaba la sustancia, consecuencia de sus sucios y malos negocios, siempre estará el alcahueta -y servil- papá gobierno para auxiliarlos: aquí tienes tu maldita droga. Y ellos celebrarán con otro toque (de billete).

Lo decía el economista de esta mañana: se busca al culpable donde sólo hay víctimas: en los pensionados, en los que perdieron sus casas, en los que vieron esfumarse sus ahorros de toda una vida. Los culpables no son esos, son aquellos delincuentes de cuello blanco cuyas movidas escatológicas terminan salpicándonos a todos. Para finalizar, y a propósito de eso, voy a referirme a otra de las escenas de la película: el adicto protagonista, en uno de sus múltiples intentos de dejar la heroína, se ve acosado por los primeros malestares de la abstinencia, por lo que decide introducirse unos supositorios de opio que providencialmente le suministra un dealer. Sin embargo, momentos después, se ve en la imperiosa necesidad de descargar sus intestinos; pero en vez de encontrar el impoluto baño que imagina, ingresa al único disponible ("El peor baño de Escocia"): una porqueriza maloliente y anegada cuyo inodoro averiado almacena las heces fecales de anteriores usuarios. Una vez aliviado, el angustiado junky cae en cuenta de dónde deben estar ahora los supositorios y, sin pensarlo dos veces,  mete las manos en su propia mierda hasta dar con las dos cápsulas salvadoras. 



Y exactamente así es el comportamiento de esos banqueros de mierda.