martes, 21 de agosto de 2012

DE DIOSES Y HOMBRES


Me entero a través de la prensa de que algunos integrantes del grupo de rock Pussy Riot -que ignoraba que existía- han sido condenados, en Rusia, a cárcel por vandalismo; su delito consistió en irrumpir en la catedral Cristo Salvador de Moscú y pedirle musicalmente a la virgen que protegiera al país de una eventual reelección de Vladimir Putín. Sorda a sus artísticas plegarias, la virgen permitió la temida reelección, con lo que las defraudadas rockeras terminaron sin libertad y, de todos modos, con Putín.

No dudo del golpe publicitario que buscaba el grupo con ese incidente; ni de la efectividad y lo estratégico del medio que utilizaron para transmitir su mensaje.  Pero tampoco dudo de que al menos alguna de ellas, en su fuero interno, creyó que, en efecto, la virgen podía oír sus peticiones y ponerse resueltamente de su lado. A pesar de su carácter extremadamente corriente, nunca deja de sorprenderme el hecho de que, para bien y para mal, y a pesar de que un simple análisis arrojaría como resultado que las probabilidades de la ocurrencia o no un evento nada tiene que ver con los rezos que medien (un hincha del Unión Magdalena puede corroborarlo sin problemas), gentes de todas las culturas –unas más que otras, por supuesto- sigan metiendo a dios en todos sus asuntos; endilgándole responsabilidades cuando algo sale mal, o agradeciéndole cuando las cosas resultan como se esperaban.

Hay ejemplos admirables de este tipo de conductas. La extraordinaria cinta francesa De dioses y hombres –basada en una historia de la vida real- nos muestra a un grupo de monjes cristianos oficiando en un monasterio rodeado de musulmanes en plena guerra civil argelina.  Los monjes, a pesar de las reservas acerca de su seguridad por parte de uno de ellos, se apoyan en la indestructible fe de Christian, su superior, y permanecen haciendo su sacrificada labor apostólica sin que les importen las amenazas de que han sido objeto por parte de un comando fundamentalista musulmán. La cosa no termina bien, y los monjes –a excepción de un par que escapan fortuitamente- son salvajemente asesinados por los islámicos.

Si bien el grupo de monjes no esperaba que descendieran tropas de las milicias celestiales a defenderlos, su notable sentido de la ética los hacía permanecer al frente y obedecer lo que, para ellos, más que una obligación, era un mandato divino. Pero aparte de lo romántico de sus muertes y de su condición de mártires, me parece que les habría ido mejor atendiendo las opiniones del monje más racional: hoy probablemente estarían vivos y adelantando su loable obra social en otras latitudes; o, calmada la guerra, incluso en la misma región.  Otra vez: el mundo se quedó, de todos modos, con la guerra y sin los virtuosos monjes.

Pero tengo que ser claro: no estoy diciendo que a la primera dificultad se pongan pies en polvorosa; ya quisiera yo tener la entereza y valentía que tuvieron los monjes. Lo que digo es que encomendarse a dios y confiar en que ello funcione, sin tomar otras medidas terrenales, es suicida. Y  -perdónenme- tonto.

Hasta ahí, sin embargo, todo tiene aún un aire de grandeza. El cual se empieza a vulgarizar cuando la intervención divina se desvía del altruismo y se centra en los intereses personales y egoístas del creyente. Es cuando nos encontramos con joyas como “es que mi (¡mi!) dios me quiere mucho”; o “es que dios está conmigo”. (¿Por qué? ¿A cuenta de qué?). Y peor cuando lo que ocurre es que se desata una batalla de dioses de diversas religiones, o incluso entre distintas advocaciones del mismo santo en la misma religión: “el Divino Niño del 20 de julio es el más milagroso”: ¿es que la virgen tuvo gemelos o trillizos? ¿Acaso no es el mismo personaje nacido de María que en otro lado llaman el Divino Niño de Atocha pero con ropaje diferente?

Ahí está, entonces, el grueso de la población esperando que su particular dios mafioso los ayude a ellos por el simple hecho de ser ellos; y que sin haber hecho nada de lo que exige su hijo –en el caso de la religión cristiana- les tenga una predilección especial sobre el resto de sus ovejas, no obstante afirmar que Él es “infinitamente justo”: ¿o es que acaso ya alguno vendió todas sus posesiones y regaló el dinero resultante a los más pobres?

Dios también es útil para excusar fracasos (deportivos, electorales, profesionales…), que bien pueden deberse a incompetencia del afectado, a componendas de por medio, o a simple azar, pero que de todos modos avergüenzan a este último hasta el punto de afirmar que “mi dios no lo había dispuesto así”; o que “son las cosas de dios”. Nadie que no esté en un manicomio ha visto a dios; y sin embargo casi todos creen conocerlo a fondo, y conversan con él con el mismo convencimiento con que el orate de la esquina discute con el aire circundante.

Con todo, hasta ahí nadie, excepto el ingenuo creyente, sale seriamente afectado de ls omnipresente intromisión divina. El problema real surge cuando ese creyente quiere imponer sus creencias al resto, así él y el resto vivan en el marco de una sociedad laica, como se supone que debe ser la colombiana. Sin meternos en guerras, atentados terroristas, torturas y otras exquisiteces por el estilo -que se dan muchas veces en nombre de la religión- el simple hecho de injerirse en la vida y la felicidad de otras personas, por el simple hecho de complacer unas certidumbres que nunca deberían salir de la órbita personal de cada quien, es criminal.

Es por eso que la reciente elección del magistrado de la Corte Constitucional es tan importante. O mejor dicho: lo que éste haga en el ejercicio de su cargo: la Colombia progresista no puede seguir a paso de procesión simplemente porque un grupo de funcionarios públicos y ciudadanos, por muy mayoritario que sea, crea que el resto debe vivir como ellos creen que se debe vivir –o, en algunos casos, como ellos, por cuestiones de imagen, quieren que los demás crean que ese es su paradigma de vida-, y no como ese resto (drogadictos, homosexuales, abortistas, ateos), sin hacerle daño a nadie, quiere vivir.

Insisto en lo que dije en un artículo anterior: la invención de dios quizá fue útil en la alborada de la civilización, cuando había que sublimar algunas pulsiones primitivas para garantizar una existencia mínimamente armónica. Pero una vez conquistada la razón y el saber, dios se convierte en uno de los incordios más dañinos y entrometidos imaginables. En adelante sería más conveniente para todos –menos para los plutócratas que se quieren quedar con todo y, por ende, les conviene que se mantenga el oscurantismo religioso- actuar en consecuencia, aceptando que nuestro destino está en manos del azar, las leyes físicas, los animales, los vegetales, los minerales, los fenómenos atmosféricos.

En manos de hombres, y no de dioses.

domingo, 5 de agosto de 2012

LA ESTUPIDEZ DEL NACIONALISMO


Hay que ver cómo una opinión distinta, que se separe del coro que por estos días olímpicos exalta al Olimpo de los dioses a los deportistas colombianos, puede causar tanta molestia. Muchos de los comentarios recibidos acerca de mi artículo anterior –en el que subrayo lo exagerado de la celebración de la medalla de plata obtenida por Rigoberto Urán- dan cuenta de una pasión desmedida por defender a un deportista que, casi con toda seguridad, la abrumadora mayoría de colombianos ignoraba que existía; y al que esa misma mayoría está unida por el único hecho de compartir la misma nacionalidad.

Un forista me pregunta que si yo acaso soy ciclista olímpico para opinar al respecto. A lo que le contesto que no, que no lo soy. Y para no irritarlo más, he desechado mi idea inicial de escribir hoy sobre el asesino de masas de Colorado (puesto que tampoco he irrumpido nunca con un rifle AK-47 en un recinto lleno de gente), y me he limitado a escribir sobre el lado dañino de los nacionalismos; al fin y al cabo de cuando en cuando caigo en ellos.

Otro lector, en pleno uso de su libertad de opinar, me califica de “periodista de segunda mano”. Ignoraba que existiera un mercado de periodistas usados. En todo caso, me halagan esas inmerecidas flores que me prodiga: un bloguero de tercera categoría -como yo siempre me he considerado- ascendido de buenas a primeras a periodista de segunda categoría (que supongo que fue lo que quiso decir el forista) no es cualquier cosa. Un amigo mío, sin embargo, se extrañó del calificativo: “¡Pero si ustedes son los mejores escritores del país!”, me dijo. “¿Nosotros”?, interrogué. “¿García Márquez no es costeño acaso?”, aclaró.

Su reflexión iba amarrada a aquella extraña lógica según la cual –por un proceso osmótico quizás- el triunfo, el éxito, o las capacidades de alguien se transfieren a sus coterráneos, compatriotas, familiares, o a cualquier otro relacionado. Pero si ese fuera el caso, mi amigo, que es bogotano, también sería un gran escritor: García Márquez, como él, es colombiano. Y también, cualquier latinoamericano –un boliviano, p.e.-, podría presumir frente a un español acerca de su vínculo continental con Gabo. Y ese español, a su turno, podría alardear, frente a un hablante ruso, de la similitud lingüística que lo une al escritor colombiano (¿Costeño? ¿Latinoamericano? ¿Terrícola?).

Estos absurdos son más evidentes en los deportes. Recuérdese cómo, por una ironía del destino, la selección de fútbol de Alemania Occidental sufrió su único revés en el mundial que organizó –y ganó- en 1974 frente a la modesta Alemania Oriental, país que nunca había clasificado a un mundial. Pero además, país que ya no existe, puesto que las dos alemanias se unificaron en 1990. Lo anterior nos lleva a la paradoja de que en 1974 Alemania se ganó a sí misma (o fue vencida por sí misma). Los habitantes de Berlín oriental, que en 1974 pujaron por Alemania Oriental, hoy hacen parte del grueso de la afición de la Alemania unificada; y ahora lucen –orgullosos- camisetas que registran la estrella ganada en 1974 por la selección de Alemania Occidental, su adversario de entonces.

Podríamos seguir citando ejemplos indefinidamente, como que en vez de haber odiado al boxeador panameño Roberto “Mano de Piedra” Durán, por su rivalidad latente con “Pambelé” -como lo hicimos durante la década del 80-, tendríamos que haber estado orgullosos de él: de no haber sido por la rapiña del Canal, y por la ineptitud de alguno de esos presidentes poetas que hemos tenido, un colombiano se hubiese enfrentado de tú a tú –con alguna victoria incluida- a grandes del boxeo mundial: “Tommy” Hearns, Marvin Hagler, “Sugar” Ray Leonard.  

Circunstancias increíblemente arbitrarias, variables y frágiles van definiendo nuestros efímeros orgullos y pasiones. Y donde hay una pasión desaforada -siempre susceptible de convertirse en fanatismo- hay también un punto débil: el natural instinto del ser humano por defender a su tribu, es aprovechado astutamente por políticos que quieren encontrar villanos exteriores a los cuales atacar, para así esconder problemas domésticos (basta recordar los horrores del nazismo); y, claro, también por los conglomerados de medios, que buscan obtener raiting y ganancias descomunales presentando como hazañas logros mediocres; las trampas de los nacionalismos.

Pero a pesar de lo evidente del asunto, hay sociedades –como la nuestra- que se tragan entero el engaño. Sobre todo en materia deportiva. Hasta los mismos deportistas, de hecho, se convencen de su “proeza” (como si se hubiesen enfrentado a competidores con una extremidad adicional o algo así) y pierden la humildad: no hay sino que ver el festejo del nuevo segundo puesto, la nueva medalla de plata olímpica ganada por Colombia, esta vez en pesas. Mientras los comentaristas declaraban, sin que se les arrugara la corbata, a Óscar Figueroa -el nuevo medallista- de “campeón olímpico” (no lo es: campeón olímpico es quien gana la medalla de oro), el pesista ignoraba olímpicamente (nunca mejor dicho) las felicitaciones que por su medalla de plata quería darle, desde un escalón más alto del podio de premiación, el medallista de oro de la competencia, el coreano Guk Kim. Como si las preseas estuvieran intercambiadas entre ellos.

Algunos dirán que bien usado –por decirlo de algún modo- el lado oscuro de los nacionalismos puede ser beneficioso como válvula de escape, puesto que hay quienes consideran a las competiciones deportivas como eficaces metáforas de la guerra. Y, gracias a ellas, un político inepto siempre puede vanagloriarse (apropiarse) de los triunfos deportivos de sus compatriotas, enviarles efusivos saludos, o condecorarlos, para así desviar la atención de medidas estúpidas tomadas por él; todo sin necesidad de buscar otros distractores más tenebrosos, como declararle la guerra al vecino.

Y sí. Pero se me antoja bastante conformista agradecer el menor entre dos males: una sociedad como la nuestra no sale del hueco en que se encuentra si tolera metidas de pata, corrupción e indolencia, a cambio de medallas; señores: Colombia no es una gran nación -cualquier cosa que eso signifique-. Y un par de medallas (o cien) no arreglarán la vida de unas personas que accidentalmente comparten un pedazo de terreno. Leyes justas y el cumplimiento de ellas sí lo harán.

Así que, botar espuma por la boca y sacar los ojos de sus órbitas sólo por defender a ultranza un trozo de tierra, no parece una buena idea. Ya lo ilustraba el escritor español Fernando Ventura en su serie de relatos titulada La estupidez del nacionalismo, en uno de los cuáles Lu-Tao, el músico jefe de una corte china, hace caer en cuenta a la hija del rey acerca de la estupidez de tratar de imponer su cultura a un reino vecino que piensan invadir. Lu-tao, además de señalar la superioridad del burro sobre el ser humano (pues aquél no se siente orgulloso de pertenecer a ninguna nación: sea cual fuere su nacionalidad, de todos modos tendrá que cargar leña), hace notar a la princesa que en el otro reino también hay una princesa, cuyo padre -el rey de allá- “es un cretino tan grande como el vuestro”.

Un poco más de sentido crítico en política -que sólo se consigue con más y mejor educación- y menos de celebraciones pueriles, ayudarían a lograr una mejor sociedad; una en la que unos pocos no se queden con todo; una en la que el deporte se practique por gusto, y no como única alternativa a las armas, pues, a pesar de las (en otras latitudes) salvadoras metáforas deportivas de la guerra, aquí nos seguimos matando sin misericordia unos a otros.

P.S. 1 Hasta lo que no termina de salir del todo mal en este país es de caricatura: todos oímos los gritos histéricos con los que María Isabel Urrutia –fungiendo ahora de comentarista deportiva- pedía tranquilidad a Óscar Figueroa en el lance definitivo de las pesas. Menos mal que él que no la oía.

P.S. 2 Mientras que por perder la medalla de oro de ciclismo en ruta, Rigoberto Urán, “toca la gloria en Londres”, y “consiguió una hazaña histórica para el país”, El Heraldo informa que Usain Bolt, representante de la diminuta Jamaica, y ganador de tres medallas de oro olímpicas de atletismo (incluyendo la prueba reina de los 100 metros planos), “quiere convertirse en leyenda”. Qué cosas ¿no?
@samrosacruz