Me entero a través de la
prensa de que algunos integrantes del grupo de rock Pussy Riot -que ignoraba que existía- han sido condenados, en Rusia, a cárcel por vandalismo; su delito consistió en irrumpir
en la catedral Cristo Salvador de
Moscú y pedirle musicalmente a la virgen que protegiera al país de una eventual
reelección de Vladimir Putín. Sorda a sus artísticas plegarias, la virgen
permitió la temida reelección, con
lo que las defraudadas rockeras terminaron sin libertad y, de todos modos, con
Putín.
No dudo del golpe
publicitario que buscaba el grupo con ese incidente; ni de la efectividad y lo estratégico del
medio que utilizaron para transmitir su mensaje. Pero tampoco dudo de que al menos alguna de ellas, en su fuero
interno, creyó que, en efecto, la virgen podía oír sus peticiones y ponerse
resueltamente de su lado. A pesar de su carácter extremadamente corriente,
nunca deja de sorprenderme el hecho de que, para bien y para mal, y a pesar de que un simple
análisis arrojaría como resultado que
las probabilidades
de la ocurrencia o no un
evento nada tiene que ver con los
rezos que medien (un hincha del Unión
Magdalena puede corroborarlo sin problemas), gentes
de todas las culturas –unas más que otras, por supuesto- sigan metiendo a dios en todos sus asuntos;
endilgándole responsabilidades cuando algo sale mal, o agradeciéndole cuando
las cosas resultan como se esperaban.
Hay ejemplos admirables de
este tipo de conductas. La extraordinaria cinta francesa De dioses y hombres –basada en una historia de la vida real- nos
muestra a un grupo de monjes cristianos oficiando en un monasterio rodeado de
musulmanes en plena guerra civil argelina.
Los monjes, a pesar de las reservas acerca de su seguridad por parte de
uno de ellos, se apoyan en la indestructible fe de Christian, su superior, y
permanecen haciendo su sacrificada labor apostólica sin que les importen las amenazas de que han
sido objeto por
parte de un comando fundamentalista musulmán. La cosa no termina bien, y los
monjes –a excepción de un par que escapan fortuitamente- son salvajemente
asesinados por los islámicos.
Si bien el grupo de monjes
no esperaba que descendieran tropas de las milicias celestiales a defenderlos, su
notable sentido de la ética los hacía permanecer al frente y obedecer lo que,
para ellos, más que una obligación, era un mandato divino. Pero aparte de lo
romántico de sus muertes y de su condición de mártires, me parece que les
habría ido mejor atendiendo las opiniones del monje más racional: hoy probablemente estarían vivos y
adelantando su loable obra social en otras latitudes; o, calmada la guerra, incluso en la misma
región. Otra vez: el mundo se quedó, de todos modos, con la guerra y sin los
virtuosos monjes.
Pero tengo que ser claro: no
estoy diciendo que a la primera dificultad se pongan pies en polvorosa; ya
quisiera yo tener la entereza y valentía que tuvieron los monjes. Lo que digo es
que encomendarse a dios y confiar en que
ello funcione, sin
tomar otras medidas terrenales, es
suicida. Y -perdónenme-
tonto.
Hasta ahí, sin embargo, todo
tiene aún un aire de grandeza. El cual se empieza a vulgarizar cuando la
intervención divina se desvía del altruismo y se centra en los intereses
personales y egoístas del creyente. Es cuando nos encontramos con joyas como
“es que mi (¡mi!) dios me quiere
mucho”; o “es que dios está conmigo”. (¿Por qué? ¿A cuenta de qué?). Y peor
cuando lo que ocurre es que se desata una batalla de dioses de diversas
religiones, o
incluso entre distintas advocaciones del mismo santo en la misma religión: “el Divino Niño del 20 de julio es el más milagroso”: ¿es que la virgen tuvo gemelos o trillizos?
¿Acaso no es el mismo personaje nacido de María que en otro lado llaman el Divino Niño de Atocha pero con ropaje
diferente?
Ahí está, entonces, el
grueso de la población esperando que su particular dios mafioso los ayude a ellos por el simple hecho de ser
ellos; y que sin haber hecho
nada de lo que exige su hijo –en el caso de la religión cristiana- les tenga
una predilección especial sobre el resto de sus ovejas, no obstante afirmar que Él es “infinitamente justo”: ¿o es que acaso ya alguno
vendió todas sus posesiones y regaló el dinero resultante a los más pobres?
Dios
también es útil para excusar fracasos (deportivos, electorales,
profesionales…), que bien pueden deberse a incompetencia del afectado, a
componendas de por medio, o a simple azar, pero que de todos modos avergüenzan a este último hasta el punto de afirmar
que “mi dios no lo había dispuesto así”; o que “son las cosas de dios”. Nadie
que no esté en un manicomio ha visto a dios; y sin embargo casi todos creen
conocerlo a fondo, y
conversan con él con el mismo convencimiento con que el orate de la esquina
discute con el aire circundante.
Con todo, hasta ahí nadie,
excepto el ingenuo creyente, sale seriamente afectado de ls omnipresente intromisión divina. El problema real surge cuando ese creyente
quiere imponer sus creencias al resto, así él y el resto vivan en el marco de
una sociedad laica, como se supone que debe ser la colombiana. Sin meternos en
guerras, atentados terroristas, torturas y otras exquisiteces por el estilo -que se dan muchas veces en nombre de la religión- el simple hecho de injerirse en la vida y la
felicidad de otras personas, por el simple hecho de complacer unas certidumbres
que nunca deberían salir de la órbita personal de cada quien, es criminal.
Es por eso que la reciente
elección del magistrado de la Corte Constitucional es tan importante. O mejor
dicho: lo que éste haga en el ejercicio de su cargo: la Colombia progresista no
puede seguir a paso de procesión simplemente porque un grupo de funcionarios
públicos y ciudadanos, por muy mayoritario que sea, crea que el resto debe
vivir como ellos creen que se debe vivir –o, en algunos casos, como ellos, por cuestiones
de imagen, quieren que los demás crean que ese es su paradigma de vida-, y no
como ese resto (drogadictos, homosexuales, abortistas, ateos), sin hacerle daño
a nadie, quiere vivir.
Insisto en lo que dije en un
artículo anterior: la invención de dios quizá fue útil en la alborada de la
civilización, cuando había que sublimar algunas pulsiones primitivas para
garantizar una existencia mínimamente armónica. Pero una vez conquistada la
razón y el saber, dios se convierte en uno de los incordios más dañinos y
entrometidos imaginables. En adelante sería más conveniente para todos –menos
para los plutócratas que se quieren quedar con todo y, por ende, les conviene
que se mantenga el oscurantismo religioso- actuar en consecuencia, aceptando que nuestro destino está en manos del azar, las leyes físicas, los
animales, los vegetales, los minerales, los fenómenos atmosféricos.
En manos de hombres, y no de
dioses.