martes, 9 de octubre de 2012

EL DOCTOR PENSAMOS


Presidente de Millonarios: – Pensamos devolver las estrellas ganadas por el equipo en los años 87 y 88, como una muestra de transparencia.

Periodistas: – Señor presidente, ¿y cuándo devolverán las estrellas?

Presidente de Millonarios: – ¿Cuáles estrellas? ¿De qué estrellas me están hablando?

Periodistas: – De las que nos acaba de decir que piensan devolver.

Presidente de Millonarios: Ah esas; yo les dije que pensamos en devolverlas, pero nunca les dije que efectivamente las vamos a devolver.

La situación de arriba parece sacada literalmente del libreto de El show de Joselo, la comedia televisiva venezolana de finales de los ochentas. José Pérez (“Joselo”), su director y principal protagonista, nos mostraba la realidad de su país a través de personajes pintorescos; como el doctor Chimbín, un abogado leguleyo y corrupto que le ordenaba andar en cuatro patas a un interlocutor que recién conocía, y que había acudido a su despacho con el fin de solicitar un certificado de recomendación. Una vez cumplido el requerimiento, eldoctor Chimbín podía venderle al solicitante un certificado en el que constaba que él lo conocía desde que gateaba.

Entre los muchos personajes estaba el doctor Pensamos, un político que, en vísperas de elecciones, estaba en pleno ejercicio de su poder. Un enjambre de periodistas corría de un lado a otro buscando la puerta por donde finalmente saldría el político, quien finalmente declaraba que pensaban hacer puentes, carreteras, escuelas; cuando le preguntaban que cuándo iban a hacer todo aquello, él simplemente contestaba que sólo habían pensado en hacerlo, pero que no iban a ser tan tontos de dar “la papayita” de dejarle un país mejor a la eventualmente triunfadora oposición.

Ese era el desolador escenario de Venezuela hace 25 años, hasta que los votantes, cansados de las promesas sin cumplir de los miles de doctores pensamos de los partidos tradicionales, se decidieron por Chávez. Y ahí están las consecuencias.
Aquí en Colombia también ha pasado toda la vida. Mientras “Joselo” denunciaba, con mucho humor, a los pillos de su país, Belisario nos decía que pensaba entregar casas sin cuota inicial a los más pobres (Santos ya pensó algo similar, pues desde Belisario los pobres sin casa no han hecho más que aumentar). Barco, a su turno, pensó que podía gobernarnos cuatro años, pero a la mitad ya lo hacía su secretario general. Gaviria pensó en abrirnos la puerta al futuro, pero aún estamos en el segregacionista, feudal y confesional siglo XIX. Samper pensó en darnos el salto social, pero ahora, según el índice GINI, la distribución de la riqueza está peor que nunca. Pastrana, el más coherente de todos, no pensó nada, y tampoco hizo nada. Uribe pensó en acabar con la guerrilla (una vez cuando fue elegido, y una vez más cuando fue reelegido), pero él mismo dice, después de sus ocho años de gobierno, que la guerrilla sigue siendo una amenaza peligrosa (aunque en su favor podría alegarse que lo pensó dos veces).
Santos, que toda la vida ha pensado muchas cosas, ahora piensa muchas otras, pues él no solo usa el verbo pensar para defraudarnos, sino también para disculparse. Cuando lo de la fallida reforma a la justicia, al oír los pasos de animal grande de la opinión pública descontenta con semejante adefesio, salió con la verónica de torero de que el gobierno sólo había pensado en sacar adelante el proyecto, pero que de ninguna manera lo iba a realizar. Lo mismo sucedió cuando el gobierno impulsó la medida que estuvo a punto de gravar con el IVA a la canasta familiar. En esa oportunidad, Santos (a quien yo prefiero llamar electricista que pokerista), después de quemar fusibles de funcionarios de menor orden cuando se descubrió el pastel, aclaró que el gobierno sólo había pensado en hacerlo, pero que jamás se iba a pasar a la acción.
Es una estrategia de ensayo y error que termina por ser el desmentido de la naturaleza del verdadero político, que es aquel que debe conjugar el verbo pensar en su acepción más intelectual -y no como una mera intención de hacer algo-, y con base en ello tomar las decisiones que más le convengan a sus gobernados, y no las que, a partir de conclusiones inmediatistas, sus gobernados -pues por eso lo son- crean que son las mejores para ellos. Lo otro es el peligroso arte de gobernar con las encuestas, en el que Santos es experto mundial. O con las redes sociales. Para la muestra el botón de Grecia, que amenaza con llevarse por delante la camisa completa de Europa.
Todo esto viene a cuento ahora que Santos ha pensado en sacar adelante un proceso de paz con las guerrillas. Porque esos palos de ciego de electricista chapucero (que tarde o temprano tocará un cable pelado), hacen que los actuales diálogos con los grupos subversivos tengan la estabilidad de un huevo parado en la punta de un alfiler. Si han seguido adelante es solamente porque un grupo mayoritario de la opinión pública y periodística los ve con buenos ojos. Pero temo que, mientras el presidente sigue pensando en encender sus cuatro locomotoras, a la primera dificultad significativa de los diálogos -que haga titubear a la opinión hasta el punto de hacer cambiar de sentido su punto de vista- aparecerá una vez más el doctor Pensamos, encarnado en Santos, con las declaraciones de rigor. Y todos sabemos que en cualquier momento los amigos de la guerra nos proporcionarán esa dificultad; baste recordar el calibre de los actos de sabotaje de los que han sido capaces en el pasado.

Por ese y otros pésimos modos de hacer las cosas es que estamos como estamos. Pero como este es un país donde abundan los estúpidos, que piensan que lo mejor que pueden hacer con sus vidas es imitar a los desastres de presidentes que nos ha tocado padecer (recuerden cómo se difundió la irritante muletilla “ciertamente” en épocas de Gaviria; y cómo se masificaron los bravucones de cantina durante el uribato), es por lo que personajitos de poca monta, como el presidente de Millonarios, hacen declaraciones llenas de acciones grandiosas que nunca se llevarán a cabo (bastó con que un puñado de hinchas se enfureciera).
No se sabe si esa fue la única forma en la que el dirigente deportivo pensó que podía lograr su cuarto de hora de fama. O si está pensando en lanzarse a la política.

@samrosacruz

DEL AHOGADO, EL SOMBRERO


Hace poco, gracias a los azares de mi Ipod, oí una vez más la canciónWhat a wonderful world: bella música y magistral interpretación de Louis Armstrong. Pero, como a mi generación no le tocaron los cursitos de inglés “on-line” (sino que, a lo sumo, alcanzamos para el sistemita de los rótulos sobre los objetos: pollo, chicken; repollo, rechicken), no había reparado en lo tonto de la letra de esa canción.

Es de lo más estúpida, díganme a ver si no: después de revelarnos que la noche es oscura y el día claro, y de enumerar cosas (nubes árboles, rosas) y asignarles los colores más obvios (nada de nubes vainilla, arboles rojizos o rosas blancas; no: nubes blancas, árboles verdes, rosas rojas…como en el kínder), después de eso, digo, nos atropella la colosal mentira de que hay alguien que ve la belleza en las caras de la gente; o en los amigos que al preguntarse “¿cómo estás?” realmente están diciendo “te amo”. Pero todos sabemos que todo el mundo anda por ahí malencarado, y que a nadie le importa un carajo cómo está nadie debajo de esa frase de cajón. Es como si el autor de la canción pensara que esa retahíla de pendejadas pudiera dulcificar el hecho de que el mundo no es nada maravilloso, sino que es una absoluta porquería.
Sin embargo, después pensé que muchas de las desgracias, resultado de que el mundo sea una porquería, derivan, gracias a la invaluable herramienta del arte,  en cosas -esas sí- maravillosas. Cosas que, de otra manera, bien pudieran nunca haber existido. Me refiero, por ejemplo, a que si los nazis no hubiesen  bombardeado al pueblo español de Guernica en 1937, Picasso probablemente jamás habría pintado el majestuoso cuadro que repite el nombre de la población devastada.
La crucifixión de Cristo es otro hecho horrendo sublimado por millones de pinceles, martillos, cinceles, plumas, e instrumentos musicales, que han prodigado placer estético y místico por generaciones; porque si lo miramos bien, quitándole las connotaciones religiosas y culturales, es esa una forma bastante bárbara de ejecutar a alguien: colgar a un pobre fulano de un madero después de propinarle la paliza de su vida, y esperar a que se ahogue por su propio peso, se desangre, muera de sed, o lo devoren vivo los buitres. Con todo, el Cristo de Dalí es grandioso.
Incluso, hay veces que dos tragedias se unen para producir un resultado magnífico: poco después de que el compositor italiano Giussepe Verdi viera morir a su esposa y sus dos hijos, le encargaron la música de una tragedia basada en el exilio hebreo en Babilonia, ocurrido después de la primera destrucción del templo. De su tragedia particular, y de la milenaria judía, nació Nabucco, cuyo tercer acto contiene un coro titulado Va, pensiero, el cual me conmueve hasta las lágrimas cada vez que oigo una de las muchas versiones que de éste he podido conseguir.

Por otro lado, no sólo los actos humanos convierten a este mundo en un valle de lágrimas susceptible de ser maquillado por el arte. Hay eventos dolorosos de los que nadie en particular tiene la culpa. Los recientes rumores sobre el Alzheimer que sufriría García Márquez (lo que no le permitiría escribir más), nos golpean a todos los que admiramos su gran obra. No obstante, la infame enfermedad familiar que supuestamente padece Gabo, fue la misma que aquejó hasta la locura a su abuela Tranquilina Iguarán, y fue, irónicamente, gracias a esos delirios seniles en los que la anciana hablaba con la más asombrosa naturalidad acerca de hechos sobrenaturales y extraordinarios, que el escritor de Aracataca adquirió la habilidad de contar historias inverosímiles con tanta verosimilitud. Hecho que finalmente dio vida al prodigio de Cien años de soledad.

Obviamente, en un mundo de porquería, no todos los pretendidos alivios logran glorificar a sus respectivas desgracias. Hay unos que las empeoran. Y no hablo de, digamos, la reciente restauración del Ecce-Homo de Borja por parte de una anciana “proactiva”, como dicen ahora; ese, por lo menos, ha dado pie para millones de risas medicinales que nos anestesian momentáneamente de tantas catástrofes cotidianas. Pienso, en cambio, en cómo las carnicerías de las batallas de independencia colombianas fueron, si cabe, agravadas por el sádico de Rafael Núñez en esa fechoría literaria, con ínfulas de poema, llamado Himno Nacional. No sabe uno si salen mejor librados los muchísimos desastres que ni siquiera tienen un poeta de segunda categoría que los llore.

Volviendo a What a wonderful world y sus idioteces almibaradas, se me ocurre que la belleza de los niños llorando (?) y los cielos azules, si bien como letra de canción constituyen un pequeño cataclismo intelectual, nos permiten a cambio –sobre todo a los que no entendemos muy bien inglés- disfrutar de una magistral interpretación más de esa maravilla de cantante que es Louis Armstrong. El afortunado ensamblaje entre su inigualable intérprete y su bella música es el sombrero que logramos rescatar de una canción que, en vez de ser un ahogado que se precipita al fondo del mar de la mediocridad, nos convence, al menos durante sus tres minutos de duración, de que este es un mundo maravilloso.

@samrosacruz

EL ODIO Y LA SOBERBIA


Dice la Biblia que Lucifer pretendió ponerse al mismo nivel de Yahveh, y por eso fue degradado. Cometió el peor de los pecados capitales del cristianismo: la soberbia. Así también, el procurador que padecemos en Colombia incurre, según esa misma religión -que él profesa y dice defender-, en idéntico pecado: “¿Usted cree que el presidente se va a meter en ese pulso contra mí?”, se preguntaba el propio Ordóñez  hace poco, en tono altanero, refiriéndose al proceso de una nueva elección de procurador general de la Nación. Elección que, por lo demás, en una cínica  y arrogante ostentación de poder, está completamente seguro de ganar: se sabe más poderoso que el mismísimo presidente de la República; y se pavonea de ello, al mismo tiempo que se ufana de ser digno representante de una colectividad religiosa que predica la humildad.
Ésas ironías son las que están dominando el panorama nacional hoy día. Hay que ver cómo en El Tiempo, un periódico de supuesto talante liberal, encontramos tantas opiniones retrógradas, más acordes con las páginas editoriales de periódicos ultra-godos, como El Nuevo Siglo o El Colombiano. Por un lado está el Padre Llano, con un artículo (Idoneidad moral) plagado de falacias y argumentos deleznables. Por otro está Salud Hernández-Mora con un artículo (La ley del embudo) tendencioso y parcializado.

El padre Llano se dedica, en el suyo, a alabar el fallo de la Corte Constitucional que niega la adopción de menores por parte de parejas homosexuales, a la vez que describe a esa institución como “ajena a todo prejuicio religioso o moralizador”. El simple hecho de negar la total igualdad en los derechos, independientemente de la orientación sexual de un individuo, ya no hace a la mencionada magistratura ajena a lo uno ni a lo otro. Tampoco es buen argumento el hecho de que afirme, como lo hace en el mismo artículo, que si dos homosexuales quieren un hijo es porque tienen una “carencia de afecto”: lo mismo podría decirse de una pareja de heterosexuales, pues, que yo sepa, no existe una diferencia entre las motivaciones para formar una familia entre un grupo y otro.
Con respecto al hecho -siguiendo con el artículo- de que para el menor “un factor decisivo es la presencia de la madre”, habría que informarle al brillante sacerdote que una pareja de homosexuales puede estar conformada por dos mujeres, con lo que el menor tendría, a falta de una, dos madres a su disposición. Tampoco parece muy acertado aquello de que una pareja homosexual que quiere adoptar un menor tenga mucho que ocultar, como él lo asevera: ¿qué pueden querer ocultar acerca de su condición sexual dos personas que acuden a los grandes medios de comunicación nacionales como un esfuerzo adicional para lograr una adopción que injustamente se les está negando?
¿Por qué, por otra parte -y este es el argumento más ridículo de todos-, el cura columnista pide que no se aduzca la -para él- excepcional carencia de idoneidad moral en las parejas heterosexuales, o la -también para él- excepcional idoneidad moral en alguna que otra pareja homosexual? ¿De dónde saca eso? ¿Ha visto este señor algún noticiero en su vida? ¿Lee el periódico? ¿Está loco? ¿Es, simplemente, estúpido?
Por último, su argumento de que en su larga vida nunca ha visto a un padre de familia “proclamar a los cuatro vientos” que tiene un hijo homosexual, se estrella de frente con que seguramente tampoco ha visto a ningún padre hacer una fiesta porque alguno de sus hijos resultó estéril; y no por esto último se le niega a nadie el derecho a la adopción, sino que, justamente, porque no puede tener hijos de manera natural, al igual que en el caso de los homosexuales, se le permite adoptar un hijo. De hecho supongo que de eso se trata esa figura. Si nos vamos a aferrar a lo natural, entonces lo mejor sería acabar con la práctica de la adopción.
La circunstancia de que él, un representante de la religión que pregona la igualdad ante los ojos de dios, afirme que a su parecer “es mucho, quizás demasiado” lo que han conseguido los homosexuales -dándoles, de ese modo, un evidente tratamiento de seres inferiores- ofrece una idea de las colosales contradicciones que pueblan esas arrogantes mentes retardatarias. Ya el procurador había expresado abundantemente su odio hacia los homosexuales a través de “feroces panfletos”, como lo recuerda Daniel Samper Pizano en su último artículo.
No se queda atrás Salud Hernández, quien -al contrario del jesuita- se va en su artículo lanza en ristre contra la Corte Constitucional (la llama “banda peligrosa”) y contra el sector más progresista de la opinión. Arguye que hay un grupo de fundamentalistas (aquí risas, supongo) que apoya las decisiones de la Corte aunque vayan en contravía de la Constitución, siempre y cuando coincidan con su modelo de sociedad y, en cambio, lanza violentos ataques cuando dichas decisiones contradicen su pensamiento. Sus dardos a la Corte van, particularmente, por cuenta de la decisión de esta magistratura que conmina al procurador a que se retracte y pida perdón en el asunto del aborto en los tres casos permitidos por la ley. Asunto que el procurador y sus colaboradores más cercanos se han encargado de torpedear en lugar de vigilar que se cumpla, como es su deber.

Pasa por alto la manipuladora y ensoberbecida columnista el pequeño detalle de que en este caso  concreto la Corte no está yendo contra la ley: son tres los casos permitidos por la ley, y los fallos de la Corte se han ceñido a ellos, así Salud Hernández sostenga lo contrario. (¿Por qué la objeción de conciencia institucional, prohibida por la Corte pero apoyada por ella, estaría por encima de, digamos, la malformación del feto?). Es, de hecho, el procurador quien está yendo contra la ley. Pero aún si el fallo de la Corte fuese, como dice ella, en contra de una ley específica, por principios generales del Derecho -como ella muy bien debería saberlo- prima el espíritu central de la Carta, que da prioridad a los Derechos Humanos sobre cualquier otra consideración. (En el caso de la libertad que, por ejemplo, tendría una mujer sobre su propio cuerpo profanado por un violador).
De modo que, a pesar de que este no es el caso, sí: el fenómeno del aplauso a la Corte cuando decisiones de casos difíciles y controversiales van a favor de los sectores progresistas de la opinión, y de abucheo cuando favorecen a sectores reaccionarios y retardatarios, debería ser la actitud mayoritaria. Sería deseable que así fuera, porque lo común es que los progresistas estén del lado de las civilizaciones modernas, igualitarias, incluyentes y pacíficas, mientras que los retrógrados aún sueñen con tribus misóginas, esclavistas, segregacionistas, excluyentes y, por supuesto, guerreristas. Ese escenario progresista, con toda seguridad, nos haría una mejor sociedad.
Convendría, entonces, una Corte con ese enfoque, cuyas decisiones contribuyeran a construir un clima de tolerancia que ayudara a acabar con esta guerra eterna que vivimos, así eso implicare la ira del procurador (cuya reelección haría un daño inestimable al país), de sus secuaces de la extrema derecha, y de los idiotas útiles del padre Llano y Salud Hernández. Pero como no quiero que incurran en otro pecado capital, adicional al de la soberbia, les sugiero que cambien la ira que les produce este tipo de artículos por otro sentimiento no castigado por su omnipresente religión: tienen la alternativa de seguir odiando a quienes somos sus contradictores. Porque, recítenlos y verán que la publicitadamente amorosa religión cristiana -casi lo más distante que hay del mandamiento de Cristo-, en la teoría no considera al odio como uno de los pecados capitales.
Y, como lo demuestran las palabras, obras y omisiones del procurador, mucho menos en la práctica.

@samrosacruz
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