Es un blog que pretende relacionar a la realidad nacional o mundial con obras de la literatura, el cine o incluso la música o la pintura Todos los comentarios o discusiones en torno a las columnas aquí publicadas, son bienvenidos
martes, 10 de diciembre de 2013
PETRO Y ORDÓÑEZ
La destitución del alcalde de Bogotá por parte del procurador dejó ver una vez más el recrudecimiento cíclico de un fenómeno que, desde su mismísima creación como república independiente, ha acompañado al país: la polarización. Desde las disputas entre centralistas y federalistas, pasando por las sangrientas peloteras entre liberales y conservadores, y terminando en el festival de epitetos entre los samperistas y los no samperistas. Esta vez, con lo de Petro, está en una esquina, como presentado por un anunciador de un combate de boxeo, un sector intolerante, sectario y poco amigo de las soluciones democráticas, mientras que en la otra...también. Tal como ha sido siempre. Desde hace dos siglos. Y, por eso, como dice García Márquez, seguimos viviendo nuestra propia Edad Media.
Porque independientemente de si Petro cometió un falta tan grave que ameritara su destitución, o de si -de ser así- el procurador tenía facultades para destituirlo (dejémosle eso a los juristas), lo cierto es que el comportamiento de los dos grupos enfrentados, los izquierdistas por un lado -o progresistas, como ella mismos se autodenominan-, y los derechistas por el otro, muestran un comportamiento idéntico: aplauso a los entes de control cuando les favorecen sus decisiones, ataque a esos mismos entes cuando no les favorecen, lenguaje violento y soez para referirse al otro bando, y, en general, un desconocimiento institucional selectivo, de parte y parte, que nos da, como país, un aspecto adolescente e inmaduro. Un aspecto poco serio.
La cosa comienza arriba, con los propios dirigentes naturales de cada grupo enfrentado comportándose como niños malcriados: desde Uribe denunciando una persecución política cuando "Uribito" Arias fue inhabilitado, pero llamando a no politizar la actual sanción del procurador, hasta Petro, lloriqueando por su muerte política y azuzando a la gente a la desobediencia civil. Y termina abajo, con los furiosos mensajes en las redes sociales de los simpatizantes de una facción en contra de la otra, haciendo, de este modo, uso exagerado de la parte más extrema del ejercicio democrático, y olvidando casi completamente la faceta media del sistema de gobierno menos malo inventado por el hombre hasta ahora, como la han calificado algunos, y que es justamente la faceta que tiende a resaltar sus bondades y a minimizar sus defectos.
Lo recordaba, citando a Churchill, el columnista de El Heraldo Jorge Muñoz Cepeda, en su artículo Yo contra yo: "la democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando ante las opiniones de los demás". Pero de eso, de doblegarnos ante las opiniones de los demás, de ponernos en los zapatos del otro para entender sus posiciones, como nos lo enseño el recién fallecido Mandela, sabemos poco en Colombia. Ahí estuvo Petro dos años, al frente de la Alcaldía de Bogotá, sin dar ni un segundo su brazo a torcer en ningún aspecto de sus crasos errores administrativos, dueño de una prepotencia que lo enceguecía ante las advertencias de sus propios consejeros (lo que a la postre le dio las razones al procurador para destituirlo); ahí esta el procurador, persiguiendo como ratas a todos los que opinen diferente a él; ahí está el expresidente Uribe, lanzando llamas por la boca en contra de cualquier contradictor; ahí está el lamentable espectáculo bochinchero de los otros expresidentes; ahí está Francisco Santos, desconociendo su derrota ante un mecanismo de elección al que él mismo se sometió voluntariamente; ahí está el campeonato mundial de insultos de las redes sociales; ahí está el rifirrafe de la supuesta violación en un restaurante famoso; ahí están clientes y guardias de un supermercado arreglando sus diferencias a punta de puñetazos. Ahí estamos todos los colombianos, como perros y gatos.
Aunque puede que Petro haya cometido un error grave, y a sabiendas estar incurriendo en una falacia da hóminem, no voy a cometer aquí el despropósito de apoyar al medieval del procurador: conozco suficientemente su índole y sé cuáles pueden ser sus intereses ocultos en este caso. Pero tampoco voy a declarar mártir al demagogo autocrático de Petro: también sé de lo que ha sido capaz para darle un zarpazo al pastel del poder: él mismo, en contra de todos los ideales que predica, ayudó a elegir al oscuro personaje que hoy lo destituye: ¿de qué diablos se queja, si fue víctima de su propia mezquindad y deshonestidad ética?
No confío en el uno y tampoco confío en el otro, así como no confío en casi nada que tenga que ver con este país. Por lo tanto, en este asunto no voy a contribuir a la polarización: me voy a poner en los zapatos de cada uno de los dos grupos en conflicto: me sumaré a la opinión de unos, en el sentido de que Ordòñez es un fascista, e igualmente me sumaré a la opinión de otros, en el sentido de que Petro no es más que otro populista dañino.
Y, aunque un poco pesimista, no me pueden negar que esa posición encarna en el fondo un espíritu bastante democrático.
@samrosacruz
miércoles, 13 de noviembre de 2013
ANDRÉS CARNE DE CAÑÓN
Encontrar un culpable en el
reciente caso, que involucró al famoso restaurante Andrés carne de res, a una estudiante de la
Universidad de Los Andes, y a un
abogado de 35 años, es sumamente difícil, por la cantidad de puntos de vista
desde los cuales se puede analizar. Es tan confuso todo, que lo único que, al
menos yo, tengo claro es que, poniendo las cosas en riguroso blanco y negro,
sólo veo dos grandes culpables, que, de acuerdo a lo que haya pasado en
realidad, son excluyentes entres sí: si hubo violación, como afirma la joven,
el gran culpable es el abogado, sea cual fuera el atuendo que ella lucía esa
noche; y si no la hubo, si fue producto de mutuo acuerdo entre los dos, como lo
asegura Andrés Jaramillo, el dueño del restaurante (no he sabido de
declaraciones del presunto violador), la gran culpable es la joven, por
difamadora.
Obviamente, en la vida
nada es en blanco y negro, y lo más probable es que en este caso haya una
escala de culpas que nos toca a todos: nadie sale bien librado de esto.
Empecemos por Andrés Jaramillo. Si bien el titular con el que la página web de Blu Radio reseñó
el incidente fue un ejemplo clásico de manipulación, centrando todo en que la violación ocurrió en ese restaurante, también fue notoria su
actitud de lavarse las manos en el asunto, y de sacar, sin mucha noción de
solidaridad, a su marca del embrollo, recurriendo, entre otras muchas razones,
al viejo truco de que todo ocurrió por la incitación de la estudiante; por la minifalda
que vestía. Apeló al pequeño Ordóñez que todos los colombianos llevamos dentro.
Qué mal, señor Jaramillo.
Pero también los medios llevan su parte: si uno oye el audio
completo -que también se encuentra en la página de la emisora- se da cuenta de
que la respuesta de Jaramillo fue muchísimo más extensa, y de que en ella hacía
un llamado a revisar la génesis de ese tipo de comportamientos, la
responsabilidad de los padres y de la misma joven. Por lo tanto, si bien
existió el componente misógino, y la actitud de Poncio Pilatos, los medios
también actuaron mal, satanizando al lugar y olvidándose no sólo del verdadero
culpable –en caso de que se compruebe efectivamente una violación-, sino de los
miles de casos diarios de violaciones que suceden en Colombia, que quedan en la
impunidad más indolente. Jaramillo, al final de la entrevista, los acusó de
estratificar socialmente las noticias. Estoy de acuerdo.
Nos toca el turno a nosotros, a los que no somos Jaramillo, Blu
Radio, la joven o su compañero de esa noche. De acuerdo a nuestra nueva
costumbre, y sin mucha información al respecto, no bien nos enteramos de la
noticia empezamos a inundar las redes sociales con furibundas defensas o
ataques hacia un lado u otro (la estudiante esto, Jaramillo lo otro), y a
empecinarnos en mantenerlos de la manera más recalcitrante posible. Muy pocas
personas he visto que, después de informarse mejor, han rectificado parte de
sus opiniones iniciales. Tal vez siempre hemos actuado así, de esa manera
visceral, y las redes sociales, antes de ser las malas del paseo, ahora nos
permiten un debate que puede hacernos a algunos ver las cosas a través de otros
cristales. A otros, no.
Por otro lado, si la joven hizo mal es una pregunta que sólo
ella tendría elementos de juicio para contestar. Lo único que puedo
aportar en este punto es que, si bien una minifalda no tiene por qué ser una
invitación, ni una justificación -ni nada- para una violación, la joven, mayor
de edad como es, tiene una responsabilidad sobre sí misma, que los hechos de ser
mujer, de tener apenas 19 años, de vestir una minifalda, y de estar borracha,
no eliminan. Si los jóvenes de ahora se jactan de que maduraron más rápido que
sus padres, de que son autosuficientes, de que quieren vivir la vida a gran
velocidad, perfecto, que se jacten, pero que después, cuando metan la pata (en
el caso en que la relación haya sido consentida, como lo asegura Jaramillo), no
vengan a hacerse los indefensos. Puede que ella haya estado borracha, y que en
ese estado sea imposible consentir nada, pero los abogados de 35 años también
son susceptibles de emborracharse a muerte, y de no estar en condiciones de
consentir nada tampoco. ¿Por qué, de ser así las cosas, unas de las dos
personas debería considerarse culpable por encima de la otra? El feminismo no
puede ser un comodín que se juegue cuando convenga.
¿Y el abogado de 35
años, el supuesto violador, entonces? Si bien es un acto de absoluta
descortesía dejar a una persona con la que se acaba de hacer el amor abandonada
en un parqueadero, eso no constituye delito alguno. Si en efecto hubo
consentimiento, y el tipo dejó a una joven de 19 años, un poco borracha,
abandonada a su suerte, nos deja ver qué tipo de persona es ese abogado, pero
no es exactamente un peligro para la sociedad. O si no cambiemos la ley: si una
relación consentida está permitida después de que las dos personas sean mayores
de 14 años, no veo por qué una joven de 19 años, por muy estudiante de Los Andes que sea, tenga que ser una excepción (¿a
cuenta de qué?), y que, además, eso provoque que se tome como carne de cañón a
un restaurante exitoso (ay, Vargas Llosa: cuánta razón tienes en tu ensayo La
civilización del espectáculo).
Ahora bien, si la relación no fue consentida, y lo que pasó fue
que la joven coqueteó toda la noche con el señor, y después quiso seguir
pasándola bien en el carro del sujeto, y en el momento en que ella pensó que
era suficiente él la ignoró y la sometió por la fuerza, ese sí es otro cuento
muy diferente.
Y sí, señor Jaramillo y
señores de Blu Radio (y va también para todos nosotros, los
usuarios de redes sociales): es posible que ese abogado, del que todos nos
hemos olvidado, sea quien tenga la culpa de todo esto.
@samrosacruz
lunes, 11 de noviembre de 2013
JULIO Y EL BURÓCRATA (O MI TARDE CON JULIO IGLESIAS)
Leyendo
anécdotas sobre Julio Iglesias, contadas por Edgar García Ochoa, el popular
periodista cartagenero -mejor conocido como Flash-, me acordé de la única que
tengo con el cantante español, en la que, casualmente,
también está involucrado Flash.
Sucedió
en 1995, cuando yo trabajaba para la estatal Carbocol y hacía parte del consejo
de redacción de El Carbonero, la revista institucional de la organización.
Acababan de cambiar al presidente de Carbocol y mi jefe me había encargado un
artículo sobre el nuevo cacique Pluma Blanca, con fotografías incluidas y todo.
Hice arreglos y contacté a un fotógrafo con muy buenas recomendaciones.
Después agendé el miércoles siguiente al nuevo
presidente para la sesión fotográfica.
Como en
esa época sólo los grandes cacaos usaban unos enormes ladrillos negros a los
que llamaban "celulares", llegado el miércoles, en un
tardío rapto de responsabilidad, quise confirmar la presencia del
fotógrafo (nuestra conversación databa de 15 días atrás, y por un descuido mío
-nada raro en un empleado oficial- no habíamos vuelto a hablar desde entonces).
Lo llamé a todos los teléfonos que me dejó. Nada. Por último resolví llamarlo a
la casa, consciente de la improbabilidad de encontarlo allí a las once de la
mañana de un día laboral. Me contestó la esposa: "Él salió a cubrir la
rueda de prensa que dará Julio Iglesias en el hotel Casa Medina.".
En ese
momento, artículo, fotos, presidente, fotógrafo, revista y jefe pasaron a
un segundo plano: el hotel Casa Medina quedaba a oportunas dos cuadras de mi
oficina, y la perspectiva de conseguirle a mi mamá un autógrafo de su ídolo de
toda la vida invadió por completo el resto del día. Además de la cercanía,
contaba con un nombre real por el cual preguntar en la puerta del hotel y
con mi acreditación como empleado de Carbocol. Era una coartada perfecta para
no tener que violar la seguridad del hotel y de pronto terminar preso
como sospechoso de querer atentar contra la vida del famoso artista.
Dicho y
hecho: allá llegué con una actitud de alarma y una historia triste que logró
conmover a los porteros y al personal de vigilancia: tenía que hablar con
ese fotógrafo ahora mismo, mi puesto en Carbocol dependía de ello. Entré, y
casi enseguida di con el salón destinado para la rueda de prensa. Sin darme
cuenta me encontré en una tipo de vestíbulo, haciendo la misma cola
que en ese momento hacían periodistas y fotógrafos, portadores de sendas
escarapelas, para el buffette de cortesía. Plato y cubietos en mano, me serví
una buena porción de aquellas delicias: algo así como langostinos a la
diabla, filet mignon, calamari fritti, etc...
Una vez
devorado aquello, nos llamaron a la sala principal. Entramos y nos sentamos.
Los fotógrafos a la derecha de Julio (nadie puede fotografiarle su lado izquierdo,
al que él considera "el menos bonito" de los dos), y, nosotros, los
periodistas (yo ya lo era en ese momento), a su izquierda. Gracias a la foto de
su columna diaria de El Heraldo, reconocí, sentado a mi lado, a Flash.
Enseguida me saludó como si fuésemos viejos amigos, y me contó algunas
anécdotas de Julio. De repente los organizadores anunciaron que en cinco
minutos haría su aparición Julio Iglesias. Inmediatamente empezaron -al mismo
tiempo- una cuenta regresiva ("Faltan tres minutos", gritaba alguien),
y la reproducción -a un sonido ya de por sí bastante alto, que aumentaba a
medida que avanzaba la cuenta regresiva- de la canción Agua dulce, agua salá,
uno de los temas principales del álbum que Julio venía a promocionar a
Colombia: "Ayayayay, ayayayay, ayayayay, ayayay". Emocionante.
Al
momento exacto de terminar la cuenta regresiva, apareció Julio Iglesias en
persona, muerto de la risa y bromeando con los circunstantes:
"¿Otra vez tú?" -le dijo a un periodista morenito de los de la
primera fila-, yo creo que lo que pasa es que estás enamorado de mí".
Después se hizo evidente la veracidad de los relatos a los que Flash nos tiene
acostumbrados, según los cuales él y Julio tienen una amistad muy
especial. Lo probó el hecho de que, entre decenas de periodistas, el
cantante lo saludó única y especialmente a él, usando el diminutivo de su
nombre propio ("Hola Edguitar"). Hasta lo incluyó en una de sus
respuestas: "...por eso me gusta tanto hacer el amor:
me conserva la piel joven", y dirigiendo la mirada hacia donde
nosotros estábamos sentados, "no como la que tiene Edguitar, que ya parece
la de una viejita".
Este es
el momento de decir que en cada una de sus respuestas Julio incluía alguna de
estas tres ideas (a veces las tres): "Me la paso trabajando",
"No podría vivir sin cantar", "Me encanta hacer el amor".
(Periodista: "Julio, ¿qué opinas de los ensayos nucleares de Francia en el
atolón de Mururoa?". Julio: "No hablo de
política referente a un país que no es el mío, sólo sé que antes
hacía el amor en esas playas y a veces me picaban los cangrejitos; hoy no me
atrevería").
Fue tan
así la cosa, como la describo, que una periodista, sentada en el
piso, a escasos dos metros de él (no sé si porque no encontró silla o porque
era una precursora de esos"irreverentes" -tan malos ellos- que ahora
pululan en los medios), le preguntó casi de mala manera: "Bueno, y cuando
usted no está trabajando, cantando o haciendo el amor, entonces ¿qué
hace?". A Julio no le varió un solo tono de su bronceado perfecto antes de
responder :"Me ducho". En ese instante Flash, que, al igual que el
resto de nosotros, se recuperaba de la carcajada, me miró y me dijo: "Ese
es el maestro de maestros". En adelante, la ridícula caricatura de enfant
terrible no volvió a abrir la boca.
Al final,
en medio de un río humano, me acerqué a Julio para que me firmara un autógrafo
en una especie de flyer de su álbum -lo más idóneo que pude conseguir
para ese efecto-. Julio, sin siquiera dispensarle una mirada de reojo al
papel que le alargué, me estampó, como a todos los demás, un auténtico mamarracho, ilegible, mientras mantenía su cabeza totalmente erguida, con
una sonrisa congelada y unos ojos ausentes que parecían revelar su pensamiento
del momento: "Dios mío, cuándo saldré de estos imbéciles para poder irme a
hacer el amor".
Ebrio de
farándula y Jet-Set, llegué al aburrimiento de la oficina, como a las cuatro,
con mi trofeo de celulosa en el bolsillo, y sin la menor idea del
paradero del fotógrafo, que ya para entonces era evidente que no
vendría. Cancelé la sesión de fotos aduciendo un accidente de tránsito del
fotógrafo, seguro -como estaba- de que ese incumplido de los mil demonios no
iba a desmentirme nunca. La realizamos con éxito una semana después.
Diecisiete
días más tarde, sin embargo, este exburócrata que les escribe, este haragán de
cuello blanco, era debidamente despedido de Carbocol.
@samrosacruz
sábado, 26 de octubre de 2013
EL DRÁCULA MUECO
Asistí hace poco a una fiesta de
disfraces a la que decidí ir personificando a Drácula, uno de mis personajes
favoritos de la infancia. Siempre sentí una extraña fascinación por la lúgubre figura
de un refinado conde cuya vida nocturna se desarrolla entre castillos
medievales plagados de sombras, candelabros y telarañas. Esta era, pues, la
oportunidad de cumplir mi sueño infantil. Decidí que si bien no iba a mandar a
fabricar una máscara de látex ni a comprar una peluca de moños altos para
parecerme al anciano Drácula que concibió Francis Ford Coppola en su versión
cinematográfica de la novela de Bram Stoker, por lo menos los colmillos no
serían unos de esos baratos que venden por ahí a mil pesos. Me pareció buena
idea, también, invertir en unos lentes de contacto cosméticos de color rojo.
Un poco de maquillaje que me hiciera aparecer pálido, una capa negra de un
disfraz vieja de Darth Vader (otro personaje oscuro que me seduce), unos
zapatos puntudos negros, y un traje, camisa y corbata también negros, que
harían la envidia de Felipe II, completarían el disfraz.
Encargué los lentes (sólo se
consiguen sobre pedido) y, además del tradicional puente barato de dientes y
colmillos que se suelen adquirir para estas ocasiones (que compré como plan B), me hice a unos
colmillos individuales que vendían en un almacén especializado en fiestas de
Halloween, y que se pegan directamente a los dientes por medio de un método
sofisticado. Llegado el día de la fiesta, estaba todo listo, así que faltando
unas cuatro horas para irnos empezó el proceso para transformarme en el
tenebroso conde de Transilvania. Lo primero fue el vestido, la camisa, la
corbata y los zapatos –todo negro- , operación que no me llevó más de cinco
minutos. Después vino el maquillaje: pan comido: tomó otros quince minutos. Los
colmillos debían ser lo último, puesto que en el fenomenal mamotreto de
instrucciones que traía el juego de caninos se advertía que no debían usarse
por más de cuatro horas continuas. A pesar de que no aclaraban si corrían
riesgo mis dientes verdaderos, no quise arriesgarme. Así que si no quería tener
que removerlos a la mitad de la fiesta, debían ser lo último. Por lo tanto el
turno era para los lentes de contacto.
Además de que antes de ese día nunca
en mi vida había tenido unos lentes de contacto en mis manos, tampoco tuve el
cuidado de preguntar a la vendedora cómo diablos se ponían, si bien he visto a
muchos de mis amigos ponérselos como quien se cepilla los dientes. No fue mi
caso. Después de luchar ferozmente durante 45 minutos, en los que el lente cayó
decenas de veces y se adhirió a los lugares más inverosímiles del baño (el
único que faltó –gracias a Dios- fue el inodoro), finalmente, loco de furia, logre
ponerme el del ojo derecho. Luego de un merecido descanso de diez minutos, con
copa de vino incluida, inicié la batalla campal para introducir correctamente
el otro lente en el ojo izquierdo. Cincuenta minutos después estaba dispuesto a
empalar a cualquiera que me dirigiera la palabra (eso era lo más parecido al príncipe
Vlad Draculea que tenía hasta ese momento). Cuando estaba a punto de renunciar,
el lente entró. Solamente (¿solamente?, ja) faltaban los colmillos.
Después de interpretar un
instructivo al que le sobrarían pasos si fuese para armar un reactor nuclear, me
puse manos a la obra: había que calentar dos bolas de un material desconocido
en una especie de baño maría, rescatarlas después con una cuchara de metal
(ojo: no de palo ni de plástico), moldearlas en forma de gusano, introducirlas
en las prótesis vampirescas, presionar firmemente en el canino verdadero, y esperar a que se enfriara la mezcla. No está
escrito cuántas veces repetí, sin éxito, el bendito procedimiento, con el
agravante de que las bolas perdían cada vez más masa, hasta el punto de que su
volumen había descendido a la mitad. Corriendo innumerables riesgos de sanidad,
probé reemplazando el material original por silicona. Tampoco surtió efecto.
El reloj avanzaba y se acercaba peligrosamente la hora de irnos. Acudí al plan
B: el puente barato. Ese día comprendí hasta dónde puede llegar la chambonería
humana: no digo que fuese difícil hablar con esa prótesis de pésimo plástico,
sino que me costaba trabajo casi respirar. De vuelta al plan A, y ocho nuevos
intentos más tarde, instalé felizmente el colmillo izquierdo. Cuando ya nos
anunciaba la grabación telefónica que el taxi estaba a cinco minutos de llegar,
engasté el derecho, pero –y valga más la metáfora que nunca- parecía pegado con
babas. Con la saliva escurriéndome por las comisuras (porque cerrar la boca era
un asunto poco menos que imposible), y tomando infinitas precauciones para no
tocar ninguno de los dos colmillos, aproveché para la sesión de fotos.
Cuando bajábamos en el ascensor sobrevino
el desastre anunciado: se cayó el colmillo derecho. Era tarde para comprar
otros colmillos, pero tampoco estaba dispuesto a cometer el oprobio de
presentarme como el primer Drácula mueco de la historia. Por lo tanto tenía que
pensar en algo rápido. Descarté pegarlo con un chicle, por la sencilla razón de
que el acto de masticarlo constituía, en
esas condiciones, una proeza monumental, y de todos modos arriesgaba la endeble
fijación del colmillo izquierdo. No quedó otra alternativa: teandría que aparecer en
las fotos subsiguientes como lo hacen los adolescentes de hoy: con la lengua
afuera, como relamiéndome la sangre (que por un favor de la Divina Providencia
había quedado pintada justo de ese lado), y así ocultar la falta de la intimidante pieza
dental.
En la fiesta me encontré con una
vampiresa que tenía menos dientes que la justicia colombiana: “¿Cómo hiciste
para ponértelos?, a mí me resultó imposible”, me dijo. Después de revelarle mi
oscuro secreto de tigre decrépito, decidí que sería la única persona que lo
sabría: ni la despiadada reputación de Vlad Tepes, que ha sobrevivido más de
500 años, ni la sanguinaria del conde Drácula de Stoker, que ya lleva más de
cien, merecen semejante ignominia intolerable.
Me tocó, entonces, actuar toda la
noche como la estúpida de Miley Cyrus: mostrando la lengua.
jueves, 17 de octubre de 2013
LA SELECCIÓN HISTÓRICA
El sábado en la mañana me encontré
a una amiga que me preguntó que si no me parecía Pékerman un genio, y yo,
contradiciendo mi costumbre de no enfrascarme en discusiones estériles tan
temprano, le respondí con la verdad: no, no me lo parecía. “Pero cómo dices
eso, ¿no ves cómo recuperó un partido que se perdía tres a cero y logró
empatarlo? Replanteó el juego”. Después de recordarle que el equipo local era
Colombia, y que un empate en esas condiciones se acerca más a una derrota que a
una victoria, le hice ver que, para no mencionar que dos de los goles fueron
penalties, hacer un planteamiento magistral en el segundo tiempo, que le
permitiera al equipo remontar un marcador adverso de tres goles, necesariamente
implica haber hecho un planteamiento estúpido en el primer tiempo.
Y añadí que, en ese orden de
ideas, sólo fue inteligente medio partido, así que, usando la misma ruta de sus
premisas, se podría concluir que el tipo era apenas medio inteligente; o, lo
que es lo mismo, medio bruto. Creo que aquella será la última conversación que mi
amiga y yo sostendremos por el resto de nuestras vidas. No creo que vuelva
siquiera a saludarme: deshonré al DT de la Selección Colombia. Pero así son los
nacionalismos: irracionales, dañinos, absurdos, enceguecedores.
Después, durante el resto
del puente, y más aún después del partido contra Paraguay, he oído –y leído-
cientos de veces la expresión “histórico”: en los bares, en los centros
comerciales, en los noticieros de TV, en programas radiales, en revistas y
periódicos… Un señor Meluk de El Tiempo habla de una clasificación “de leyenda”.
¿Por qué? ¿Qué fue lo legendario? ¿Ganó el torneo Colombia? No: quedó Argentina
por encima, y eso, que yo sepa, ha pasado todas las veces desde que se hace
este sistema de todos contra todos. ¿Qué es lo histórico, aparte de que esta
vez ni siquiera tuvo que enfrentar a Brasil, en un torneo en el que lo raro
sería no clasificar? (hay 4,5 cupos para 9 equipos en competencia, nada menos
que la mitad). ¿Dónde está lo trascendental? ¿En haber perdido la serie con
Venezuela?
Bueno, Pékerman en el portal
“Futbolred” dice, refiriéndose a la posibilidad de que Colombia sea cabeza de
grupo, que "¡esto es histórico! (porque) solo los campeones del mundo
fueron cabezas de serie.” Vaya, qué embustero es Pékerman. Y no hay nadie que se atreva a
corregirlo: Nigeria, Holanda, Portugal, entre otros, han sido cabezas de grupo
y, al menos en esta dimensión, nunca ha sido campeones del mundo. De modo que
eso tampoco es histórico.
Y todos esos “trascendentales”,
“históricos”, “legendarios” que escupen los comentaristas deportivos, y que los
colombianos nos tragamos sin masticar -y después repetimos como loros
amaestrados-, son captados al vuelo por las águilas al acecho de los políticos.
Es por eso que viven diciéndonos que cualquier cosa que suceda aquí es
histórica. Pero ni la firma de la paz será histórica en este país. ¿Saben
ustedes cuántos armisticios se han firmado en Colombia, cuántas guerras se han
terminado y han vuelto a empezar otras?
Cuenten las principales: la
de Centralistas y Federalistas (período en el que hubo tantas que se engloban
todas bajo el título de la Patria Boba), las de Los Supremos, la de 1852, la de
1854, la de 1860, la de 1876, la de 1884, la de 1895, la de Los Mil Días… la de
liberales y conservadores, que desembocó en otro “histórico” armisticio, el del
Frente Nacional.
Y las otras, las
contemporáneas, que, como las anteriores, se han superpuesto unas a otras sin solución
de continuidad. ¿Fue histórico, como nos lo dijeron en su momento, que se
firmara un armisticio con el M-19? No, ahí seguían –y siguen- las Farc. ¿Y lo
fue que se firmara la paz con las AUC? Tampoco, ahí siguen Las Bacrim. ¿Y lo
será cuando se firme cualquier cosa que se vaya a firmar con las Farc? Para
nada: ahí seguirá el ELN. Y seguirán también las ahora omnipresentes Bacrim,
que, como el ELN, nutrirán más sus filas, porque ¿a dónde creen ustedes que van
a ir a parar los nuevos desempleados, que no saben otra cosa que ser guerrilleros,
y que, de todos modos, el sistema no les brindará ninguna oportunidad, como no
lo ha hecho nunca?
Hoy Santos, el gobernante de
los fuegos artificiales, como lo califiqué en mi artículo anterior, hace un
anuncio histórico cada día de por medio (tramitar –o más bien reformar- una
simple ley contra borrachos al volante se convierte en algo histórico). Esta semana,
sin embargo, no ha tenido necesidad de su pirotecnia comunicativa: lo han
ayudado Javier Hernández Bonnet y Carlos Antonio Vélez. Y Meluk, que nos ha
contado sobre unos cuántos hechos históricos de la Selección Colombia, que la
gente, deslumbrada por esas tonterías, ni siquiera se toma el trabajo de
analizar. Y, por supuesto, Pékerman. Porque, como digo, este es el país de los
hechos históricos.
Sólo que la historia, desde
hace doscientos años, es siempre la misma.
@samrosacruz
FÚTBOL, CICLISMO, SANCOCHOS Y OTROS DEPORTES DE ALTO RIESGO
Cuando estábamos en sexto, nuestro último año del bachillerato en el Liceo Cervantes de Barranquilla (ese que ahora llaman “once”), a los del curso se nos dio por hacer más vida social entre nosotros de la que hasta entonces nos era habitual. Y a pesar de que en ese momento yo no era el más entusiasta para asistir a las frecuentes “roniones”, como las bautizamos entonces, tuve la oportunidad de disfrutar algunos paseos a la finca de Nacho ( Natxo Saez De Ibarra JI Sáez de Ibarra ) -uno de mis compañeros- en Puerto Colombia, muy cerca del mar por el que entró el mundo a Colombia. Allí jugábamos unos suicidas partidos de fútbol al calor de las doce del día, y rematábamos con un sancocho de gallina, delicioso pero hirviente, que nos ponía a sudar como caballos cocheros, y que probaba, mejor que cualquier documental chimbo de Discovery Channel, hasta qué límites insospechados de temperatura se puede someter al organismo humano.
A veces los paseos no eran futbolísticos, sino ciclísticos, y, apático como he sido toda la vida hacia ese deporte, me abstenía de asistir. Era pleno 1985, y la fiebre de los tales “escarabajos” colombianos en las competencias europeas era como de 42 grados centígrados en todo el país. Por consiguiente, cada vez se unían más y más compañeros de curso a esos paseos. Los domingos se hacía una competencia que arrancaba desde nuestro colegio y terminaba allá en la finca de Nacho, distante a unos 15 kilómetros (me parece recordar una zona de ascenso particularmente difícil, a la que los participantes más asiduos llamaban el “tourmalet”, en referencia a uno de los premios de montaña más famosos del Tour de Francia). Había otros amigos que, si bien no participaban de la competencia, asistían en carros que acompañaban a la caravana ciclística. Iban simplemente a pasar el rato y a tomarse unos tragos.
Uno de esos domingos, nuestro compañero Andrés ( Andrés Martínez De Urbina ) quiso debutar en la competencia. Para tal efecto compró una tremenda bicicleta (no recuerdo la marca, sólo sé que era de las buenas), y se atavió con uno de esos uniformes que parecen de buzo profesional: negro, bien ceñido al cuerpo, y en tela como de lycra. Estaba, pues, Andrés, listo para cortar el viento, para desafiar las distancias, para fajarse con los pedales. Mi amigo Mario ( Mario Alberto Neuman Zambrano ) –que no corría- iba ese día, con mí recordado amigo Tato y otros dos, a bordo de su Nissan Patrol amarillo, en plan, como digo, no competitivo, y a la vez haciendo las veces de soporte para los eventuales rezagados.
Largaron la partida, y los de siempre -Nando Antequera ( Hernando Antequera ) y otros dos- se escaparon del pelotón. La carrera se dividió entonces en tres cuerpos: los escapados, el pelotón, y Andrés, que, como se estrenaba ese día, a medida que pasaban los minutos, perdía más y más terreno frente a los demás. Mario advirtió el rezago de Andrés y disminuyó la velocidad del carro para asegurarse de que no fuese a quedarse abandonado en la mitad del camino. Interrogado sobre sus condiciones físicas, Andrés confesó no poder dar un pedalazo más, pero se negó a subir la bicicleta al Nissan y terminar la competencia en la comodidad de las sillas traseras del mismo. A cambio de eso, sugirió que le proporcionaran una ayuda extradeportiva: él se agarraría del carro en movimiento hasta llegar a la finca, sin pedalear, y terminaría la carrera de una forma digna: montado en su flamante cicla nueva.
Una vez acordado el asunto, pusieron manos a la obra, pero Mario, en un momento dado, se distrajo un poco con el acelerador mientras se desplazaban por un trayecto cuesta abajo, y, simultáneo a la vista de una iguana que agonizaba en la mitad de la carretera, oyó un estropicio de desintegración que provenía de atrás. En una fracción de segundos intuyó lo que después pudo comprobar a través de su retrovisor: Andrés había perdido pie (o rueda, más bien), y rebotaba contra el pavimento junto a su bicicleta de una forma tan armoniosa que era como para otorgarles a los dos la medalla de oro en la modalidad de rebotes sincronizados: la bicicleta le pasaba por encima y, casi enseguida, como despedido por inmenso resorte, Andrés se izaba sobre la bicicleta, la que en ese instante besaba el suelo y se preparaba para ganar un nuevo impulso de catapulta.
Decenas de rebotes más tarde, y después de dar marcha atrás durante medio kilómetro, Mario y los otros tres finalmente llegaron hasta el sitio en donde convalecía Andrés (la bicicleta era ahora un precursor objeto de arte moderno: ruedas romboidales, manubrio asimétrico, caballo dividido en dos partes; lástima no haber tenido la visión en ese momento para subastarla en Christie’s). “¿Qué te pasó, Andrés? –preguntó Mario, disimulando lo mejor que pudo el sentimiento de culpa por su ligereza con el pedal del carro- ¿No sería que te tropezaste con la iguana que había en la carretera?”. Andrés, haciendo un esfuerzo descomunal para hablar (aprovechando que aun podía mover la lengua, tal vez el único órgano de su cuerpo que resultó indemne), lo sacó de la duda: “Que iguana ni que mondá, no joda”.
Veintisiete días después volvió Andrés a clases; parecía un personaje de caricatura: tenía enyesadas tres de las cuatro extremidades y una costra púrpura le ocupaba toda la espalda. Mientras no turnábamos para desplazarlo de un lado a otro en una silla de ruedas, convinimos en que esas actividades resultaban demasiado peligrosas para nosotros. Decidimos, entonces, que no volveríamos a organizar competencias ciclísticas, y que nos limitaríamos solamente al desafío del fútbol al mediodía de la costa caribe colombiana.
Y, sobre todo, que trasladaríamos los sancochos a las más frescas horas de la noche.
@samrosacruz
FUEGOS ARTIFICIALES
El éxito de la mafia estriba en que sus miembros están de
acuerdo en cumplir ciertas reglas, y en que saben que de no cumplirlas hay un
castigo específico que ineluctablemente se cumplirá. Aquel que hable más de la
cuenta, sabe que morirá. Las normas se aplican. En contraste, el fracaso de un
país como Colombia estriba, a su vez, en el hecho de que nadie está de acuerdo
con nadie; y si bien hay unas normas que de no cumplirse conllevan un castigo
teórico, el incumplimiento de estas generalmente desemboca en resultados tan
variables y azarosos que da casi lo mismo cumplirlas que no cumplirlas. El
ridículo porcentaje de impunidad imperante en Colombia (ridículo por lo alto
que es), de hecho transmite el mensaje de que incumplir una norma tiene apenas
relación con un desenlace punible.
Leo en El Colombiano de
Medellín que Francisco José Lloreda, Alto Comisionado para la Seguridad
Ciudadana, refiriéndose a la figura del “conductor temerario” que impulsa el
Gobierno Nacional, dice que “La propuesta es contundente: cero tolerancia al
conducir si se ingirió licor. En el Código de Tránsito actual, las sanciones
son graduales, dependiendo del nivel de alcoholemia. Aquí buscamos que se
aplique la mayor sanción posible, independientemente de si la persona se tomó
una cerveza o tres botellas de aguardiente.”.
Estúpido (qué más se podía esperar). Hay un refrán popular que
dice algo así como que no hay que buscar la fiebre en las sábanas, que es lo
que los colombianos, a través de nuestros representantes, los políticos, vivimos
haciendo. Mucho se ha repetido que el problema no es el número de leyes o la
severidad del castigo, sino la capacidad del Estado para que las leyes se
cumplan, o para castigar su incumplimiento.
¿Qué se gana aumentando a 50 a 60 a 70 años de prisión a quien
maneje embriagado si el aparato judicial es, en un alto porcentaje, incapaz de
llevar a efecto la sanción correspondiente? Nada. (Acaba de escaparse hace una
semana el más prolífico secuestrador del ELN simplemente abriendo la puerta de
su casa, la que tenía “por cárcel”). El de Lloreda -el del gobierno- es un
anuncio efectista (totalmente consecuente con el estilo de este gobierno, eso
sí hay que reconocerlo), que se quedará en palabras, palabras, palabras, como
decía aquella canción italiana setentera.
Todo esto para no mencionar lo increíble que resulta el hecho de
que un Alto Comisionado para la Seguridad Ciudadana no se percate del nivel de
inseguridad al que nos llevará el siguiente razonamiento típico del colombiano
promedio: “pues si me va a pasar lo mismo por tomar una cerveza o tres botellas
de aguardiente, pues tomémonos las tres botellas”. Y cualquiera que no sea un
Alto Comisionado para la Seguridad Ciudadana sabe que se maneja mejor habiendo
consumido apenas una cerveza que con tres botellas encima.
Pero así es Colombia: fanfarria, bombos y platillos. Mientras el
anuncio habla de bajar el actual 40 mg de etanol por ml de sangre como
porcentaje seguro para poder conducir a cero punto cero, en países que han
invertido montañas de dinero en ese tipo de estudios, como Estados Unidos, el
porcentaje es ese, 40; e incluso puede llegar al doble en países bastante
lejanos de una república bananera, como Canadá o el Reino Unido. ¿De dónde sale
ese, a todas luces inaplicable, cero? ¿Qué base científica tiene? Supongo que
ninguna (o por lo menos Lloreda no lo explica). ¿Se trata realmente de evitar
la accidentalidad? Supongo también que no.
Lo que intuyo es que se trata de, repito, un sensacionalismo,
una pompa exagerada al momento de ofrecer soluciones que se quedan en el papel
y que, a la larga, no solucionan nada, pero que eventualmente pueden ayudar a
mejorar la imagen de un gobierno en problemas. Así siempre ha sido Colombia,
pero este gobierno ha llevado esa práctica a niveles de maestría.
Irónicamente, en el país de las mafias de cualquier cosa (de
banqueros, de medicamentos, de cementeros, de políticos, de hijos de políticos,
de medios de comunicación, de paramilitares, de Bacrims, de organismos de
seguridad, de fuerzas del orden, de guerrilleros, de multinacionales, de
extorsionistas, de empresarios nacionales, del sector de la salud, del espacio
público, de moteleros, de funcionarios públicos que piden comisión, de
contratistas, de taxistas, de transportadores, de paseos millonarios, de juegos
de azar legales, de juegos de azar ilegales, de servicios públicos, de
clonadores de tarjetas de crédito, de sindicatos, de apartamenteros, de trata
de blancas…), en el país de las mafias, somos unos mafiosos de pacotilla,
incapaces de ponernos de acuerdo o de hacer cumplir nuestras propias normas.
Los castigos aquí son sofisticacióones inofensivas, aparatosidades bulliciosas,
fanfarronerías sin consecuencias.
Puros fuegos artificiales.
@samrosacruz
lunes, 7 de octubre de 2013
EL PALCO DEL METROPOLITANO
Por la época en que estaban terminando de construir el estadio
Metropolitano de Barranquilla, un día mi papá llegó con una noticia bomba:
acababa de comprar un palco en el nuevo estadio, cuya propiedad se extendía
durante los siguientes veinte años. Había otras noticias menos buenas:
como era apenas obvio, mi papá no iba a hacer una inversión tan grande solo,
así que el palco lo había comprado en sociedad con tres amigos más, y, por lo
tanto, tendríamos que concertar con las familias de ellos antes de cada partido
para determinar la disponibilidad de las sillas (9). Pero de todos modos había
otras noticias buenísimas: tendríamos acceso por una entrada especial al
estadio -sin colas-, el palco contaría con un cuarto con cocineta y aire
acondicionado y estaría ubicado casi en línea con el centro de la cancha, el
mejor sitio para ver un partido.
Mucho después, cuando nos hicieron la entrega
del palco, llegó la única noticia mala: todo lo ofrecido era mentira (¿habrá
que recordar que estábamos en la Barranquilla de 1986, donde incumplimiento e
impunidad eran el menú del día?). El cacareado acceso especial no era tal:
había que hacer fila como todo el mundo; el dichoso cuarto era un cubículo
minúsculo, dotado de una llave de agua tipo batea y un lavaplatos pequeño; del
aire acondicionado, ni hablar: ni siquiera había un abanico. Finalmente, con el
argumento de que no habían tenido en cuenta las cabinas de transmisión de las
emisoras radiales, a nuestro palco lo habían rodado hasta el peor lugar de la
tribuna: al lado de uno de los accesos, y alineado exactamente con los dos
palos verticales de la portería; es decir, se podía ver que el balón traspasaba
la raya de gol, pero no se veía cómo lo hacía.
La inauguración Junior- Selección Uruguay fue una pesadilla. Debido a que sobrevendieron las entradas, la gente no cabía en el estadio, y la cercanía del palco al acceso hizo que algunos lo invadieran y otros lo usaran como pasadizo para llegar a otro lado. Después de desistir de pedir ayuda a unos policías, más interesados en las cabriolas de Francescoli que en cumplir con su deber, terminamos viendo el partido hacinados en un rinconcito de nuestro propio palco. El segundo partido, contra Argentina –con Maradona a bordo-, fue aún peor.
La inauguración Junior- Selección Uruguay fue una pesadilla. Debido a que sobrevendieron las entradas, la gente no cabía en el estadio, y la cercanía del palco al acceso hizo que algunos lo invadieran y otros lo usaran como pasadizo para llegar a otro lado. Después de desistir de pedir ayuda a unos policías, más interesados en las cabriolas de Francescoli que en cumplir con su deber, terminamos viendo el partido hacinados en un rinconcito de nuestro propio palco. El segundo partido, contra Argentina –con Maradona a bordo-, fue aún peor.
A medida que pasaban los meses, y la fiebre por el estadio nuevo bajaba, el aglomeramiento en el palco también bajaba proporcionalmente. Sin embargo, lo más corriente era llegar y encontrar a familias enteras ejerciendo su derecho de posesión sobre el palco por el simple hecho de haber llegado antes que nosotros (precisamente una de las teóricas ventajas de un palco es esa: no tener que llegar horas antes para conseguir un puesto). Dueños y señores del pequeño corral (sólo había que franquear una verja metálica de 50 cms de altura, por lo que la puerta de acceso desde los pasillos exteriores era algo menos que un horrible adorno de triplex), dueños y señores, digo, se negaban a desalojar nuestra propiedad privada, y más de una vez hubimos de acudir a abúlicos policías para que, credenciales de propiedad en mano, nos ayudaran. A veces en eso se iba medio primer tiempo.
Con todos esos inconvenientes, las familias de los amigos de mi papá dejaron poco a poco de ir, razón por la cual yo disponía de las nueve sillas casi todo el tiempo para llevar a mis amigos. Eran seis sillas pegadas a las gradas y tres movibles que se ponían en una ínfima terracita que separaba al cuartico de las graderías. Todas eran hechas con una madera punto más fuerte que el balso.
Un domingo llevé a un grupo de amigos a ver un -de antemano desabrido- partido Junior-Cúcuta. Aprovechando el cuartico, en esa ocasión llenamos de cerveza un enorme termo, provisto de una llave dispensadora, y lo llevamos allá junto a un buen número de vasos desechables. Tan poca era la expectativa para ese juego que, por primera vez, no hubo ningún inconveniente: cuando llegamos el palco no estaba ocupado por invasores, ni durante el partido tuvimos que pelear contra ningún intruso. Ese día dejé a mis invitados sentarse en las sillas más cómodas (las adosadas a la gradería), y me senté, junto a otros dos amigos de más confianza, en una de las sillas móviles de la terracita. El primer tiempo respondió exactamente a las perspectivas de bostezo que precedían al enfrentamiento.
Casi dormíamos como a los veinticinco minutos del segundo tiempo, cuando un estrépito hizo virar la cabeza a toda la tribuna hacia donde yo estaba. Como, con el aburrimiento, yo había tomado la silla a manera de mecedor -apoyando un pie en el piso y recargando el resto del cuerpo hacia atrás-, en uno de esos balanceos los raquíticos listones de las patas traseras de la silla no resistieron más y se hicieron astillas. De hecho, toda la silla prácticamente se pulverizó. Y en medio de los escombros de madera, de culo en el piso, pero con el vaso de cerveza intacto en mi mano en alto (les juro por lo más sagrado que no se derramó ni una sola gota), estaba yo, objeto de todas las miradas, entre perplejas y divertidas, y rodeado de las carcajadas más sonoras que he oído en mi vida.
Con el tiempo yo también dejé de ir al palco. Si iba al estadio, me sentaba en la mitad de la tribuna, desde donde sí se veía cómo entraban los goles. A veces pasaba accidentalmente cerca del palco, y lo veía tomado por hombres malencarados, mujeres gordas, niñitos mugrosos llenos de mocos, y ollas de arroz. Y, en esos momentos, me reconfortaba recordando que, al menos una vez en la vida, yo había protagonizado el episodio más emocionante de un partido.
@samrosacruz
miércoles, 2 de octubre de 2013
ADONIS
Buscando fotos de la fiesta aquella del “patillazo”, de la que hablé la
vez pasada, me encontré con una foto de Adonis, la única empleada de servicio
doméstico que hemos tenido en la vida. En realidad hubo otras, pero Adonis fue
la única interna (ahora no tenemos ni siquiera de por días: yo mismo hago
mi almuerzo; es decir, destapo una lata de atún).
Al principio Adonis no trabajaba con nosotros, sino que estaba haciéndole unas vacaciones a la titular de la casa de mi papá, adonde yo, por esa época, iba a almorzar a diario. Una tarde, cuando nos íbamos, Adonis, con ese hilito de voz que tenía, nos informó que trabajaba hasta el día siguiente (fecha programada para el regreso de la titular), y preguntó que si nosotros no podríamos recomendarla con algún amigo o amiga, pues ella necesitaba emplearse. La situación nos enterneció mucho, pues Adonis era muy respetuosa y diligente, así que decidimos hacer una excepción en nuestras costumbres, algo agringadas en ese sentido, y la contratamos de inmediato.
Adonis, en realidad era, además de respetuosa y diligente, increíblemente tímida, hasta el punto de que después de pasados dos meses de su estancia en la casa fue cuando se atrevió a pedir permiso para usar, durante las noches, un abanico que estaba arrumado en un cuarto. Sí: por una enorme negligencia de mi parte, la pobre había estado durmiendo en el infernal agosto de Barranquilla sin mayor ayuda para aplacar el calor que una ventana abierta. Después de pedirle excusas en todos los tonos, por supuesto que aprobé su solicitud; “de hecho úsalo todo el día si quieres”, añadí avergonzado.
Su timidez no le impedía comer como una leona preñada -pese a lo cual se mantenía tan flaca como un gancho de ropa-, pero sí le hacía titubear más de la cuenta al momento de dirigirse a nosotros; sobre todo a mí. Una tarde, después de sentirla merodeando durante un buen rato por el umbral de mi cuarto, le pregunté que si me necesitaba. Había sonado el teléfono fijo toda la tarde, y yo sospechaba que ese errático comportamiento tenía algo que ver con eso. En efecto, finalmente entró y me preguntó: “Señor Samuel, ¿usted se llama John Freddy?”. “Por supuesto que no, Adonis" -respondí yo- "¿no te das cuenta de que tú misma me estás llamando Samuel?”. Lo que ocurría era que alguien, con un número erróneo, insistía en que le pasaran a un tal John Freddy, pero Adonis, por un lado, no se atrevía a decirle al tipo que definitivamente estaba equivocado, y, por otro, su creciente nerviosismo, a medida que se repetían las llamadas, llegó a hacerle dudar de si ese “Samuel” no sería más bien un apodo de John Freddy, mi verdadero nombre.
Al principio Adonis no trabajaba con nosotros, sino que estaba haciéndole unas vacaciones a la titular de la casa de mi papá, adonde yo, por esa época, iba a almorzar a diario. Una tarde, cuando nos íbamos, Adonis, con ese hilito de voz que tenía, nos informó que trabajaba hasta el día siguiente (fecha programada para el regreso de la titular), y preguntó que si nosotros no podríamos recomendarla con algún amigo o amiga, pues ella necesitaba emplearse. La situación nos enterneció mucho, pues Adonis era muy respetuosa y diligente, así que decidimos hacer una excepción en nuestras costumbres, algo agringadas en ese sentido, y la contratamos de inmediato.
Adonis, en realidad era, además de respetuosa y diligente, increíblemente tímida, hasta el punto de que después de pasados dos meses de su estancia en la casa fue cuando se atrevió a pedir permiso para usar, durante las noches, un abanico que estaba arrumado en un cuarto. Sí: por una enorme negligencia de mi parte, la pobre había estado durmiendo en el infernal agosto de Barranquilla sin mayor ayuda para aplacar el calor que una ventana abierta. Después de pedirle excusas en todos los tonos, por supuesto que aprobé su solicitud; “de hecho úsalo todo el día si quieres”, añadí avergonzado.
Su timidez no le impedía comer como una leona preñada -pese a lo cual se mantenía tan flaca como un gancho de ropa-, pero sí le hacía titubear más de la cuenta al momento de dirigirse a nosotros; sobre todo a mí. Una tarde, después de sentirla merodeando durante un buen rato por el umbral de mi cuarto, le pregunté que si me necesitaba. Había sonado el teléfono fijo toda la tarde, y yo sospechaba que ese errático comportamiento tenía algo que ver con eso. En efecto, finalmente entró y me preguntó: “Señor Samuel, ¿usted se llama John Freddy?”. “Por supuesto que no, Adonis" -respondí yo- "¿no te das cuenta de que tú misma me estás llamando Samuel?”. Lo que ocurría era que alguien, con un número erróneo, insistía en que le pasaran a un tal John Freddy, pero Adonis, por un lado, no se atrevía a decirle al tipo que definitivamente estaba equivocado, y, por otro, su creciente nerviosismo, a medida que se repetían las llamadas, llegó a hacerle dudar de si ese “Samuel” no sería más bien un apodo de John Freddy, mi verdadero nombre.
Pero el principal problema era con los celulares. Por aquellos años, cada minuto costaba un ojo de la cara, y Adonis, a quien yo había suministrado mi número de celular por si ocurría algo en la casa, había adquirido la costumbre de llamarme para informarme de los asuntos más nimios, no vaya y fuera que por una negligencia suya se estropeara algo: “señor Samuel, aquí le llegó la revista Semana”. Ya se imaginarán las cuentecitas de teléfono fijo que me llegaban.
Para neutralizar la avalancha de llamadas, decidí no contestar si en el display de mi celular aparecía el teléfono fijo de mi casa. Pésima idea: la llamada se iba a buzón de voz, y en ese caso ni siquiera había la posibilidad de cortarla: me dejaba unos mensajes kilométricos en los que daba minuciosa cuenta de cualquier evento doméstico, por insignificante que fuera… a veces ni siquiera le alcanzaba el tiempo disponible para almacenaje de mensajes en el correo de voz. La cuenta, como es lógico, subió aún más.
Por aquella época, de los minutos a celular carísimos, había prosperado la costumbre de que si entre dos personas había una con más plata o más minutos disponibles, pues la otra le marcaba, dejaba que sonara una vez, de modo que quedara registrada la llamada en el display del celular destinatario, luego colgaba y esperaba la llamada de vuelta. Con ese principio me preparé para contraatacar las arremetidas telefónicas de Adonis. Le dije: “Adonis: cuando ocurra algo en la casa, me llamas al celular y cuelgas”. Asunto resuelto: si en adelante veía registrada una llamada del teléfono fijo de mi casa, apenas encontrara otro teléfono fijo disponible sencillamente la llamaría a ver qué pasaba.
Impartida la instrucción, me fui a trabajar. No había pasado media hora cuando empezó a timbrar mi celular. Era Adonis. Pero el celular timbraba y timbraba y ella no colgaba. Temiendo que me dejara otro de sus interminables mensajes en el buzón de voz, logré contestarle en la última repiqueteada.
-¿Señor Samuel?
-Sí, Adonis, cuéntame.
-Como usted me dijo que lo llamara y le colgara, entonces yo le voy a colgar.
Y, tran, me colgó
@samrosacruz
EL PATILLAZO
Voy a contar la historia del “patillazo”. Resulta que cuando mi esposa
cumplió 30 años (número redondo: ustedes saben cómo es la vaina), a mí se me
dio por sorprenderla con una serenata de vallenatos. Pero, como eran nada menos
que los treinta, no podía ser cualquier guiñapo de esos, sino que, de acuerdo a
experiencias pasadas propias, y a recomendaciones de terceros, el cantante
debía ser un tipo grandes ligas… Entonces, claro,
había que contratar a Oswaldo Rojano, el exacto límite entre un cantante profesional
y un crápula de la 72.
Rojano cantaba una canción legendaria: El niño inglés, en la que un bebé, desde el vientre materno, declara que quiere nacer. El bebé se vale de una retahíla incoherente en inglés (“You are, the family, the monkey, yes”), que después interpreta así el autor: “Así me dijo el niño: mamá quiero nacer”. Recuerdo que, contratado Rojano -el torrente de voz más subvalorado de la historia mundial-, y ya en la fiesta, empecé a repartir trago. Yo, contagiado de una vanidad incorregible, había ideado un coctel consistente en la mezcla Tres Esquinas Dry con Clight de fresa (para compensar el engordador “Siete” que había tomado los últimos 8 meses: la suma de 3 Esquinas y Quatro).
El susodicho coctel había circulado, esa noche, en vasos desechables entre los invitados. Arribista como es uno, yo había condenado a Rojano y a su conjunto al miserable destino de beber de una botella de aguardiente. Rojano es un tipo entrador, toda una figura. Tanto que si mientras el canta ve a dos circunstantes hablando entre ellos, se va acercando poco a poco hasta que queda frente a ellos y, acto seguido, les canta con ese vocerrón que se gasta en las propias narices, para que se callen y lo oigan y lo vean a él. Pasa lo mismo con las personas que se emocionan mucho y empiezan a acompañarlo en el canto: se les acerca y les grita la canción en el oído, para que se callen. Es tan entrador que esa noche reclamó –con toda razón- un trato igualitario: “viejo Pame” –gritó con ese chorro de voz-: “¿y a mí por qué no me das de ese patillazo?, refiriéndose a los vasos con el coctel rosado de Clight y Tres Esquinas que veía pasar frente a él.
El “patillazo” verdadero es una bebida popular, también rosada, que venden en cualquier esquina de Barranquilla, hecha con –por supuesto- patilla, y, además, hielo –pero, ojo: cero alcohol- y que resulta muy refrescante con esos calores endemoniados que hacen a las doce del día allá, en las Barrancas de San Nicolás.
Desde ese día, en que Rojano bautizó al coctel, mis amigos y yo, nos referimos a este así: como “el patillazo”. Es tan traicionero ese coctel que una vez, unas señoras -muy recatadas ellas cuando están sobrias- creyendo que era un juguito cualquiera, terminaron, en una maroma de baile, rompiendo el cielo raso de un salón comunal.
Pero, bueno, volviendo a la fiesta de los treinta de mi esposa, tengo que decir que estuvo tan buena que desde la barriga de una de las invitadas –a la sazón embarazada de nueve meses- todos los circunstantes alcanzamos a oír con claridad, en un “spanglish” perfecto, "Mamá quiero nacer”.
@samrosacruz
RICOS Y PODEROSOS
Los siguientes artículos, de
títulos intercambiables, fueron escritos gracias al apoyo intelectual de sendos
artículos a su vez escritos por los columnistas Diego Marín Contreras (El Heraldo) y
Antonio Caballero (Semana).
Los presento juntos ahora que los conceptos “rico” y “poderoso”, a fuerza de
una simbiótica y voraz relación, han llegado a ser casi pleonásticos entre sí.
Ricos
No sé quién se atreverá a negar que el dinero es el dios que
gobierna todo en el mundo actual, y ante quien todos solemos postrarnos. Tan es
así, que los otros dioses, tan de moda antes, se han vuelto plato de segunda
mesa: lo más común es ver a los arruinados financieramente -a los mismos que el
dios principal abandonó sin contemplaciones- vociferando como energúmenos en
las innumerables iglesias de los dioses de consolación.
Lo decía Fernando Vidal Olmos,
personaje ficticio de Sobre héroes y tumbas -la inolvidable novela de Ernesto
Sábato- en su Informe sobre ciegos,
cuando hablaba de las propiedades mágicas que le conferimos a esos papeluchos
sucios que llamamos billetes. Papeluchos firmados por “un señor que ni siquiera
firma con su propia mano”, y en los que se nos hace una promesa absurda, que
nosotros, los creyentes de esa religión del dinero, nunca ponemos en duda. Ni
siquiera cuando suscribimos un CDT, que, según Vidal, es un simple papel, a
través del cual Alguien o Algo se compromete a darnos otro montón de papeluchos
sucios: “algo así como una locura al cuadrado. Y todo en representación de Algo
que nadie ha visto jamás y que dicen yace depositado en Alguna Parte, sobre
todo en los Estados Unidos, en grutas de Acero. Y que toda esta historia es
cosa de religión lo indican en primer término palabras como créditos y
fiduciario.”.
Por eso es que hoy, los
verdaderos santos (ya nadie se acuerda de la tal Madre Laura, como no sea para
ponerla al servicio, no ya
de Yaveh, ni de Jesucristo, sino del dios principal: para arrancarle dinero a
la gente, como lo hace una conocida cadena de supermercados), los verdaderos
santos, digo, son los representantes del dinero en La Tierra: el santo más
popular no tiene nada que hacer con respecto a Steve Jobs, a quien sus millones
de devotos en todo el mundo lo adoraban en vida y aún lo veneran después de
muerto.
Cualquier cosa que hagan estos nuevos seres divinos, estos
miembros del santoral fiduciario, por trivial que sea, merece destacarse, como
se destaca cualquier aparición de la virgen en Cova de Iría -o en una arepa de
huevo-. Por eso el multimillonario mexicano Carlos Slim, el hombre más rico del
mundo, jugó dominó el otro día y todos nos enteramos. También nos enteramos de
en qué carro llegó el verdadero Sumo Pontífice de La Tierra (el Slim-móvil esta
vez fue –por supuesto- un Rolls Royce), en que carro se fue, las palabras
sagradas que pronunció («Pasad, pasad») a los periodistas para que entraran a
verlo jugar dominó.
Y hasta nos enteramos de que, contra todo lo pensado, es posible
que haya adquirido forma humana por un día, por ese beatífico día de
revelaciones sacrosantas, porque la prensa nos informa que Slim “pidió una
tónica y se detuvo a comprar un helado. «¿Este es nuevo, no?», preguntó el
multimillonario señalando uno de los helados que ofrecía la carta.”.
¿Alguna duda?
Poderosos
Qué raro, yo pensaba que éramos
nosotros, los votantes, los que elegíamos y reelegíamos al presidente de la
república, y resulta que, si nos atenemos a lo que nos dice la revista más
importante y prestigiosa de Colombia, no es así, sino que es él mismo quien se
reelige. En el artículo Uribe le ha hecho mucho daño al
país, dice Semana sobre Juan Manuel Santos: “Con respecto a que su
decisión de reelegirse pueda afectar…”.
Teniendo en cuenta que los bogotanos se jactan de hablar el
mejor español del planeta Tierra, unido al prestigio de la revista, debe
descartarse la idea de una equivocación: parece inverosímil pensar que
redactores de publicación tan encumbrada desconozcan la diferencia entre un verbo
reflexivo y uno que no lo es. Máxime si, como lo sé de buena fuente, algunos de
sus artículos son escritos de puño y letra por nada menos que su propietario,
el célebre periodista Felipe López. Pero, aunque inverosímil, hay que
considerar tal escenario: los bogotanos también pueden equivocarse, aunque
ellos no lo crean.
Porque la otra posibilidad es que sea una mala pasada que le
juega inconsciente, tanto al director de la poderosa e influyente revista
-sobrino bisnieto de expresidente, primo segundo de exvicepresidente y actual
precandidato, y sobrino del presidente actual-, como al dueño de la revista
-nieto de expresidente e hijo de expresidente-.
Jugada que nos revelaría que ellos, los integrantes de ese
modesto curubito, se sienten con el derecho a elegirse a sí mismos (yo me
elijo, tú te eliges, él se elige) y reelegirse cuando les da la gana, sin que
nadie pueda impedírselos. Como si el país fuera de ellos y solamente de ellos.
Y eso sí que no suena nada verosímil, ¿verdad?
@samrosacruz
viernes, 6 de septiembre de 2013
ANTES DE QUE SEA TARDE
Sé que me van a llover los
insultos, pero es mejor que a uno le importen las arbitrariedades antes de que,
como decía Bertolt Brecht, sea demasiado tarde. Me refiero a la peligrosa
tendencia de frivolizar la justicia, bien sea mediatizándola a través de
declaraciones precipitadas de autoridades que quieren capitalizar triunfos en
los grandes medios (medios que muchas veces también ponen su dosis de
amarillismo, buscando rating), bien sea por competencias de egos de famosos
abogados, o bien sea por linchamientos sumarios a través de las redes sociales
(y en esto último caemos todos; o casi todos).
Pero aterricemos: me refiero
a los recientes hechos de sangre, en los que una disputa entre dos vecinos, por
el alto volumen de la música, terminó con la muerte de uno de ellos. Eso es lo
que sabemos. Sin embargo, según la revista Semana, el subcomandante de la
Policía Metropolitana de Bogotá declaró que el presunto homicida, David
Manotas, “decidió apuñalarlo (a Francisco Cifuentes), en cinco oportunidades y
posteriormente lanzarlo desde un balcón a más de ocho metros de altura”. No soy
abogado, pero una declaración de ese calibre, a tan poco tiempo de sucederse
los acontecimientos, cuando difícilmente se han podido procesar las pruebas –si
las hay-, me parece apresurada (recordemos que el único testigo vivo –Manotas-
afirma que Cifuentes saltó al vacío por iniciativa propia).
Sé que la historia en la que
se basa el argumento de Manotas -según el cual todo fue en “legítima defensa
propia”- es bastante floja. Pero, de acuerdo a la ley colombiana (por lo menos
en el papel), todo el mundo se presume inocente hasta que se demuestre lo contrario.
Esta presunción de culpabilidad contra Manotas la da, conjeturo, su aspecto
siniestro. Con mirada, cabello y barbas de Rasputín, Manotas se convierte
automáticamente en un sujeto sospechoso. Sus costumbres excéntricas
(alcoholizarse entre semana, consumir otro tipo de drogas, oír música a altos
volúmenes) completan el cuadro. Por si cupiera alguna duda de la presunción de
culpabilidad de Manotas, sólo bastaría mirar en Facebook, Tuiter o los foros de
lectores de los periódicos.
Repito, sé que su historia
es bastante endeble: que usted abra una ventana (como afirmó Manotas) por
petición de la persona con la que se está liando a golpes de cuchillo, y que
acaba de entrar a su casa rompiendo la puerta, no es una versión particularmente
verosímil. El voluntario salto al vacío del supuesto intruso también resulta bastante
raro. Pero por evidentes que parezcan las inconsistencias del relato de un
sindicado, el conducto regular es investigar primero qué fue lo que pasó.
Para el caso que nos ocupa:
¿la cerradura de la puerta había sido efectivamente violentada? No lo han
informado, y la pronta huida de Manotas del lugar de los hechos (sin tiempo, al
parecer, para ponerse siquiera una camisa), hace también improbable que él
mismo fabricara una escena así ¿Hubo allanamiento de morada por parte de
Cifuentes? Tampoco lo sabemos. Con todo, la Fiscalía aduce que el ataque de
Manotas fue desproporcionado, por cuanto Cifuentes estaba desarmado. Pero, si
nos atenemos a la declaración de Manotas, ante la entrada violenta de un extraño
a su casa, que además ataca inmediatamente, ¿usted examinaría cuidadosamente al
intruso antes de ponderar cuál sería el arma idónea para defenderse de él? ¿O
simplemente se serviría de lo primero que encontrara a la mano?
Me parece que estamos
prejuzgando, satanizando a una persona por su apariencia. O preguntémonos: ¿cuál
sería la situación si, con su apariencia de Rasputín, quien hace el reclamo –y termina
muerto- es Manotas? Además, con sus antecedentes de persona extravagante, ¿habría
concluido el subcomandante de la policía que Cifuentes simplemente lo apuñaló y
lo lanzó desde el tercer piso? ¿O tal vez las “extrañas circunstancias” de su
muerte serían apenas “objeto de investigación”? Y, por otro lado, ¿no habría miles
de estados de Facebook regodeándose en el escarmiento que habría obtenido un borracho,
drogadicto, y hasta costeño bullicioso, que quiso interrumpir violentamente una
fiesta privada porque en su guayabo de droga y alcohol no soportaba el ruido?
Hace poco leí en El
Espectador un artículo de Juan Carlos Botero (Ladrones de bicicletas), en el
que da cuenta de una investigación llevada a cabo por la cadena de televisión
ABC. Para tal efecto, la cadena contrató tres actores que en plena calle intentaban
robar –cada uno por su lado- una bicicleta. El primero, hombre y blanco, es
denunciado a la policía después de que pasan -y lo ven en esas- más de cien
personas. La segunda, mujer y rubia, sigue haciendo su trabajo sin que nadie se
mosquee. El tercero, hombre y negro, ve cómo antes de un minuto es rodeado por
una multitud que lo acorrala hasta que llega la policía. Botero concluye: “Si
alguien está haciendo algo indebido, la actitud de la mayoría de las personas
no es, de inmediato, acusatoria o sospechosa, si es blanco. Si es una bella
mujer, los hombres, incluso sabiendo que está haciendo algo ilegal, parecen
complacientes, comprensivos, y hasta la tratan de ayudar. Pero si es un negro,
en seguida suponen que es un criminal que se está robando una bicicleta.”.
Finalmente recordemos el
asunto de interés nacional en que se convirtió el caso del adolescente Trayvor
Martin, en Orlando, Florida, asesinado por George Zimmerman, miembro de una patrulla
de vigilancia. Su delito: llevar puesta la capucha de su chaqueta. Y, al
parecer, ser negro. Zimmerman, finalmente fue absuelto. Acá Manotas, ya fue
condenado con antelación. Nuestro asunto se convirtió rápidamente en un
espectáculo circense, en el que el sospechoso ha sido arrojado a los leones
para desahogar la sed de venganza de este país enfermo.
Después de todo esto,
concluyo que la justicia mediática y la justicia a priori (que finalmente
llevan una relación simbiótica) son cuestiones delicadas y peligrosas que, si
no rechazamos ahora, si no evitamos que se conviertan en moneda corriente, en
cualquier momento me pueden tocar a mí. O a usted.
Pero ya para entonces será
demasiado tarde.
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