martes, 16 de abril de 2013

EL GRAN INQUISIDOR


Informa El Espectador que la congregación Misión Paz a las Naciones, a través de su presidente, el pastor cristiano John Milton Rodríguez, firmó en 2010 un documento con el parlamentario Roy Barreras. A la luz de este documento, Barreras se comprometía a “no promover ni apoyar el matrimonio entre personas del mismo sexo, ni la adopción de niños por parte de estas parejas”. En contraprestación, Misión Paz a las Naciones  se comprometía a organizar reuniones para difundir la propuesta del parlamentario y a apoyarlo en el proceso de votación para las elecciones al Senado de marzo de 2010. No es un fenómeno inusual que las congregaciones religiosas en este país, con tal de sacar adelante sus ideas anacrónicas y sus intereses mezquinos, realicen este tipo de pactos, a los que poco les falta para ser con el diablo (nada más basta echar una ojeada a las informaciones acerca de la reciente muerte del esmeraldero Víctor Carranza).

Por otra parte, las últimas noticias indican que Roy Barreras, quien no es precisamente un modelo de lealtad, cumplirá con su pacto: ha anunciado que no apoyará el proyecto de ley del matrimonio igualitario propuesto por el senador Armando Benedetti. No sorprende: hay en juego muchos votos, factor decisivo en el criterio de muchos políticos. Con todo, sigue llamando la atención -a pesar de que es un hecho repetitivo- que en pleno siglo XXI amplios sectores de la sociedad colombiana, bajo la forma de guías espirituales, funcionarios públicos, dirigentes políticos, o jerarcas religiosos, continúen con su campaña de odio, oscurantista y excluyente, encaminada a malograr la vida de personas cuyo único delito es pensar y sentir diferente. Y que, además, la abrumadora mayoría de las veces lo hagan apoyados en los supuestos preceptos de un hombre cuyo discurso de hace veinte siglos consistía en fomentar todo lo contrario: el amor, la inclusión, la justicia.

Recuerdan estos guardianes de la moral al cuento El gran inquisidor, de Fedor Dostoievski, en el que, después de una venida no programada de Jesucristo a la tierra –concretamente en la Sevilla de la Inquisición-, el gran inquisidor de la ciudad encarcela a Jesucristo en uno de los calabozos del Santo Oficio. ¿Los cargos? Amenazar el status quo imperante (“¿Por qué has venido a molestarnos?”, le pregunta el inquisidor). Tal como en la realidad, la Iglesia del cuento se había dedicado, desde los mismísimos tiempos del emperador Constantino hasta el momento en que se desarrolla la historia, a "corregir" la obra de Jesucristo. De hecho, el gran inquisidor del cuento espeta a Jesucristo con una frase que tranquilamente podría salir de la boca de John Milton Rodríguez, el pastor que quiere gobernar en el fuero íntimo de otros sin más argumentos que su lamentable disfraz moral: “Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros”.  (O de la boca de nuestro flamante procurador).

Y tal como el inquisidor del cuento, nuestros guardianes de la moral, con la aquiescencia de parte del pueblo colombiano, parecen estar convencidos de que la libertad es un don demasiado valioso como para permitírselo al hombre. Saben que la mayoría de la humanidad espera que le den un amo ante quien inclinarse; saben que hay seres humanos que, con tal de no tener que decidir nada, anhelan ser tratados como borregos de un rebaño. (Esas ideas, que aún hoy pretenden imponer en Colombia unos trogloditas que no tienen por faro de la civilización a Suecia sino a Yemen, hace ya siglo y medio le parecían medievales a Dostoievski). 

Lo peor es que, repito, esa dirigencia cavernícola goza del apoyo de una parte del pueblo colombiano que parece amar las cadenas mentales sobre todas las cosas. Porque, para ese pueblo enajenado, es más cómodo que sea, digamos, el Antiguo Testamento, un libro escrito hace miles años, el que decida qué es lo correcto y qué no, y no que sean ellos, homo sapiens dotados de cientos de miles de millones de neuronas, los que tengan que preguntarse qué clase de sabandijas del infierno son, que son capaces de arruinar la vida de otros sólo porque no piensan o sienten como ellos. Porque para ellos es más fácil que sea otro el que decida (el cura, el obispo, el papa), así ello implique que ese otro se arrogue las voluntades de toda una comunidad.

Por esa vocación de siervos mentales, a algunos colombianos les resulta tan fácil pensar que lo fácil es lo correcto; que una humanidad de una homogeneidad inverosímil es a la que debemos aspirar. Una humanidad insípida, pasteurizada, en la que todos tengamos los mismos gustos sexuales; una humanidad sumisa, aterrorizada, sin dilemas morales ni éticos. Un mundo feliz huxleyano en el que ya vengamos programados, y en el que cualquier disidencia al orden establecido deba sofocarse de inmediato. O, como dijo Estanislao Zuleta en su Elogio de la dificultad, un mundo en el que no se pueda “desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar”, sino  “un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo”. Un paraíso inventado, sin una Eva díscola que origine las tristezas y las dificultades sin las cuales nunca cobrarían sentido las alegrías y las  soluciones.

Y, ya que hablamos de paraísos y cadenas, cabe recordar aquí al poeta inglés que, en su obra El paraíso perdido, presenta nada menos que al diablo como un ser contestatario, amigo de la igualdad de derechos; un libertario capaz de cuestionar normas injustas y arbitrarias. Pero lo más irónico de todo, es que -como dijo Borges- a la realidad le gustan las simetrías, y esta vez ha querido que John Milton, el famoso poeta al que nos referimos, y cuya concepción de la maldad por antonomasia, en El paraíso perdido, coincide con la profesión de la igualdad y la libertad, sea homónimo de John Milton Rodríguez, el pastor inquisidor para quien hay hombres y mujeres inferiores que no son libres ni siquiera de decidir con quien quieren unir sus vidas. El mismo pastor que firmó el pacto con Roy Barreras.

Un pacto que más bien parece del diablo con el diablo.


@samrosacruz


jueves, 11 de abril de 2013

ESTAMPITAS Y PAJARITOS


Mucho nos hemos burlado los colombianos de la salida en falso del candidato presidencial de Venezuela, Nicolás Maduro, según la cual el fallecido presidente Chávez se le había aparecido en forma de pajarito chiquitito: “me silbó y me bendijo”, remató el loco de remate de Maduro. Sin embargo, hay que aclarar que Maduro no está solo en materia de epifanías zoológicas: hace poco, el periodista hípico David Papadopoulos afirmó que a él ya se le había aparecido el difunto presidente venezolano, pero en forma de caballo (será mejor no citar aquí las conjeturas que lo llevaron a semejante conclusión). A veces no se sabe si será mejor rebautizar al mandatario fallecido como “Manimal”, aquel personaje televisivo de la década de los ochenta.

Pero todo indica que los colombianos somos muy buenos para ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio, porque en medio de los cientos de chistes que circulan en las redes sociales, y que dan cuenta de la risible declaración de Maduro, es notoria la ausencia de fotomontajes que muestren, por ejemplo, a la Madre Laura ataviada con el uniforme de la selección colombiana de fútbol anotándole un gol de cabeza a su similar de Argentina. Al contrario: la misma emisora radial que ridiculizó la aviar conversión de Chávez, menos de una semana después se embarcó -junto a una poderosa cadena de supermercados- en una campaña a través de la cual se propone regalar dos millones de estampitas de la religiosa colombiana Laura Montoya –la Madre Laura-, cuya próxima canonización tiene esperanzados a muchos (“la primera santa colombiana”).

Es curioso que personas que encuentran absurdo que un ser humano pueda reencarnar en pájaro, estén convencidas de que el espíritu de una mujer fallecida hace 64 años pueda ejercer -como no sea a través de su ejemplo altruista- alguna influencia en nuestras vidas actuales. Personalmente no veo nada de malo en la venta de los 2700 libros biográficos de la futura santa incluidos en la campaña. Lo llamativo, en cambio, son las dos millones de estampitas mencionadas y unos cuantos miles de escapularios tipo manilla, cuyas funciones mágicas de amuletos de la suerte constituyen la única explicación de su existencia. Hecho que, por lo demás, en una charla radial matutina, fue dado a entender por los periodistas de la emisora y el presidente de la cadena de supermercados: esos objetos, según entendí, ayudarían a sus portadores a aprovechar oportunidades que, de lo contrario, se perderían.

Descartando el efecto placebo que un adminículo de esa naturaleza puede proporcionar a las mentes crédulas (aumento de la confianza en sí mismas, por ejemplo), y ateniéndonos sólo a las propiedades milagrosas que sugiere el entrelineado del discurso de los promotores de la campaña, cabe preguntarse cómo exactamente operaría la supuesta ventaja del portador del escapulario o  de la estampita. Es el mismo caso de los números de la suerte que el horóscopo suministra semanalmente: ¿alguien puede explicarme cuál es la gracia de que cada uno tenga su número de la suerte? ¿Cómo podrían ganar la lotería todos al mismo tiempo? O si no, ¿qué credibilidad tendría una asamblea mafiosa de astros que revela el número ganador a una sola persona y estafa con números equivocados al resto? ¿No equivaldría, acaso, a preguntarle la opinión al lotero o a escoger el número al azar? En ese orden de ideas, el dudoso argumento a favor -de que serán dos millones de estampitas las que regalarán (o sea muchísimas)-, en realidad constituye un enorme contrasentido en relación con la ventaja que se pretende conferir a sus portadores.

Igualmente, el hecho de que habrá muchos escapularios de la Madre Laura, implicará que, de ser yo un portador de éste, mi ventaja en –por ejemplo- una entrevista de trabajo se diluiría en la sopa de otros candidatos devotos de la Madre Laura, que seguramente también lo portarán y a los cuales me enfrentaré. La otra alternativa, la extorsión (“si no adquieres el objeto estarás en desventaja frente a los que sí lo hicieron”), sería la única explicación plausible en un país como este, en el que, así las cosas, serían mafiosos hasta los santos.

Obviamente, detrás de todo esto no hay más que una gigantesca operación comercial, apoyada en la ignorancia y superstición de un gran número de colombianos. De lo contrario, en armonía con la “gran generosidad” que los periodistas de la emisora atribuyeron a la cadena de supermercados, y en consonancia con el espíritu desprendido de la Madre Laura, el presidente de esta última organización habría podido anunciar que las estampitas se repartirían en las cajas registradoras de una cadena de supermercados de la competencia. Pero no: el bondadoso presidente de la cadena de supermercados, con una vocecita de monaguillo de pueblo, aclaró que las estampitas sólo se repartirán en –vaya sitio piadoso- las cajas registradoras de sus propios supermercados, a las que, además, habrá que acudir rápido, so pena de quedarse desamparado en este valle de lágrimas.

Supongo que, aún metiendo el ínfimo costo de fabricación de las estampitas de cartón, serán muchos los millones de pesos en utilidades derivados de las ventas oportunistas que harán las sucursales del supermercado a los fervorosos seguidores de la Madre Laura. Todo, absolutamente todo, para esas grandes corporaciones, incluso las íntimas supersticiones religiosas de la gente, termina convertido en el signo pesos.  

El despropósito de una santa que, por el simple hecho de ser paisanos suyos,  prefiere a un grupo de personas sobre otro -en el marco de una religión que presenta a su ser supremo como “un Dios infinitamente justo”- sería suficiente para que la colosal bellaquería del supermercado y la emisora fracasara estrepitosamente. Lamentablemente, lo más probable es que suceda todo lo contrario. El sueño de Kant, acerca del cambio de una humanidad manipulable e ignorante por otra intelectual e ilustrada, aún tendrá que esperar un poco. O, a juzgar por los sucesos de Colombia y Venezuela, tal vez mucho.

Tal como me lo dijo un pajarito.


@samrosacruz

MAR Y RÍO


Fui otra vez a la Batalla de Flores de los carnavales de Barranquilla en febrero pasado y era la misma vaina de hace 40 años, cuando fui la primera vez. Hacía siete años que no iba, pero, salvo tonterías como desde dónde uno la ve, o cuánto hay que pagar por verla –antes era gratis para todo el mundo-, el resto es idéntico a hace 40, 100 años: una infusión ciclónica que te catapulta el ánimo y te pone a ver al mundo -lo que pasó y dejó de pasar en él- desfilando frente a tus ojos en una bullaranga de disfraces y músicos que no tiene fin. Y de ron, por supuesto.

Ni siquiera en esta oportunidad hubo grandes aspavientos por el hecho de que este año se cumplen 200 años desde que se erigió en villa aquella aldea de transición entre las encopetadas Santa Marta y Cartagena: el origen plebeyo de las Barranquillas de San Nicolás no da para esas payasadas, a pesar de que, entre sus hijos devotos, haya payasos como yo que quieran rendirle los homenajes que nunca ha pedido, ni mucho menos necesitado.

Pero por muy payaso que sea, no voy a dármelas de romántico de tercera clase pretendiendo que Barranquilla no contrajo, en mala hora, la maldita enfermedad de los tiros, las puñaladas y los cretinos. Ahora se anda por ahí con miedo de toparse con un atarván  que ni siquiera sospecha el sideral despropósito de su propia existencia en el reino de la hospitalidad. Ahora los árabes, los italianos, los alemanes, los gringos, los santandereanos, los antioqueños, los judíos, y hasta los barranquilleros –que también los hay- andamos temerosos de que aquí, donde se vive “la perfecta negación del nacionalismo”, nos sintamos forasteros en una ciudad que amenaza con ser de nadie pero que en realidad es de todos.

Porque si bien Barranquilla era protagonista, hace treinta años, de algunos de los crímenes más macabros y sombríos de que se tengan noticia en la historia nacional –muchas veces, paradójicamente, en medio de la tromba delirante  de los carnavales-, éstos eran, más que el pan de cada día de hoy, el recordatorio que la vida le hacía a una ciudad feliz que ella también, como todas las grandes ciudades, era el espejo de la Babilonia bíblica, condenada a pagar por pecados heredados desde el principio de los tiempos.

Pero al lado de esos crímenes estaban los prodigios de La Troja, con sus bailasolos tirando paso, y su picós a decibeles inverosímiles tocando la mejor salsa del planeta; del Country Club, con sus bailarines de culo motorizado siguiendo el ritmo frenético de Los Vecinos de Nueva York; de las cumbiambas poniendo a danzar con el balón, en el Romelio Martínez, a los cumbiamberos de “La bruja” Verón, Dida y Fernando Fiorillo; de la caseta La Clave, donde cuatro compadres pagaban los ahorros de todo un año por ver a Diomedes Díaz y naturalizar a Celia Cruz. Y de Shakira, bailando, desde ese entonces, como una licuadora en el corral infantil de su casa del barrio El Paraíso.

Así era esa Barranquilla, descendiente de aquella otra Barranquilla –la misma en realidad- que reflejaba en su espejo favorito –“el vasto horizonte del río grande de la Magdalena”- las imágenes deslumbrantes construidas por los inmortales del Grupo de Barranquilla; la misma del “Nene feroz”, que convirtió un granero en el bar más culto de La Tierra; la del papá de las artes plásticas en Colombia,  Alejandro Obregón, con “sus ojos diáfanos de corsario que hacían suspirar a los maricas del mercado”, la de Julio Mario Santodomingo, el hijo del fundador de la aviación en América  y  a la vez el único escritor que ya era millonario antes de escribir su único cuento. La de Germán Vargas.

Y,claro, la de Gabriel García Márquez, el barranquillero más barranquillero de todos, demostrado en el hecho de que no nació aquí, pero que vio la trashumancia de la estatua del Almirante de la Mar Océana buscando un destino de consuelo en el fragor de las calles borboritantes de calor; que vio los conciertos de Bellas Artes, los crápulas de la Calle del Crimen, las conferencias de la Sociedad de Mejoras Públicas, los vaporinos llegando a los burdeles poblados de tortugas y alcaravanes de Pilar Ternera, la temporada de la Fábregas en el teatro Apolo. Que almorzó en el Chop Suey, que comió fritos en La Tiendecita, que se emborrachó a muerte en Los Almendros, que oyó los embustes de los cazadores mitómanos de La Cuevay que caminó por lo que había sido la Calle Ancha, después el Camellón Abello, mucho después el Paseo Colón, y ya en su tiempo el Paseo Bolívar. Que se tomó un par de Coca Colas con Don Ramón Vinyes en un café de la calle de San Blas,  que amenazó a uno de sus personajes con ser atropellado por el trenecito de juguete del muelle marítimo más largo del mundo.

El mismo Gabo que puso en la mente del universo, sin mencionarla,  a una ciudad que, quiéranlo o no, terminará por domesticar a las fieras de navaja y a los políticos parásitos que, por más que traten, nunca la dañarán; una ciudad que lo único que espera son las brisas que llegan en diciembre; una ciudad, maestro Gabo, que tiene un mar que no es el de tus cuentos perdidos, y que tiene un río que no es ese río revuelto de Heráclito que simplemente transcurre hacia la monotonía de la muerte, sino que es el mismo torrente de bacanería de siempre, en el que Nelson Pinedo pensó que podía irse pa' La Habana y no volver más; una ciudad que es la madre que acogió como a un hijo propio a Joe Arroyo, ese genio insuperable de la música. Una ciudad en la que, como dijo Alfonso Fuenmayor, el que pegue la primera trompada ya perdió, y en la que, por lo tanto, la única batalla gloriosa se libra con flores y maicena. Una ciudad que, a pesar de todo, es la misma de hace 30, 50, 100, 200 años. Una ciudad hermosa.

Mi Barranquilla hermosa.

jueves, 4 de abril de 2013

ROBIN HOOD ATRAVIESA EL ESPEJO


Se les debe estar haciendo la boca agua a las grandes farmacéuticas. Obama acaba de anunciar que su gobierno financiará un proyecto que dibujará el mapa del cerebro humano (Investigación Cerebral mediante Neurotecnologías Innovadoras de Vanguardia [BRAIN, por sus siglas en inglés]). A través de la Agencia de Proyectos para la Investigación en Defensa (DARPA), de la Fundación Nacional para la Ciencia, y del Instituto Nacional de Salud (NIH), Estados Unidos invertirá la bobadita de cien millones de dólares en investigaciones.

Después de equiparar el proyecto con la conquista del espacio, Obama recordó que otra gesta de esas dimensiones -la decodificación del genoma humano- trajo increíbles beneficios al país del norte: “Por cada dólar que invertimos en su momento en hacer el mapa del genoma humano recibimos de vuelta 140 para nuestra economía”.

Bien. Después de esa mediocre introducción reporteril de mi parte, llega el turno de preguntar cuántos de esos 140 dólares, que retornaron a la economía estadounidense, fueron a parar al público en general y cuántos a la caja registradora de las grandes corporaciones farmacéuticas. Porque, según agudos analistas, de eso se trata el asunto desde que -durante 40 años- se ha seguido el modelo neoliberal (primero en Estados Unidos y después –impuesto- en casi todo el mundo): se trata de que sean los contribuyentes los que financien los estudios, para que sean las grandes corporaciones las que capitalicen los resultados: la famosa fórmula de socializar la pérdidas y privatizar las ganancias.
Ese modelo económico, junto con otros elementos que lo componen, ha recibido el nombre de “plutonomía”; fenómeno por medio del cual el crecimiento de la economía está “alimentado y consumido en gran medida por la minoría acaudalada”, en palabras de Noam Chomsky. Plutonomía que resulta en la -ya proverbial- brecha cada vez mayor entre los súper ricos y el resto de la población. Porque incluso el hecho de que una creación –en este caso el plano del cerebro- sea estadounidense, no implica que las enormes ventas que de allí se deriven beneficiarán con más empleo a trabajadores gringos, puesto que –para aumentar aún más las ganancias de las grandes corporaciones- gran parte de esa creación se industrializará en otra parte, donde los costos sean menores (y desde dónde, después, será comercializada a precios de monopolio, gracias a los tratados de libre comercio -suscritos a diestra y siniestra- que blindan las patentes).
No obstante, si bien este proyecto forrará de billetes a unos pocos, al menos también hará la vida más llevadera a millones de enfermos de Alzhéimer y a sus familias. Otras iniciativas, en cambio, son más ambiciosas y –también- mucho más mezquinas. Según Chomsky, el periódico The Wall Street Journal registró hace un tiempo una propuesta -como una medida desesperada para contrarrestar el calentamiento global- que se sirve del uso de la “geoingeniería”.

Averigüé que, gracias a esa ciencia, estaríamos en capacidad de “enfriar” al planeta, utilizando, por ejemplo, aviones jet que dispersarían químicos en la atmósfera (partículas de sulfatos) que, a su vez, actuarían como “bloqueadores solares”. Haciendo caso omiso de los posibles efectos colaterales de tal medida –aumento de casos de cáncer de piel en humanos, trastornos impredecibles en los ciclos de lluvias-, cabría preguntarse: ¿cuánto costaría llevar a cabo tan formidable empresa? ¿Quién pagaría? ¿A quiénes beneficiaría?
No hay que ser un brujo para adivinarlo: costaría una montaña de dinero; la que seguramente pagarían los contribuyentes de Estados Unidos y de otros países participantes en el proyecto. Y beneficiaría, obviamente, a las perversas corporaciones de siempre, que así podrían seguir sacándole las tripas al planeta para seguir enriqueciéndose (y para calmar las vanidades arribistas de una población convencida –por esas mismas corporaciones- de necesitar artículos en su mayoría absolutamente superfluos).
Lo peor es que, encima de todo, esas mismas corporaciones sacarán pecho cuando, una vez realizado el gasto grande por el Estado (por los contribuyentes), se embarquen en el proyecto y se llenen la boca por medio de estrategias propagandísticas, que las presentarán como las adalides de la conciencia ecológica planetaria; como las grandes salvadoras de La Tierra y sus habitantes. “El pirómano ofrece su manguera”, habría dicho Fernando Savater.
Puse el ejemplo de Estados Unidos, pero, en realidad, esto ocurre en todo el mundo. La dictadura de las corporaciones ha convertido al político contemporáneo en un títere, al que, en esta función específica, le corresponde el papel de un Robin Hood que atraviesa el espejo –donde todo ocurre al revés- y se dedica a robarle sistemáticamente a los pobres para darle a los ricos (en Colombia, que no podía estar por fuera de una situación así, tenemos el aberrante caso de Agro Ingreso Seguro).
Pero, repito, al menos esta vez el truco financiero-comercial, casi con seguridad, derivará en drogas y tratamientos que harán más llevadera la vida de millones de seres humanos víctimas de Alzhéimer. Así que en esta oportunidad le daré el beneficio de la duda a Obama, quien, quizás cansado de la insensatez surrealista que domina al mundo –o tal vez pensando en su propio futuro-, pudo haberse conmovido con una reflexión que circula por estos días en la red, y que se atribuye a J.M. G. Le Clézio -Nobel de literatura 2008–: “En el mundo actual, se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres que en la cura del Alzhéimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para que sirven”.

@samrosacruz

EL CUENTO DEL GALLO CAPÓN


Quería contarles hoy el cuento del gallo capón; aquel cuento caribe en el que el narrador preguntaba a un grupo que si querían oír el cuento del gallo capón, y cuando la concurrencia contestaba que sí, él les decía que no les había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando la concurrencia contestaba que no, se repetía la misma fórmula (que él no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que…). Y así hasta el infinito. Pero eso lo cuenta mejor García Márquez en Cien años de soledad. Más bien, les cuento este otro cuento del gallo capón que ha sido la historia de nuestro país desde siempre, en el que las preguntas se repiten una y otra vez mientras que a quienes las formulan no les interesan las respuestas, sino imponer un cuento intolerante que no se termina de contar nunca.

Oía esta mañana una entrevista radial en la que Juan Guillermo Ríos -aquel famoso presentador de noticias de principios de los ochentas- recordaba cómo sus pequeños comentarios editoriales -que hacía entre noticia y noticia- le significaron al noticiero para el cual trabajaba -por presiones de la Andi, presidida a la sazón por Fabio Echeverri Correa- el boicot de la clase empresarial colombiana. Las ideas presuntamente izquierdosas de Ríos no gustaban. Y fue silenciado (se vio obligado a renunciar por sustracción de materia comercial: le cancelaron la pauta publicitaria). Fue silenciado tal como lo fue Gaitán treinta años antes que él –ciertamente por métodos menos diplomáticos-. Y como lo fue Uribe Uribe treinta años antes que Gaitán. Aquí quien dice lo que no debe, quien da la respuesta equivocada sobre el gallo capón, simplemente es eliminado. Un par de anécdotas más -sobre el grupo Grancolombiano, y sobre la revista Semana- redondearon el tema tratado en la emisora.
Mucho después del asunto Ríos, durante el largo mandato de Álvaro Uribe (originado en el cambio de “un articulito”, propuesto por -oh sorpresa- Fabio Echeverri Correa), y por cuenta de la generación espontánea de ultrapatriotas que se originó en la sublimación mesiánica del presidente, el fenómeno de la respuesta equivocada alcanzó incluso al ciudadano común (aún en sus propias esferas sociales, último refugio de la libertad de expresión). Esos ocho años de histeria nacionalista hicieron que se “vaciara de sentido” la democracia -para ponerlo en palabras de Umberto Eco-. Consecuencia, esto último, de “una nueva forma de censura: el silencio o la reticencia por temor a un linchamiento mediático”. Sí: por aquellas calendas sólo unos pocos temerarios se atrevían a disentir de lo que Uribe decretara o declarara: eran los únicos que no caían en el (sigo con Eco) “chantaje moral”; en el miedo a que el gobierno –o el coro que de éste hacían los medios y los “patriotas” del común- los reprobase, o los tildase de aliados de los terroristas.
Y gracias a que no vivió para ver ese manicomio de locos furiosos en que se convirtió Colombia entre 2002 y 2010, el irreverente Jaime Garzón es hoy, paradójicamente, reverenciado por todos los colombianos. Sus irreverencias al Establecimiento y sus ideas -también presuntamente izquierdosas- tal vez no hubieran caído tan bien durante el Uribato. No obstante, otros censores más impacientes, y dotados de armas menos sutiles que un simple boicot comercial, se encargaron de juzgarlo bajo la Omertá colombiana (mucho más eficaz que la siciliana). Puesto así, Juan Guillermo Ríos salió por las buenas de su noticiero.

Lo irónico es que esos que censuraron definitivamente a Garzón –Carlos Castaño y sus secuaces- son los mismos que protagonizan la serie televisiva que hoy, a partir de la misma intolerancia mostrada por los jefes paramilitares de la serie, pretendemos silenciar con el mismo terrorismo comercial que, en este país del gallo capón, calló a Juan Guillermo Ríos hace treinta años. Y no es que yo defienda la glorificación de los “malos”, sino que defiendo el sagrado derecho a la libre expresión: si alguien tiene su particular versión de la historia reciente de nuestro país, no importa si lo hace de la manera más ramplona posible, debe tener ese derecho de mostrarla, si quiere, en televisión, sin que la resistencia de quienes disienten vaya más allá de una torva opinión contraria o del cambio de canal.
Hay, claro, otras consideraciones. Alguien hablaba de la “revictimización”; de los estigmas; de los familiares aún con vida de las víctimas y de todo el daño que la serie podría acarrearles. Aún así, no estoy de acuerdo. Siguiendo esa lógica, no hubiera podido hacerse ninguna de las miles de películas que, año tras año, desde hace más de medio siglo, han mostrado el holocausto perpetrado por los nazis (máxime cuando todavía andan por el mundo familiares de las víctimas e, incluso, víctimas propiamente dichas de ese horror). Por otro lado, el hecho de que la serie colombiana muestre que algunas personas fueron asesinadas por sus ideas, y no por actos delictivos, debería ser, en otro país menos intolerante, un bálsamo de alivio para sus familiares, y no un estigma. Finalmente, no me imagino en la Alemania actual la censura de, digamos, La lista de Schindler, por mucho que allí se muestre a oficiales nazis practicando tiro al blanco con los prisioneros de los campos de concentración. Supongo que alguna reflexión quedará de todo eso.

Lo que encontramos aquí en Colombia, en cambio, es a empresas oportunistas que quieren pasar por dechados de prudencia y sabiduría retirando la pauta de un programa cuyo contenido –haciendo gala de un curioso misticismo- no se dignaron a revisar antes. Y, también, a grupos de indignados de teclado, que, llevados por la moda del momento, y como cotorras cibernéticas, escriben su indignación en dispositivos fabricados en China, muchas veces por niños obreros que trabajan en condiciones –prácticamente- de esclavitud (¿por qué no convocamos, a través de Facebook, una quema general de I Phones? La indignación quizás no llegue hasta allá).
Repito: no defiendo a la serie. Ni siquiera la veo, porque, entre otras cosas, detesto las porquerías de producciones colombianas. Pero ello no implica que promueva –ni apoye- una censura de esas características. A mí, que odio el reggaetón con toda mi alma, en el colmo de la desesperación, a veces me encantaría disfrazar a Daddy Yankee de guerrillero y presentarlo luego como una baja de combate. Pero entonces no sería yo, sino que sería un criminal con todas sus letras. Y prefiero seguir aguantándome lo que no me gusta y desahogándome haciendo lo que me gusta: escribir.
Ahora sí: ¿quieren que les cuente el cuento del gallo capón?
@samrosacruz