Asistí hace poco a una fiesta de
disfraces a la que decidí ir personificando a Drácula, uno de mis personajes
favoritos de la infancia. Siempre sentí una extraña fascinación por la lúgubre figura
de un refinado conde cuya vida nocturna se desarrolla entre castillos
medievales plagados de sombras, candelabros y telarañas. Esta era, pues, la
oportunidad de cumplir mi sueño infantil. Decidí que si bien no iba a mandar a
fabricar una máscara de látex ni a comprar una peluca de moños altos para
parecerme al anciano Drácula que concibió Francis Ford Coppola en su versión
cinematográfica de la novela de Bram Stoker, por lo menos los colmillos no
serían unos de esos baratos que venden por ahí a mil pesos. Me pareció buena
idea, también, invertir en unos lentes de contacto cosméticos de color rojo.
Un poco de maquillaje que me hiciera aparecer pálido, una capa negra de un
disfraz vieja de Darth Vader (otro personaje oscuro que me seduce), unos
zapatos puntudos negros, y un traje, camisa y corbata también negros, que
harían la envidia de Felipe II, completarían el disfraz.
Encargué los lentes (sólo se
consiguen sobre pedido) y, además del tradicional puente barato de dientes y
colmillos que se suelen adquirir para estas ocasiones (que compré como plan B), me hice a unos
colmillos individuales que vendían en un almacén especializado en fiestas de
Halloween, y que se pegan directamente a los dientes por medio de un método
sofisticado. Llegado el día de la fiesta, estaba todo listo, así que faltando
unas cuatro horas para irnos empezó el proceso para transformarme en el
tenebroso conde de Transilvania. Lo primero fue el vestido, la camisa, la
corbata y los zapatos –todo negro- , operación que no me llevó más de cinco
minutos. Después vino el maquillaje: pan comido: tomó otros quince minutos. Los
colmillos debían ser lo último, puesto que en el fenomenal mamotreto de
instrucciones que traía el juego de caninos se advertía que no debían usarse
por más de cuatro horas continuas. A pesar de que no aclaraban si corrían
riesgo mis dientes verdaderos, no quise arriesgarme. Así que si no quería tener
que removerlos a la mitad de la fiesta, debían ser lo último. Por lo tanto el
turno era para los lentes de contacto.
Además de que antes de ese día nunca
en mi vida había tenido unos lentes de contacto en mis manos, tampoco tuve el
cuidado de preguntar a la vendedora cómo diablos se ponían, si bien he visto a
muchos de mis amigos ponérselos como quien se cepilla los dientes. No fue mi
caso. Después de luchar ferozmente durante 45 minutos, en los que el lente cayó
decenas de veces y se adhirió a los lugares más inverosímiles del baño (el
único que faltó –gracias a Dios- fue el inodoro), finalmente, loco de furia, logre
ponerme el del ojo derecho. Luego de un merecido descanso de diez minutos, con
copa de vino incluida, inicié la batalla campal para introducir correctamente
el otro lente en el ojo izquierdo. Cincuenta minutos después estaba dispuesto a
empalar a cualquiera que me dirigiera la palabra (eso era lo más parecido al príncipe
Vlad Draculea que tenía hasta ese momento). Cuando estaba a punto de renunciar,
el lente entró. Solamente (¿solamente?, ja) faltaban los colmillos.
Después de interpretar un
instructivo al que le sobrarían pasos si fuese para armar un reactor nuclear, me
puse manos a la obra: había que calentar dos bolas de un material desconocido
en una especie de baño maría, rescatarlas después con una cuchara de metal
(ojo: no de palo ni de plástico), moldearlas en forma de gusano, introducirlas
en las prótesis vampirescas, presionar firmemente en el canino verdadero, y esperar a que se enfriara la mezcla. No está
escrito cuántas veces repetí, sin éxito, el bendito procedimiento, con el
agravante de que las bolas perdían cada vez más masa, hasta el punto de que su
volumen había descendido a la mitad. Corriendo innumerables riesgos de sanidad,
probé reemplazando el material original por silicona. Tampoco surtió efecto.
El reloj avanzaba y se acercaba peligrosamente la hora de irnos. Acudí al plan
B: el puente barato. Ese día comprendí hasta dónde puede llegar la chambonería
humana: no digo que fuese difícil hablar con esa prótesis de pésimo plástico,
sino que me costaba trabajo casi respirar. De vuelta al plan A, y ocho nuevos
intentos más tarde, instalé felizmente el colmillo izquierdo. Cuando ya nos
anunciaba la grabación telefónica que el taxi estaba a cinco minutos de llegar,
engasté el derecho, pero –y valga más la metáfora que nunca- parecía pegado con
babas. Con la saliva escurriéndome por las comisuras (porque cerrar la boca era
un asunto poco menos que imposible), y tomando infinitas precauciones para no
tocar ninguno de los dos colmillos, aproveché para la sesión de fotos.
Cuando bajábamos en el ascensor sobrevino
el desastre anunciado: se cayó el colmillo derecho. Era tarde para comprar
otros colmillos, pero tampoco estaba dispuesto a cometer el oprobio de
presentarme como el primer Drácula mueco de la historia. Por lo tanto tenía que
pensar en algo rápido. Descarté pegarlo con un chicle, por la sencilla razón de
que el acto de masticarlo constituía, en
esas condiciones, una proeza monumental, y de todos modos arriesgaba la endeble
fijación del colmillo izquierdo. No quedó otra alternativa: teandría que aparecer en
las fotos subsiguientes como lo hacen los adolescentes de hoy: con la lengua
afuera, como relamiéndome la sangre (que por un favor de la Divina Providencia
había quedado pintada justo de ese lado), y así ocultar la falta de la intimidante pieza
dental.
En la fiesta me encontré con una
vampiresa que tenía menos dientes que la justicia colombiana: “¿Cómo hiciste
para ponértelos?, a mí me resultó imposible”, me dijo. Después de revelarle mi
oscuro secreto de tigre decrépito, decidí que sería la única persona que lo
sabría: ni la despiadada reputación de Vlad Tepes, que ha sobrevivido más de
500 años, ni la sanguinaria del conde Drácula de Stoker, que ya lleva más de
cien, merecen semejante ignominia intolerable.
Me tocó, entonces, actuar toda la
noche como la estúpida de Miley Cyrus: mostrando la lengua.