sábado, 26 de octubre de 2013

EL DRÁCULA MUECO

Asistí hace poco a una fiesta de disfraces a la que decidí ir personificando a Drácula, uno de mis personajes favoritos de la infancia. Siempre sentí una extraña fascinación por la lúgubre figura de un refinado conde cuya vida nocturna se desarrolla entre castillos medievales plagados de sombras, candelabros y telarañas. Esta era, pues, la oportunidad de cumplir mi sueño infantil. Decidí que si bien no iba a mandar a fabricar una máscara de látex ni a comprar una peluca de moños altos para parecerme al anciano Drácula que concibió Francis Ford Coppola en su versión cinematográfica de la novela de Bram Stoker, por lo menos los colmillos no serían unos de esos baratos que venden por ahí a mil pesos. Me pareció buena idea, también, invertir en unos lentes de contacto cosméticos de color rojo. Un poco de maquillaje que me hiciera aparecer pálido, una capa negra de un disfraz vieja de Darth Vader (otro personaje oscuro que me seduce), unos zapatos puntudos negros, y un traje, camisa y corbata también negros, que harían la envidia de Felipe II, completarían el disfraz.



Encargué los lentes (sólo se consiguen sobre pedido) y, además del tradicional puente barato de dientes y colmillos que se suelen adquirir para estas ocasiones  (que compré como plan B), me hice a unos colmillos individuales que vendían en un almacén especializado en fiestas de Halloween, y que se pegan directamente a los dientes por medio de un método sofisticado. Llegado el día de la fiesta, estaba todo listo, así que faltando unas cuatro horas para irnos empezó el proceso para transformarme en el tenebroso conde de Transilvania. Lo primero fue el vestido, la camisa, la corbata y los zapatos –todo negro- , operación que no me llevó más de cinco minutos. Después vino el maquillaje: pan comido: tomó otros quince minutos. Los colmillos debían ser lo último, puesto que en el fenomenal mamotreto de instrucciones que traía el juego de caninos se advertía que no debían usarse por más de cuatro horas continuas. A pesar de que no aclaraban si corrían riesgo mis dientes verdaderos, no quise arriesgarme. Así que si no quería tener que removerlos a la mitad de la fiesta, debían ser lo último. Por lo tanto el turno era para los lentes de contacto.

Además de que antes de ese día nunca en mi vida había tenido unos lentes de contacto en mis manos, tampoco tuve el cuidado de preguntar a la vendedora cómo diablos se ponían, si bien he visto a muchos de mis amigos ponérselos como quien se cepilla los dientes. No fue mi caso. Después de luchar ferozmente durante 45 minutos, en los que el lente cayó decenas de veces y se adhirió a los lugares más inverosímiles del baño (el único que faltó –gracias a Dios- fue el inodoro), finalmente, loco de furia, logre ponerme el del ojo derecho. Luego de un merecido descanso de diez minutos, con copa de vino incluida, inicié la batalla campal para introducir correctamente el otro lente en el ojo izquierdo. Cincuenta minutos después estaba dispuesto a empalar a cualquiera que me dirigiera la palabra (eso era lo más parecido al príncipe Vlad Draculea que tenía hasta ese momento). Cuando estaba a punto de renunciar, el lente entró. Solamente (¿solamente?, ja) faltaban los colmillos.



Después de interpretar un instructivo al que le sobrarían pasos si fuese para armar un reactor nuclear, me puse manos a la obra: había que calentar dos bolas de un material desconocido en una especie de baño maría, rescatarlas después con una cuchara de metal (ojo: no de palo ni de plástico), moldearlas en forma de gusano, introducirlas en las prótesis vampirescas, presionar firmemente en el canino verdadero,  y esperar a que se enfriara la mezcla. No está escrito cuántas veces repetí, sin éxito, el bendito procedimiento, con el agravante de que las bolas perdían cada vez más masa, hasta el punto de que su volumen había descendido a la mitad. Corriendo innumerables riesgos de sanidad, probé reemplazando el material original por silicona. Tampoco surtió efecto. El reloj avanzaba y se acercaba peligrosamente la hora de irnos. Acudí al plan B: el puente barato. Ese día comprendí hasta dónde puede llegar la chambonería humana: no digo que fuese difícil hablar con esa prótesis de pésimo plástico, sino que me costaba trabajo casi respirar. De vuelta al plan A, y ocho nuevos intentos más tarde, instalé felizmente el colmillo izquierdo. Cuando ya nos anunciaba la grabación telefónica que el taxi estaba a cinco minutos de llegar, engasté el derecho, pero –y valga más la metáfora que nunca- parecía pegado con babas. Con la saliva escurriéndome por las comisuras (porque cerrar la boca era un asunto poco menos que imposible), y tomando infinitas precauciones para no tocar ninguno de los dos colmillos, aproveché para la sesión de fotos.

Cuando bajábamos en el ascensor sobrevino el desastre anunciado: se cayó el colmillo derecho. Era tarde para comprar otros colmillos, pero tampoco estaba dispuesto a cometer el oprobio de presentarme como el primer Drácula mueco de la historia. Por lo tanto tenía que pensar en algo rápido. Descarté pegarlo con un chicle, por la sencilla razón de que el acto de masticarlo constituía, en esas condiciones, una proeza monumental, y de todos modos arriesgaba la endeble fijación del colmillo izquierdo. No quedó otra alternativa: teandría que aparecer en las fotos subsiguientes como lo hacen los adolescentes de hoy: con la lengua afuera, como relamiéndome la sangre (que por un favor de la Divina Providencia había quedado pintada justo de ese lado), y así ocultar la falta de la intimidante pieza dental.



En la fiesta me encontré con una vampiresa que tenía menos dientes que la justicia colombiana: “¿Cómo hiciste para ponértelos?, a mí me resultó imposible”, me dijo. Después de revelarle mi oscuro secreto de tigre decrépito, decidí que sería la única persona que lo sabría: ni la despiadada reputación de Vlad Tepes, que ha sobrevivido más de 500 años, ni la sanguinaria del conde Drácula de Stoker, que ya lleva más de cien, merecen semejante ignominia intolerable.

Me tocó, entonces, actuar toda la noche como la estúpida de Miley Cyrus: mostrando la lengua.


jueves, 17 de octubre de 2013

LA SELECCIÓN HISTÓRICA

El sábado en la mañana me encontré a una amiga que me preguntó que si no me parecía Pékerman un genio, y yo, contradiciendo mi costumbre de no enfrascarme en discusiones estériles tan temprano, le respondí con la verdad: no, no me lo parecía. “Pero cómo dices eso, ¿no ves cómo recuperó un partido que se perdía tres a cero y logró empatarlo? Replanteó el juego”. Después de recordarle que el equipo local era Colombia, y que un empate en esas condiciones se acerca más a una derrota que a una victoria, le hice ver que, para no mencionar que dos de los goles fueron penalties, hacer un planteamiento magistral en el segundo tiempo, que le permitiera al equipo remontar un marcador adverso de tres goles, necesariamente implica haber hecho un planteamiento estúpido en el primer tiempo.

Y añadí que, en ese orden de ideas, sólo fue inteligente medio partido, así que, usando la misma ruta de sus premisas, se podría concluir que el tipo era apenas medio inteligente; o, lo que es lo mismo, medio bruto. Creo que aquella será la última conversación que mi amiga y yo sostendremos por el resto de nuestras vidas. No creo que vuelva siquiera a saludarme: deshonré al DT de la Selección Colombia. Pero así son los nacionalismos: irracionales, dañinos, absurdos, enceguecedores.

Después, durante el resto del puente, y más aún después del partido contra Paraguay, he oído –y leído- cientos de veces la expresión “histórico”: en los bares, en los centros comerciales, en los noticieros de TV, en programas radiales, en revistas y periódicos… Un señor Meluk de El Tiempo habla de una clasificación “de leyenda”. ¿Por qué? ¿Qué fue lo legendario? ¿Ganó el torneo Colombia? No: quedó Argentina por encima, y eso, que yo sepa, ha pasado todas las veces desde que se hace este sistema de todos contra todos. ¿Qué es lo histórico, aparte de que esta vez ni siquiera tuvo que enfrentar a Brasil, en un torneo en el que lo raro sería no clasificar? (hay 4,5 cupos para 9 equipos en competencia, nada menos que la mitad). ¿Dónde está lo trascendental? ¿En haber perdido la serie con Venezuela?

Bueno, Pékerman en el portal “Futbolred” dice, refiriéndose a la posibilidad de que Colombia sea cabeza de grupo, que "¡esto es histórico! (porque) solo los campeones del mundo fueron cabezas de serie.” Vaya, qué embustero es Pékerman. Y no hay nadie que se atreva a corregirlo: Nigeria, Holanda, Portugal, entre otros, han sido cabezas de grupo y, al menos en esta dimensión, nunca ha sido campeones del mundo. De modo que eso tampoco es histórico.

Y todos esos “trascendentales”, “históricos”, “legendarios” que escupen los comentaristas deportivos, y que los colombianos nos tragamos sin masticar -y después repetimos como loros amaestrados-, son captados al vuelo por las águilas al acecho de los políticos. Es por eso que viven diciéndonos que cualquier cosa que suceda aquí es histórica. Pero ni la firma de la paz será histórica en este país. ¿Saben ustedes cuántos armisticios se han firmado en Colombia, cuántas guerras se han terminado y han vuelto a empezar otras?
Cuenten las principales: la de Centralistas y Federalistas (período en el que hubo tantas que se engloban todas bajo el título de la Patria Boba), las de Los Supremos, la de 1852, la de 1854, la de 1860, la de 1876, la de 1884, la de 1895, la de Los Mil Días… la de liberales y conservadores, que desembocó en otro “histórico” armisticio, el del Frente Nacional.

Y las otras, las contemporáneas, que, como las anteriores, se han superpuesto unas a otras sin solución de continuidad. ¿Fue histórico, como nos lo dijeron en su momento, que se firmara un armisticio con el M-19? No, ahí seguían –y siguen- las Farc. ¿Y lo fue que se firmara la paz con las AUC? Tampoco, ahí siguen Las Bacrim. ¿Y lo será cuando se firme cualquier cosa que se vaya a firmar con las Farc? Para nada: ahí seguirá el ELN. Y seguirán también las ahora omnipresentes Bacrim, que, como el ELN, nutrirán más sus filas, porque ¿a dónde creen ustedes que van a ir a parar los nuevos desempleados, que no saben otra cosa que ser guerrilleros, y que, de todos modos, el sistema no les brindará ninguna oportunidad, como no lo ha hecho nunca?

Hoy Santos, el gobernante de los fuegos artificiales, como lo califiqué en mi artículo anterior, hace un anuncio histórico cada día de por medio (tramitar –o más bien reformar- una simple ley contra borrachos al volante se convierte en algo histórico). Esta semana, sin embargo, no ha tenido necesidad de su pirotecnia comunicativa: lo han ayudado Javier Hernández Bonnet y Carlos Antonio Vélez. Y Meluk, que nos ha contado sobre unos cuántos hechos históricos de la Selección Colombia, que la gente, deslumbrada por esas tonterías, ni siquiera se toma el trabajo de analizar. Y, por supuesto, Pékerman. Porque, como digo, este es el país de los hechos históricos.

Sólo que la historia, desde hace doscientos años, es siempre la misma.

@samrosacruz

FÚTBOL, CICLISMO, SANCOCHOS Y OTROS DEPORTES DE ALTO RIESGO

Cuando estábamos en sexto, nuestro último año del bachillerato en el Liceo Cervantes de Barranquilla (ese que ahora llaman “once”), a los del curso se nos dio por hacer más vida social entre nosotros de la que hasta entonces nos era habitual. Y a pesar de que en ese momento yo no era el más entusiasta para asistir a las frecuentes “roniones”, como las bautizamos entonces, tuve la oportunidad de disfrutar algunos paseos a la finca de Nacho ( Natxo Saez De Ibarra JI Sáez de Ibarra ) -uno de mis compañeros- en Puerto Colombia, muy cerca del mar por el que entró el mundo a Colombia. Allí jugábamos unos suicidas partidos de fútbol al calor de las doce del día, y rematábamos con un sancocho de gallina, delicioso pero hirviente, que nos ponía a sudar como caballos cocheros, y que probaba, mejor que cualquier documental chimbo de Discovery Channel, hasta qué límites insospechados de temperatura se puede someter al organismo humano.



A veces los paseos no eran futbolísticos, sino ciclísticos, y, apático como he sido toda la vida hacia ese deporte, me abstenía de asistir. Era pleno 1985, y la fiebre de los tales “escarabajos” colombianos en las competencias europeas era como de 42 grados centígrados en todo el país. Por consiguiente, cada vez se unían más y más compañeros de curso a esos paseos. Los domingos se hacía una competencia que arrancaba desde nuestro colegio y terminaba allá en la finca de Nacho, distante a unos 15 kilómetros (me parece recordar una zona de ascenso particularmente difícil, a la que los participantes más asiduos llamaban el “tourmalet”, en referencia a uno de los premios de montaña más famosos del Tour de Francia). Había otros amigos que, si bien no participaban de la competencia, asistían en carros que acompañaban a la caravana ciclística. Iban simplemente a pasar el rato y a tomarse unos tragos.

Uno de esos domingos, nuestro compañero Andrés ( Andrés Martínez De Urbina ) quiso debutar en la competencia. Para tal efecto compró una tremenda bicicleta (no recuerdo la marca, sólo sé que era de las buenas), y se atavió con uno de esos uniformes que parecen de buzo profesional: negro, bien ceñido al cuerpo, y en tela como de lycra. Estaba, pues, Andrés, listo para cortar el viento, para desafiar las distancias, para fajarse con los pedales. Mi amigo Mario ( Mario Alberto Neuman Zambrano ) –que no corría- iba ese día, con mí recordado amigo Tato y otros dos, a bordo de su Nissan Patrol amarillo, en plan, como digo, no competitivo, y a la vez haciendo las veces de soporte para los eventuales rezagados.



Largaron la partida, y los de siempre -Nando Antequera ( Hernando Antequera ) y otros dos- se escaparon del pelotón. La carrera se dividió entonces en tres cuerpos: los escapados, el pelotón, y Andrés, que, como se estrenaba ese día, a medida que pasaban los minutos, perdía más y más terreno frente a los demás. Mario advirtió el rezago de Andrés y disminuyó la velocidad del carro para asegurarse de que no fuese a quedarse abandonado en la mitad del camino. Interrogado sobre sus condiciones físicas, Andrés confesó no poder dar un pedalazo más, pero se negó a subir la bicicleta al Nissan y terminar la competencia en la comodidad de las sillas traseras del mismo. A cambio de eso, sugirió que le proporcionaran una ayuda extradeportiva: él se agarraría del carro en movimiento hasta llegar a la finca, sin pedalear, y terminaría la carrera de una forma digna: montado en su flamante cicla nueva.

Una vez acordado el asunto, pusieron manos a la obra, pero Mario, en un momento dado, se distrajo un poco con el acelerador mientras se desplazaban por un trayecto cuesta abajo, y, simultáneo a la vista de una iguana que agonizaba en la mitad de la carretera, oyó un estropicio de desintegración que provenía de atrás. En una fracción de segundos intuyó lo que después pudo comprobar a través de su retrovisor: Andrés había perdido pie (o rueda, más bien), y rebotaba contra el pavimento junto a su bicicleta de una forma tan armoniosa que era como para otorgarles a los dos la medalla de oro en la modalidad de rebotes sincronizados: la bicicleta le pasaba por encima y, casi enseguida, como despedido por inmenso resorte, Andrés se izaba sobre la bicicleta, la que en ese instante besaba el suelo y se preparaba para ganar un nuevo impulso de catapulta.

Decenas de rebotes más tarde, y después de dar marcha atrás durante medio kilómetro, Mario y los otros tres finalmente llegaron hasta el sitio en donde convalecía Andrés (la bicicleta era ahora un precursor objeto de arte moderno: ruedas romboidales, manubrio asimétrico, caballo dividido en dos partes; lástima no haber tenido la visión en ese momento para subastarla en Christie’s). “¿Qué te pasó, Andrés? –preguntó Mario, disimulando lo mejor que pudo el sentimiento de culpa por su ligereza con el pedal del carro- ¿No sería que te tropezaste con la iguana que había en la carretera?”. Andrés, haciendo un esfuerzo descomunal para hablar (aprovechando que aun podía mover la lengua, tal vez el único órgano de su cuerpo que resultó indemne), lo sacó de la duda: “Que iguana ni que mondá, no joda”.

Veintisiete días después volvió Andrés a clases; parecía un personaje de caricatura: tenía enyesadas tres de las cuatro extremidades y una costra púrpura le ocupaba toda la espalda. Mientras no turnábamos para desplazarlo de un lado a otro en una silla de ruedas, convinimos en que esas actividades resultaban demasiado peligrosas para nosotros. Decidimos, entonces, que no volveríamos a organizar competencias ciclísticas, y que nos limitaríamos solamente al desafío del fútbol al mediodía de la costa caribe colombiana.

Y, sobre todo, que trasladaríamos los sancochos a las más frescas horas de la noche.

@samrosacruz

FUEGOS ARTIFICIALES

El éxito de la mafia estriba en que sus miembros están de acuerdo en cumplir ciertas reglas, y en que saben que de no cumplirlas hay un castigo específico que ineluctablemente se cumplirá. Aquel que hable más de la cuenta, sabe que morirá. Las normas se aplican. En contraste, el fracaso de un país como Colombia estriba, a su vez, en el hecho de que nadie está de acuerdo con nadie; y si bien hay unas normas que de no cumplirse conllevan un castigo teórico, el incumplimiento de estas generalmente desemboca en resultados tan variables y azarosos que da casi lo mismo cumplirlas que no cumplirlas. El ridículo porcentaje de impunidad imperante en Colombia (ridículo por lo alto que es), de hecho transmite el mensaje de que incumplir una norma tiene apenas relación con un desenlace punible.
Leo en El Colombiano de Medellín que Francisco José Lloreda, Alto Comisionado para la Seguridad Ciudadana, refiriéndose a la figura del “conductor temerario” que impulsa el Gobierno Nacional, dice que “La propuesta es contundente: cero tolerancia al conducir si se ingirió licor. En el Código de Tránsito actual, las sanciones son graduales, dependiendo del nivel de alcoholemia. Aquí buscamos que se aplique la mayor sanción posible, independientemente de si la persona se tomó una cerveza o tres botellas de aguardiente.”.
Estúpido (qué más se podía esperar). Hay un refrán popular que dice algo así como que no hay que buscar la fiebre en las sábanas, que es lo que los colombianos, a través de nuestros representantes, los políticos, vivimos haciendo. Mucho se ha repetido que el problema no es el número de leyes o la severidad del castigo, sino la capacidad del Estado para que las leyes se cumplan, o para castigar su incumplimiento.
¿Qué se gana aumentando a 50 a 60 a 70 años de prisión a quien maneje embriagado si el aparato judicial es, en un alto porcentaje, incapaz de llevar a efecto la sanción correspondiente? Nada. (Acaba de escaparse hace una semana el más prolífico secuestrador del ELN simplemente abriendo la puerta de su casa, la que tenía “por cárcel”). El de Lloreda -el del gobierno- es un anuncio efectista (totalmente consecuente con el estilo de este gobierno, eso sí hay que reconocerlo), que se quedará en palabras, palabras, palabras, como decía aquella canción italiana setentera.
Todo esto para no mencionar lo increíble que resulta el hecho de que un Alto Comisionado para la Seguridad Ciudadana no se percate del nivel de inseguridad al que nos llevará el siguiente razonamiento típico del colombiano promedio: “pues si me va a pasar lo mismo por tomar una cerveza o tres botellas de aguardiente, pues tomémonos las tres botellas”. Y cualquiera que no sea un Alto Comisionado para la Seguridad Ciudadana sabe que se maneja mejor habiendo consumido apenas una cerveza que con tres botellas encima.
Pero así es Colombia: fanfarria, bombos y platillos. Mientras el anuncio habla de bajar el actual 40 mg de etanol por ml de sangre como porcentaje seguro para poder conducir a cero punto cero, en países que han invertido montañas de dinero en ese tipo de estudios, como Estados Unidos, el porcentaje es ese, 40; e incluso puede llegar al doble en países bastante lejanos de una república bananera, como Canadá o el Reino Unido. ¿De dónde sale ese, a todas luces inaplicable, cero? ¿Qué base científica tiene? Supongo que ninguna (o por lo menos Lloreda no lo explica). ¿Se trata realmente de evitar la accidentalidad? Supongo también que no.
Lo que intuyo es que se trata de, repito, un sensacionalismo, una pompa exagerada al momento de ofrecer soluciones que se quedan en el papel y que, a la larga, no solucionan nada, pero que eventualmente pueden ayudar a mejorar la imagen de un gobierno en problemas. Así siempre ha sido Colombia, pero este gobierno ha llevado esa práctica a niveles de maestría.
Irónicamente, en el país de las mafias de cualquier cosa (de banqueros, de medicamentos, de cementeros, de políticos, de hijos de políticos, de medios de comunicación, de paramilitares, de Bacrims, de organismos de seguridad, de fuerzas del orden, de guerrilleros, de multinacionales, de extorsionistas, de empresarios nacionales, del sector de la salud, del espacio público, de moteleros, de funcionarios públicos que piden comisión, de contratistas, de taxistas, de transportadores, de paseos millonarios, de juegos de azar legales, de juegos de azar ilegales, de servicios públicos, de clonadores de tarjetas de crédito, de sindicatos, de apartamenteros, de trata de blancas…), en el país de las mafias, somos unos mafiosos de pacotilla, incapaces de ponernos de acuerdo o de hacer cumplir nuestras propias normas. Los castigos aquí son sofisticacióones inofensivas, aparatosidades bulliciosas, fanfarronerías sin consecuencias.
Puros fuegos artificiales.
@samrosacruz



lunes, 7 de octubre de 2013

EL PALCO DEL METROPOLITANO

Por la época en que estaban terminando de construir el estadio Metropolitano de Barranquilla, un día mi papá llegó con una noticia bomba: acababa de comprar un palco en el nuevo estadio, cuya propiedad se extendía durante los siguientes veinte años. Había otras noticias menos buenas: como era apenas obvio, mi papá no iba a hacer una inversión tan grande solo, así que el palco lo había comprado en sociedad con tres amigos más, y, por lo tanto, tendríamos que concertar con las familias de ellos antes de cada partido para determinar la disponibilidad de las sillas (9). Pero de todos modos había otras noticias buenísimas: tendríamos acceso por una entrada especial al estadio -sin colas-, el palco contaría con un cuarto con cocineta y aire acondicionado y estaría ubicado casi en línea con el centro de la cancha, el mejor sitio para ver un partido.


Mucho después, cuando nos hicieron la entrega del palco, llegó la única noticia mala: todo lo ofrecido era mentira (¿habrá que recordar que estábamos en la Barranquilla de 1986, donde incumplimiento e impunidad eran el menú del día?). El cacareado acceso especial no era tal: había que hacer fila como todo el mundo; el dichoso cuarto era un cubículo minúsculo, dotado de una llave de agua tipo batea y un lavaplatos pequeño; del aire acondicionado, ni hablar: ni siquiera había un abanico. Finalmente, con el argumento de que no habían tenido en cuenta las cabinas de transmisión de las emisoras radiales, a nuestro palco lo habían rodado hasta el peor lugar de la tribuna: al lado de uno de los accesos, y alineado exactamente con los dos palos verticales de la portería; es decir, se podía ver que el balón traspasaba la raya de gol, pero no se veía cómo lo hacía.

La inauguración Junior- Selección Uruguay fue una pesadilla. Debido a que sobrevendieron las entradas, la gente no cabía en el estadio, y la cercanía del palco al acceso hizo que algunos lo invadieran y otros lo usaran como pasadizo para llegar a otro lado. Después de desistir de pedir ayuda a unos policías, más interesados en las cabriolas de Francescoli que en cumplir con su deber, terminamos viendo el partido hacinados en un rinconcito de nuestro propio palco. El segundo partido, contra Argentina –con Maradona a bordo-, fue aún peor. 



A medida que pasaban los meses, y la fiebre por el estadio nuevo bajaba, el aglomeramiento en el palco también bajaba proporcionalmente. Sin embargo, lo más corriente era llegar y encontrar a familias enteras ejerciendo su derecho de posesión sobre el palco por el simple hecho de haber llegado antes que nosotros (precisamente una de las teóricas ventajas de un palco es esa: no tener que llegar horas antes para conseguir un puesto). Dueños y señores del pequeño corral (sólo había que franquear una verja metálica de 50 cms de altura, por lo que la puerta de acceso desde los pasillos exteriores era algo menos que un horrible adorno de triplex), dueños y señores, digo, se negaban a desalojar nuestra propiedad privada, y más de una vez hubimos de acudir a abúlicos policías para que, credenciales de propiedad en mano, nos ayudaran. A veces en eso se iba medio primer tiempo.

Con todos esos inconvenientes, las familias de los amigos de mi papá dejaron poco a poco de ir, razón por la cual yo disponía de las nueve sillas casi todo el tiempo para llevar a mis amigos. Eran seis sillas pegadas a las gradas y tres movibles que se ponían en una ínfima terracita que separaba al cuartico de las graderías. Todas eran hechas con una madera punto más fuerte que el balso.

Un domingo llevé a un grupo de amigos a ver un -de antemano desabrido- partido Junior-Cúcuta. Aprovechando el cuartico, en esa ocasión llenamos de cerveza un enorme termo, provisto de una llave dispensadora, y lo llevamos allá junto a un buen número de vasos desechables. Tan poca era la expectativa para ese juego que, por primera vez, no hubo ningún inconveniente: cuando llegamos el palco no estaba ocupado por invasores, ni durante el partido tuvimos que pelear contra ningún intruso. Ese día dejé a mis invitados sentarse en las sillas más cómodas (las adosadas a la gradería), y me senté, junto a otros dos amigos de más confianza, en una de las sillas móviles de la terracita. El primer tiempo respondió exactamente a las perspectivas de bostezo que precedían al enfrentamiento. 

Casi dormíamos como a los veinticinco minutos del segundo tiempo, cuando un estrépito hizo virar la cabeza a toda la tribuna hacia donde yo estaba. Como, con el aburrimiento, yo había tomado la silla a manera de mecedor -apoyando un pie en el piso y recargando el resto del cuerpo hacia atrás-, en uno de esos balanceos los raquíticos listones de las patas traseras de la silla no resistieron más y se hicieron astillas. De hecho, toda la silla prácticamente se pulverizó. Y en medio de los escombros de madera, de culo en el piso, pero con el vaso de cerveza intacto en mi mano en alto (les juro por lo más sagrado que no se derramó ni una sola gota), estaba yo, objeto de todas las miradas, entre perplejas y divertidas, y rodeado de las carcajadas más sonoras que he oído en mi vida.

Con el tiempo yo también dejé de ir al palco. Si iba al estadio, me sentaba en la mitad de la tribuna, desde donde sí se veía cómo entraban los goles. A veces pasaba accidentalmente cerca del palco, y lo veía tomado por hombres malencarados, mujeres gordas, niñitos mugrosos llenos de mocos, y ollas de arroz. Y, en esos momentos, me reconfortaba recordando que, al menos una vez en la vida, yo había protagonizado el episodio más emocionante de un partido.


@samrosacruz

miércoles, 2 de octubre de 2013

ADONIS

Buscando fotos de la fiesta aquella del “patillazo”, de la que hablé la vez pasada, me encontré con una foto de Adonis, la única empleada de servicio doméstico que hemos tenido en la vida. En realidad hubo otras, pero Adonis fue la única interna (ahora no tenemos ni siquiera de por días: yo mismo hago mi almuerzo; es decir, destapo una lata de atún).

Al principio Adonis no trabajaba con nosotros, sino que estaba haciéndole unas vacaciones a la titular de la casa de mi papá, adonde yo, por esa época, iba a almorzar a diario. Una tarde, cuando nos íbamos, Adonis, con ese hilito de voz que tenía, nos informó que trabajaba hasta el día siguiente (fecha programada para el regreso de la titular), y preguntó que si nosotros no podríamos recomendarla con algún amigo o amiga, pues ella necesitaba emplearse. La situación nos enterneció mucho, pues Adonis era muy respetuosa y diligente, así que decidimos hacer una excepción en nuestras costumbres, algo agringadas en ese sentido, y la contratamos de inmediato.

Adonis, en realidad era, además de respetuosa y diligente, increíblemente tímida, hasta el punto de que después de pasados dos meses de su estancia en la casa fue cuando se atrevió a pedir permiso para usar, durante las noches, un abanico que estaba arrumado en un cuarto. Sí: por una enorme negligencia de mi parte, la pobre había estado durmiendo en el infernal agosto de Barranquilla sin mayor ayuda para aplacar el calor que una ventana abierta. Después de pedirle excusas en todos los tonos, por supuesto que aprobé su solicitud; “de hecho úsalo todo el día si quieres”, añadí avergonzado.

Su timidez no le impedía comer como una leona preñada -pese a lo cual se mantenía tan flaca como un gancho de ropa-, pero sí le hacía titubear más de la cuenta al momento de dirigirse a nosotros; sobre todo a mí. Una tarde, después de sentirla merodeando durante un buen rato por el umbral de mi cuarto, le pregunté que si me necesitaba. Había sonado el teléfono fijo toda la tarde, y yo sospechaba que ese errático comportamiento tenía algo que ver con eso. En efecto, finalmente entró y me preguntó: “Señor Samuel, ¿usted se llama John Freddy?”. “Por supuesto que no, Adonis" -respondí yo- "¿no te das cuenta de que tú misma me estás llamando Samuel?”. 
Lo que ocurría era que alguien, con un número erróneo, insistía en que le pasaran a un tal John Freddy, pero Adonis, por un lado, no se atrevía a decirle al tipo que definitivamente estaba equivocado, y, por otro, su creciente nerviosismo, a medida que se repetían las llamadas, llegó a hacerle dudar de si ese “Samuel” no sería más bien un apodo de John Freddy, mi verdadero nombre.



Pero el principal problema era con los celulares. Por aquellos años, cada minuto costaba un ojo de la cara, y Adonis, a quien yo había suministrado mi número de celular por si ocurría algo en la casa, había adquirido la costumbre de llamarme para informarme de los asuntos más nimios, no vaya y fuera que por una negligencia suya se estropeara algo: “señor Samuel, aquí le llegó la revista Semana”. Ya se imaginarán las cuentecitas de teléfono fijo que me llegaban.

Para neutralizar la avalancha de llamadas, decidí no contestar si en el display de mi celular aparecía el teléfono fijo de mi casa. Pésima idea: la llamada se iba a buzón de voz, y en ese caso ni siquiera había la posibilidad de cortarla: me dejaba unos mensajes kilométricos en los que daba minuciosa cuenta de cualquier evento doméstico, por insignificante que fuera… a veces ni siquiera le alcanzaba el tiempo disponible para almacenaje de mensajes en el correo de voz. La cuenta, como es lógico, subió aún más.

Por aquella época, de los minutos a celular carísimos, había prosperado la costumbre de que si entre dos personas había una con más plata o más minutos disponibles, pues la otra le marcaba, dejaba que sonara una vez, de modo que quedara registrada la llamada en el display del celular destinatario, luego colgaba y esperaba la llamada de vuelta. Con ese principio me preparé para contraatacar las arremetidas telefónicas de Adonis. Le dije: “Adonis: cuando ocurra algo en la casa, me llamas al celular y cuelgas”. Asunto resuelto: si en adelante veía registrada una llamada del teléfono fijo de mi casa, apenas encontrara otro teléfono fijo disponible sencillamente la llamaría a ver qué pasaba.

Impartida la instrucción, me fui a trabajar. No había pasado media hora cuando empezó a timbrar mi celular. Era Adonis. Pero el celular timbraba y timbraba y ella no colgaba. Temiendo que me dejara otro de sus interminables mensajes en el buzón de voz, logré contestarle en la última repiqueteada.

-¿Señor Samuel?
-Sí, Adonis, cuéntame.
-Como usted me dijo que lo llamara y le colgara, entonces yo le voy a colgar.

Y, tran, me colgó


@samrosacruz

EL PATILLAZO

Voy a contar la historia del “patillazo”. Resulta que cuando mi esposa cumplió 30 años (número redondo: ustedes saben cómo es la vaina), a mí se me dio por sorprenderla con una serenata de vallenatos. Pero, como eran nada menos que los treinta, no podía ser cualquier guiñapo de esos, sino que, de acuerdo a experiencias pasadas propias, y a recomendaciones de terceros, el cantante debía ser un tipo grandes ligas… Entonces, claro, había que contratar a Oswaldo Rojano, el exacto límite entre un cantante profesional y un crápula de la 72. 



Rojano cantaba una canción legendaria: El niño inglés, en la que un bebé, desde el vientre materno, declara que quiere nacer. El bebé se vale de una retahíla incoherente en inglés (“You are, the family, the monkey, yes”), que después interpreta así el autor: “Así me dijo el niño: mamá quiero nacer”. Recuerdo que, contratado Rojano -el torrente de voz más subvalorado de la historia mundial-, y ya en la fiesta, empecé a repartir trago. Yo, contagiado de una vanidad incorregible, había ideado un coctel consistente en la mezcla Tres Esquinas Dry con Clight de fresa (para compensar el engordador “Siete” que había tomado los últimos 8 meses: la suma de 3 Esquinas y Quatro). 

El susodicho coctel había circulado, esa noche, en vasos desechables entre los invitados. Arribista como es uno, yo había condenado a Rojano y a su conjunto al miserable destino de beber de una botella de aguardiente. Rojano es un tipo entrador, toda una figura. Tanto que si mientras el canta ve a dos circunstantes hablando entre ellos, se va acercando poco a poco hasta que queda frente a ellos y, acto seguido, les canta con ese vocerrón que se gasta en las propias narices, para que se callen y lo oigan y lo vean a él. Pasa lo mismo con las personas que se emocionan mucho y empiezan a acompañarlo en el canto: se les acerca y les grita la canción en el oído, para que se callen. Es tan  entrador que esa noche reclamó –con toda razón- un trato igualitario: “viejo Pame” –gritó con ese chorro de voz-: “¿y a mí por qué no me das de ese patillazo?, refiriéndose a los vasos con el coctel rosado de Clight y Tres Esquinas que veía pasar frente a él.



El “patillazo” verdadero es una bebida popular, también rosada, que venden en cualquier esquina de Barranquilla, hecha con –por supuesto- patilla, y, además, hielo –pero, ojo: cero alcohol- y que resulta muy refrescante con esos calores endemoniados que hacen a las doce del día allá, en las Barrancas de San Nicolás. 

Desde ese día, en que Rojano bautizó al coctel, mis amigos y yo, nos referimos a este así: como “el patillazo”. Es tan traicionero ese coctel que una vez, unas señoras -muy recatadas ellas cuando están sobrias- creyendo que era un juguito cualquiera, terminaron, en una maroma de baile, rompiendo el cielo raso de un salón comunal. 

Pero, bueno, volviendo a la fiesta de los treinta de mi esposa, tengo que decir que estuvo tan buena que desde la barriga de una de las invitadas –a la sazón embarazada de nueve meses- todos los circunstantes alcanzamos a oír con claridad, en un “spanglish” perfecto, "Mamá quiero nacer”.

@samrosacruz

RICOS Y PODEROSOS

Los siguientes artículos, de títulos intercambiables, fueron escritos gracias al apoyo intelectual de sendos artículos a su vez escritos por los columnistas Diego Marín Contreras (El Heraldo) y Antonio Caballero (Semana). Los presento juntos ahora que los conceptos “rico” y “poderoso”, a fuerza de una simbiótica y voraz relación, han llegado a ser casi pleonásticos entre sí.

Ricos

No sé quién se atreverá a negar que el dinero es el dios que gobierna todo en el mundo actual, y ante quien todos solemos postrarnos. Tan es así, que los otros dioses, tan de moda antes, se han vuelto plato de segunda mesa: lo más común es ver a los arruinados financieramente -a los mismos que el dios principal abandonó sin contemplaciones- vociferando como energúmenos en las innumerables iglesias de los dioses de consolación.
Lo decía Fernando Vidal Olmos, personaje ficticio de Sobre héroes y tumbas -la inolvidable novela de Ernesto Sábato- en su Informe sobre ciegos, cuando hablaba de las propiedades mágicas que le conferimos a esos papeluchos sucios que llamamos billetes. Papeluchos firmados por “un señor que ni siquiera firma con su propia mano”, y en los que se nos hace una promesa absurda, que nosotros, los creyentes de esa religión del dinero, nunca ponemos en duda. Ni siquiera cuando suscribimos un CDT, que, según Vidal, es un simple papel, a través del cual Alguien o Algo se compromete a darnos otro montón de papeluchos sucios: “algo así como una locura al cuadrado. Y todo en representación de Algo que nadie ha visto jamás y que dicen yace depositado en Alguna Parte, sobre todo en los Estados Unidos, en grutas de Acero. Y que toda esta historia es cosa de religión lo indican en primer término palabras como créditos y fiduciario.”.
Por eso es que hoy, los verdaderos santos (ya nadie se acuerda de la tal Madre Laura, como no sea para ponerla al servicio, no ya de Yaveh, ni de Jesucristo, sino del dios principal: para arrancarle dinero a la gente, como lo hace una conocida cadena de supermercados), los verdaderos santos, digo, son los representantes del dinero en La Tierra: el santo más popular no tiene nada que hacer con respecto a Steve Jobs, a quien sus millones de devotos en todo el mundo lo adoraban en vida y aún lo veneran después de muerto.
Cualquier cosa que hagan estos nuevos seres divinos, estos miembros del santoral fiduciario, por trivial que sea, merece destacarse, como se destaca cualquier aparición de la virgen en Cova de Iría -o en una arepa de huevo-. Por eso el multimillonario mexicano Carlos Slim, el hombre más rico del mundo, jugó dominó el otro día y todos nos enteramos. También nos enteramos de en qué carro llegó el verdadero Sumo Pontífice de La Tierra (el Slim-móvil esta vez fue –por supuesto- un Rolls Royce), en que carro se fue, las palabras sagradas que pronunció («Pasad, pasad») a los periodistas para que entraran a verlo jugar dominó.
Y hasta nos enteramos de que, contra todo lo pensado, es posible que haya adquirido forma humana por un día, por ese beatífico día de revelaciones sacrosantas, porque la prensa nos informa que Slim “pidió una tónica y se detuvo a comprar un helado. «¿Este es nuevo, no?», preguntó el multimillonario señalando uno de los helados que ofrecía la carta.”.
¿Alguna duda?
Poderosos

Qué raro, yo pensaba que éramos nosotros, los votantes, los que elegíamos y reelegíamos al presidente de la república, y resulta que, si nos atenemos a lo que nos dice la revista más importante y prestigiosa de Colombia, no es así, sino que es él mismo quien se reelige. En el artículo Uribe le ha hecho mucho daño al país, dice Semana sobre Juan Manuel Santos: “Con respecto a que su decisión de reelegirse pueda afectar…”.
Teniendo en cuenta que los bogotanos se jactan de hablar el mejor español del planeta Tierra, unido al prestigio de la revista, debe descartarse la idea de una equivocación: parece inverosímil pensar que redactores de publicación tan encumbrada desconozcan la diferencia entre un verbo reflexivo y uno que no lo es. Máxime si, como lo sé de buena fuente, algunos de sus artículos son escritos de puño y letra por nada menos que su propietario, el célebre periodista Felipe López. Pero, aunque inverosímil, hay que considerar tal escenario: los bogotanos también pueden equivocarse, aunque ellos no lo crean.
Porque la otra posibilidad es que sea una mala pasada que le juega inconsciente, tanto al director de la poderosa e influyente revista -sobrino bisnieto de expresidente, primo segundo de exvicepresidente y actual precandidato, y sobrino del presidente actual-, como al dueño de la revista -nieto de expresidente e hijo de expresidente-.
Jugada que nos revelaría que ellos, los integrantes de ese modesto curubito, se sienten con el derecho a elegirse a sí mismos (yo me elijo, tú te eliges, él se elige) y reelegirse cuando les da la gana, sin que nadie pueda impedírselos. Como si el país fuera de ellos y solamente de ellos.
Y eso sí que no suena nada verosímil, ¿verdad?
@samrosacruz