viernes, 31 de mayo de 2013

CORTINA DE HUMO PARA DUMMIES

En estos países, como Colombia y Venezuela, difícilmente saldremos del atolladero tercermundista en el que estamos atascados, porque, hasta para las mediocres cortinas de humo que elaboran nuestros igualmente mediocres gobernantes, resultamos rematadamente crédulos.
Por un lado Maduro, en Venezuela, donde ya ni siquiera hay papel higiénico, salió con la cortina de humo favorita de los mandatarios de ese país: la amenaza externa de Colombia. Ahora dice que salieron de Colombia, rumbo a Venezuela, unos “expertos colombianos” que tienen la misión de inocularle veneno. Lo que no entiendo bien de su denuncia, es cómo diablos los “expertos colombianos” le podrían inocular el tal veneno ¿Tal vez durante una velada romántica, en la que el experto colombiano vertiere el veneno en la copa de vino de Maduro? ¿O quizás el experto colombiano es un indio amazónico capaz de disparar, a prudente distancia, una cerbatana con un dardo indoloro e invisible? Qué vulnerabilidad la que repentinamente exhibe Maduro ¿Acaso no se supone que tiene unas infalibles agencias de inteligencia, de las que se jacta hasta el punto de retar, en rabiosas peroratas televisadas, a la potencia militar más poderosa de la historia? ¿Por qué entonces ahora se presenta como un gatito asustado e indefenso frente a su modesto vecino colombiano?
Además, si lo miramos bien, ¿cuáles expertos? Si el pueblo venezolano usara un poco la cabeza, se daría cuenta de que esos sofisticados envenenamientos, propios de la Roma medieval de borgias y cornetos, no son precisamente nuestro fuerte. Aquí en Colombia no se envenena a nadie. Aquí se usa el menos sutil método de tirotear a la persona. De acuerdo: un probable envenenamiento con plomo podría darse, siempre y cuando los proyectiles, primorosamente alojados en el cuerpo de la víctima, no destrozaran antes órganos vitales. Con sólo abrir un periódico colombiano, cualquiera se daría cuenta inmediatamente de lo que digo. De hecho, el único envenenamiento que ocupó últimamente las primeras planas, fue el de una bailarina exótica extranjera, acusada de envenenar, al mejor estilo de Las mil y una noches, a su esposo, el propietario de una universidad de Barranquilla. Y, para que no quede ninguna duda al respecto, resulta que, cuando la bailarina extranjera estuvo aquí el suficiente tiempo -como para colombianizarse- cambió de método: ahora está acusada de mandar a acribillar a balazos al esposo de su propia hijastra. Nuestro estilo, presidente Maduro, es italiano, sí, pero no de la Roma medieval, sino de la Nápoles contemporánea.
Por otro lado, está la maravilla del presidente Santos, celebrando, como si fuera el final de la guerra, la invitación hecha a Colombia para hacer parte de la OCDE, organización hasta ayer desconocida por el 99.99% de los colombianos. “Colombia es el país, en la historia de esta organización, que menos ha tardado en lograr esta invitación. Lo logramos en 2 años y medio”, dice un triunfante Santos “¿Y qué?”, pregunto yo. Abramos otra vez el periódico: “Denuncian robo de agentes de la policía durante un operativo”, “Los desplazados en Colombia aumentan pese al proceso de paz con las Farc”, “Huyen del país periodista e intelectuales amenazados” ¿Sigo? Mejor no. El caso es que, a la inutilidad de de la noticia de la invitación (invitación que “sólo se la hacen a los mejores”; que “es un hecho histórico”, según Santos), le faltó agregarle el revelador dato de que, junto a Colombia, fue invitada Letonia; y próximamente lo serán Costa Rica y Lituania, esas megapotencias universales.
Pero sucede que aquí eso lo celebramos con el pecho henchido de amor patrio. Aun dejando como capítulo aparte a los oyentes que llaman a la emisora La W, no deja de ser llamativo el eco de triunfalismo barato que de las inanes declaraciones presidenciales hizo el director de esa emisora (la más influyente de Colombia), Julio Sánchez, quien afirmó, palabras más, palabras menos, que Colombia sólo tardó dos años y medio en ser invitada a la OCDE, mientras que un país como Chile tardó cinco, a pesar de que su economía supera a la Colombiana, no obstante tener Chile un mercado interno menor, y menos recursos naturales.
Es decir, Colombia tardó menos en ser invitada que un súper país como Chile. Y eso es causal de orgullo. Pero, en cambio, no es causal de vergüenza que un país como Chile, con menos posibilidades, esté pisando el primer mundo, mientras nosotros, teniendo en cuenta nuestra monstruosa desigualdad, podríamos tranquilamente inaugurar el cuarto. Curioso: los colombianos somos los afortunados de las invitaciones rápidas, mientras los chilenos deben conformarse con tener mejor calidad de vida y algo medianamente parecido a justicia social ¿No sería preferible que no fuéramos invitados “rápidamente” a nada y, en cambio, tomáramos la dirección opuesta a la ruta infernal de desigualdad, miseria y corrupción que nos empecinamos en transitar?
Presidente Santos: con anuncios pomposos, victorias de pacotilla, y retórica cosmética al respecto, no se soluciona nada; tal como lo han demostrado suficientemente sus tres años de gobierno.
Las tontas declaraciones de los presidentes de estas repúblicas bananeras podrían compilarse en un libro titulado Cortina de humo para dummies. Sin embargo, en estos países de escaso criterio político, y a pesar de la burda factura del engaño, el papel y la palabra aguantan sin mayores problemas todas esas mentiras y falacias, así como lo muestran las encuestas de popularidad presidenciales. Desde las inverosímiles conspiraciones -basadas en el peligro del enemigo externo- denunciadas por Maduro, hasta los logros pueriles -como de hoja de vida de recién graduado- de Santos. Sí, repito, la palabra aguanta todas las mentiras y falacias concebibles.
Allá el idiota que se las crea.
@samrosacruz


martes, 28 de mayo de 2013

LOS TRAMPOSOS


Esta mañana, como casi todos los días, empezó el predecible numerito que montan en la W, y que consiste en que los de "la mesa de trabajo" se muestran ostensiblemente asombrados por la masiva respuesta de la gente ante alguna campaña que ellos mismos han adelantado. La campaña, cualquiera que ella sea -vender carros, recoger plata para una obra benéfica, captar créditos hipotecarios-, siempre supera con creces las expectativas más optimistas soñadas por ellos:

- Alberto, ¿cuántos millones cree que vendió BMW el viernes?

- No sé, voy a decir una cifra que se me acaba de ocurrir: ¿quinientos millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve?

- Pues no, según el último dato, vendió mil doscientos millones, ¡mil-dos-cien-tos-mi-llo-nes!, es decir, no el doble, sino más del doble (risas de incredulidad, interjecciones de sorpresa); y aquí está con nosotros el vicepresidente comercial de BMW, el doctor Fulano...

En ese momento entra al aire el doctor Fulano -con una risita de suficiencia que quiere decir "es que yo soy el putas boy de la Westinghouse, el próximo Bill Gates"-, y a continuación se saludan como viejos camaradas, hacen un par de chistes privados (para que no quede duda de que todos ellos pertenecen a la misma rosca que maneja al país), y finalmente se conforma la más vergonzosa sociedad de elogios mutuos que alguien pueda imaginar.

 El turno de hoy, la farsa de rigor, fue para la subasta de camisetas autografiadas por futbolistas europeos organizada por Martín Santos, el hijo del presidente, y cuyo producto se destinará a obras de caridad. Ignoro si el emprendedor delfín -como cabría suponer por la salva de alabanzas de la que fue objeto en el tercer acto del sainete- tuvo que sufrir innumerables privaciones para conseguir las camisetas. No sé, ni he investigado, si para su filantrópica  labor el pobrecito Martín tuvo que colarse como polizón en un barco mercante que lo trasladara a Europa. Desconozco si se vio obligado a pasar eternas noches en vela aguardando a que los futbolistas salieran de sus casas o de algún club nocturno de moda. O, tal vez, su sacrificada cacería de autógrafos le significó algún empellón, o algún insulto por parte de los guardaespaldas de las grandes estrellas del deporte a las que él, almita modesta y caritativa, intentaba abordar. Lo cierto es que la maledicencia y las lenguas viperinas han hecho correr la malintencionada especie de que a los jugadores simplemente les pasaron la camiseta, la firmaron, y se la regalaron al papito de Martín, el presidente de una banana republic (porque nunca se sabe cuando se necesitará un favor de por allá).

Sea como sea, Martincito, joven sensible y humilde, se desprendió de la valiosa posesión familiar en favor de los más necesitados. Para tal efecto, se sirvió -cómo no- del apoyo de los caballeros de la mesa redonda de trabajo, quienes, gracias a su su fino olfato de sabuesos detectores de billetes, consiguieron que un desinteresado filántropo, un santo altruista de esos que se dan silvestres en Colombia, comprara la camiseta subastada en una cifra que -para gran sorpresa de Julio y de su corte- doblaba la expectativa más delirante de Camila Zuluaga.

Una vez concretado el negocio, siguió -por supuesto- una original conferencia telefónica tripartita entre el dueño de la camiseta (Martín Santos), el comprador (la empresa de encomiendas Servientrega, representada por su presidente), y el flamante intermediario (la W, Julito). En ella, Martín Santos nos confió que él no ha podido explicarse por qué su subasta obtuvo esa respuesta tan desproporcionada. Yo tampoco lo entiendo, si tenemos en cuenta que él, Martín, sólo es el hijo del presidente de la república de un país de lambones, lobbistas y empresarios oportunistas, y en el que, por lo demás, el presidente tiene un poder casi imperial. Quién sabe: son fenómenos extraños que se dan de vez en cuando. Grandes enigmas de la vida.

Y ante todo esto, uno no puede evitar preguntarse de dónde sale tanta bondad, tanta sensibilidad humana, en este país. Y quizás la respuesta se encuentre en la tierna confesión del presidente de Servientrega, cuando informó, no sé si con cinismo o con descarada ingenuidad, que las camisetas no quedarán en poder de la empresa, sino en las de colombianos del común ¿Cómo? Pues muy sencillo: "nuestros gurús de mercadeo se encargarán de eso". La más probable traducción de lo anterior es: haremos un concurso cuyo resultado nos reporte el triple de lo invertido en las camisetas: mande usted tres encomiendas por Servientrega y reclame una boleta que...

Porque es allá, en el lucro, donde terminan todas esas obras de caridad que, si en realidad lo fueran, deberían permanecer anónimas. Martín Santos busca ayudar en su campaña reelectoral a su papá (ser hijo de presidente es altamente lucrativo, como lo demostraron ampliamente "Tom y Jerry"). Y, para lo cual, ¿qué mejor estrategia que la de mejorar la imagen de la sagrada familia presidencial? De tal hijo, tal padre, pensarán que pensaremos. Y lo mejor: gratis. Servientrega S.A. (Sin Alma, aclaraba el padre de un amigo mío acerca del verdadero significado de esas siglas de las sociedades anónimas), por su lado, pretende, como lo confirmó su presidente, exprimir hasta la última gota de su inversión en las camisetas (están "los gurús" trabajando en ello a todo vapor). Y, mientras, la W, sigue en lo suyo: en su singular reinvención del periodismo: no contenta con hacer bochornosos publirreportajes, tan comunes en el periodismo contemporáneo, se ha dedicado, a lo largo de veinte años, a un extenso publirreportaje sobre sí misma, el cual ha soportado hasta cambios de cadena radial.

La obra benéfica, como es fácil de ver a estas alturas, no la hará ninguno de ellos, cuyas imágenes ganan indulgencias con avemarías ajenos. Indulgencias que, en este caso, toman la forma de rating, de concursos, de votos. Es decir, de billete. Billete que pagarán otros. Tal era el método de los monjes medievales, lo cual exasperó hasta tal punto a Luthero que terminó publicando las tesis que derivaron en uno de los grandes cismas de la iglesia católica. Desgraciadamente, nosotros, los indignados contra el sumo pontífice de la radio colombiana, no contamos con el apoyo de un rey hereje y poderoso que le haga contrapeso.

La obra benéfica, en conclusión, la terminaremos pagando todos los colombianos. Todos con la excepción de tres personas, quienes sacarán provecho económico de ésta, y de cuyos bolsillos no saldrá un solo centavo: Martín Santos, el presidente de Servientrega, y -por supuesto- Julio Sánchez Cristo.

Ese trío de tramposos.

@samrosacruz

domingo, 19 de mayo de 2013

NON SANCTOS


Dice Woody Allen que él desconoce la fórmula del éxito, pero que está seguro de que la del fracaso es intentar complacer a todo el mundo. Que es, esto último, exactamente lo que pretende hacer todo el tiempo el presidente Santos. De hecho, casi que -extremo de extremos políticos- intentó hacerlo hasta con su mentor, Uribe. El único ser humano excluido sin lugar a dudas de tan prostituta vocación, es su primito querido, Francisco Santos, con quien el mandatario sostiene una legendaria pelea de quinceañeras, de sieteañeras, por ver quien de los dos se hace con el dominio sobre el juguete más antiguo de ambos: el país
Los privilegiados primitos -presidente actual el uno y exvicepresidente el otro-, sobrinos nietos ellos de un expresidente que, según Alfonso López Michelsen -expresidente él también e hijo, a su vez, de otro expresidente-, “fue (hasta su muerte) el hombre más poderoso de Colombia”, están acostumbrados a darle rienda suelta a sus caprichos y vanidades, seguros -como están- de que nadie podrá interponerse en su camino, porque, tal como dije que dijo el expresidente López (el hijo), en el trabalenguas de expresidentes que acaban de leer, pertenecen a la familia más poderosa de esta finca que, desde hace un siglo, es regentada por un par de familias non sanctas. (Que tal este otro trabalenguas, que iría de maravillas en este momento: el país está expresidentado, quién lo desexpresidentará…).
Lo más curioso es que los primorosos primos no se cansan de machacarnos que este país está muy mal, y que hay que arreglarlo. Lo cual es dolorosamente cierto, con el sutil añadido de que, a continuación, sugieren que son ellos, hundidos hasta el cuello en la autoría intelectual de este crimen de lesa humanidad que llamamos Colombia, quienes pueden arreglarlo.
Indignados, contra sus propias dignidades e indignidades de exministros, expresidentes, exvicepresidentes; contra la perversa oligarquía; contra la egoísta clase empresarial; contra la mefística gran prensa; indignados contra todo eso, digo, de lo que ellos -no hay ni que decirlo- hacen más parte que ningún otro ser humano en el mundo, se presentan como los mesías: “para solucionar un problema, primero hay que crearlo”, solía decir el genocida de Kissinger.
Para ser un genocida, por otro lado, no se necesita cometer directamente un genocidio. Puede cometerse, este último, por ejemplo, despilfarrando en la vanidosa novela del nóbel la plata que podría salvar la vida de miles de colombianos. O puede cometerse aspirando a un cargo para el cual uno sabe a ciencia cierta que no está capacitado. La última pretensión de “Pachito”, después de fungir de adalid de los derechos humanos y -a renglón seguido- posar de derechista rabioso, es la de ser -nada menos- presidente de la república. Un hermano mío dice que de niños nos enseñan a que cualquier persona puede llegar a ser presidente de la república, y que -temiblemente- puede terminar siendo cierto.
“Pacho” Santos de presidente, ¿se imaginan? Sé que ya tuvimos a Andrés Pastrana y sobrevivimos, pero, aunque parezca increíble, esto puede resultar aún peor. Se notó en la valla que mandó a poner, la cual sólo demostró que la gente con mucha plata, y sin nada que hacer, puede gastarse fortunas en vaya uno a saber qué.
Juan Manuel Santos reelegido, ¿se imaginan? A pesar de que, a juzgar por su último discurso, ya aprendió -tal vez leyendo a su gran detractor y amigo de infancia, Antonio Caballero, (aquí hasta los opositores pertenecen al mismo curubito)- que el verbo reelegir no es reflexivo, no parece una buena idea tener cuatro años más de cháchara vomitada por encuestas. Además, en las mesas de póker, como se sabe, a la larga se termina perdiendo hasta la mujer.
Esas costumbres políticas -económicas, sociales- non sanctas de los Santos -los primeros primos del país- deberían hacernos, más que decir, gritar “no Santos”. Pero, peones que somos, al fin y al cabo, de su gran finca, somos capaces de todo. No sobra advertir que la sustracción de materia no debería ser un obstáculo: sería preferible que gobernara el voto en blanco.
Finalmente, volviendo a Woody, gran amigo personal mío, así él no lo sepa, podría decir -con él-, acudiendo al resignado -recurrido- recurso del descarte, que no sé quien diablos será el santo milagroso capaz de sacarnos de esta deliciosa temporada en el infierno -que ya cumplió doscientos años-, pero de lo que sí estoy seguro -y lo juro- es de que ni Francisco ni Juan Manuel Santos lo son.
@samrosacruz

miércoles, 15 de mayo de 2013

EL RUIDO Y LA FURIA


Necesitaba que alguien me explicara qué diablos era lo que está pasando, en qué dimensión desconocida estaba atrapado: ayer (¿hoy? ¿antes de ayer?) oí, vi, sentí por todos lados un barullo ensordecedor por el triunfo ciclístico de unos colombianos. El presidente actual, el anterior, los noticieros... Todo el mundo hablaba, chateaba, tuiteaba, gritaba, así qué volé a ver qué colombiano había ganado el Tour de Francia, pero, por más que buscaba en internet, sólo encontraba el triunfo de Rigoberto Urán en una de las veintiún etapas de las que se compone el modesto Giro de Italia (superado en prestigio ampliamente por el Tour de Francia y la Vuelta a España). 

Puesto en términos futbolísticos -que se entienden mejor, aún en este país que repentinamente volvió a considerar al ciclismo como un tema serio y de enorme trascendencia- es como si un equipo, en vez de hacer semejante escándalo por ganar el Mundial de fútbol, lo hiciera por ganar un solo partido de la primera ronda de la Copa América. 

Pero, bueno, después pensé que la respuesta a mi pregunta de por qué esa histeria colectiva, de por qué esos alaridos destemplados por todas partes, residía en el hecho de que Urán, con ese triunfo, había pasado a comandar la clasificación general. Wrong answer: según pude comprobar, el actual líder es el italiano Vincenzo Nibali, seguido muy de cerca (a 41 segundos) por Cadel Evans, y, ya en el pelotón, a más de dos minutos de diferencia, está Rigoberto Urán, el héroe invencible de Colombia. 

Sin embargo, cómo seguía sin entender los extraños berridos de los noticieros y los enormes titulares de los periódicos que hablaban de "El regreso de los escarabajos", me dije "Eureka: con seguridad van punteando en la montaña". Nuevo error, a menos de que Stefano Pirazzi, el actual líder en esa modalidad, sea natural de Aguachica. 

Pero, además, ni la clasificación a la regularidad, ni la clasificación por equipos, ni nada en las estadísticas de la competencia podía explicarme el ruido, el estropicio imperante; los bramidos que proclamaban el día como “histórico” (no van a alcanzar los libros de historia para contarles a nuestros nietos todas estas epopeyas diarias), ni las épicas imágenes de esos aguerridos paladines envueltos en el invicto pabellón tricolor; o esos cantares de gesta que contaban la hazaña en la inmortal voz del juglar Ricardo Urrego, en la delicada poesía de Javier Hernández Bonnet, en la lírica prosa de Ricardo Henao. 

Temeroso de ser objeto de un perverso experimento solipsista por parte de un científico malévolo, me senté, respiré profundo, y la razón y el entendimiento fueron llegando otra vez a mí. Finalmente se me aclaró la mente: "este es un país de orates - pensé-, este es un país de locos furiosos, este es un país de idiotas, este es un país que no va para ninguna parte". En diez segundos todo se había normalizado en mi cabeza, y ya no necesitaba que nadie me explicara nada: había comprendido que tenía razón, una vez más, el bardo inmortal (y esta vez no hablo del gran Carlos Antonio Vélez, sino de Shakespeare): la vida a veces no es otra cosa que una historia contada por un idiota, llena de ruido y furia.

Sobre todo si tienes la amarga desdicha de vivir en Colombia.

@samrosacruz

domingo, 12 de mayo de 2013

FILOSOFANDO EN FACEBOOK


Leyendo el último artículo de Alberto Salcedo Ramos en El Colombiano (De fiesta en Twitter), caigo en cuenta nuevamente de la propensión natural que tenemos muchísimos humanos a ser apocalípticos; a oponer una resistencia tenaz a integrarnos a las nuevas tecnologías -para ponerlo en términos de Umberto Eco, a través de quien caí en cuenta la primera vez gracias a su magnífico ensayoApocalípticos e integrados-. Salcedo, en su artículo, se va lanza en ristre contra nuestra nueva costumbre (de la humanidad occidentalizada) de “encadenarnos” a nuestros teléfonos celulares inteligentes, a través de los cuales, según las perfectas frases de Salcedo, nos convertimos en “marionetas del ciberespacio” y “huimos de (…) nuestros acompañantes de carne y hueso, para danzar con fantasmas” en la “pista de baile ilusoria” de las redes sociales.

Nunca he podido comprobar si, como en efecto creo, la cita es apócrifa, pero circula por ahí la especie de que hace 2500 años ya Sócrates se quejaba de la superficialidad de las nuevas generaciones. Y aunque el artículo de Salcedo no menciona a un grupo humano en particular, estoy casi seguro de que todos, al leerlo, pensamos inmediatamente en un montón de jovencitos (y jovencitas: no sea que me demanden los del Polo Democrático) con la cabeza gacha y moviendo rabiosamente los pulgares.
Ahora, sin embargo, no voy a salir con que eso a mí no me molesta (que se le preste a uno menos atención que a una azafata explicando cómo se ajusta el cinturón de seguridad del avión), pero tengo que sostener que ese fenómeno no tiene nada que ver con “pérdida de valores”, “juventud perdida” (para afirmar esto último, por otra parte, ya contamos con un argumento demoledor: el gusto por el reaggetón), ni ninguna de esas otras frases prefabricadas a las que tanto nos gusta acudir, sino que se debe a simple naturaleza humana: somos una especie altamente sociable (a diferencia de, por ejemplo, el hombre de Neanderthal, extinto, al parecer, a causa de eso mismo), y nos encanta compartir nuestros estados de ánimo: nuestros triunfos, nuestros fracasos. Y hasta nuestro aburrimiento. Sólo que –pequeño detalle- antes no existían teléfonos inteligentes a través de los cuales pudiéramos comunicar al mundo, en el mismo instante en que sucedían, cualquiera de los pormenores de nuestras vidas.

En efecto: se cae de su peso que un cambio en el ADN humano, capaz de trastocar significativamente nuestra manera de relacionarnos, no va a tomar los escasos cinco o diez años que llevamos ennoviados con nuestros celulares: no somos organismos procariotas que alcanzan las 55 generaciones en 24 horas, sino homo sapiens que han recorrido hasta el último milímetro del camino de la vida, iniciado hace 3800 millones de años. Por lo tanto, la solución se reduce a lo meramente cultural, nada distinto, supongo, a, digamos, lo que ocurrió con la invención de la imprenta, que masificó el material de lectura, y, con seguridad, propició frases como: “ahora la gente no habla entre sí por estar concentrada en su libro o su periódico”. Y después con la radio. Y con la televisión, el Satán por antonomasia.
Quizás todo sea cuestión de tiempo para que se desarrolle una nueva etiqueta de las relaciones humanas; una que tenga en cuenta el fenómeno inatajable de las redes sociales. O para que surja un nuevo fenómeno (es también cuestión de tiempo) que nos haga añorar la bucólica época en que la gente compartía su tiempo en silencio con la mirada enterrada en su teléfono celular.
Además de quejarnos (que constituye mucho de la sal de la vida), deberíamos tratar también de integrarnos; de acostumbrarnos a que las cosas serán así en adelante. O por lo menos hasta que se ponga de moda, y sea de lo más chic (pequeño guiño a mi maestro Diego Marín), ignorar las redes sociales. Dejemos, pues, tranquilos a nuestros jóvenes (¿y jóvenas?) y a nuestros niños. (Aunque en este punto no estoy seguro de si esos ataques a los niños de ahora sean útiles como contrapeso a las cacareadas, y proclamadas a los cuatro vientos, sabiduría y prudencia infantiles, cosa tan falsa como la hipótesis garciamarquiana –profusamente apoyada por tirios y troyanos- de que un mundo manejado por mujeres sería mucho mejor: por un lado, los niños son tan, o más –si cabe-, crueles y egoístas como cualquier adulto; y, por otro, el encanto de mundo neoliberal que vivimos hoy no se lo debemos tanto a ningún hombre como se lo debemos a la recientemente fallecida Margaret Thatcher, quien, sin duda, era mujer).

Y, para los que no me creen que esa es la naturaleza humana, -exhibicionista a morir-, y que no se trata de ninguna mutación genética, cierro con una anécdota protagonizada por Luis Miguel Dominguín, aquel torero español, padre del cantante Miguel Bosé. Después de una jornada amorosa con nadie menos que Ava Gardner, uno de los íconos sexuales de su época (en la que, no sobra decirlo, no soñaban con existir ni siquiera los primeros celulares, aquellos de dimensiones ladrillescas), Dominguín se levantó apresuradamente del lecho amatorio, y, cuando la diva le preguntó que adónde iba, él no tuvo ni que pensar la respuesta: “A contarlo”.
@samrosacruz