martes, 25 de junio de 2013

ÁLVARO URIBE, EL "GRAN COLOMBIANO"

Difícilmente el resultado del concurso de History Channel, que buscaba elegir al "gran colombiano" de la historia, podía ser más coherente.  Aclaro que llegué tarde al concurso, tanto en el hecho de simplemente enterarme de su existencia, como en lo referente a la emisión televisada que divulgó los resultados.

 Primero supe por ahí, en alguna red social, que había un concurso que buscaba elegir al colombiano más destacado de la historia. Pero cuando traté de indagar cuáles eran los criterios para elegirlo, sólo encontré una lista, entre absurda y ridícula, de colombianos "más importantes", nominados por quién sabe quién. Después, cuando el domingo pasado llegué a casa en la noche, encontré a unos invitados nuestros viendo el programa que revelaba los resultados, y no tuve más remedio que unírmeles.

De inmediato me actualizaron de las consabidas sorpresas, como que en una de las categorías en que habían dividido al concurso (artes, ciencias y humanidades) había superado el dudoso científico Patarroyo a nadie menos que a Gabriel García Márquez. Después, al mejor estilo de cualquier reality show -con expectantes pausas de reinado de belleza y todo-, conocimos que el absoluto ganador, por una diferencia de casi el doble de los votos sobre el segundo, y a distancia astronómica de los demás, era Álvaro Uribe Vélez.

A mí no me sorprendió el resultado. Pero al periódico El Espectador, que hasta donde entiendo era uno de los aliados del concurso, no sólo le sorprendió, sino que no estuvo de acuerdo. Tanto así que el portal Semana.com, subtituló de esta manera un artículo al respecto: "El Espectador asegura que este es el precio de 'votar la historia' y que Uribe no nos representa." 

Que Uribe no nos representa. Entonces se trata de eso, de quién nos representa mejor, de acuerdo -supongo- a una de las acepciones que de "representar"  trae el diccionario de la RAE: "Ser imagen o símbolo de algo, o imitarlo perfectamente." Y, en ese orden de ideas, no me sorprenden los resultados, repito, sino que, contrario a la opinión de El Espectador, y como dije al principio, me parecen de una coherencia insuperable.

Álvaro Uribe, a quien harto conocemos los colombianos, gracias  a sus dos períodos presidenciales, es un sujeto sin sentido del humor, incapaz de reírse de sí mismo, intolerante ante las críticas y las opiniones contrarias. Álvaro Uribe es alguien proclive a arreglar los pequeños desacuerdos a las trompadas ("Sea varón", "Le parto la cara, marica"), y los grandes a físico plomo, como lo demuestran sus acérrimas arremetidas contra cualquier intento de una salida negociada al conflicto colombiano. Álvaro Uribe es un tipo pendenciero. Álvaro Uribe tiene un estilo nepotista y mafioso, y si no baste recordar la defensa ciega a sus secuaces de gobierno -saltándose incluso la ley colombiana-, y la información privilegiada de la que gozaron sus hijos para el éxito en algunos de sus negocios, la cual fue facilitada indirectamente -o directamente, quién sabe- por él, gracias a su cargo de presidente de la república. 


*Caricatura tomada de El Espectador

Para Álvaro Uribe acomodar las normas a los propios intereses es algo normal, por lo que no tuvo reparos en reformar nada menos que la constitución, y así poder ser reelegido para un segundo mandato. Álvaro Uribe es el típico matón del barrio, el vecino problemático que molesta a los demás, que se mete sin permiso en el patio del vecino. Álvaro Uribe es el mal perdedor que siempre le está echando la culpa al árbitro cuando sale derrotado. Álvaro Uribe es el hombre que con tal de conseguir fácil y rápido y a como dé lugar lo que quiere es capaz de asociarse con personajes oscuros, o si no que lo diga alias Job, o las decenas de políticos que apoyaron su campaña y después terminaron presos. Álvaro Uribe es un tramposo que espía a la oposición para ganar la posición dominante. Álvaro Uribe tiene una particular manera de concebir la administración justicia: "Esos muchachos seguramente no estaban allá recogiendo café". Álvaro Uribe es de los que confunden el verbo liderar con el verbo mandar, y por eso no guía a nadie sino que vocifera órdenes perentorias. 

Álvaro Uribe, como el pueblo colombiano, es un conservador recalcitrante que se hace llamar liberal; un cavernario incrustado en el siglo XXI. Y, tal como el pueblo colombiano, es tolerante con la corrupción (no le cupo un escándalo más a sus dos gobiernos) e intolerante con todo lo demás; es mojigato, rezandero, ordinario, irascible, vulgar, chabacano, burdo. Es, como decía alguien, un personaje decimonónico que suspira por feudos y latifundios.

¿Qué más quieren? ¿Es o no es Álvaro Uribe un representante válido del pueblo colombiano? Sí, sí lo es. De este pueblo inculto que a duras penas lee periódicos, y por eso consideró para la distinción del “gran colombiano” a una adolescente que ganó una carrera de bicicletas, y a un pseudocientífico que lleva media vida estafándonos. A diferencia de, por ejemplo, el pueblo mexicano, que eligió a Benito Juárez como el “gran mexicano”. Dice mucho eso de la cultura de un pueblo, el cual sabe lo que pasó en su país hace doscientos años, y, en consecuencia, elige a un personaje de gran peso en su historia. A un personaje como Juárez, que fue un reformista, un adelantado al menos cien años a su época; un personaje que separó la Iglesia del Estado. A un personaje que es la antítesis de nuestro Álvaro Uribe, quien –cómo negarlo- es efectivamente el “gran colombiano”.


Él nos representa a la perfección. Él es Colombia.

@samrosacruz

domingo, 23 de junio de 2013

LA LECCIÓN DE BRASIL

No contento con darnos lecciones en el campo futbolístico, ahora Brasil nos da una lección en otro campo, si bien el fútbol, en esta nueva lección, también constituye uno de los temas -aunque no el principal-.  No soy un estudioso de la realidad brasileña, pero la llamada Revolución del Vinagre me indica que algo está cambiando en ese país. Y que de esa situación algo deberíamos aprender.
Es casi imposible dar crédito a las actuales noticias procedentes de Brasil: de la tierra del fútbol, en donde cualquiera se supone fanático de ese deporte hasta que no demuestre lo contrario, nos llegan imágenes de turbas cometiendo actos vandálicos; de turbas furiosas por la excesiva inversión estatal en la Copa de Confederaciones y en -nada menos- la Copa del Mundo.
Cualquiera diría que lo que pasa es que ellos -los brasileños- están hartos de certámenes deportivos realizados en su suelo a costa de los contribuyentes más pobres. Nada más lejano: me atrevo a decir que pocos de los asistentes al único mundial llevado a cabo en Brasil, en 1950, están vivos aún. De hecho, me cuento entre los muchos que creían  que los brasileños no veían la hora de vengar aquella ancestral afrenta de 1950, cuando Uruguay estropeó una fiesta montada por adelantado. 
Nada que ver con la realidad que estamos viendo.
Es notoria, en cambio, cierta apatía hacia el evento orbital. Apatía de la que, desde el año pasado, informaban algunas encuestas, y que, unida a los nuevos sucesos, revela que la fórmula de pan y circo allí ya no surte el efecto acostumbrado. 
Me pregunto, por otro lado, cuál habría sido el escenario si el mundial estuviese a punto de jugarse en territorio colombiano y la situación del colombiano promedio fuese similar a la del brasileño promedio actual… Y yo mismo me respondo: habría sido un escenario totalmente opuesto: aquí estaríamos celebrando la remodelación de los estadios -como efectivamente ocurrió en el reciente Mundial sub 20-,  sin importar si subían o bajaban las tarifas de transporte público, o si dejaban en los huesos el erario de tal o cual ciudad.
 No sé que ha pasado en Brasil en los últimos, digamos, quince años, pero sí sé lo que ha pasado aquí en Colombia: de unas aficiones futbolísticas tibias -aunque desde entonces robotizadas- hemos pasado a feroces rebaños de tigres de bengala, que obligan a cerrar los comercios el día del partido, e incluso a implantar la medieval ley seca. Unos rebaños que no piensan en nada mas allá del resultado del encuentro. Todo eso a pesar de la espantosa realidad nacional, de la que diariamente no puede evitar dar cuenta ni siquiera una prensa secuestrada por el gran capital: corrupción sin precedentes, criminalidad galopante, desigualdad insensata. Es decir, lo que hay es ferocidad en el ámbito del fanatismo deportivo, y docilidad en la protesta, en el disenso. Como quien dice, docilidad en todo lo demás (siempre y cuando, por supuesto, “todo lo demás” no incluya actividades criminales).
No sé que ha pasado en Brasil -insisto-, pero lo que sí sé es que aquí en Colombia no ha pasado nada lejanamente parecido. Y tampoco o se trata, aclaro, de amargarse y no disfrutar de los entretenidos partidos de, por ejemplo, la Copa de Confederaciones, sino que se trata de que no se le vaya a uno la vida en eso, y termine estupidizado delante de una maldita pantalla de televisión, mientras pueblos de nuestras mismas características, y con quienes compartimos raíces comunes,  pasan raudos a nuestro lado diciéndonos adiós con la mano: “hasta nunca caterva de imbéciles”. Y de eso -insisto- deberíamos aprender una lección.
O, como buenos colombianos, al menos copiarla.
@samrosacruz

OBJECIÓN DE CONCIENCIA
Esta figura de la objeción de conciencia, de la que tanto está hablando ahora la Iglesia Católica y el procurador, abre un inmenso abanico de posibilidades que, quien quita, nos podría convertir en una mejor sociedad. He aquí unas objeciones -algunas inspiradas en un e-mail que me llegó- que podrían interponer los jueces de la república para evitar la hecatombe moral a la que, cada día más, nos vemos abocados:
1) Si un padre fuere acusado de vender a su hija en el cotidiano mercado de la trata de blancas, el juez del caso, si fuere católico o protestante, podrá absolver al incomprendido padre, o -en último caso- podrá abstenerse de juzgarlo, objetando que, según Éxodo 21-7, “Cuando un hombre venda a su hija por sierva, no saldrá ésta de la esclavitud como salen los esclavos varones.”.
Es claro que ahí, salvo arrevesadas interpretaciones de tinterillos de poca monta, no existe delito alguno.
2) A los cientos de atracadores que robaren los celulares a empleados de restaurantes de comidas rápidas que, para su infortunio, tuvieren turno en sábado en la noche, el destino les deparará la buena nueva de que, si el juez encargado de juzgarlos fuere católico o protestante, en lugar de ser privados de la libertad -tal como está consagrado en nuestra carta fundamental- éste los exaltará públicamente, puesto que, de ese modo, habrán contribuido a cumplir con el precepto presente en Éxodo 35-2, según el cual “Se trabajará durante seis días, mas el séptimo día será para vosotros día santo. El que en ese día hiciere algún trabajo, morirá.”.
Todo lo anterior en consonancia con la objeción de conciencia que Iglesia y procurador han puesto, como herramienta, en manos de los notarios, para que puedan negarse a casar homosexuales. Basados -supongo- en Levítico 20,13: “Si un hombre se acuesta con otro hombre, como se hace con una mujer, ambos cometen cosa abominable, morirán sin remisión.”. Afortunadamente Iglesia y procurador -magnánimamente- han omitido (por ahora) la última parte de la legislación.
No sé, en todo caso, cómo conjugarán sus objeciones de conciencia, Iglesia y procurador, con Levítico 19-15: “No cometeréis injusticia en los juicios, ni favoreciendo al débil, ni complaciendo al poderoso…”.
Total, dejando a un lado las reducciones al absurdo, en este caso, el del canalla sabotaje al matrimonio entre personas del mismo sexo, baste decir que el nuestro es un Estado laico, en el que objeciones de conciencia basadas en libros viejos se supone que no deberían tener cabida. Cosa diferente sería la objeción de conciencia consistente en negarse a matar a otros seres humanos, pues el asesinato está expresamente prohibido en nuestra constitución y en la de la abrumadora mayoría de las de países respetuosos de los Derechos Humanos.
Obvio, no faltará quienes salgan con el disco rayado de que la constitución no contempla un concepto de familia diferente al conformado por un hombre, una mujer, y la descendencia “entrambos”, como diría Don Miguel. Pero, como ellos -minuciosos estudiosos, estrictos leguleyos- deberían saber, a la luz de la constitución del 91 todos los ciudadanos tienen los mismos derechos.
Y yo, sin necesidad de ser abogado, estoy seguro de que este último principio prevalece.

@samrosacruz

lunes, 10 de junio de 2013

HÁGASE RICO

Voy a contarles como me hice rico. No fue a las patadas, sino con Patada. Sí, Patada (Pame, Tato, David), así le pusimos, en clave de broma, a la sociedad de tres amigos que, en materia de negocios, era la ídem. Se no ocurrían ideas sensacionales que, para nuestra desgracia económica, llevábamos a cabo, porque, indefectiblemente, terminaban en una bancarrota.

Una vez -hijos al fin y al cabo del malandrín país que nos parió-, se nos ocurrió comprar boletas de más para el esperado partido Junior-Boca Juniors, con el objeto de revenderlas a la entrada del estadio Metropolitano de Barranquilla. Una vez urdida y llevada a cabo la primera parte del plan (comprar las boletas), faltaba la segunda (nada menos que venderlas), para lo cual contábamos con nuestra natural vocación de pésimos visionarios. Recuerdo que llegamos al estadio y, antes de un minuto, pasó un viejo -uno de esos curtidos vendedores ambulantes de mangos, que con seguridad no era la primera vez que veía a un trío de Bill Gates de parqueadero, como nosotros-, y nos dijo: "No joda, si aquí hay boletas como mondá en cumbiamba". En efecto: estábamos rodeados de revendedores profesionales que remataban boletas a menos de la mitad de su precio original. Finalmente no nos fue posible deshacernos de las dichosas boletas ni regalándolas.

En otra ocasión -muchachos emprendedores nosotros- decidimos que podríamos enriquecernos montando una venta de cervezas en la Batalla de Flores del carnaval de Barranquilla. Esa vez tomamos la senda de la transparencia, y pedimos un permiso a la Secretaría de Gobierno Distrital, ocupada a la sazón por un tío mío. Permiso en mano, conseguimos unos toneles viejos, hielo en cantidades antárticas, cervezas como para emborrachar al ejército chino, y nos encaminamos, junto a dos ayudantes, a la Vía 40. No pasó mucho tiempo antes de que una vieja cascarrabias -la única competencia legal que teníamos-, con el argumento de que ella era la legítima dueña de la concesión, nos echara a la policía. Así era: por una confusión habíamos llegado a la esquina equivocada (la nuestra era la siguiente). Nunca en mi vida, ni siquiera en una película sueca, he visto tanta diligencia, tanta eficiencia, en unos agentes de la policía: en menos de dos minutos nuestro puesto había sido desmantelado, y nuestras cervezas adoquinaban los jardines de la cuadra. Todo eso ante la mirada indiferente de decenas de vendedores que, sin tener permiso siquiera de sus cónyuges, vendían cervezas alegremente a nuestro lado. Convengamos en que, independientemente del incidente policial, y si de lo que se trataba era de hacerse rico, recurrir a la única opción que tiene más de la mitad de la población colombiana -el empleo informal, el rebusque- no fue la idea más brillante. Eso fue hace doce años largos, y el mes pasado me tomé la última de las cervezas que nos sobraron de tan formidable empresa.

Por físico pudor de homo sapiens omito otros ejemplos de pericia para el fracaso comercial. Sin embargo, debo aclarar, a estas alturas del artículo, que esa aptitud para la quiebra no parece ser innata, sino adquirida: cuando yo era niño, alguien en la casa compró un juego de mesa llamado Bancarrota, que -perfecta antítesis del archiconocido Hágase rico- consistía en malbaratar el capital inicial antes de que los otros jugadores lo hicieran, para así ganar el juego. Esa influencia, a tan temprana edad, pudo ser definitiva. Y si a lo anterior agregamos que estamos en un país de pésimas experiencias en el campo del “emprendimiento”, se completa la ecuación de mi fracaso financiero. 

Todo emprendedor en Colombia, con excepción de hijos de presidentes de la república, que, haciendo gala de una elaborada intuición empresarial, tienen la oportunidad de mandar a hacer decretos que les permitan comprar metros cuadrados de tierra y después venderlos con una módica adición al precio de dos ceros a la derecha, con excepción de ellos, digo, todo emprendedor colombiano termina en la ruina. Bueno, de acuerdo, hay otras excepciones: los emprendedores en política; o los profetas de sectas religiosas recién salidas del horno. 

Volviendo a Patada, aquella sofisticada y aceitada máquina de perder plata, debo reconocer que los negocios no son lo mío. Antes, todos los días se me ocurrían miles de maravillosas ideas de negocios que, por fortuna, casi nunca concretaba. En buena hora perdí la costumbre de creer que en mi cerebro vivía arrendado Warren Buffett. Ahora estoy convencido de que la mejor forma de mantenerme rico -o por lo menos de no perder lo que tengo, porque rico (de plata) no soy- es la de ser la antítesis del emprendedor. Eso, sin duda, me ha salvado de la permanente quiebra financiera. Pero, por otro lado, no puedo negar que de esa época de Patada, cuando perdía dinero a manos llenas, me quedó un multimillonario patrimonio espiritual, conformado por recuerdos que son de los mejores de toda mi vida. Aquello era vivir la vida al lado de dos amigos entrañables, con quienes era un verdadero placer cualquier cosa. A veces hasta el mismísimo hecho de perder plata.

Y esas amistades constituyen la verdadera riqueza de la vida.

@samrosacruz