Sé que me van a llover los
insultos, pero es mejor que a uno le importen las arbitrariedades antes de que,
como decía Bertolt Brecht, sea demasiado tarde. Me refiero a la peligrosa
tendencia de frivolizar la justicia, bien sea mediatizándola a través de
declaraciones precipitadas de autoridades que quieren capitalizar triunfos en
los grandes medios (medios que muchas veces también ponen su dosis de
amarillismo, buscando rating), bien sea por competencias de egos de famosos
abogados, o bien sea por linchamientos sumarios a través de las redes sociales
(y en esto último caemos todos; o casi todos).
Pero aterricemos: me refiero
a los recientes hechos de sangre, en los que una disputa entre dos vecinos, por
el alto volumen de la música, terminó con la muerte de uno de ellos. Eso es lo
que sabemos. Sin embargo, según la revista Semana, el subcomandante de la
Policía Metropolitana de Bogotá declaró que el presunto homicida, David
Manotas, “decidió apuñalarlo (a Francisco Cifuentes), en cinco oportunidades y
posteriormente lanzarlo desde un balcón a más de ocho metros de altura”. No soy
abogado, pero una declaración de ese calibre, a tan poco tiempo de sucederse
los acontecimientos, cuando difícilmente se han podido procesar las pruebas –si
las hay-, me parece apresurada (recordemos que el único testigo vivo –Manotas-
afirma que Cifuentes saltó al vacío por iniciativa propia).
Sé que la historia en la que
se basa el argumento de Manotas -según el cual todo fue en “legítima defensa
propia”- es bastante floja. Pero, de acuerdo a la ley colombiana (por lo menos
en el papel), todo el mundo se presume inocente hasta que se demuestre lo contrario.
Esta presunción de culpabilidad contra Manotas la da, conjeturo, su aspecto
siniestro. Con mirada, cabello y barbas de Rasputín, Manotas se convierte
automáticamente en un sujeto sospechoso. Sus costumbres excéntricas
(alcoholizarse entre semana, consumir otro tipo de drogas, oír música a altos
volúmenes) completan el cuadro. Por si cupiera alguna duda de la presunción de
culpabilidad de Manotas, sólo bastaría mirar en Facebook, Tuiter o los foros de
lectores de los periódicos.
Repito, sé que su historia
es bastante endeble: que usted abra una ventana (como afirmó Manotas) por
petición de la persona con la que se está liando a golpes de cuchillo, y que
acaba de entrar a su casa rompiendo la puerta, no es una versión particularmente
verosímil. El voluntario salto al vacío del supuesto intruso también resulta bastante
raro. Pero por evidentes que parezcan las inconsistencias del relato de un
sindicado, el conducto regular es investigar primero qué fue lo que pasó.
Para el caso que nos ocupa:
¿la cerradura de la puerta había sido efectivamente violentada? No lo han
informado, y la pronta huida de Manotas del lugar de los hechos (sin tiempo, al
parecer, para ponerse siquiera una camisa), hace también improbable que él
mismo fabricara una escena así ¿Hubo allanamiento de morada por parte de
Cifuentes? Tampoco lo sabemos. Con todo, la Fiscalía aduce que el ataque de
Manotas fue desproporcionado, por cuanto Cifuentes estaba desarmado. Pero, si
nos atenemos a la declaración de Manotas, ante la entrada violenta de un extraño
a su casa, que además ataca inmediatamente, ¿usted examinaría cuidadosamente al
intruso antes de ponderar cuál sería el arma idónea para defenderse de él? ¿O
simplemente se serviría de lo primero que encontrara a la mano?
Me parece que estamos
prejuzgando, satanizando a una persona por su apariencia. O preguntémonos: ¿cuál
sería la situación si, con su apariencia de Rasputín, quien hace el reclamo –y termina
muerto- es Manotas? Además, con sus antecedentes de persona extravagante, ¿habría
concluido el subcomandante de la policía que Cifuentes simplemente lo apuñaló y
lo lanzó desde el tercer piso? ¿O tal vez las “extrañas circunstancias” de su
muerte serían apenas “objeto de investigación”? Y, por otro lado, ¿no habría miles
de estados de Facebook regodeándose en el escarmiento que habría obtenido un borracho,
drogadicto, y hasta costeño bullicioso, que quiso interrumpir violentamente una
fiesta privada porque en su guayabo de droga y alcohol no soportaba el ruido?
Hace poco leí en El
Espectador un artículo de Juan Carlos Botero (Ladrones de bicicletas), en el
que da cuenta de una investigación llevada a cabo por la cadena de televisión
ABC. Para tal efecto, la cadena contrató tres actores que en plena calle intentaban
robar –cada uno por su lado- una bicicleta. El primero, hombre y blanco, es
denunciado a la policía después de que pasan -y lo ven en esas- más de cien
personas. La segunda, mujer y rubia, sigue haciendo su trabajo sin que nadie se
mosquee. El tercero, hombre y negro, ve cómo antes de un minuto es rodeado por
una multitud que lo acorrala hasta que llega la policía. Botero concluye: “Si
alguien está haciendo algo indebido, la actitud de la mayoría de las personas
no es, de inmediato, acusatoria o sospechosa, si es blanco. Si es una bella
mujer, los hombres, incluso sabiendo que está haciendo algo ilegal, parecen
complacientes, comprensivos, y hasta la tratan de ayudar. Pero si es un negro,
en seguida suponen que es un criminal que se está robando una bicicleta.”.
Finalmente recordemos el
asunto de interés nacional en que se convirtió el caso del adolescente Trayvor
Martin, en Orlando, Florida, asesinado por George Zimmerman, miembro de una patrulla
de vigilancia. Su delito: llevar puesta la capucha de su chaqueta. Y, al
parecer, ser negro. Zimmerman, finalmente fue absuelto. Acá Manotas, ya fue
condenado con antelación. Nuestro asunto se convirtió rápidamente en un
espectáculo circense, en el que el sospechoso ha sido arrojado a los leones
para desahogar la sed de venganza de este país enfermo.
Después de todo esto,
concluyo que la justicia mediática y la justicia a priori (que finalmente
llevan una relación simbiótica) son cuestiones delicadas y peligrosas que, si
no rechazamos ahora, si no evitamos que se conviertan en moneda corriente, en
cualquier momento me pueden tocar a mí. O a usted.
Pero ya para entonces será
demasiado tarde.