miércoles, 11 de junio de 2014

TIRO AL BLANCO

No voy a votar por Zuluaga. Y no voy a hacerlo porque, como se sabe, es un candidato que ni siquiera tiene vida propia: es la marioneta de Uribe. Tal circunstancia nos depara dos escenarios posibles: si después de elegido Zuluaga decidiera gobernar por sí mismo, como lo hizo Santos, la anterior marioneta, nos enfrentaríamos a cuatro años de peloteras entre el presidente en ejercicio y uno de los dirigentes políticos más influyentes de este país. Y creo que no soy el único colombiano hastiado con esa situación. Pero además -mucho más importante- su gobierno sería una incertidumbre para todo el mundo: hasta el momento sólo lo hemos oído recitando el ideario de su jefe y nada de su propia cosecha, si es que la tiene. Y si, por el contrario, esta vez Uribe sí lograse gobernar en cuerpo ajeno, a través de OIZ, volveríamos al macabro período que vivimos entre 2002 y 2010. Y yo no estoy dispuesto a ser cómplice de un gobierno criminal.
Me dirán que exagero, pero no es así. Haré un rápido repaso -sin pretensiones de exhaustividad- de lo que pasó durante el gobierno de Uribe: temibles asesinos visitaron clandestinamente, y con la aquiescencia de importantes funcionarios, nada menos que la casa de gobierno, con fines que aún desconocemos a cabalidad; casi todos los personajes de la vida pública de este país, sobre todo si a la sazón eran adversarios ideológicos del presidente, fueron interceptados en sus comunicaciones privadas; el poder ejecutivo concentró cada vez más y más poderes, hasta el punto de  darse el lujo de casi desconocer la autoridad del poder judicial; la constitución del 91 fue reformada a punta de sobornos; el país retrocedió en materia de libertades individuales (la dosis personal de droga volvió a castigarse, por ejemplo); la alianza entre la clase política y la mafia llegó a su punto máximo. Y, por si fuera poco este rosario de perlas, durante ese tiempo asistimos a uno de los episodios más atroces de toda nuestra historia (y vaya que eso es mucho decir): los indolentemente llamados falsos positivos. No hace falta seguir. Esa realidad es el horror.
Llegado a este punto, es justo aclarar que tampoco voy a votar por Santos. Y no voy a hacerlo porque detrás de ese presidente, que tantos admiran hoy, se encuentra uno de los seres más mezquinos y oportunistas que he visto, dueño de la habilidad del capo de la mafia que logra salir completamente seco cuando el agua que él mismo ha ayudado a ensuciar salpica a los demás. Un hombre que es una especie de veleta que gira de acuerdo a los vientos políticos que le son más favorables, que usa a las personas mientras le son útiles, para después abandonarlas a su suerte: nada más hay que recordar las bellezas que hablaba de Álvaro Uribe, cuando necesitaba de sus votos en las pasadas elecciones presidenciales (“el mejor presidente de Colombia en toda su historia”), y las barbaridades que de Uribe  y de su gobierno –del que él mismo hizo parte importantísima- dice ahora.

Como ministro, Santos ha sido cómplice desde hace veinte años del caos social que vivimos, a través de las sucesivas carteras en las que se ha desempeñado en diferentes administraciones, entre ellas nada menos que la de Hacienda. Tampoco hay que olvidar que él era el ministro de defensa cuando se desató el escándalo al que me referí arriba: las ejecuciones a sangre fría de civiles inocentes. Y a pesar de que le doy el beneficio de la duda respecto a una eventual complicidad de esos crímenes de lesa humanidad, me es imposible desvincularlo completamente de responsabilidades.

Como presidente, ha sido un tramposo que juega al ensayo y error con sus gobernados, apoyando iniciativas impresentables que viajan soterradas, y apostando a meterle a la opinión pública gato por liebre en todas sus declaraciones. Y ya ustedes saben a qué me refiero con esto: las promesas incumplidas de viviendas gratis para los colombianos más pobres, la manera infame como ha tratado los paros agrarios –llegando al punto de negar la existencia de alguno de ellos-, su complicidad casi delincuencial con la fallida reforma a la justicia, la forma descarada como se sirve del erario para lograr apoyos de todas las índoles, desde los gamonales más sucios  hasta los grandes medios de comunicación, la farsa demagógica en la que se ha embarcado en la semana previa a las elecciones, a través de una verdadera feria de promesas para sus cuatro años siguientes de gobierno sobre temas que le importaron un bledo los cuatro años anteriores.

Su único, pero apenas supuesto, punto a favor, la firma de un tratado de paz con las Farc, hace agua por todas partes: para no ir muy lejos, un par de días atrás Timochenko, el jefe máximo de esa guerrilla, declaró que sólo entregarían las armas si les daban el poder. Eso para no hablar de la lentitud del proceso mismo, de sus inciertos resultados prácticos cuando finalice la etapa teórica –si es que eso sucede algún  día-: ¿qué harán esos ocho, diez, doce mil hombres sin su fuente de sustento? ¿Engrosarán bacrims? Todo esto, para no hablar de la increíble improvisación que ha sido todo este montaje de La Habana: la forma en que se ha llevado a cabo da la impresión de que no se hizo buscando una verdadera mejora en la calidad de vida del pueblo colombiano, sino en un simple y desaforado afán de gloria personal.

Dejaré hasta ahí esta realidad sucia, mezquina, oportunista, mentirosa, manipuladora e irresponsable que representa este sujeto. Y agregaré que, tal como en el caso de Zuluaga, tampoco estoy dispuesto a ser cómplice de otro gobierno al que también considero criminal.

Ante este escenario, francamente desolador, podría abstenerme de ir a votar el domingo, como una forma de protesta. Pero esa sería una señal ambigua, que podría confundirse con la simple pereza del desplazamiento, con la incapacidad transitoria o permanente para hacerlo, o con la intimidación por parte de terceros para impedir mi voto libre. La democracia es un sistema que necesariamente debe ir adaptándose a los tiempos, para que tienda a la perfección, pero que siempre será imperfecto. Y siendo la colombiana una de las democracias más imperfectas que conozco, sólo me queda la salida del voto en blanco. Que votar en blanco es votar por Zuluaga, andan diciendo por ahí. No entiendo por qué: por allá en segundo de primaria me enseñaron a mí unas nociones de aritmética que todavía recuerdo: las manzanas no pueden sumarse a las peras. Que el voto en blanco no significa nada en la segunda vuelta, insiste otra versión callejera. Pues para mí sí. Significa que yo tuve la voluntad de levantarme de mi cama, que me tomé el trabajo de desplazarme hasta mi sitio de votación, que nadie me pagó por ejercer mi derecho (¿quién compra votos en blanco?), y que al final ninguno de ese par de bribones, y de lo que representan (representan lo mismo: no sé por qué pelean ustedes), merece mi voto.

Entiendo que de ganar el voto en blanco no se repetirán las elecciones, y que alguno de los dos saldrá elegido el domingo así sea por dos votos contra uno, pero esa es mi manera de protestar contra una clase política parásita que le chupa la sangre sin compasión a este país. Esa es mi voz, mi forma de expresar democráticamente que no estoy obligado a escoger entre dos males, que no soy cómplice de unos criminales. Mi conciencia, o como se llame eso, no me lo permite: elíjanlos ustedes.


Yo voto en blanco.

martes, 22 de abril de 2014

LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA DE LA CÁNDIDA COLOMBIA Y SU ESCRITOR DESALMADO

A Gabriel García Márquez le encantaban los vallenatos. Aparte de que él solía insistir en que al hombre a quien más admiraba en el mundo era a Rafael Escalona, por la capacidad que tenía de contar las realidades sociales a través de las historias de sus canciones, muchos consideran a Cien años de soledad, su obra cumbre, como un vallenato de cuatrocientas páginas. Por eso no me extrañó cuando el Sábado de Gloria oía cómo unos de los últimos vallenatos que grabó Diomedes Díaz, titulado La envidia (“Y si usted no da lo que tiene/ ya lo tratan de mala gente”), se conjugaba a la perfección con lo que yo, simultáneante, leía en las redes sociales, que no era otra cosa que las opiniones de famosos y anónimos sobre esa actitud egoísta de García Márquez consistente en darse la gran vida en México, mientras que en Aracataca, su pueblo natal, ni siquiera hay acueducto. Ahí estaba, una vez más, descrita la realidad de este país en un par de versos vallenatos.

Alguien me dirá que la razón es que los colombianos somos un pueblo más sentimental que, digamos, los estadounidenses, que han sido harto desidiosos con sus compatriotas de Oak Park (Illinois), a quienes el insensible de Ernest Hemingway, su hijo Nobel, no fue capaz de regalarles ni siquiera la electrificadora que provee de energía al pueblo, y en cambio malbarató la plata, ganada a trasnocho limpio, viajando a París, participando en cacerías en África, y comprando un par de casas, una en Cayo Hueso y otra en la Habana. Sí, porque en vez de solidarizarse con los pobres vecinos de Oak Park, los gringos no han hecho sino enaltecer al autor de El viejo y el mar como uno de los grandes hombres de su país. De hecho, se ha sabido que esos insensatos norteamericanos tomaron la misma actitud con William Faulkner, quien sistemáticamente se hizo el loco con la construcción del gasoducto de New Albany (Mississippi), el pueblo que lo vio nacer, y al que no tuvo ni la delicadeza de irse morir después de ser galardonado en Estocolmo. Qué gente. Como si un escritor tuviese los mismos derechos de los profesionales de otros oficios, y estuviera en la libertad de gastarse su propia plata en darse gustos a sí mismo y a su familia. Qué degeneración, Dios mío.

Por eso, ahora que en este país de las generaciones espontáneas de indignados han surgido, súbitamente, masas de hermosos seres de luz preocupados por el destino de sus hermanos de sangre de Aracataca, ahora que se murió el único responsable de que ese nuevo pueblo elegido no tenga agua ni electricidad ni calles pavimentadas -y que, por otra parte, fue el único colombiano de mala madre que nunca se metió la mano al dril, como sí lo hacemos todos los demás, para pagar una contribución voluntaria que ayude a construir acueductos y electrificadoras en nuestros respectivos pueblos natales (a los mártires de nuestra política ya les queda imposible seguir sacándose ellos el pan de su propia boca para dárselo a sus gobernados)-, les propongo que, para solucionar los problemas de Aracataca, ese pueblito del Magdalena que algunos colombianos con alma de oro siempre han llevado en el corazón de sus preocupaciones, pero que sólo ahora, repito, que murió el único responsable de que se encuentre en la miseria, le hacen público su amor incondicional, empecemos a decir, cuando nos interroguen en las encuestas de Invamer Gallup, IPSOS-Napoleón Franco o el Centro Nacional de Consultoría, que el problema más importante de cara a las próximas elecciones presidenciales es el acueducto de Aracataca. Verán como Juan Manuel Santos, con plata de su propio peculio si es preciso, lo hace en menos de diez días, antes de que los demás candidatos presidenciales empiecen a incluirlo en sus programas de campaña como tema prioritario del próximo gobierno.

Doy desinteresadamente la anterior solución (yo también tengo mi corazoncito, aunque no lo parezca), con el único fin de que esta noche los tantos ángeles de amor que hay en Colombia por fin duerman tranquilos, sabiendo que sus protegidos, sus hijitos de las entrañas de Aracataca, que les han causado tantos desvelos, pronto tendrán servicio de agua en sus casas. Son esos mismos compatriotas sensibles y piadosos a los que debemos agradecer que hayan desenmascarado al canalla de García Márquez, que siempre atesoró la plata de las regalías de la venta de sus libros como si fuera suya, y les dejó el trabajo sucio de la infraestructura a los políticos, quienes sabrá Jesucristo con qué razones altruistas encontraron toda clase de tropiezos para invertir los dineros públicos en la calidad de vida de sus conciudadanos, y en su lugar los usaron para comprarse fincas y camionetas nuevas para ellos.

Por si fuera poco, este nuevo arrebato de indignación ha servido para que se despeje una misterio de cincuenta años: la explicación de por qué el caos de movilidad capitalino. A la luz de los nuevos acontecimientos, es fácil darse cuenta de que todo el problema estriba en el hecho de que Bogotá no ha dado aún un escritor de la talla de Gabriel García Márquez que, con suerte, se gane el nobel y le regale un metro a la ciudad. Y pensar que hay tantos desalmados por ahí echándoles la culpa a los pobrecitos alcaldes, que con nadie se han metido.

No hay derecho.


@samrosacruz

sábado, 19 de abril de 2014

MI GARCÍA MÁRQUEZ PERSONAL

Yo no sé qué sería de mi vida si llegara a un país que no es el mío con apenas veinte dólares de lástima en el bolsillo, y sin ninguna isla de náufragos en el horizonte laboral. Pero sucede que yo no soy Gabriel García Márquez, y en cambio él sí lo era cuando arribó a México el dos de julio de 1961, destinado a ingresar para siempre en el olimpo de los genios de la literatura universal. Llegó con Mercedes, su esposa, con su hijo Rodrigo, y con la excusa de quedarse toda la vida allí por cuenta de un arroz amarillo que les sirvieron en la primera fonda a la que entraron, para así lograr la distancia que necesitaba con su propia nostalgia y, de ese modo, poder empezar a escribir, después del giro en U más afortunado de la historia de las letras -que privaría a su familia de unas vacaciones de playa largamente esperadas-, la obra maestra literaria más asombrosa del siglo veinte.

Pero es que eso era él -cosa que compruebo en cada una de las líneas que escribió, y que yo leo y releo con una devoción que ya quisiera Alá para sus guerreros muyahidines-: un orfebre preciosista del arte de contar historias, que fue educado, de la manera más cruel posible, para soñar: en los delirios feraces de su abuela Tranquilina Iguarán Cotes, en los recuerdos de gloria de su abuelo Nicolás Márquez Mejía. Y que además fue incapaz de contener el indomable deseo de restregarle al mundo entero, tecla por tecla, el prodigio inverosímil de haber vivido la vida caribe que le tocó en suerte. 

Con seguridad fue por eso, y no por los motivos mezquinos que unos cuantos envidiosos le endilgan, que esas penurias económicas, esas incertidumbres profesionales -que en realidad siempre fueron certezas definitivas- nunca doblegaron su inquebrantable deseo de vivir exclusivamente de lo que él llamó, con toda razón, “el oficio más bello del mundo”: escribir. Escribir el torrente inagotable de sucesos que, a pesar de su mente portentosa, o precisamente gracias a ella misma, impresionaban su cerebro de niño tímido con la fuerza de un huracán.

Un oficio a través del que me reveló, con más fidelidad que cualquier fotografía o anécdota de familia, cómo fue la vida de mis propios padres a mediados del siglo pasado en Soledad, ese pueblo que era una réplica idéntica de Macondo, repetido cientos de veces en el espejo mágico de todos los otros pueblos de la costa caribe colombiana, y a cuyos habitantes de antaño ellos, mis padres, durante los almuerzos de mi infancia, les encontraban las correspondencias perfectas con los personajes de Cien años de soledad. 

Un oficio que le permitió develarme a mí, y a todo el que haya tenido la fortuna y el buen sentido de leerlo, las costuras escondidas de los mejores libros de la historia; las claves insospechadas de los muchos géneros musicales que a él, como a mí, le alegraban el espíritu; los inagotables ángulos con los que se puede descifrar la realidad de este país devastado, desde antes de su propio nacimiento, por un fratricidio absurdo; los secretos mejor guardados del corazón humano, fuesen éstos virtudes dignas de los arcángeles más bondadosos o miserias propias de los mefistófeles más despreciables. Y sobre todo la revelación deslumbrante e incontrovertible de que la fuerza más poderosa del universo es el amor.

A mí sinceramente no me importa, como a tantos, cuál era la filiación política de Gabo -como solían llamarlo sus amigos más cercanos-, pues además de que -cualquiera que hubiese sido ésta- no lo definía como ser humano, nada en esta vida podría darme la autoridad moral para afirmar que en eso él estaba equivocado, y que una filiación contraria, aunque me hubiese sido revelada en el monte Sinaí, debería ser la correcta. 

Porque, por otro lado, tampoco tendría la descarada arrogancia intelectual de pretender refutarle unas ideas que se formaron en su mente después de su infancia repleta fantasmas instruidos en todos los temas de la vida; de su adolescencia signada por las necesidades económicas y las disfunciones familiares; de su joven adultez, atravesada por las turbulencias políticas del siglo más loco de todos cuantos en este planeta extraordinario han sido; de su madurez de gitano ilustrado, que lo mantuvo errando de un lado a otro buscando el amor que ya de todos modos había encontrado en aquella niña de nueve años que se le aparecía diciéndole “ojos de perro azul” en los sueños de sus noches de pobreza inmarcesible; de la clarividencia de escritor consagrado que lo llevó a recibir, liqui liqui de por medio, el premio más prestigioso de las letras del mundo, de manos del mismísimo rey de Suecia; de su vejez manchada por la ignominia de una amnesia oprobiosa, que es la prueba fehaciente de que esta es una vida injusta que premia y castiga a la topa tolondra, y del modo más brutal concebible, a sus indefensos usuarios.

Es por eso, Maestro amado, que hoy, cuando vas ascendiendo al cielo de los inmortales, envuelto en tu gloriosa sábana guajira, te veo en la acera opuesta, como tú también un día de mayo 1957 viste en el bulevar de Saint Michel, en París, a Ernest Hemingway, pongo las manos en bocina, como Tarzán de la selva, y te grito “Maeeeestro”, con la pueril esperanza de que tú, comprendiendo que no puede haber otro maestro entre la muchedumbre de almas que van subiendo contigo, me concedas un inmerecido, pero meritorio, grito de “Adióooos amigo”.

Descansa en paz, Gabriel García Márquez de mi alma.

 

@samrosacruz

lunes, 31 de marzo de 2014

Mi tarde en el banco

Estoy en un banco (ay, madre mía). Les juro por lo más sagrado que lo que les cuento enseguida sucedió tal cual, sin un ápice de exageración. Una hora atrás entro aquí y, por instrucciones de un amigo que me ha pedido ayuda, solicito la reconstrucción de 12 meses de rendimientos de un CDT. Me hacen seguir a nada menos que la oficina del encargado de los CDTs de la agencia principal de este banco en la región. Se trata de un CDT con una frecuencia de vencimiento de tres meses, es decir que el tipo, el encargado, tiene que buscar únicamente cuatro momentos en el tiempo para darme la información que requiero. La lógica dicta que cada renovación debe resultar en una cifra ligeramente superior a la anterior. Y con respecto a las fechas, en el manual de las obviedades de Perogrullo dice que se consiguen sumando tres meses cada vez, a partir de la ya conocida fecha de expedición del título. ¿Sencillo verdad? Pues no. Al menos no para él. 

Lo raro es que el sujeto no es un simple cajero. Tampoco es lo que llaman un asesor, de esos que tienen quinientas personas esperándolos. No: es un funcionario con oficina grande, individual, que se cierra con puerta y todo. Un gran tiburón de los negocios. Sin embargo, al explicarle lo que quiero, a nuestro experto en finazas parece que le hubieran puesto a resolver la conjetura de Poincaré: se rasca la cabeza y me dice que va ver qué puede hacer. Con todo, después de una colección de titubeos y objeciones (repite y repite que "esto no se va a poder"), arranca con la compleja tarea: "aquí hay uno de 2008 (el CDT se expidió -y ya se lo informé- en 2012), ese no lo metemos, ¿verdad?". Pasa el tiempo y, después de una nueva tanda de rascaduras de cabeza, me revela que "esto está enredado, porque aparece uno de 2010 por un valor menor". Ante semejante problemón, yo le respondo que lo encuentro lógico, pues la idea de un CDT en pesos es que la plata suba, y no que baje -de hecho lo contrario es imposible, pero él no parece saberlo-, y le hago ver, de la manera más atenta que me permite la escasa paciencia que me queda, que 2010 es un año anterior a 2012. Adicionalmente, lo capacito en el hecho de que, a menos de que el banco, en un ataque de generosidad, haya regalado algo de plata ("cosa que dudo", le aclaro), es fácil saber cual es el CDT que reemplaza al anterior: su monto es exactamente igual a la suma del capital anterior más los intereses generados. Las matemáticas no fallan. El halcón de las finanzas me mira y sonríe: empieza a entender. 

Mientras él trata de descifrar el enigma superlativo del orden ascendente de cifras y fechas, yo escribo. Lo hago para calmarme, porque antes de que me acuerde de que puedo escribir esto, o cualquier otra cosa que me esté ocurriendo, como parte de esa eficaz terapia para el manejo de la ira que descubrí hace unos meses, he estado a punto de saltar sobre su escritorio, arrebatarle el teclado, tumbarlo de la silla de un empujón, y sacar yo mismo la triste tablita que le estoy pidiendo, que consta de cuatro cifras con sus respectivas fechas. Sigo escribiendo en mi celular, y un considerable período de tiempo después, Eureka, la eminencia bancaria empieza a estrenar zonas de su cerebro que hasta ese momento ignora que tiene, se le ilumina el rostro, y se faja con un bolígrafo y un trozo de papel.

Quince minutos más tarde, después de hablar repetidamente consigo mismo (se pregunta, se responde, se contrapregunta), me entrega el mismo trozo de papel, sembrado de tachones por todos lados, de flechas que indican que lo que va aquí arriba es la continuación de lo que escribe acá abajo, y de líneas repetidas y en desorden cronológico (me presenta seis misteriosas líneas, correspondientes a cuatro juegos de datos que pedí, y, como el lector agudo puede intuir, esos cuatro juegos necesitan solo cuatro líneas). A continuación trata de explicarme -sin éxito- su flamante trabajo de minería de datos. Ante su nuevo desconcierto (no entiende nada de lo que él mismo acaba de hacer), acudo en su ayuda: le recuerdo el orden de los meses del año y anoto los números del uno al cuatro al frente de cada línea (el uno frente a la fecha más antigua, el cuatro frente a la menos antigua, y así), y añado un tachón de mi propia cosecha (anulo una de las líneas repetidas). Él respira aliviado: "hágase el orden cronológico", parece gritar alguna deidad oculta desde un rincón de la oficina. 

Después, a punto de irme con mi informe entre los dedos (no me da ni siquiera un pequeño sobre de manila para guardarlo), me encuentro con su mirada de completa indefensión. Y es en ese momento cuando mi infinita cólera se transforma en una profunda conmiseración por aquel pobre hombre que no tiene la menor idea acerca de en qué diablos consiste su trabajo (A propósito: ¿cuántos millones ganará? ¿Por qué él sí y yo no, que ando desempleado y contando plata ajena?).

Finalmente salgo de allí, llego al carro, y reflexiono en lo paupérrimo que puede llegar a ser el nivel profesional en este país. Me pregunto cómo funcionan algunas empresas. De hecho me maravillo de que funcionen. Y, mientras salgo del parqueadero, pienso si, teniendo en cuenta lo que acabo de vivir, no tendré chance de que me nombren ministro de hacienda. Al menos por los cinco meses que faltan para que se acabe la actual administración. ¿Ustedes qué dicen, le mando la hoja de vida a Santos? 

Espero sus comentarios.

miércoles, 19 de febrero de 2014

LA PELEA PERDIDA

La constante lucha entre el poder y el arte, siempre subversivo este último, suele tener un claro perdedor a la larga: el poder. Para poner únicamente un ejemplo, ya no solo el generalísimo Franco no gobierna en España, sino que, de hecho, la pacatería y el carácter retrógrado de sus leyes fueron aceleradamente reemplazados por un arsenal de nuevas costumbres, que hoy por hoy tienen a la sociedad española como un ejemplo de progresismo ante otras sociedades. En contraste, el Guernica, la obra maestra de Picasso que muestra el horror de los bombardeos a un pequeño pueblo vasco, con los que alemanes e italianos pretendían apoyar al régimen franquista, sigue, como denuncia de esa barbarie, tan vigente como el primer día. Ya lo dijo el mismo Picasso: "No, la pintura no está hecha para decorar las habitaciones. Es un instrumento de guerra ofensivo y defensivo contra el enemigo.".

No obstante, a excepción del nombre, en ninguna parte del famoso cuadro hay la menor alusión al pueblo o a los autores de la masacre. No la necesita. Todo el mundo tiene el potencial de descifrar de qué se trata lo plasmado en el lienzo. Y en ese código develado, pero a la vez invisible, reside mucho de la fuerza de su mensaje. El verdadero artista es un transgresor de lo que se da por sentado. Es la voz de los oprimidos, y por lo tanto no solo es ajeno, sino muchas veces contrario a decretos y normas. Y esa voz, así como puede darse a través de las formas de un óleo, o las notas de una sinfonía, también puede darse a través de los rasgos caricaturescos de un disfraz. Ahí hay arte también.

Es por eso que extraña -o más bien todo lo contrario- el artículo que, según el periódico El Heraldo, fue incluido en el Decreto número 0045, expedido por la Alcaldía Distrital de Barranquilla, según el cual se prohíbe la participación, en nada menos que los carnavales de esa ciudad, de "todo tipo de disfraces con alusiones vulgares o morbosas y aquellas que atenten contra asuntos sagrados, la dignidad humana y el respeto por las autoridades". Es decir que, como quien dice, se prohíben los disfraces a secas. Porque desde hace más de un siglo los disfraces de esas festividades no han hecho otra cosa que eso: ser irreverentes en el -tradicionalmente tabú- tema sexual. Y también, de mucho tiempo para acá, burlarse de los fastos sagrados y las arbitrariedades, incompetencias y corruptelas de las autoridades. Justamente se trata de eso: son cuatro días en los que se oficializa artísticamente el temperamento barranquillero, acérrimo enemigo de lo solemne y amante de la mamadera de gallo. ("Aquí no nos paran bolas a nosotros", dijo en su momento Álvaro Cepeda Samudio, refiriéndose a sí mismo, a García Márquez y al resto de integrantes del Grupo de Barranquilla).

Y a pesar de que la noticia no aclara cuál es el castigo para el infractor, ni qué se entiende con eso de "la participación" en el carnaval (si yo, como ciudadano común, salgo a la calle disfrazado de, digamos, alcaldesa nazi, ¿cometo algún delito?), lo que sí deja claro es que la Alcaldía le declaró la guerra, a través del decreto de marras, a los artistas populares más espontáneos del mundo: a las mariamoñitos, a las marimondas, a los machomanes, a los jesucristos reboleros, a los nicolasmaduros curramberos, a las monicalewinskys barrioabajeras, a los alejandroordónez barranquilleros. Sí: queda claro que le declaró la guerra al alma misma de la fiesta, lo cual derivaría en su fracaso anunciado si no fuera porque, como dije al principio, esa pelea la tiene perdida el poder, que en este caso es representado por la Alcaldía de Barranquilla.

Tal vez a la alcaldesa Elsa Noguera, de quien uno se pregunta por qué resultó teniéndole tanto miedo a esa capacidad de síntesis que tienen los disfraces, termine pasándole lo que al presidente Correa de Ecuador en el reciente caso de censura contra el caricaturista Bonil. Según la opinión de tres prestigiosos columnistas colombianos (Antonio Caballero, Juan Gabriel Vásquez y Javier Darío Restrepo), Bonil terminó burlándose no solo de la acción represiva del gobierno de su país contra un opositor, que fue el tema de la caricatura de la discordia, sino también del fracasado intento de censura oficial contra esa misma caricatura. ¿Cómo lo hizo? Fácil: supuestamente retractándose. Pero a través de otra caricatura, todavía más mordaz, en la que usa prácticamente los mismos elementos de la primera, y deja como lo que es -una payasada- a las medidas tomadas en su contra. Porque así como ningún juez serio hubiera podido condenar a Picasso por una pintura en la que no hay nada explícito (no es, digamos, un panfleto que describe nombres concretos y acciones: es una simple pintura que muestra a unas extrañas figuras), tampoco podría hacerlo contra el caricaturista Bonil.

Pero tampoco contra un disfrazado del carnaval, personaje que generalmente ridiculiza a un poderoso que no es identificado  directamente, pero al que todo el mundo reconoce gracias a la magia reveladora de los símbolos artísticos. Así que, repito, algo similar podría terminar pasándole a la alcaldesa Elsa Noguera, sin que ella, a no ser que quiera convertirse en una pequeña sátrapa, tenga posibilidad de evitarlo. Quién quita que le saquen en la Batalla de Flores un disfraz a su intento de censura a los disfraces.

Ahí tienen, pues, una idea los que las tenían escasas este año.

(A punto de entregar esta columna me entero de que la alcaldesa desmontó el tal artículo. Demasiado tarde alcaldesa: espera tu disfraz. Te lo mereces).


@samrosacruz

miércoles, 1 de enero de 2014

DIOMEDES DÍAZ

A mi maestro, Diego Marín Contreras. Él sabe por qué.


Diomedes Díaz ha sido, qué duda cabe, el más grande cantante popular de Colombia en toda su historia. Por si alguien aún no cree que esto es así, sólo hay que mostrarle el mayúsculo acontecimiento que constituyó la noticia de su muerte, y la apoteósica despedida que le brindó un país que, desde hace cuarenta años, para bien y para mal, transita por las letras de sus canciones. El mismo país esquizofrénico que, desde siempre, debido a su extracción humilde, a su carisma, a sus líos legales, a su talento, a su estilo de vida, al prodigio de su voz, se debatió entre el amor y el odio por su persona, para finalmente caer rendido a sus pies, como lo dictaban los elementales e ineluctables designios del destino.

Sí, porque desde el mismísimo día en que nació Diomedes Díaz en La Junta, un corregimiento del municipio de San Juan del César, La Guajira (¿se imaginan cuál tendría que haber sido el futuro natural de un campesino nacido allí hace más de medio siglo?), su suerte estaba echada: a pesar de que, para ayudar a mantener a sus nueve hermanitos menores, desde muy niño debía madrugar a acarrear agua, moler maíz, tirar machete, tejer mochilas, venderlas, todavía le quedaba tiempo para soñar. Y esos sueños los traducía luego al código ancestral que le reveló su tío Martín Maestre, y que de todos modos él llevaba grabado en el fondo de su corazón: el código de la música vallenata, el código de las canciones que se componen y se cantan con el alma: al amor, a la naturaleza, a los amigos, a los hijos: “Ay! en tiempos de invierno a las montañas/ las cubren las nubes en la cima, / y se reverdecen las sabanas, / se colma la fauna de alegría/ Y se alegra el campesino, / la esperanza lo emociona/ Y yo entre más días te deliro/ en invierno y verano a to'a hora”. 

Y así, entre verso y verso, pintando a diario sus zapatos, para aparentar que tenía varios pares, y no uno solo, como la pobreza de su situación lo determinaba, sudando la gota gorda mientras recorría las calles ardientes del pueblo, para cumplir con sus tareas de mensajero de la emisora Radio Guatapurí, empleo que consiguió con la exclusiva finalidad de facilitar la promoción de las canciones que componía, fue abriéndose paso entre los mandamases de la música de su región, quienes, a su vez, intentaban cerrárselo por todos los medios, con el argumento de su supuesta voz chillona (“No dejen que entre a la parranda el ‘chivato’ ese”), situación que él, después, contaba muerto de la risa, sin el menor rescoldo de resentimiento contra esos detractores prematuros que, más tarde, cuando fue evidente la dimensión de su capacidad, se convirtieron en sus amigos de toda la vida. Amigos a los que nunca cambió por nombres de famosas personalidades, lo que seguramente le significó que no tuviera el mismo derecho de echarle la culpa de sus infidelidades amorosas a, digamos, la belleza de una brasilera, como sí lo tuvo, con el beneplácito de todos, Rafael Escalona; pero claro, si este último era amigo de García Márquez.

Y es que a Diomedes algunos no le perdonan los versos machistas de una canción que, si bien incluyó en su repertorio, no fue compuesta por él (“Yo sé bien que te he sido infiel/ pero en el hombre casi no se nota…”), pero, en cambio, se hacen los de la oreja sorda, los de la vista gorda, con los cientos de versos de otras muchísimas canciones, esas sí compuestas por él, que no hacen sino cantarle al amor sincero (“Y tú llegaste, mi amor/ al alma mía y tornaste mis penas/ en alegrías Dios bendiga la hora/ de ese día en que pude conocerte”), enaltecer a la mujer amada, declarándola como dueña suya, y no al contrario: vaya machismo tan extraño ese (“Compuse este canto mi amor/ para que supieras/ que mi vida entera/ pertenece a ti, / cuando yo nací/ ya tú eras mi dueña”), e inculcarle valores espirituales a las nuevas generaciones (“…y con toda la plata que he gana'o, /cuantos problemas no he soluciona'o, / pero nunca me alcanza/ pa' pagarle a mi viejo la crianza/ que me dio con esmero, / porque en la vida hay cosas del alma/ que valen mucho más que el dinero”).





Pero a pesar de esos que miran la paja en el ojo ajeno e ignoran la viga en el propio, de esos que no solo han tenido el cinismo de tirar la primera piedra, sino la segunda y la tercera, Diomedes fue imponiendo poco a poco un estilo mil veces imitado, pero, gracias a su carisma, a su apasionada relación con su fanaticada, con sus queridos seguidores, como él nos llamaba, nunca igualado. Y fue gracias a ese estilo, a esa entrega en cuerpo y alma al oficio que le borboritaba en las entrañas, que, en las casetas de carnavales, allá en Barranquilla, o en su amada Valledupar, o donde fuera que se presentara, la gente dejara de bailar, como lo había hecho durante toda la noche, gozándose al Gran Combo, a los Hermanos Zuleta, a Sergio Vargas, a Joe Arroyo, o a cualquiera de las mejores agrupaciones colombianas o extranjeras que en esa ocasión hubiesen compartido cartel con él, y se aglomerara alrededor de la tarima, sólo para verlo dejar las tripas allí, para ver el espectáculo espontáneo que solía regalar, y que fluía natural desde los torrentes de sus arterias: sin bailarines, sin coreografías, sin disfraces, sin acróbatas, sin maromeros: sólo él, saludando gente, bailando lo que le saliera en el momento (porque “Hay que está' a la moda, hay que está' a la moda”), improvisando versos, cambiando sobre la marcha las letras de las canciones, sorprendiendo con su interpretación de otros géneros musicales, en apariencia ajenos a él, filosofando sobre la vida (“Y no es lo que uno se muera, sino lo que dura muerto”), y, sobre todo, agradeciéndole a sus seguidores, y a todos los que de alguna u otra manera lo ayudaron.

Porque ese era Diomedes Díaz: un hombre agradecido con todos y con todo, siempre, en cada uno de sus cantos, en las entrevistas que concedió a lo largo de su vida, empezando con el entrevistador de turno, pasando por sus padres y la crianza que le dieron, por los maestros que lo antecedieron en su arte y nutrieron ese folclor que él tanto quería y del que era su máximo exponente, por los médicos que lo ayudaron a sortear los delicados trances de salud que le tocó padecer, y terminando, invariablemente, con “mis queridos seguidores”. Un campesino orgulloso de serlo, agradecido con la vida en general, a la que era tan apegado, y temeroso del inexorable paso del tiempo (“Ay, mi vida, pa' que no se acabara, carajo”), lo cual admitía sin eufemismos ni dobleces. Un artista de verdad, cuya excesiva franqueza le granjeó esos malquerientes, que intentaron sistemáticamente, pero en vano, destruirlo como persona, como artista, y que finalmente, aunque ahora él esté muerto y algunos de ellos sigan vivos, terminaron aplastados por el peso oceánico de su ángel de multitudes, de su inteligencia vital, de su espíritu libre.

Te fuiste, Diomedes, pero nos dejaste el vendaval amoroso y alegre de tus canciones, el recuerdo inolvidable de tu energía parrandera, las noches de poesía, ron y acordeones en las que muchos nos enamoramos o dulcificamos un despecho o una pena de amor, los amaneceres cargados de amigos de toda la vida que se abrazan coreando a todo pulmón alguna de tus bellas composiciones. Te fuiste Diomedes, y hoy esta lágrima que derramo y este brindis son por tu música, por tu tesón, por tus sueños que nunca abandonaste, por toda la felicidad que trajiste en tantas cantidades y a tanta gente de este país atormentado. Este brindis y esta lágrima, son por ti, Diomedes, Diomedes Díaz, Diomedes de todos mis días.

@samrosacruz
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