miércoles, 1 de enero de 2014

DIOMEDES DÍAZ

A mi maestro, Diego Marín Contreras. Él sabe por qué.


Diomedes Díaz ha sido, qué duda cabe, el más grande cantante popular de Colombia en toda su historia. Por si alguien aún no cree que esto es así, sólo hay que mostrarle el mayúsculo acontecimiento que constituyó la noticia de su muerte, y la apoteósica despedida que le brindó un país que, desde hace cuarenta años, para bien y para mal, transita por las letras de sus canciones. El mismo país esquizofrénico que, desde siempre, debido a su extracción humilde, a su carisma, a sus líos legales, a su talento, a su estilo de vida, al prodigio de su voz, se debatió entre el amor y el odio por su persona, para finalmente caer rendido a sus pies, como lo dictaban los elementales e ineluctables designios del destino.

Sí, porque desde el mismísimo día en que nació Diomedes Díaz en La Junta, un corregimiento del municipio de San Juan del César, La Guajira (¿se imaginan cuál tendría que haber sido el futuro natural de un campesino nacido allí hace más de medio siglo?), su suerte estaba echada: a pesar de que, para ayudar a mantener a sus nueve hermanitos menores, desde muy niño debía madrugar a acarrear agua, moler maíz, tirar machete, tejer mochilas, venderlas, todavía le quedaba tiempo para soñar. Y esos sueños los traducía luego al código ancestral que le reveló su tío Martín Maestre, y que de todos modos él llevaba grabado en el fondo de su corazón: el código de la música vallenata, el código de las canciones que se componen y se cantan con el alma: al amor, a la naturaleza, a los amigos, a los hijos: “Ay! en tiempos de invierno a las montañas/ las cubren las nubes en la cima, / y se reverdecen las sabanas, / se colma la fauna de alegría/ Y se alegra el campesino, / la esperanza lo emociona/ Y yo entre más días te deliro/ en invierno y verano a to'a hora”. 

Y así, entre verso y verso, pintando a diario sus zapatos, para aparentar que tenía varios pares, y no uno solo, como la pobreza de su situación lo determinaba, sudando la gota gorda mientras recorría las calles ardientes del pueblo, para cumplir con sus tareas de mensajero de la emisora Radio Guatapurí, empleo que consiguió con la exclusiva finalidad de facilitar la promoción de las canciones que componía, fue abriéndose paso entre los mandamases de la música de su región, quienes, a su vez, intentaban cerrárselo por todos los medios, con el argumento de su supuesta voz chillona (“No dejen que entre a la parranda el ‘chivato’ ese”), situación que él, después, contaba muerto de la risa, sin el menor rescoldo de resentimiento contra esos detractores prematuros que, más tarde, cuando fue evidente la dimensión de su capacidad, se convirtieron en sus amigos de toda la vida. Amigos a los que nunca cambió por nombres de famosas personalidades, lo que seguramente le significó que no tuviera el mismo derecho de echarle la culpa de sus infidelidades amorosas a, digamos, la belleza de una brasilera, como sí lo tuvo, con el beneplácito de todos, Rafael Escalona; pero claro, si este último era amigo de García Márquez.

Y es que a Diomedes algunos no le perdonan los versos machistas de una canción que, si bien incluyó en su repertorio, no fue compuesta por él (“Yo sé bien que te he sido infiel/ pero en el hombre casi no se nota…”), pero, en cambio, se hacen los de la oreja sorda, los de la vista gorda, con los cientos de versos de otras muchísimas canciones, esas sí compuestas por él, que no hacen sino cantarle al amor sincero (“Y tú llegaste, mi amor/ al alma mía y tornaste mis penas/ en alegrías Dios bendiga la hora/ de ese día en que pude conocerte”), enaltecer a la mujer amada, declarándola como dueña suya, y no al contrario: vaya machismo tan extraño ese (“Compuse este canto mi amor/ para que supieras/ que mi vida entera/ pertenece a ti, / cuando yo nací/ ya tú eras mi dueña”), e inculcarle valores espirituales a las nuevas generaciones (“…y con toda la plata que he gana'o, /cuantos problemas no he soluciona'o, / pero nunca me alcanza/ pa' pagarle a mi viejo la crianza/ que me dio con esmero, / porque en la vida hay cosas del alma/ que valen mucho más que el dinero”).





Pero a pesar de esos que miran la paja en el ojo ajeno e ignoran la viga en el propio, de esos que no solo han tenido el cinismo de tirar la primera piedra, sino la segunda y la tercera, Diomedes fue imponiendo poco a poco un estilo mil veces imitado, pero, gracias a su carisma, a su apasionada relación con su fanaticada, con sus queridos seguidores, como él nos llamaba, nunca igualado. Y fue gracias a ese estilo, a esa entrega en cuerpo y alma al oficio que le borboritaba en las entrañas, que, en las casetas de carnavales, allá en Barranquilla, o en su amada Valledupar, o donde fuera que se presentara, la gente dejara de bailar, como lo había hecho durante toda la noche, gozándose al Gran Combo, a los Hermanos Zuleta, a Sergio Vargas, a Joe Arroyo, o a cualquiera de las mejores agrupaciones colombianas o extranjeras que en esa ocasión hubiesen compartido cartel con él, y se aglomerara alrededor de la tarima, sólo para verlo dejar las tripas allí, para ver el espectáculo espontáneo que solía regalar, y que fluía natural desde los torrentes de sus arterias: sin bailarines, sin coreografías, sin disfraces, sin acróbatas, sin maromeros: sólo él, saludando gente, bailando lo que le saliera en el momento (porque “Hay que está' a la moda, hay que está' a la moda”), improvisando versos, cambiando sobre la marcha las letras de las canciones, sorprendiendo con su interpretación de otros géneros musicales, en apariencia ajenos a él, filosofando sobre la vida (“Y no es lo que uno se muera, sino lo que dura muerto”), y, sobre todo, agradeciéndole a sus seguidores, y a todos los que de alguna u otra manera lo ayudaron.

Porque ese era Diomedes Díaz: un hombre agradecido con todos y con todo, siempre, en cada uno de sus cantos, en las entrevistas que concedió a lo largo de su vida, empezando con el entrevistador de turno, pasando por sus padres y la crianza que le dieron, por los maestros que lo antecedieron en su arte y nutrieron ese folclor que él tanto quería y del que era su máximo exponente, por los médicos que lo ayudaron a sortear los delicados trances de salud que le tocó padecer, y terminando, invariablemente, con “mis queridos seguidores”. Un campesino orgulloso de serlo, agradecido con la vida en general, a la que era tan apegado, y temeroso del inexorable paso del tiempo (“Ay, mi vida, pa' que no se acabara, carajo”), lo cual admitía sin eufemismos ni dobleces. Un artista de verdad, cuya excesiva franqueza le granjeó esos malquerientes, que intentaron sistemáticamente, pero en vano, destruirlo como persona, como artista, y que finalmente, aunque ahora él esté muerto y algunos de ellos sigan vivos, terminaron aplastados por el peso oceánico de su ángel de multitudes, de su inteligencia vital, de su espíritu libre.

Te fuiste, Diomedes, pero nos dejaste el vendaval amoroso y alegre de tus canciones, el recuerdo inolvidable de tu energía parrandera, las noches de poesía, ron y acordeones en las que muchos nos enamoramos o dulcificamos un despecho o una pena de amor, los amaneceres cargados de amigos de toda la vida que se abrazan coreando a todo pulmón alguna de tus bellas composiciones. Te fuiste Diomedes, y hoy esta lágrima que derramo y este brindis son por tu música, por tu tesón, por tus sueños que nunca abandonaste, por toda la felicidad que trajiste en tantas cantidades y a tanta gente de este país atormentado. Este brindis y esta lágrima, son por ti, Diomedes, Diomedes Díaz, Diomedes de todos mis días.

@samrosacruz
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