lunes, 31 de marzo de 2014

Mi tarde en el banco

Estoy en un banco (ay, madre mía). Les juro por lo más sagrado que lo que les cuento enseguida sucedió tal cual, sin un ápice de exageración. Una hora atrás entro aquí y, por instrucciones de un amigo que me ha pedido ayuda, solicito la reconstrucción de 12 meses de rendimientos de un CDT. Me hacen seguir a nada menos que la oficina del encargado de los CDTs de la agencia principal de este banco en la región. Se trata de un CDT con una frecuencia de vencimiento de tres meses, es decir que el tipo, el encargado, tiene que buscar únicamente cuatro momentos en el tiempo para darme la información que requiero. La lógica dicta que cada renovación debe resultar en una cifra ligeramente superior a la anterior. Y con respecto a las fechas, en el manual de las obviedades de Perogrullo dice que se consiguen sumando tres meses cada vez, a partir de la ya conocida fecha de expedición del título. ¿Sencillo verdad? Pues no. Al menos no para él. 

Lo raro es que el sujeto no es un simple cajero. Tampoco es lo que llaman un asesor, de esos que tienen quinientas personas esperándolos. No: es un funcionario con oficina grande, individual, que se cierra con puerta y todo. Un gran tiburón de los negocios. Sin embargo, al explicarle lo que quiero, a nuestro experto en finazas parece que le hubieran puesto a resolver la conjetura de Poincaré: se rasca la cabeza y me dice que va ver qué puede hacer. Con todo, después de una colección de titubeos y objeciones (repite y repite que "esto no se va a poder"), arranca con la compleja tarea: "aquí hay uno de 2008 (el CDT se expidió -y ya se lo informé- en 2012), ese no lo metemos, ¿verdad?". Pasa el tiempo y, después de una nueva tanda de rascaduras de cabeza, me revela que "esto está enredado, porque aparece uno de 2010 por un valor menor". Ante semejante problemón, yo le respondo que lo encuentro lógico, pues la idea de un CDT en pesos es que la plata suba, y no que baje -de hecho lo contrario es imposible, pero él no parece saberlo-, y le hago ver, de la manera más atenta que me permite la escasa paciencia que me queda, que 2010 es un año anterior a 2012. Adicionalmente, lo capacito en el hecho de que, a menos de que el banco, en un ataque de generosidad, haya regalado algo de plata ("cosa que dudo", le aclaro), es fácil saber cual es el CDT que reemplaza al anterior: su monto es exactamente igual a la suma del capital anterior más los intereses generados. Las matemáticas no fallan. El halcón de las finanzas me mira y sonríe: empieza a entender. 

Mientras él trata de descifrar el enigma superlativo del orden ascendente de cifras y fechas, yo escribo. Lo hago para calmarme, porque antes de que me acuerde de que puedo escribir esto, o cualquier otra cosa que me esté ocurriendo, como parte de esa eficaz terapia para el manejo de la ira que descubrí hace unos meses, he estado a punto de saltar sobre su escritorio, arrebatarle el teclado, tumbarlo de la silla de un empujón, y sacar yo mismo la triste tablita que le estoy pidiendo, que consta de cuatro cifras con sus respectivas fechas. Sigo escribiendo en mi celular, y un considerable período de tiempo después, Eureka, la eminencia bancaria empieza a estrenar zonas de su cerebro que hasta ese momento ignora que tiene, se le ilumina el rostro, y se faja con un bolígrafo y un trozo de papel.

Quince minutos más tarde, después de hablar repetidamente consigo mismo (se pregunta, se responde, se contrapregunta), me entrega el mismo trozo de papel, sembrado de tachones por todos lados, de flechas que indican que lo que va aquí arriba es la continuación de lo que escribe acá abajo, y de líneas repetidas y en desorden cronológico (me presenta seis misteriosas líneas, correspondientes a cuatro juegos de datos que pedí, y, como el lector agudo puede intuir, esos cuatro juegos necesitan solo cuatro líneas). A continuación trata de explicarme -sin éxito- su flamante trabajo de minería de datos. Ante su nuevo desconcierto (no entiende nada de lo que él mismo acaba de hacer), acudo en su ayuda: le recuerdo el orden de los meses del año y anoto los números del uno al cuatro al frente de cada línea (el uno frente a la fecha más antigua, el cuatro frente a la menos antigua, y así), y añado un tachón de mi propia cosecha (anulo una de las líneas repetidas). Él respira aliviado: "hágase el orden cronológico", parece gritar alguna deidad oculta desde un rincón de la oficina. 

Después, a punto de irme con mi informe entre los dedos (no me da ni siquiera un pequeño sobre de manila para guardarlo), me encuentro con su mirada de completa indefensión. Y es en ese momento cuando mi infinita cólera se transforma en una profunda conmiseración por aquel pobre hombre que no tiene la menor idea acerca de en qué diablos consiste su trabajo (A propósito: ¿cuántos millones ganará? ¿Por qué él sí y yo no, que ando desempleado y contando plata ajena?).

Finalmente salgo de allí, llego al carro, y reflexiono en lo paupérrimo que puede llegar a ser el nivel profesional en este país. Me pregunto cómo funcionan algunas empresas. De hecho me maravillo de que funcionen. Y, mientras salgo del parqueadero, pienso si, teniendo en cuenta lo que acabo de vivir, no tendré chance de que me nombren ministro de hacienda. Al menos por los cinco meses que faltan para que se acabe la actual administración. ¿Ustedes qué dicen, le mando la hoja de vida a Santos? 

Espero sus comentarios.