A Gabriel García Márquez le encantaban los
vallenatos. Aparte de que él solía insistir en que al hombre a quien más
admiraba en el mundo era a Rafael Escalona, por la capacidad que tenía de
contar las realidades sociales a través de las historias de sus canciones,
muchos consideran a Cien años de soledad, su obra cumbre, como un vallenato de
cuatrocientas páginas. Por eso no me extrañó cuando el Sábado de Gloria oía
cómo unos de los últimos vallenatos que grabó Diomedes Díaz, titulado La
envidia (“Y si usted no da lo que tiene/ ya lo tratan de mala gente”), se
conjugaba a la perfección con lo que yo, simultáneante, leía en las redes
sociales, que no era otra cosa que las opiniones de famosos y anónimos sobre
esa actitud egoísta de García Márquez consistente en darse la gran vida en
México, mientras que en Aracataca, su pueblo natal, ni siquiera hay acueducto.
Ahí estaba, una vez más, descrita la realidad de este país en un par de versos
vallenatos.
Alguien me dirá que la razón es que los
colombianos somos un pueblo más sentimental que, digamos, los estadounidenses,
que han sido harto desidiosos con sus compatriotas de Oak Park (Illinois), a
quienes el insensible de Ernest Hemingway, su hijo Nobel, no fue capaz de
regalarles ni siquiera la electrificadora que provee de energía al pueblo, y en
cambio malbarató la plata, ganada a trasnocho limpio, viajando a París,
participando en cacerías en África, y comprando un par de casas, una en Cayo
Hueso y otra en la Habana. Sí, porque en vez de solidarizarse con los pobres
vecinos de Oak Park, los gringos no han hecho sino enaltecer al autor de El
viejo y el mar como uno de los grandes hombres de su país. De hecho, se ha
sabido que esos insensatos norteamericanos tomaron la misma actitud con William
Faulkner, quien sistemáticamente se hizo el loco con la construcción del
gasoducto de New Albany (Mississippi), el pueblo que lo vio nacer, y al que no
tuvo ni la delicadeza de irse morir después de ser galardonado en Estocolmo. Qué
gente. Como si un escritor tuviese los mismos derechos de los profesionales de
otros oficios, y estuviera en la libertad de gastarse su propia plata en darse
gustos a sí mismo y a su familia. Qué degeneración, Dios mío.
Por eso, ahora que en este país de las
generaciones espontáneas de indignados han surgido, súbitamente, masas de
hermosos seres de luz preocupados por el destino de sus hermanos de sangre de
Aracataca, ahora que se murió el único responsable de que ese nuevo pueblo
elegido no tenga agua ni electricidad ni calles pavimentadas -y que, por otra
parte, fue el único colombiano de mala madre que nunca se metió la mano al
dril, como sí lo hacemos todos los demás, para pagar una contribución
voluntaria que ayude a construir acueductos y electrificadoras en nuestros
respectivos pueblos natales (a los mártires de nuestra política ya les queda
imposible seguir sacándose ellos el pan de su propia boca para dárselo a sus
gobernados)-, les propongo que, para solucionar los problemas de Aracataca, ese
pueblito del Magdalena que algunos colombianos con alma de oro siempre han
llevado en el corazón de sus preocupaciones, pero que sólo ahora, repito, que
murió el único responsable de que se encuentre en la miseria, le hacen público
su amor incondicional, empecemos a decir, cuando nos interroguen en las encuestas
de Invamer Gallup, IPSOS-Napoleón Franco o el Centro Nacional de Consultoría,
que el problema más importante de cara a las próximas elecciones presidenciales
es el acueducto de Aracataca. Verán como Juan Manuel Santos, con plata de su
propio peculio si es preciso, lo hace en menos de diez días, antes de que los
demás candidatos presidenciales empiecen a incluirlo en sus programas de
campaña como tema prioritario del próximo gobierno.
Doy desinteresadamente la anterior solución (yo
también tengo mi corazoncito, aunque no lo parezca), con el único fin de que
esta noche los tantos ángeles de amor que hay en Colombia por fin duerman
tranquilos, sabiendo que sus protegidos, sus hijitos de las entrañas de
Aracataca, que les han causado tantos desvelos, pronto tendrán servicio de agua
en sus casas. Son esos mismos compatriotas sensibles y piadosos a los que
debemos agradecer que hayan desenmascarado al canalla de García Márquez, que
siempre atesoró la plata de las regalías de la venta de sus libros como si fuera
suya, y les dejó el trabajo sucio de la infraestructura a los políticos,
quienes sabrá Jesucristo con qué razones altruistas encontraron toda clase de
tropiezos para invertir los dineros públicos en la calidad de vida de sus
conciudadanos, y en su lugar los usaron para comprarse fincas y camionetas
nuevas para ellos.
Por si fuera poco, este nuevo arrebato de
indignación ha servido para que se despeje una misterio de cincuenta años: la
explicación de por qué el caos de movilidad capitalino. A la luz de los nuevos
acontecimientos, es fácil darse cuenta de que todo el problema estriba en el
hecho de que Bogotá no ha dado aún un escritor de la talla de Gabriel García
Márquez que, con suerte, se gane el nobel y le regale un metro a la ciudad. Y
pensar que hay tantos desalmados por ahí echándoles la culpa a los pobrecitos
alcaldes, que con nadie se han metido.
No hay derecho.
@samrosacruz