No voy a votar por
Zuluaga. Y no voy a hacerlo porque, como se sabe, es un candidato que ni
siquiera tiene vida propia: es la marioneta de Uribe. Tal circunstancia nos
depara dos escenarios posibles: si después de elegido Zuluaga decidiera
gobernar por sí mismo, como lo hizo Santos, la anterior marioneta, nos
enfrentaríamos a cuatro años de peloteras entre el presidente en ejercicio y
uno de los dirigentes políticos más influyentes de este país. Y creo que no soy
el único colombiano hastiado con esa situación. Pero además -mucho más
importante- su gobierno sería una incertidumbre para todo el mundo: hasta el
momento sólo lo hemos oído recitando el ideario de su jefe y nada de su propia
cosecha, si es que la tiene. Y si, por el contrario, esta vez Uribe sí lograse
gobernar en cuerpo ajeno, a través de OIZ, volveríamos al macabro período que
vivimos entre 2002 y 2010. Y yo no estoy dispuesto a ser cómplice de un
gobierno criminal.
Me dirán que
exagero, pero no es así. Haré un rápido repaso -sin pretensiones de
exhaustividad- de lo que pasó durante el gobierno de Uribe: temibles asesinos
visitaron clandestinamente, y con la aquiescencia de importantes funcionarios,
nada menos que la casa de gobierno, con fines que aún desconocemos a cabalidad;
casi todos los personajes de la vida pública de este país, sobre todo si a la
sazón eran adversarios ideológicos del presidente, fueron interceptados en sus
comunicaciones privadas; el poder ejecutivo concentró cada vez más y más
poderes, hasta el punto de darse el lujo de casi desconocer la autoridad
del poder judicial; la constitución del 91 fue reformada a punta de sobornos;
el país retrocedió en materia de libertades individuales (la dosis personal de
droga volvió a castigarse, por ejemplo); la alianza entre la clase política y
la mafia llegó a su punto máximo. Y, por si fuera poco este rosario de perlas, durante
ese tiempo asistimos a uno de los episodios más atroces de toda nuestra
historia (y vaya que eso es mucho decir): los indolentemente llamados falsos
positivos. No hace falta seguir. Esa realidad es el horror.
Llegado a este
punto, es justo aclarar que tampoco voy a votar por Santos. Y no voy a hacerlo
porque detrás de ese presidente, que tantos admiran hoy, se encuentra uno de
los seres más mezquinos y oportunistas que he visto, dueño de la habilidad del
capo de la mafia que logra salir completamente seco cuando el agua que él mismo
ha ayudado a ensuciar salpica a los demás. Un hombre que es una especie de
veleta que gira de acuerdo a los vientos políticos que le son más favorables, que
usa a las personas mientras le son útiles, para después abandonarlas a su
suerte: nada más hay que recordar las bellezas que hablaba de Álvaro Uribe,
cuando necesitaba de sus votos en las pasadas elecciones presidenciales (“el
mejor presidente de Colombia en toda su historia”), y las barbaridades que de Uribe
y de su gobierno –del que él mismo hizo
parte importantísima- dice ahora.
Como ministro, Santos ha sido
cómplice desde hace veinte años del caos social que vivimos, a través de las
sucesivas carteras en las que se ha desempeñado en diferentes administraciones,
entre ellas nada menos que la de Hacienda. Tampoco hay que olvidar que él era
el ministro de defensa cuando se desató el escándalo al que me referí arriba:
las ejecuciones a sangre fría de civiles inocentes. Y a pesar de que le doy el beneficio
de la duda respecto a una eventual complicidad de esos crímenes de lesa
humanidad, me es imposible desvincularlo completamente de responsabilidades.
Como presidente, ha sido un
tramposo que juega al ensayo y error con sus gobernados, apoyando iniciativas
impresentables que viajan soterradas, y apostando a meterle a la opinión
pública gato por liebre en todas sus declaraciones. Y ya ustedes saben a qué me
refiero con esto: las promesas incumplidas de viviendas gratis para los
colombianos más pobres, la manera infame como ha tratado los paros agrarios –llegando
al punto de negar la existencia de alguno de ellos-, su complicidad casi
delincuencial con la fallida reforma a la justicia, la forma descarada como se
sirve del erario para lograr apoyos de todas las índoles, desde los gamonales
más sucios hasta los grandes medios de
comunicación, la farsa demagógica en la que se ha embarcado en la semana previa
a las elecciones, a través de una verdadera feria de promesas para sus cuatro
años siguientes de gobierno sobre temas que le importaron un bledo los cuatro
años anteriores.
Su único, pero apenas supuesto,
punto a favor, la firma de un tratado de paz con las Farc, hace agua por todas
partes: para no ir muy lejos, un par de días atrás Timochenko, el jefe máximo
de esa guerrilla, declaró que sólo entregarían las armas si les daban el poder.
Eso para no hablar de la lentitud del proceso mismo, de sus inciertos resultados
prácticos cuando finalice la etapa teórica –si es que eso sucede algún día-: ¿qué harán esos ocho, diez, doce mil
hombres sin su fuente de sustento? ¿Engrosarán bacrims? Todo esto, para no
hablar de la increíble improvisación que ha sido todo este montaje de La
Habana: la forma en que se ha llevado a cabo da la impresión de que no se hizo
buscando una verdadera mejora en la calidad de vida del pueblo colombiano, sino
en un simple y desaforado afán de gloria personal.
Dejaré hasta ahí esta realidad
sucia, mezquina, oportunista, mentirosa, manipuladora e irresponsable que
representa este sujeto. Y agregaré que, tal como en el caso de Zuluaga, tampoco
estoy dispuesto a ser cómplice de otro gobierno al que también considero
criminal.
Ante este escenario, francamente
desolador, podría abstenerme de ir a votar el domingo, como una forma de
protesta. Pero esa sería una señal ambigua, que podría confundirse con la
simple pereza del desplazamiento, con la incapacidad transitoria o permanente
para hacerlo, o con la intimidación por parte de terceros para impedir mi voto
libre. La democracia es un sistema que necesariamente debe ir adaptándose a los
tiempos, para que tienda a la perfección, pero que siempre será imperfecto. Y
siendo la colombiana una de las democracias más imperfectas que conozco, sólo
me queda la salida del voto en blanco. Que votar en blanco es votar por
Zuluaga, andan diciendo por ahí. No entiendo por qué: por allá en segundo de
primaria me enseñaron a mí unas nociones de aritmética que todavía recuerdo:
las manzanas no pueden sumarse a las peras. Que el voto en blanco no significa
nada en la segunda vuelta, insiste otra versión callejera. Pues para mí sí.
Significa que yo tuve la voluntad de levantarme de mi cama, que me tomé el trabajo
de desplazarme hasta mi sitio de votación, que nadie me pagó por ejercer mi
derecho (¿quién compra votos en blanco?), y que al final ninguno de ese par de
bribones, y de lo que representan (representan lo mismo: no sé por qué pelean
ustedes), merece mi voto.
Entiendo que de ganar el voto en
blanco no se repetirán las elecciones, y que alguno de los dos saldrá elegido
el domingo así sea por dos votos contra uno, pero esa es mi manera de protestar
contra una clase política parásita que le chupa la sangre sin compasión a este
país. Esa es mi voz, mi forma de expresar democráticamente que no estoy
obligado a escoger entre dos males, que no soy cómplice de unos criminales. Mi
conciencia, o como se llame eso, no me lo permite: elíjanlos ustedes.
Yo voto en blanco.