Hay que ver cómo una opinión
distinta, que se separe del coro que por estos días olímpicos exalta al Olimpo de los dioses a los deportistas
colombianos, puede causar tanta molestia. Muchos de los comentarios recibidos
acerca de mi artículo anterior –en el que subrayo lo exagerado de la
celebración de la medalla de plata obtenida por Rigoberto Urán- dan cuenta de
una pasión desmedida por defender a un deportista que, casi con toda seguridad,
la abrumadora mayoría de colombianos ignoraba que existía; y al que esa misma mayoría
está unida por el único hecho de compartir la misma nacionalidad.
Un forista me pregunta que si yo acaso soy
ciclista olímpico para opinar al respecto. A lo que le contesto que no, que no
lo soy. Y para no irritarlo más, he desechado mi idea inicial de escribir hoy sobre
el asesino de masas de Colorado (puesto que tampoco he irrumpido nunca con un
rifle AK-47 en un recinto lleno de
gente), y me he limitado a escribir sobre el lado dañino de los nacionalismos;
al fin y al cabo de cuando en cuando caigo en ellos.
Otro lector, en pleno uso de
su libertad de opinar, me califica de “periodista de segunda mano”. Ignoraba
que existiera un mercado
de periodistas usados. En todo caso, me halagan esas inmerecidas flores que me prodiga: un
bloguero de tercera categoría -como yo siempre me he considerado- ascendido de buenas a primeras a periodista de segunda categoría (que supongo
que fue lo que quiso decir el forista) no
es cualquier cosa. Un amigo mío, sin embargo, se extrañó del calificativo: “¡Pero
si ustedes son los mejores escritores del país!”, me dijo. “¿Nosotros”?, interrogué.
“¿García Márquez no es costeño acaso?”, aclaró.
Su reflexión iba amarrada a
aquella extraña lógica según la cual –por un proceso osmótico quizás- el
triunfo, el éxito,
o las capacidades de alguien se transfieren a sus coterráneos, compatriotas,
familiares, o a cualquier otro relacionado. Pero si ese fuera el caso, mi amigo, que es bogotano,
también sería un gran escritor: García Márquez, como él, es colombiano. Y
también, cualquier
latinoamericano –un boliviano, p.e.-,
podría
presumir frente a un español acerca de su vínculo continental con Gabo. Y ese
español, a su turno, podría alardear, frente a un hablante ruso, de la
similitud lingüística que lo une al escritor colombiano (¿Costeño? ¿Latinoamericano?
¿Terrícola?).
Estos absurdos son más
evidentes en los deportes. Recuérdese cómo, por una ironía del destino, la
selección de fútbol de Alemania Occidental sufrió su único revés en el mundial
que organizó –y ganó- en 1974 frente a la modesta Alemania Oriental, país que
nunca había clasificado a un mundial. Pero además, país que ya no existe,
puesto que las dos alemanias se unificaron en 1990. Lo anterior nos lleva a la
paradoja de que en 1974 Alemania se ganó a sí misma (o fue vencida por sí misma).
Los habitantes de Berlín oriental, que en 1974 pujaron por Alemania Oriental, hoy hacen parte del grueso
de la afición de la Alemania unificada; y ahora lucen –orgullosos- camisetas que
registran la estrella ganada en 1974 por la
selección de Alemania Occidental, su adversario de
entonces.
Podríamos seguir citando ejemplos indefinidamente, como que en vez de haber
odiado al boxeador panameño Roberto “Mano de Piedra” Durán, por su rivalidad
latente con “Pambelé” -como lo hicimos durante la década del 80-, tendríamos que
haber estado orgullosos de él: de no haber sido por la rapiña del Canal, y por la
ineptitud de alguno de esos presidentes poetas que hemos tenido, un colombiano
se hubiese enfrentado de tú a tú –con alguna victoria incluida- a grandes del
boxeo mundial: “Tommy” Hearns, Marvin Hagler, “Sugar” Ray Leonard.
Circunstancias increíblemente arbitrarias, variables y frágiles van
definiendo nuestros efímeros orgullos y pasiones. Y donde hay una pasión
desaforada -siempre susceptible de convertirse en fanatismo- hay también un
punto débil: el natural
instinto del ser humano por defender a su
tribu, es aprovechado astutamente por
políticos que quieren encontrar villanos exteriores a los cuales atacar, para así
esconder problemas domésticos (basta recordar los horrores del nazismo); y, claro, también
por los conglomerados de medios, que
buscan obtener raiting y ganancias
descomunales presentando como hazañas
logros mediocres; las trampas
de los nacionalismos.
Pero a pesar de lo evidente
del asunto, hay sociedades –como la nuestra- que se tragan entero el engaño. Sobre
todo en materia deportiva. Hasta los mismos deportistas, de hecho, se convencen
de su “proeza” (como si se hubiesen enfrentado a competidores con una extremidad
adicional o algo así) y pierden la humildad: no hay sino que ver el festejo del
nuevo segundo puesto, la nueva medalla de plata olímpica ganada por Colombia,
esta vez en pesas. Mientras los comentaristas declaraban, sin que se les
arrugara la corbata, a Óscar Figueroa -el nuevo medallista- de “campeón
olímpico” (no lo es: campeón olímpico es quien gana la medalla de oro), el
pesista ignoraba olímpicamente (nunca mejor dicho) las felicitaciones que por
su medalla de plata quería darle, desde un escalón más alto del podio de
premiación, el medallista de oro de la competencia, el coreano Guk Kim. Como si
las preseas estuvieran intercambiadas entre ellos.
Algunos dirán que bien usado –por decirlo de algún modo- el lado oscuro de
los nacionalismos puede ser beneficioso como válvula de escape, puesto que
hay
quienes consideran a las
competiciones deportivas como eficaces metáforas de la guerra. Y,
gracias a ellas, un político inepto siempre puede vanagloriarse (apropiarse) de
los triunfos deportivos de sus compatriotas, enviarles efusivos saludos, o condecorarlos, para
así desviar la atención de medidas estúpidas tomadas por él; todo sin necesidad
de buscar otros distractores más tenebrosos,
como declararle la guerra al vecino.
Y sí. Pero se me antoja bastante conformista agradecer el menor entre dos
males: una sociedad como la nuestra no sale del hueco en que se encuentra si
tolera metidas de pata, corrupción e indolencia, a cambio de medallas; señores:
Colombia no es una gran nación -cualquier cosa que eso signifique-. Y un par de
medallas (o cien) no arreglarán la vida de unas personas que accidentalmente
comparten un pedazo de terreno. Leyes justas y el cumplimiento de ellas sí lo
harán.
Así que, botar espuma por la boca y sacar los ojos de sus órbitas sólo
por defender a ultranza un trozo de tierra, no parece una buena idea. Ya lo ilustraba el
escritor español Fernando Ventura en su serie de relatos titulada La estupidez del nacionalismo, en uno de
los cuáles Lu-Tao, el músico jefe de una corte china, hace caer en cuenta a la
hija del rey acerca de la estupidez de tratar de imponer su cultura a un reino
vecino que piensan invadir. Lu-tao, además de señalar la superioridad del burro
sobre el ser humano (pues aquél no se siente orgulloso de pertenecer a ninguna
nación: sea cual fuere su nacionalidad, de todos modos tendrá que cargar leña),
hace notar a la princesa que en el otro reino también hay una princesa, cuyo
padre -el rey de allá- “es un cretino tan grande como el vuestro”.
Un poco más de sentido
crítico en política -que sólo se consigue con más
y mejor educación- y menos de celebraciones pueriles, ayudarían a lograr una mejor sociedad; una en la que
unos pocos no se queden con todo; una en la que el deporte se practique por
gusto, y no como única alternativa a las armas, pues, a pesar de las (en otras latitudes) salvadoras
metáforas deportivas de la guerra, aquí nos seguimos matando sin misericordia unos a otros.
P.S. 1 Hasta lo que no
termina de salir del todo mal en este país es de caricatura: todos oímos los
gritos histéricos con los que María Isabel Urrutia –fungiendo ahora de
comentarista deportiva- pedía tranquilidad a Óscar Figueroa en el lance
definitivo de las pesas. Menos mal que él que no la oía.
P.S. 2 Mientras que por perder
la medalla de oro de ciclismo en ruta,
Rigoberto Urán, “toca la gloria en Londres”, y “consiguió una hazaña histórica
para el país”, El Heraldo informa que
Usain Bolt, representante de la diminuta Jamaica, y ganador de tres medallas de
oro olímpicas de atletismo (incluyendo la prueba reina de los 100 metros
planos), “quiere convertirse en leyenda”. Qué cosas ¿no?
@samrosacruz
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