sábado, 25 de febrero de 2012

BUENOS MUCHACHOS

"Que yo recuerde, desde que tuve uso de razón,  siempre quise ser un gángster". Henry Hill, Buenos Muchachos.

En estos últimos días, tanto el expresidente Uribe como algunos de los integrantes de su corte (los que quedan; ya muchos han abandonado el barco), han estado hablando –trinando, escribiendo, delirando- más de lo normal. La causa no es otra que la polémica orden de captura contra Luis Carlos Restrepo, otrora Alto Comisionado de Paz, en torno al asunto de la falsa desmovilización de la Compañía Cacica La Gaitana de las FARC, en el que Restrepo tuvo, supuestamente, participación; orden que finalmente fue dictada este jueves por la juez 62 de garantías, pero no por el asunto mencionado, sino -aclara la juez- por no presentarse Restrepo ante la justicia colombiana.

Ha llovido tinta sobre el tema de Restrepo en la prensa; muchos columnistas se preguntan –yo también- por qué una persona que - según los parámetros del hombre moderno occidental- aparentemente lo tiene todo, se mete en semejante lío que lo tiene en la condición de prófugo de la justicia. Es decir, un psiquiatra exitoso (de acuerdo a lo que he leído; no me consta), con algunos libros escritos, con buena reputación y buena situación económica –supongo-, decide medírsele a ese berenjenal de ser Alto Comisionado de Paz en esta locura de país (bueno, al fin y al cabo es psiquiatra) y, de colofón, se envuelve en una falsa desmovilización con la que habría que llevar al límite absoluto el concepto de la presunción de inocencia para poder absolverlo (hasta Judas Iscariote tendría una oportunidad, si a eso vamos).

Y ustedes estarán de acuerdo conmigo en esto último si ven, como yo vi, gracias a la columna de Daniel Coronell en Semana, el video en el que se realiza la mencionada desmovilización: aparte de la impecable limpieza de los uniformes y del excelente estado de los accesorios (vi unos binoculares a los que lo único que les faltó fue tener aún pegada la etiqueta del precio), lo que más me llamó la atención fue la inverosímil homogeneidad de los morrales que todos los “desmovilizados” cargaban; como colegiales el primer día de clases. Creí, al ver el video, que en cualquier momento caería una regla o un borrador de uno de esos maletines escolares.

Tal vez una explicación a los actos de Restrepo y otros uribistas nos la proporcione el experimento realizado en 1961 por Stanley Milgran, psicólogo de la Universidad de Yale. El experimento –a grandes rasgos- consistió en reclutar a un grupo de ciudadanos comunes y corrientes y establecer si esos ciudadanos, bajo la presión de la autoridad, eran capaces de cometer las atrocidades que cometieron millones de alemanes comunes y corrientes (soldados nazis) durante la Segunda Guerra Mundial: torturar y matar gitanos, judíos, rusos…

En el experimento, los participantes oficiaban como sánduche entre el experimentador y un aprendiz –en realidad un actor contratado por los experimentadores- que debía responder correctamente a unas preguntas. Si el aprendiz respondía correctamente no pasaba nada, pero si se equivocaba en la respuesta el participante debía bajar una palanca que supuestamente propinaba una descarga eléctrica al aprendiz, quien al iniciar el experimento había anunciado, delante del participante, un padecimiento cardiaco (a los participantes no se les comunicaba que realmente el acto de bajar la palanca no proporcionaba ninguna descarga eléctrica). A medida que el experimento avanzaba la descarga se hacía cada vez más potente, y los libreteados gritos del aprendiz –situado en otro cuarto, fuera de la vista del participante- aumentaban proporcionalmente hasta el punto de rogar que suspendieran el experimento y lo sacaran de allí.  Llegados a esa posición, la inmensa mayoría de los participantes expresaban su inquietud por los resultados del experimento y por la suerte del aprendiz del otro lado de la pared.  El experimentador –representado por un sujeto vistiendo una bata blanca-, sin embargo, les comunicaba que debían seguir adelante con el experimento. ¿Resultado?: el 100% de los participantes continuaron al menos una etapa posterior a la primera queja del aprendiz; y el 65%, a pesar de sus objeciones de conciencia, siguieron hasta el final; hasta cuando los gritos de los aprendices se transformaron en los estertores previos a la muerte. (Sin embargo, -y esto es muy importante- hubo un 35% que se negó a seguir).

La obediencia ciega que puede ejercer la autoridad queda demostrada con ese experimento. Advirtiendo que en Colombia hay leyes específicas que no exculpan ese tipo de comportamientos asociados al temor reverencial, hay que reconocer que algo de eso pudo pasarles a Andrés Felipe Arias, Luis Carlos Restrepo, Jorge Noguera -y otros- durante el gobierno de su jefe Álvaro Uribe, quien, tratando de justificar los actos que los tienen rindiendo cuentas ante la justicia, y casi que por todo argumento de defensa, los ha calificado de buenos muchachos.

O bien, la explicación la podría proporcionar Martin Scorsese a través de su película titulada justamente así: Buenos Muchachos. Basada en la novela Wiseguy (chico listo) de Nicholas Pileggi, Buenos Muchachos nos muestra la historia de unas personas (en realidad unos rufianes) que consideran que la gente buena, esa que trabaja todos los días, se preocupa, y tiene “salarios de mierda”, está loca, muerta; no tiene cojones. Son unos pendejos, pues ellos, los chicos listos, se saltan todo, tal como nos lo revela Henry Hill, el protagonista: “a los policías, a los abogados, a los jueces”. Tienen, esos chicos listos, su propio modus operandi, sus propios códigos morales y sociales; su forma peculiar de relacionarse entre ellos y con el resto de la comunidad: las leyes no representan nada para ellos.

Hay, entonces, a la luz de la película –y de lo que vemos todos los días en este país-, personas que se resisten a vivir una vida promedio; que se ven seducidos por los cantos de sirena de cualquier artificio que los haga elevarse por encima de los demás. Y si algunos escogen el crimen organizado para hacerlo, otros escogen el poder –el abuso del poder-. Estos últimos, además, se sienten tan a salvo cuando lo regentan (casi que lo detentan, como en este caso que nos ocupa hoy), al abrigo de un Gran Jefe, autoritario y con apariencia omnipotente, que terminan por cruzar la delgada línea que limita con la ilegalidad: se sienten intocables.

O bien –tercera opción- le creemos a todos esos uribistas lo que dicen a su favor: que los engañaron miserablemente; que abusaron de su candidez; que en el caso de La Gaitana nunca pasó por sus cabezas que unos respetables guerrilleros pudieran decirles mentiras, y  que no advirtieron, personalmente, y durante varias horas, lo que todos los demás advertimos a través de un video de dos minutos; que en el caso de AIS pecaron por inocentes en un país de gente honesta y respetuosa de las leyes; que los hijos del expresidente jamás pensaron que era con hampones con quienes se relacionaban, pues aquí las cárceles son innecesarias; que unos funcionarios de tercer orden, por su cuenta y riesgo, hicieron unos seguimientos telefónicos ilegales a espaldas de ingenuos directivos de agencias de seguridad del Estado; que militares de bajo rango orquestaron los falsos positivos mientras sus superiores, ignorantes de todo, no notaban la inexistencia de los operativos correspondientes.

Lo que no se entiende muy bien es como Restrepo, desde la clandestinidad, con todas esas tretas de que fueron víctimas los uribistas, propone que volvamos a elegir a esta pléyade de ilustres pánfilos, de probos mentecatos, de honorables bobalicones que, por su candor, no clasificarían ni para alcaldes de la ciudad de hierro.

En Buenos Muchachos, la película de Scorsese que mencionamos más arriba, el título deriva de la forma en que un mafioso daba buenas referencias de otro mafioso: es un buen muchacho. Un buen muchacho era uno de los suyos; uno que era bueno. Pero bueno en el sentido de respetar los particulares códigos morales y éticos de la pandilla. Y uno de los códigos fundamentales se lo transmite Jimmy Conway –uno de los jefes- al protagonista, Henry Hill, después de que lo sacan de la cárcel: “nunca traiciones a un amigo y mantén la boca cerrada”. Uribe, como dijimos, también califica a los suyos como buenos muchachos. Y ha demostrado ampliamente –se le abona- que respeta la primera parte de ese fundamental código.

Ahora, por la tranquilidad del resto de colombianos, sólo le falta cumplir la segunda parte. 

Vínculos



Buenos Muchachos (ojo: contiene el final de la película) http://www.youtube.com/watch?v=HhZGfJro-jk

lunes, 20 de febrero de 2012

LA VIRGEN DE LOS SICARIOS

“Por la gracia de San Judas Tadeo, que estas balas de esta suerte consagradas, den en el blanco sin fallar, y que el difunto no sufra. Amén.” Oración de los sicarios, La Virgen de los Sicarios, Fernando Vallejo.

“Ello me lleva al punto relativo al abuso mental de los niños. En un número de 1995 del “Independent”, uno de los periódicos líderes de Londres, había una fotografía bastante tierna y emotiva. Era tiempo de Navidad. El cuadro mostraba a tres niños disfrazados de Reyes Magos representando la Natividad. La historia que acompañaba al artículo describía a un niño como hindú, otro era musulmán y el otro cristiano. Supuestamente, el punto enternecedor de la historia era que todos ellos participaban de la Navidad.

Lo que no es dulce ni enternecedor es saber que dichos niños tenían cuatro años. ¿Puede usted describir a un niño de esta edad como musulmán, cristiano, hindú o judío? ¿Hablaría usted de un niño de cuatro años como economista-monetarista? ¿Calificaría a un niño de cuatro años de neo-aislacionista o de republicano liberal?”
Richard Dawkins

Informó el diario El Espectador que el excomandante paramilitar Diego Fernando Murillo, alias Don Berna acusó al exsubdirector del DAS José Miguel Narváez de ser el determinador del asesinato del periodista Jaime Garzón, preparado éste por el fallecido paramilitar Carlos Castaño. Esas noticias ya no sorprenden: los asesinatos por parte de agentes de seguridad, a bandidos o inocentes, son corrientes en este país. Lo que sigue sorprendiendo –aunque tampoco debería- son otras curiosidades que se encuentran en el cuerpo de esas noticias: “Don Berna, -dice El Espectador-aseguró que después del asesinato del periodista y dado el clima social que había generado la noticia, Carlos Castaño le hizo jurar sobre una Biblia que “jamás hablaría ni comentaría nada sobre el tema”.

Ahí están, un par de asesinos a sangre fría –un par de genocidas-, garantizándose por medio de dios que no se van a delatar.  Y lo hacen no a través de cualquier dios, sino que se sirven de Yavéh y Jesucristo, los dos principales protagonistas del libro sobre el que juró Don Berna a Carlos Castaño. Libro que si bien constituye un verdadero manual de asesinatos, vejaciones y venganzas, también contiene el mandamiento divino de “No matarás”, además de todo el concepto del amor (Amaos los unos a los otros…) promulgado por Jesucristo. No obstante, para estos dos angelitos, Don Berna y Castaño, parece que el “No jurarás su Santo Nombre en vano” mata al “No matarás”. En su particular cristianismo oficia como garante el segundo de los mandamientos grabados en las Tablas de la Ley recibidas por Moisés en el Monte Sinaí, mas se ignora olímpicamente el quinto: parece obvio que se teme más a las rabietas vanidosas de Yavéh que a la eliminación de una de sus ovejas.

Estas peculiaridades ya las tocó el colombiano Fernando Vallejo en su novela La Virgen de los Sicarios (llevada más tarde al cine): en una Medellín tomada por asalto por los fenómenos de las mafias y el sicariato, un escritor de mediana edad se relaciona sentimentalmente con un joven sicario, quien le revela la singular idiosincrasia que caracteriza al grupo social en que se desenvuelve. Alexis –tal es el nombre del joven- resuelve cualquier desacuerdo con su pistola Beretta. Su gatillo fácil es semejante al de los dos siniestros personajes que mencionamos más arriba; y cuando va a realizar uno de sus trabajos, que no son otra cosa que asesinatos por encargo, se encomienda  a María Auxiliadora y a San Judas Tadeo, mostrando una devoción tan sólida e incoherente como la que selló la tranquilidad de Carlos Castaño en el asunto del homicidio de Garzón.

Pero no se piense que Alexis, Castaño y Don Berna son rarezas que sirven de materia prima para columnas de desconocidos aprendices de escritores. No, extrañamente ese comportamiento no es tan inusual como se podría pensar. Todos nosotros, de una u otra manera, solemos tener razonamientos y tomar acciones semejantes a las de ellos. No es raro ver en los estadios de fútbol a católicos repasando el colosal inventario de santos y vírgenes de esa religión, pidiéndoles por la victoria de su equipo, y luego ver a esos mismos católicos batiéndose a cuchillo con la hinchada opositora; sabemos que muchos mahometanos vuelan en átomos a otros seres humanos –y a ellos mismos- en nombre de Alá; no pocos judíos salen de la sinagoga directamente a realizar negocios que honestamente no pasarían el filtro del “No robarás”.

Como dije en una columna anterior, creo que el tiempo en que las religiones sirvieron como reguladoras sociales –si es que alguna vez existió tal cosa- ha pasado. Si bien el amontonamiento en el que vivimos desde muchos siglos atrás hace que miremos con recelo a los grupos humanos ajenos al nuestro (por religión, nacionalidad, género,  raza, estrato social, edad, colegio, barrio…), todo indica que urge un nuevo enfoque, un movimiento global en contravía de racismos, patrioterismos, regionalismos, y muchos más ismos intolerantes que malogran los intentos por hacernos cada vez más civilizados.  Los avances –todavía inmensamente insuficientes- en la sociedad estadounidense en torno al racismo son una diminuta luz de esperanza indicadora de que, por formidable que sea la tarea, en el largo plazo se podrían, si no eliminar, al menos neutralizar esos dañinos fenómenos, entre los que destaco a las religiones como los más dañinos de todos.

Las religiones han sido las causantes de los desmanes más atroces imaginables. Así, si nos centramos en el catolicismo –por razones prácticas que dicta la naturaleza de los lectores habituales de esta columna-, las cosas van desde la Inquisición, con sus centenas de miles de asesinatos -por torturas, incineración, y otras sutilezas por el estilo-, hasta los Torquemadas modernos personificados en sacerdotes, militares, terratenientes, políticos, empresarios, amas de casa, y cualquier otro hijo de vecino que no duda en satanizar, condenar y, muchas veces, ejecutar a cualquiera que piense diferente de las supersticiones e imbecilidades con las que le atiborraron el cerebro en su más temprana infancia; y, por supuesto, personificados también en esos grandes humanistas de Don Berna y Carlos Castaño. La licencia para matar que dan las religiones ya la quisiera para sí el mismísimo Agente 007.

Con todo, a pesar de las evidencias que permanentemente caen del cielo -más copiosas que el mismo maná- muchos insisten en exculpar a las religiones con, por ejemplo, el argumento del carácter arcano de sus doctrinas: no serían éstas aptas para cualquiera, y su interpretación estaría reservada para una clase iniciada. No obstante, con eso hay varios problemas: primero: la humanidad ha demostrado su masiva estupidez (aclarando que pienso que el adoctrinamiento temprano en cualquier tema es la principal causa de ese fenómeno), por lo que exponerla indiscriminadamente a esos misterios –en casi cada casa hay un libro al que se le da el carácter de sagrado-  equivale a garantizar que se dicte una cátedra de Energía Nuclear Avanzada en el pabellón de terroristas de una penitenciaría federal en Estados Unidos; segundo: los maestros, o guías encargados de descifrar y adaptar los oscuros dogmas, han demostrado ser peores que su ignorante y necesitado rebaño: para poner sólo un ejemplo: ¿con que cara hablan de compostura sexual los innúmeros curas pederastas del catolicismo?; tercero: la selectividad preferencial que, de acuerdo a la conveniencia del momento, dan a los dogmas de cada religión sus practicantes, se convierte en poderosa arma para justificar acciones que, de no contar con ese salvoconducto, cualquiera pensaría dos veces antes de realizar… Sin embargo, a pesar de que las anteriores consideraciones son pan de cada día en nuestras vidas, es un hecho casi incuestionable que en el proceso de acabar con los ismos intolerantes se destacarán algunos como los que más resistencia van a oponer en esta (perdónenme el sarcasmo) cruzada: las religiones. 

Sé que muchos contraatacarán defendiendo su propia religión desde su propia trinchera, argumentando la veracidad excluyente de sus dogmas.   Otros esgrimirán el argumento de que toda esta visión igualitaria –sin los ismos- volvería muy aburrida la vida. Y estoy de acuerdo: todos –casi todos- a veces gozamos ridiculizando a los que son diferentes; como también haciendo chistes que burlan a las altas jerarquías (después de todo son, en teoría, dignas del mismo respeto que cualquiera); o sintiéndonos –dueños de un etnocentrismo a veces criminal- la joya de la corona de la creación.

Sí, pero creo –por otra parte- que ninguno de los lectores habituales de esta columna (para no hablar de los, -literalmente- dueños del mundo) tenemos la autoridad ética de opinar al respecto. Que un intelectual opine que un mundo más uniforme  es tedioso, sólo por el afán fatuo de mostrar su brillante humor negro, no significa que esa sea la ruta equivocada. Creo que la autoridad en ese sentido no la tiene un vanidoso ebrio que escampará su borrachera de whisky y caviar en una cómoda cama con sábanas limpias,  ni tampoco un rabioso fanático religioso que descalifica a grupos minoritarios que no obedecen sus dogmas, sino el más discriminado de los famélicos africanos que mueren cada hora, de cada día de la vida, de física inanición.  Para ellos no es tan aburrido ese mundo utópico como para nosotros lo es.

Yo nada más digo.



sábado, 11 de febrero de 2012

LOS INTERESES CREADOS

“¿Sabes Michael? Ahora que eres tan respetable creo que eres más peligroso. Te prefería cuando eras un vulgar matón de la mafia.” Kay Adams a Michael Corleone en El Padrino III, cuando Michael, después de blanquear su dinero a través de la compra de la prestigiosa corporación Inmobiliarie, controlada por el Vaticano, es condecorado por esta última institución.

El pasado Hay Festival en Cartagena asistí a la conferencia Ideas para un Mundo en Transición que, bajo la moderación de Alejandro Santos Rubino, tuvo como invitados al escritor Carlos Fuentes, al director del diario El País de Madrid, Javier Moreno Barber, y al exvicepresidente de Nicaragua -tal vez el de las intervenciones más brillantes- Sergio Ramírez. Y aunque se dio la ausencia de una de las personalidades invitadas (el expresidente español Felipe González), se dio, por otra parte, la participación en el debate de otra personalidad inicialmente no programada: el Presidente Juan Manuel Santos.

Se habló de muchos temas en la citada conferencia, desde el espejismo del avance económico de América Latina (pues, de acuerdo a lo expuesto por Sergio Ramírez, seguimos produciendo en el siglo 21, sin haber apenas aumentado la productividad,  lo mismo que producíamos en el siglo 19. Lo que ocurre, según él, es que la coyuntura actual -que más temprano que tarde desaparecerá- favorece los precios de ese tipo de productos), desde el avance económico de América Latina, digo, hasta la preponderancia en el escenario mundial de la Economía sobre la Política, pasando por el, también, a la larga débil poderío económico de algunos países árabes, si se tiene en cuenta su peligrosa dependencia de un solo producto: el petróleo (el mismo poderío bélico del Islam fundamentalista estaría comprometido por idénticas razones).

Interesante. Pero, para bien o para mal (esto es lo que ocurre cuando a esos foros asisten políticos -¡presidentes!- en ejercicio), el tema central lo fijó el invitado de última hora: Santos, quien, empeñado como está desde el primer día de su mandato en pasar a la historia como el F.D. Roosevelt colombiano -después de su fracaso como el Churchill colombiano cuando fue Ministro de Defensa-, volvió a tocar el tema de la descriminalización de las drogas. Como no podía ser de otra manera, los otros contertulios corearon la propuesta, principalmente Carlos Fuentes, cuyo país vive una época de violencia y corrupción abrumadora por culpa de esa guerra de tigre con burro amarrado que libran los Estados del mundo contra el poderoso crimen organizado del narcotráfico. Siendo, por supuesto, estos últimos el tigre.

Es perogrullesco decir que tras esa guerra perdida (el consumo sube, los narcotraficantes se infiltran en todos los estamentos políticos, económicos y sociales, la violencia se multiplica) hay, como en la obra de Jacinto Benavente, intereses creados. Pero mientras en Los Intereses Creados de Benavente las intrigas se limitan a las inofensivas maquinaciones de dos pícaros cazafortunas y de los múltiples acreedores de éstos -a quienes conviene que Leandro, uno de los pícaros, despose a la hija del rico Polichinela para así poder recuperar el dinero prestado- en el infierno real del tráfico de drogas algunos de los protagonistas son temibles asesinos que desafían a Estados, a sus aparatos de seguridad, y la ciudadanía en general.

Pero aunque sea difícil de creer, estos feroces narcotraficantes palidecen ante sus alcahuetas: poderosos y peligrosos (otra vez con los pleonasmos) mafiosos blanqueados, que al estar –precisamente- blanqueados se convierten en los verdaderos intocables. Los Pablos Escobares de todo el mundo al fin y al cabo caerán, presos o abatidos por los aparatos de seguridad estatales. Pero los otros, los empresarios que nutren sus corporaciones de los dineros del narcotráfico, esos seguirán, por el contrario, protegidos constitucionalmente por esos mismos aparatos de seguridad.

Banqueros que, con hábiles sistemas de vasos comunicantes financieros, ceban a sus organizaciones -y a sus bolsillos- con el barril sin fondo de la plata del narcotráfico; vendedores legales de armas que viven su sueño dorado con la carnicería caníbal en la que están envueltos los carteles de la droga mexicanos; altos mandos de agencias de seguridad estatales que se forran, literalmente, en dinero a través de las comisiones que dejan las compras de esas mismas armas (o de uniformes y equipos de seguridad); y la lista sigue.

Por otro lado, si bien, de darse la descriminalización -que tímidamente mencionó Santos- a los narcotraficantes se les acabaría la fantástica rentabilidad del negocio, el hecho de que no se dé los hace permanecer, al fin y al cabo, en su condición de enemigos públicos: sus vidas se caracterizan por el miedo y la zozobra, y raramente sus muertes son naturales o en libertad. Los otros, en cambio, los verdaderos titiriteros del mundo, dejan el trabajo sucio a esos adictos a la adrenalina, a esos buenos para nada que sólo pudieron triunfar en esa actividad. Así, pues, se dedican a exprimirlos, a chuparles, como vampiros, hasta la última gota de sangre de sus cuerpos desahuciados, inocentes estuches de sus mentes de idiotas útiles. Son a esos banqueros, armeros, agentes de seguridad, a quienes verdaderamente no conviene la descriminalización de las drogas.

Porque por muy impopular que resulte la medida de la descriminalización de las drogas -por razones morales, puritanas, qué se yo-, no es verosímil pensar que por causa de ese tipo de presiones ningún mandatario en ejercicio haya tomado una real decisión (no la timoratada de Santos) en esa dirección: digamos una nueva convocatoria mundial, como la ocurrida hace cien años en La Haya pero en sentido inverso. Temas en teoría más espinosos como el aborto, que de alguna manera involucran vidas humanas, han ganado terreno legislativo favorable. Cinco o seis anacoretas furiosos puede que tengan algún poder, pero no tanto como para evitar un cambio de paradigma que acabaría con una increíble cantidad de problemas a nivel global. Es más probable que el verdadero poder para torpedear cualquier iniciativa que busque la descriminalización de las drogas lo ostente la mafia empresarial que mencioné antes.

Y justamente esos anacoretas son otros idiotas útiles de la conspiración -así ésta sea no concertada explícitamente- conformada por banqueros, agentes de seguridad, armeros, etc... Con su rabiosa oposición le hacen el juego a los conspiradores en nombre de Dios y la moral, a costa del debilitamiento de las instituciones, y con los pírricos premios de la consecución de dos o tres trofeítos insignificantes en la forma de la baja o encarcelamiento de narcotraficantes de mediática notoriedad: belle figure.

Y todo esto nos lleva a otro de los puntos tocados en la conferencia: la educación.  La educación como clave para torcer el rumbo de la tendencia prohibicionista. Porque como me dijo un agudo asistente a la conferencia, mientras Santos se queja de que la iniciativa debe partir de un consenso internacional, y no de una solitaria Colombia convertida en quijote de la descriminalización, lo más seguro es que un referendo nacional al respecto arroje como resultado el rechazo popular a la descriminalización. Pero bueno, que más se puede esperar de una ciudadanía apabullada a diario por discursos moralistas de altos mandos policiales y por comerciales televisivos del sector financiero repletos de mascotas y balbucientes bebés, cuyo fin es sacralizar la familia nuclear normal, libre de vicios y otros demonios...

A la ciudadanía hay que educarla, enseñarla a pensar. ¿Quién con un criterio medianamente sensato pensaría que la prohibición es el camino? Hay que sacar de la ecuación al puritanismo fanático, al clericarismo supersticioso, a los ingenuos prohibicionistas de oficio. Hay que aumentar el número de personas, ya no en Colombia, sino en el mundo, que sean capaces de darse cuenta de que la prohibición no hace descender el consumo; de que la prohibición hace que el precio de la droga sea escandalosamente alto, lo que se traduce en enormes ganancias para los traficantes y los que manejan los hilos del planeta; de que el afán por controlar ese jugoso mercado ha desatado uno de los fenómenos de violencia más tenebrosos de la historia humanidad, lo que a su vez ha granjeado una cantidad de muertos centenas de veces superior a la generada por los problemas de salud que pretende evitar esa misma prohibición; de que las utilidades de allí derivadas permiten los niveles de corrupción necesarios para socavar las instituciones y permitir que toda esos actos violentos permanezcan impunes; de que abanderar la causa prohibicionista convierte al que lo hace en cómplice e idiota útil, no sólo de los narcotraficantes, sino de aquellos otros, los del complot más colosal y espeluznante en contra del avance social del género humano jamás visto; de que habiendo la humanidad superado en buena parte las anteriores mafias, conformadas por reyes y jerarcas de la iglesia, hoy sucumbe ante esta nueva mafia que, sin traficar un solo gramo de droga, es capaz de mantener vigente a la madre de una inmensa cantidad de problemas del mundo: la prohibición de las drogas.

viernes, 3 de febrero de 2012

LA BIBLIOTECA DE BABEL

“Otro (libro) (…) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice  Oh tiempo tus pirámides”  La Biblioteca de Babel, Jorge Luis Borges

Un hombre llegó con un número infinito de amigos a un hotel de infinitas habitaciones. Las habitaciones estaban todas ocupada por infinitos huéspedes, por lo que el recepcionista negó el servicio.  El hombre, sin embargo, presentó esta solución: dígale a todos sus huéspedes que tomen el número de su habitación y lo multipliquen por dos, y se pasen a la habitación cuyo número coincida con el resultado.  De ese modo el de la habitación 1 pasó a la 2, el de la 2 a la 4, el de la 3 a la 6, el de la 4 a la 8, y  así quedaron libres todas las habitaciones marcadas con los infinitos números impares (1,3,5,7,…) dónde se pudieron alojar los infinitos amigos del hombre.  Metáfora del Hotel infinito


Astrofísicos y cosmólogos de todo el mundo intentan -valiéndose de la máquina conocida como acelerador de hadrones- recrear en Ginebra las condiciones primitivas de la creación del universo. Según las últimas informaciones, mediante esa complejísima máquina se han encontrado evidencias de la existencia de lo que esos mismos científicos han llamado la partícula de dios: el bosón de Higgs. No voy a hablar del bosón porque no tengo ni idea de mecánica cuántica. Pero siempre que veo programas televisivos para dummies, relacionados con ese tema, me hago muchísimas preguntas –las que les compartiré más adelante-, y a la vez los asocio con el cuento La Biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges, que es una especie de gran metáfora del universo. Así que los invito a que abran sus mentes, pues intentaré un juego de metáforas usando a Borges y mi física chapucera.

Voy a tratar de hacer una síntesis –una infinitamente burda, por supuesto- de ese fascinante cuento (tal vez el mejor para mí de este autor). Hay una biblioteca compuesta por un indefinido número de anaqueles hexagonales; cada uno de ellos contiene treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro contiene, cuatrocientas diez páginas; cada página cuarenta renglones; cada renglón ochenta caracteres.  Los caracteres están compuestos por las veintidós letras del alfabeto, la coma, el punto y el espacio (que separa las palabras).  

El texto de los libros, por otro lado, está conformado por todas las posibles combinaciones de esos veinticinco símbolos ortográficos, cuyo número es vastísimo pero finito (no hay dos libros iguales en la biblioteca).  En consecuencia, en la biblioteca está comprendido todo lo que es dable escribir: desde fárragos verbales e incoherencias (un libro se puede componer de una sola letra repetida desde la primera hasta la última página), pasando por la transcripción de todos los libros escritos o por escribir (y su traducción a todos los idiomas del mundo), hasta la solución de todos los problemas y las respuestas a todas las preguntas del universo: si algo existe, ahí estará escrito, descrito; sólo hay que encontrarlo en las interminables galerías, hecho con el que, según el narrador del cuento, “el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza”

“La Biblioteca es como algunos llaman al universo”. Así comienza el cuento y, al releerlo, advertí lo acertada de la frase a la luz de los últimos avances en física, particularmente en mecánica cuántica (de los que me entero a través de Discovery Channel y Nat Geo), cuyas implicaciones metafísicas veo cada vez más evidentes.  La vastedad del tema me obliga a referirme a sólo una de las materias de las que allí tratan –más bien a una fracción de ella-: los pluriversos o universos múltiples.

Nuevas teorías contemplan alternativas diferentes a la tradicional, la que habla de la singularidad del big bang. Para algunos de los cosmólogos que las defienden  no habría habido solamente una gran explosión inicial (antes de lo cual no había nada, sólo un punto de enorme energía), sino una serie eterna de constantes implosiones que habrían comprimido (calentado) y explosiones que habrían expandido (enfriado) múltiples universos, que se sucederían uno a otro. O bien –para otros- dos dimensiones paralelas que chocarían periódicamente (desde siempre y hasta siempre), dando origen a las explosiones y las implosiones. O bien, la promulgada por el cosmólogo estadounidense Alan Guth (tal vez la más fascinante): una serie infinita y eterna de big bangs que producirían, a su vez, infinitas y eternas burbujas (universos) –muchas de ellas simultáneas- cada una con sus leyes físicas particulares. (Las que, en la metáfora de Borges, corresponderían a los innumerables tomos de la biblioteca que no tendrían sentido: universos cuyos singulares códigos serían incompatibles con nuestra forma de vida, cuyas leyes particulares no harían sentido con las nuestras).

Renombrados cosmólogos y astrofísicos han llamado la atención acerca de las especialísimas condiciones que tuvo que tener, ya no La Tierra, sino incluso el universo que habitamos, para que pudiera florecer la vida como la conocemos: el equilibrio entre las cuatro fuerzas (gravedad, electromagnetismo, fuerza fuerte y fuerza débil) debe ser tan exacto que incluso muchos físicos reconocidos no ofrecen una explicación más admisible que la intervención divina.  Pero el hecho de que, como señala esta última teoría, existan infinitos universos, ofrece nuevas explicaciones referentes a simples resultados probabilísticos.

De hecho, y debido a las numerosas paradojas que nos ofrece el concepto de infinito, en un contexto de universos infinitos habría igual número de universos con ese delicado equilibrio (el tomo preciso de la Biblioteca que contiene las instrucciones exactas para recrear nuestras leyes físicas) que universos que no lo tuvieran. Podemos ir más allá: habría, entonces, infinitos universos en los que podría florecer vida, y entre ellos infinitos universos exactamente iguales a este en el que vivimos, y entre ellos infinitos universos en los que habría un planeta Tierra idéntico a este, y entre ellos infinitas historias evolutivas sin ninguna diferencia con la nuestra, y entre ellas infinitos dobles perfectos de todos nosotros, con los mismos recuerdos, los mismos defectos, los mismos caprichos y pasiones que nosotros. ¡Infinitos!.

Y su número -el de los dobles exactos (basándonos en las paradojas de la teoría de los números transfinitos de Georg Cantor)- sería exactamente igual al de todos los átomos infinitos que existen en todos esos universos infinitos juntos. ¿No lo creen? Hagan la prueba: emparejen a su primer doble perfecto con el primer átomo de este universo; y luego a los dos (átomo y doble perfecto) con el número natural 1.  Después hagan lo mismo con el segundo doble perfecto, el segundo átomo y el número natural 2, y sigan así…hasta el infinito. ¿Resultado?: el resultado es exactamente igual: infinito. Extraño ¿no?

Pero, ¿seríamos nosotros esos dobles? ¿Tendríamos infinitas conciencias? ¿O esos dobles serían sólo aglomeraciones de materia idénticas pero totalmente ajenas a nuestra conciencia? No lo sabemos. Incluso hay otro hecho: además de ser infinitos, los universos también serían eternos: se estarían formando desde siempre y para siempre.  Entonces, ¿ya vivimos antes? Es decir: ¿ya fuimos un ente sensible, con esta misma conciencia con que leemos estas líneas, en otra dimensión o en otro tiempo? O bien, ¿volveremos a vivir? Ante lo inconcebible -lo inconmensurable- de los números y los tiempos, parecería infinitamente absurdo pensar que no. Y en ese punto es en donde la ciencia tocaría a la religión. Pero no lo haría tanto con las religiones occidentales, con sus tiempos lineales, su principio y su final tan definidos, sino -sobre todo- con las corrientes orientales, tan familiarizadas con el concepto del eterno retorno (reencarnación, transmigración de las almas, día de Brahmán y noche de Brahmán, etc…).

Confieso que, contra toda la lógica del miedo a la muerte de un materialista como yo, la mera consideración de la posibilidad de vivir eternamente en los universos múltiples me hace sentir el mismo vértigo que la alternativa: morir eternamente. El hecho de que esa especie de vida eterna sea, haya sido, o fuere en otro universo, y que la materia de aquél no guarde ninguna relación con la de éste, me reconforta un poco, pues probablemente nunca lo sabría. Pero por momentos me siento como esos bribones de la historieta Supermán, condenados a errar eternamente en la inmensidad del espacio, atrapados en aquella burbuja: la zona fantasma.

Todo esto da una sensación entre la fascinación y el temor; cuando ya me acostumbraba a la idea de que todo se acababa con el big crunch, estos cosmólogos refinaron sus investigaciones hasta un punto en que, con cierto grado de verosimilitud, se pueden hacer este tipo de conjeturas, que son de una extravagancia alucinante, pavorosa. En ese orden de ideas, lo más probable es que las entrópicas leyes del azar, sin necesidad de ninguna intervención divina, hayan permitido la escritura coherente del tomo correspondiente a este universo, entre la caótica escritura de los infinitos tomos disparatados de los otros universos hostiles a nuestra forma de vida. Al respecto, el físico teórico Garret Lissi anotaba que para él era mucho más apasionante pensar que algo tremendamente simple, como el azar de las partículas, haya creado esta complejidad de universo, con vida racional (la nuestra) incluida, a que algo tremendamente complejo –digamos dios- hubiese creado algo mucho más simple que él mismo. 

No obstante, y teniendo en cuenta que en la Biblioteca de Borges están las respuestas a todos los interrogantes del universo, debe haber un libro que nos revele que quizás para algunos ese otro libro, el que contiene todas las instrucciones para la creación de nuestras vidas, y que debe estar refundido en algún sitio del insondable laberinto de anaqueles, ese sí, (¿por qué no?), no sería producto del azar y la necesidad y, en cambio, podría ser el verdadero libro escrito por quien tendría que ser el gran matemático (y el gran bibliotecario): dios.

En un caso u otro, implicaría que no nos acabaríamos para siempre (los estoy amenazando con la inmortalidad –pavor de Borges-). Para los creyentes, esa ilusión de vida eterna, y el rencuentro con los seres queridos, los acompaña y consuela siempre. En contraste, a nosotros, los desamparados materialistas, nos acompaña constantemente la angustia del final; quizás por eso busquemos en otras dimensiones de la vida, diferentes a las religiones, un sentido que nos haga sentirnos menos solos. Ahora, además, gracias a estos mesías tecnológicos, nos queda la posibilidad meramente materialista de la ordenada repetición infinita de nuestras vidas en los infinitos universos; “mi soledad se alegra con esa elegante esperanza”.