jueves, 22 de diciembre de 2011

ABRE LOS OJOS

“El fanatismo consiste en redoblar los esfuerzos cuando se han olvidado los objetivos” George Santayana

Cuando nos hablan de cirugías plásticas –o más propiamente del abuso de éstas- automáticamente pensamos en Michael Jackson, el ídolo del pop, cuya obsesión con este tipo de prácticas lo llevó a realizarse un número inverosímil de intervenciones, las que, sin embargo, el famoso cantante siempre desmintió. Lo cierto es que difícilmente se puede dejar de notar la diferencia entre las primeras imágenes que vimos de Michael, en las que lucía como un adolescente afroamericano promedio, dueño –incluso- de cierta apostura, y las correspondientes a sus últimos años de vida, en las que lucía con el aspecto de alguien escapado del plató de filmación de El Planeta de los Simios. Ese es el caso contrapuesto al de aquellas personas que, por enfermedad o accidente, han sufrido algún cambio  importante –e indeseado- en su apariencia, y que tienen en las cirugías estéticas una importante alternativa de rehabilitación física y psicológica.



La cinta española Abre los Ojos –cuyo remake hollywoodense Vanilla Sky, con todo y Tom Cruise a bordo, no le llega ni a los tobillos- toca el punto que nos interesa de una manera sobrecogedora. César, el mujeriego y apuesto protagonista, sufre un terrible accidente automovilístico, a consecuencia del cual su rostro queda horrorosamente desfigurado. En adelante su vida da un giro de 180 grados: un proyecto de novia lo deja para emparejarse con su mejor amigo; sus socios, en la próspera empresa que ha heredado, le hacen una encerrona; su antiguamente agitada vida social, desaparece. Tal es su estado de desesperación, que opta por una alternativa extrema: obedece a los cantos de sirena de una empresa que ofrece una tecnología de vanguardia: la crionización. La promesa consiste en congelarlo en ese presente aciago, para luego descongelarlo y reanimarlo en un futuro cuyos avances médicos permitan una reconstrucción aceptable de su cara.

Dejaré hasta ahí la reseña de este interesante thriller psicológico para motivar a los lectores a que la vean. Seguiré con el otro extremo: los miles de Michael Jacksons que en el mundo son. Sí: aunque Michael es el mutante por antonomasia, no hay que hacer mucho esfuerzo para encontrar en internet galerías de famosos que cambiaron la alternativa de envejecer dignamente por el espejismo de la eterna juventud. Hermosas mujeres, que antes componían las fantasías sexuales de millones, han devenido ahora en espantosos esperpentos que hacen correr a los niños. El mundo moderno, con sus innúmeras presiones estéticas (lo que sea que se entienda por estético en la era contemporánea), ha creado ese nuevo género de enfermedades psicológicas que no permiten, a los afectados, darse cuenta de la verdadera degradación su propio cuerpo a costa de las medidas tomadas –irónicamente-para embellecerlo (la anorexia, por ejemplo).


Pero, lejos de lo que cualquiera pudiera pensar, el asunto no es privativo de famosas estrellas de la farándula que viven de su imagen física.  Cada vez es más frecuente encontrarse, camino a la tienda de la esquina, a un monstruo que lo saluda a uno al pasar, y que posteriormente ingresa en la casa vecina (donde solía vivir una respetable dama muy dueña y señora de sus cincuenta años).  Los cirujanos plásticos están, por supuesto, viviendo su sueño dorado: diabólicos arlequines que deberían demandarlos por la falta de ética que implica el hecho de haber accedido a operarlos compulsivamente, les giran, en cambio, jugosas sumas de dinero.

El equilibrio se ha perdido: si bien en la antigüedad eran frecuentes las historias y leyendas que hablaban de la Fuente de la Juventud, el Elixir de la Vida o la Piedra Filosofal, muchas culturas privilegiaban la vejez sobre la juventud en muchos aspectos. Asambleas que tomaban trascendentales decisiones eran generalmente conformadas por ancianos, cuyas opiniones eran respetadas y ponderadas por los más jóvenes. El sólo hecho de llegar a una edad avanzada, en una época en que la expectativa de vida frisaba en un tercio de la actual, comportaba una hazaña digna de admiración.  Es posible que las facilidades derivadas de los actuales avances de la medicina hayan banalizado la dignidad que debería, merecidamente, acompañar a la ancianidad.



El hecho infortunado es que la actual dictadura de la carne fresca es una realidad. Y paulatinamente invade cada vez más esferas de nuestra vida: estamos sitiados por anuncios de cremas adelgazantes que sirven para todo menos para adelgazar,  de pastillas quemadoras de grasa que incrementan el metabolismo a niveles peligrosísimos, de aparatos de gimnasia caseros de todas la formas y colores que a la postre cumplen su real función de costosos percheros, de cremas antiarrugas, de comida light, de métodos de meditación express escritos por todos los Depak Chopras del mundo, de talismanes,  de batidos, de terapia eléctrica, de dietas de todos los tipos (de los asteriscos, del brócoli, del atún con piña), de costosas suscripciones a rimbombantes centros médicos deportivos (antes llamados, más modestamente, gimnasios), de tratamientos láser, de dosis de bótox, de peelings, de liftings, de vacumterapias, y de una interminable lista de mecanismos mágicos que juran convertirnos en personas más jóvenes y –por ende- más deseables.

Y no es que diga que todo eso esté mal.  Cada quien es libre de proyectar la imagen que crea conveniente. Muchas veces, sobre todo en lo tocante a los ejercicios físicos moderados, estas maneras de arrancarle un bocado de juventud al tiempo traen aparejados beneficios en el plano de la salud, particularmente convenientes por su efectividad y ausencia de efectos colaterales perjudiciales. Ayudarse dosificadamente en el cuidado corporal cosmético puede ser, de hecho, conveniente para la autoestima: sé que a cualquiera de nosotros le gustaría más compartir un rato de conversación con la todavía bella figura de la septuagenaria Sophia Loren, en lugar de hacerlo con el grotesco mamarracho en que se ha convertido el otrora símbolo sexual Brigitte Bardot.



El problema es –como siempre- cuando el asunto pasa al nivel del fanatismo. El fanatismo es uno de los males más dañinos que ha inventado el ser humano: se alimenta de los venenos de la envidia, la intolerancia, la frivolidad y la estupidez. Y es, al parecer, altamente contagioso. E incurable: no hay razonamiento en el mundo capaz de convencer a esos pobres seres humanos, patológicamente inconformes con su aspecto terrenal, de no convertirse en lastimosos miembros de bestiarios fabulosos. Y tampoco –me temo- habrá dinero capaz de pagar un talento médico que, por ahora, logre devolver a algunos de esos espantajos arrepentidos su fachada original. En todo caso, supongo que esa misma situación hará que algún aventajado de los negocios saque buen provecho de todo esto: ¡atención!: urge la creación de buenas y numerosas compañías de crionización. 

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