lunes, 9 de mayo de 2011

EL CARTEL DE LOS SAPOS

“Mi libertad termina donde empieza la de los demás”
Tomás de Aquino

Es 14 de febrero y 7 cuerpos acribillados son encontrados en las afueras de una bodega.  Hipótesis de las autoridades: ajuste de cuentas entre traficantes. Lo anterior se desarrolla en el marco de un país tomado por la mafia: la complicidad de la  clase política y las autoridades es evidente; los homicidios han aumentado 78%; 30.000 personas han resultado envenenadas por la fabricación pirata de la sustancia traficada; 100.000 más han sufrido graves alteraciones del organismo por la misma causa; 45.000 han sido detenidas por su relación con el negocio.  Los grandes capos, a su vez, se pasean en lujosos carros con voluptuosas mujeres y son el prototipo a imitar por los jóvenes que quieren dinero fácil. Además, imponen un estilo de vida envidiable para muchos y sus tentáculos han penetrado al poder público. ¿Medellín, Colombia 1989? No. ¿Sinaloa, México 2011? Tampoco.  En realidad se trata de “La masacre del día de San Valentín” en Chicago, E.E.U.U. 1929, y la sustancia, alcohol.
Era La Prohibición.  La ley Volstead, de 1920 prohibió producir, traficar o expender bebidas alcohólicas (que no consumirlas). En el lapso de 9 años E.E.U.U. presentaba las cifras arriba citadas. ¿Qué pasó después? Ante el abrumador fracaso de la guerra contra el alcohol, el presidente Roosevelt derogó la ley, y las cosas retornaron casi enseguida a su estado anterior. Hoy, se consigue alcohol de  calidad en todos los estados de La Unión, su expendio está regulado; el número de casos de ceguera o muerte por adulteración es despreciable, al igual que el de los presos por  traficarlo o expenderlo;  los asesinatos entre miembros de bandas traficantes desaparecieron junto con éstas.
¿Qué pasaría si hacemos ahora lo mismo con las demás drogas? Aún  hay mucha resistencia.   Para no hablar de religión y moral (tema de un debate estéril, dada la subjetividad de su naturaleza), está lo de la violencia: algunos actos delictivos son cometidos por consumidores de drogas ilícitas, lo que es registrado y recalcado por autoridades y medios de comunicación. No obstante, casi ningún consumidor comete actos delictivos. Y eso no se registra.  La relación causa-efecto es, por tanto, débil.  Es una falacia.  Podríamos empezar a relacionar a delincuentes que consumieron cafeína (un alcaloide, que puede causar ansiedad e irritabilidad) antes de su fechoría. Seguramente arrojaría un porcentaje mayor. O hamburguesas. Sin embargo a nadie se le ocurre que una cosa lleve a la otra.  ¿Por qué no pensar, por ejemplo, que alguien incompetente, que sólo sabe robar, deriva esa frustración hacia el consumo de drogas y no al revés?
En contraste, las mafias, que existen gracias a la prohibición, sí generan una increíble violencia. Y costo penitenciario. Y corrupción a todos los niveles con el dinero sucio.
¿El aumento en el consumo? Parafraseemos a Escohotado: en China, cuando fue legal, el consumo de opio bajó; en E.E.U.U. La Prohibición no redujo ni en un 30% el consumo de alcohol; en Holanda, donde la venta de marihuana es legal, el consumo de esta hierba bajó, y en las otras drogas, más duras, cuya persecución es casi nominal, hay menos casos de sobredosis con respecto al resto de Europa.
En cambio, es un hecho que hacia principios del siglo XX los principales consumidores de drogas eran personas mayores que lo hacían para divertirse. Una vez esas sustancias fueron ilegales, su status cambió y los mayores consumidores empezaron a ser adolescentes: por estrategia genética un individuo joven debe entrar pisando fuerte al mundo de los adultos. Para mostrarse. ¿Y qué mejor oportunidad que desafiando a la ley o transgrediendo las normas? Esa actitud hace que los excesos  de consumo (donde reside el verdadero peligro para la salud) se multipliquen en esta población mentalmente más vulnerable, en contraste con el controlado consumo de aquellos adultos de los albores del siglo pasado, entre los que no se presentaban apenas casos de sobredosis.
Y está lo de la calidad.  Los consumidores actuales, debido a la prohibición, tienen una oferta de productos de pésima factura. Su carácter clandestino facilita el descontrol en los ingredientes, en las condiciones de higiene o en su nivel de toxicidad (como el alcohol en 1929). ¿No sería mejor que las drogas, como se hace con el tabaco, fueran sometidas a controles de calidad, en su empaque se advirtiera sobre los efectos nocivos de su abuso, se regulara la cantidad máxima de ciertos ingredientes y pudieran comprarse en entornos seguros no ligados al bajo mundo? De todos modos se podría escoger consumir drogas más tóxicas, pero creo que estaría más relacionado con el poder adquisitivo que con el gusto. Entre los bebedores actuales casi nadie quiere tomar alcohol antiséptico con gaseosa (aunque la borrachera es rápida y barata). Todos aspiran a tomar, digamos, Whisky escocés de 12 años.
Finalmente queda la parte del Derecho.  Por principios generales, no es congruente prohibir a nadie ejecutar un acto que no involucre perjuicio a un tercero.  Consumir drogas afecta sólo al consumidor.  Y si afecta a su entorno familiar, lo hace en la misma medida que puede hacerlo practicar deportes de alto riesgo, que puede derivar en traumatismos fatales; o consumir en exceso grasas trans o azúcar, que pueden ocasionar accidentes cerebro-vasculares o diabetes.  Y nada de eso se prohíbe. La prohibición de drogas es intromisión del Estado en la vida privada de los ciudadanos. Y muchos representantes de éste se inmiscuyen: la doble moral de lo políticamente correcto.
No soy consumidor de drogas ilícitas, pero reivindico el derecho de los ciudadanos que han decidido, en pleno uso de sus libertades individuales, consumirlas. Algo que a nadie más le incumbe. Sapo llamamos en Colombia a un delator. De ahí el título de la novela del colombiano Andrés López: “El Cartel de los Sapos”, que versa sobre narcotraficantes que delatan a otros narcotraficantes a cambio de rebajas en sus condenas.  Pero también llamamos así a quien se mete en lo que no le importa. Algunos políticos, esos que quieren hacer proselitismo barato a partir de oportunistas cruzadas moralizantes y de predicamentos puritanos que, en muchos casos, ni siquiera ellos mismos cumplen, son los que conforman el verdadero cartel de los sapos.

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