Ahora resulta que, según la
revista Semana, el ciclista
colombiano Rigoberto Urán “toca la gloria en Londres”; y “consiguió una hazaña
histórica para el país”. Otros medios hablan de “proeza” para referirse a la
obtención de la medalla de plata, por parte del deportista, en la modalidadciclismo en ruta en el marco de los Juegos Olímpicos
2012. Algunos periodistas más, especialistas en fabricar estrellas en un
parpadeo, entrevistan a celebridades recién salidas del horno, como la madre y
la hermana del ciclista, quienes nos sorprenden con las revelaciones de que se
pusieron contentas con el triunfo de su familiar, de que él quería ganar,
además de confiarnos la hora en la que se acostaron la noche anterior a la
carrera.
El presidente Santos, a su turno, festeja
exultante (“¡qué maravilla!”) el hecho de que Urán llegó de segundo (es decir,
que perdió; pero con Santos estamos acostumbrados a que casi lograr algo -y
fracasar en el intento- sea presentado como un triunfo demoledor). Noticieros
de televisión, a menos de 24 horas de haberse inaugurado los juegos, destacan
en medio de una gritería altisonante que Colombia ocupa uno de los diez
primeros puestos en el cuadro de medallas. Caravanas de perturbados mentales
interrumpen la paz del sábado en la mañana con una ruidosa pitadera, mientras
blanden orgullosos el pabellón nacional.
Tal es el ambiente que se vive hoy en todo el territorio
nacional: orgullo patrio; exaltación de la raza superior colombiana, de la malicia
indígena, de la verraquera, del trabajo duro que nos caracteriza, de la
“enjundia”, como diría Pacho Maturana. Curiosa manera de reaccionar
ante el evento de ganar una medalla de plata olímpica; evento que ya se ha dado
varias veces antes y que, de hecho, fue superado cuando María Isabel Urrutia se
hizo con la de oro en una competición anterior. Pero mucho más extraño es que
la actuación del ciclista sea calificada de “proeza” y de “hazaña” por el mismo
medio de comunicación que nos informa que el tipo tuvo un descuido y, por eso,
estropeó la victoria.
Esa pasión por festejar histéricamente insignificantes triunfos
morales (hemos ganado sólo una de alrededor de 900 medallas que se repartirán
en las justas londinenses; y de todos modos ni siquiera es de oro), de celebrar
nuestra legendaria pasión por ser segundones, me recuerda al falso documental Borat. En éste, la nación de Kazajistán envía a
Estados Unidos, no a su mejor periodista, sino a su segundo mejor periodista,
con el fin de que recabe información acerca del modo de vida americano. Dicha
información, según el plan, redundará en el incremento en la calidad de vida de
los habitantes del anónimo país. Pero lo que nos presenta la cinta en realidad,
a través de un humor de pésimo gusto, pero no carente de sarcasmo, son las
contradicciones y estupideces de los gringos, que se creen superiores en todos
los campos, especialmente frente a repúblicas, según ellos, bárbaras.
Así nosotros, que nos ufanamos ahora de
exigentes frente a las gestiones de los funcionarios públicos, que nos
indignamos con tanta facilidad en las redes sociales, y que, además, nos
creemos superiores a todo el mundo (por misteriosas razones), aplaudimos a
rabiar la mediocridad cuando rozamos el éxito con remedos de heroicidades, con
logros de pacotilla. Esas actitudes conformistas las leen con meridiana
claridad los bribones que nos gobiernan. Y por eso nos enrostran el simple
cumplimiento del deber como una gesta épica. Y exactamente así lo asimilamos:
un funcionario que no saquee al erario público es, automáticamente, considerado
un héroe. Llegamos incluso al colmo de que si el funcionario cumple bien sólo
una de sus funciones, pero incumple clamorosamente las demás, lo consideramos
un ejemplo; o díganme si ese no es el caso que estamos viviendo con el actual
procurador.
Pero lo más irónico de todo es que fue
precisamente a manos del ignoto Kazajistán (Colombia al menos es famosa
mundialmente por la ilegalidad de algunas de sus exportaciones y por la
brutalidad de sus ciudadanos) que perdimos la medalla de oro (“perdimos”: ya
caí yo también en la trampa). Ignoro si en Kazajistán se paralizó el país
porque Alexandr Vinokourov ganó la medalla de oro. Sospecho que ni de cerca
pasó algo parecido, pero no puedo comprobarlo; primero porque no conozco el
nombre de ningún periódico kazajo para investigarlo; y segundo, y más
importante, porque no entiendo ni ruso ni kazajo, los dos idiomas predominantes
en ese país.
Con todo, de haber ocurrido, no sería tan
estúpido como el caso nuestro: además de que ellos sí ganaron la competencia -y
se hicieron con la medalla de oro- cuentan con escasamente la tercera parte de
la población de la que disponemos aquí. Lo anterior, unido al hecho de que en
su corta historia reciente como nación (declaró su independencia apenas en
1991), y habiendo participado solamente en cinco olimpiadas, en las que ha
conseguido ganar cuarenta medallas olímpicas (diez de ellas de oro), hace que
las doce medallas de Colombia (una sola dorada), en diecinueve participaciones,
se vean ridículamente paupérrimas.
Creo que esta memorable colección de victorias de hojalata y de
glorias de relumbrón -que es Colombia- tiene mucho que aprenderle a la modesta,
pero eficiente (al menos en materia olímpica), nación de Kazajistán. Brincamos en
una pata, como si fuera la gran vaina, nuestra posición en el cuadro de
medallas -cuando apenas se ha disputado el 1% de las competencias programadas-
pero olvidamos aclarar que arriba de nosotros no sólo está la milenaria
China, sino también Kazajistán -¡Kazajistán!-.
Apaga y vámonos.
@samrosacruz