Voy a contarles como me hice rico. No
fue a las patadas, sino con Patada. Sí, Patada (Pame, Tato, David),
así le pusimos, en clave de broma, a la sociedad de tres amigos que, en materia
de negocios, era la ídem. Se no ocurrían ideas sensacionales que, para nuestra
desgracia económica, llevábamos a cabo, porque, indefectiblemente, terminaban
en una bancarrota.
Una vez -hijos al fin y al cabo del
malandrín país que nos parió-, se nos ocurrió comprar boletas de más para el
esperado partido Junior-Boca Juniors, con el objeto de revenderlas a la entrada
del estadio Metropolitano de Barranquilla. Una vez urdida y llevada a cabo la
primera parte del plan (comprar las boletas), faltaba la segunda (nada menos
que venderlas), para lo cual contábamos con nuestra natural vocación de pésimos
visionarios. Recuerdo que llegamos al estadio y, antes de un minuto, pasó un
viejo -uno de esos curtidos vendedores ambulantes de mangos, que con seguridad
no era la primera vez que veía a un trío de Bill Gates de parqueadero, como
nosotros-, y nos dijo: "No joda, si aquí hay boletas como mondá en
cumbiamba". En efecto: estábamos rodeados de revendedores profesionales
que remataban boletas a menos de la mitad de su precio original. Finalmente no
nos fue posible deshacernos de las dichosas boletas ni regalándolas.
En otra ocasión -muchachos emprendedores
nosotros- decidimos que podríamos enriquecernos montando una venta de cervezas
en la Batalla de Flores del carnaval de Barranquilla. Esa vez tomamos la senda
de la transparencia, y pedimos un permiso a la Secretaría de Gobierno
Distrital, ocupada a la sazón por un tío mío. Permiso en mano, conseguimos unos
toneles viejos, hielo en cantidades antárticas, cervezas como para emborrachar
al ejército chino, y nos encaminamos, junto a dos ayudantes, a la Vía 40. No
pasó mucho tiempo antes de que una vieja cascarrabias -la única competencia
legal que teníamos-, con el argumento de que ella era la legítima dueña de la
concesión, nos echara a la policía. Así era: por una confusión habíamos llegado
a la esquina equivocada (la nuestra era la siguiente). Nunca en mi vida, ni
siquiera en una película sueca, he visto tanta diligencia, tanta eficiencia, en
unos agentes de la policía: en menos de dos minutos nuestro puesto había sido
desmantelado, y nuestras cervezas adoquinaban los jardines de la cuadra. Todo
eso ante la mirada indiferente de decenas de vendedores que, sin tener permiso
siquiera de sus cónyuges, vendían cervezas alegremente a nuestro lado.
Convengamos en que, independientemente del incidente policial, y si de lo que
se trataba era de hacerse rico, recurrir a la única opción que tiene más de la
mitad de la población colombiana -el empleo informal, el rebusque- no fue la
idea más brillante. Eso fue hace doce años largos, y el mes pasado me tomé la
última de las cervezas que nos sobraron de tan formidable empresa.
Por físico pudor de homo sapiens omito
otros ejemplos de pericia para el fracaso comercial. Sin embargo, debo aclarar,
a estas alturas del artículo, que esa aptitud para la quiebra no parece ser
innata, sino adquirida: cuando yo era niño, alguien en la casa compró un juego
de mesa llamado Bancarrota, que
-perfecta antítesis del archiconocido Hágase
rico- consistía en malbaratar el capital inicial antes de que los otros
jugadores lo hicieran, para así ganar el juego. Esa influencia, a tan temprana
edad, pudo ser definitiva. Y si a lo anterior agregamos que estamos en un país
de pésimas experiencias en el campo del “emprendimiento”, se completa la
ecuación de mi fracaso financiero.
Todo emprendedor en Colombia, con
excepción de hijos de presidentes de la república, que, haciendo gala de una
elaborada intuición empresarial, tienen la oportunidad de mandar a hacer
decretos que les permitan comprar metros cuadrados de tierra y después
venderlos con una módica adición al precio de dos ceros a la derecha, con
excepción de ellos, digo, todo emprendedor colombiano termina en la ruina.
Bueno, de acuerdo, hay otras excepciones: los emprendedores en política; o los
profetas de sectas religiosas recién salidas del horno.
Volviendo a Patada, aquella sofisticada
y aceitada máquina de perder plata, debo reconocer que los negocios no son lo
mío. Antes, todos los días se me ocurrían miles de maravillosas ideas de
negocios que, por fortuna, casi nunca concretaba. En buena hora perdí la
costumbre de creer que en mi cerebro vivía arrendado Warren Buffett. Ahora
estoy convencido de que la mejor forma de mantenerme rico -o por lo menos de no
perder lo que tengo, porque rico (de plata) no soy- es la de ser la antítesis
del emprendedor. Eso, sin duda, me ha salvado de la permanente quiebra
financiera. Pero, por otro lado, no puedo negar que de esa época de Patada,
cuando perdía dinero a manos llenas, me quedó un multimillonario patrimonio
espiritual, conformado por recuerdos que son de los mejores de toda mi vida.
Aquello era vivir la vida al lado de dos amigos entrañables, con quienes era un
verdadero placer cualquier cosa. A veces hasta el mismísimo hecho de perder
plata.
Y esas amistades constituyen la
verdadera riqueza de la vida.
@samrosacruz
@samrosacruz
Bacano, gracioso y sentido, Pame. ¡Qué articulazo!
ResponderEliminarGracias Juan David. Un abrazo.
ResponderEliminarMe consta, pero yo creo que Uds. lo hacían a próposito. El Objetivo nunca fue el negocio o un fin lucrativo. Era la excusa perfecta para Pasarla Rico, son pena de no hacerse Rico. Javier Redondo
ResponderEliminarCreo, Javier querido, compadre querido, que tienes razón.
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