Yo no sé qué sería de mi vida si llegara a un país que no es el mío con
apenas veinte dólares de lástima en el bolsillo, y sin ninguna isla de
náufragos en el horizonte laboral. Pero sucede que yo no soy Gabriel García
Márquez, y en cambio él sí lo era cuando arribó a México el dos de julio de
1961, destinado a ingresar para siempre en el olimpo de los genios de la literatura
universal. Llegó con Mercedes, su esposa, con su hijo Rodrigo, y con la excusa
de quedarse toda la vida allí por cuenta de un arroz amarillo que les sirvieron
en la primera fonda a la que entraron, para así lograr la distancia que
necesitaba con su propia nostalgia y, de ese modo, poder empezar a escribir, después
del giro en U más afortunado de la historia de las letras -que privaría a su
familia de unas vacaciones de playa largamente esperadas-, la obra maestra
literaria más asombrosa del siglo veinte.
Pero es que eso era él -cosa que compruebo en cada
una de las líneas que escribió, y que yo leo y releo con una devoción que ya
quisiera Alá para sus guerreros muyahidines-: un orfebre preciosista del arte
de contar historias, que fue educado, de la manera más cruel posible, para
soñar: en los delirios feraces de su abuela Tranquilina Iguarán Cotes, en los
recuerdos de gloria de su abuelo Nicolás Márquez Mejía. Y que además fue
incapaz de contener el indomable deseo de restregarle al mundo entero, tecla
por tecla, el prodigio inverosímil de haber vivido la vida caribe que le tocó
en suerte.
Con seguridad fue por eso, y no por los motivos
mezquinos que unos cuantos envidiosos le endilgan, que esas penurias
económicas, esas incertidumbres profesionales -que en realidad siempre fueron
certezas definitivas- nunca doblegaron su inquebrantable deseo de vivir
exclusivamente de lo que él llamó, con toda razón, “el oficio más bello del
mundo”: escribir. Escribir el torrente inagotable de sucesos que, a pesar de su
mente portentosa, o precisamente gracias a ella misma, impresionaban su cerebro
de niño tímido con la fuerza de un huracán.
Un oficio a través del que me reveló, con más
fidelidad que cualquier fotografía o anécdota de familia, cómo fue la vida de
mis propios padres a mediados del siglo pasado en Soledad, ese pueblo que era
una réplica idéntica de Macondo, repetido cientos de veces en el espejo mágico
de todos los otros pueblos de la costa caribe colombiana, y a cuyos habitantes
de antaño ellos, mis padres, durante los almuerzos de mi infancia, les encontraban
las correspondencias perfectas con los personajes de Cien años de soledad.
Un oficio que le permitió develarme a mí, y a todo
el que haya tenido la fortuna y el buen sentido de leerlo, las costuras
escondidas de los mejores libros de la historia; las claves insospechadas de
los muchos géneros musicales que a él, como a mí, le alegraban el espíritu; los
inagotables ángulos con los que se puede descifrar la realidad de este país
devastado, desde antes de su propio nacimiento, por un fratricidio absurdo; los
secretos mejor guardados del corazón humano, fuesen éstos virtudes dignas de
los arcángeles más bondadosos o miserias propias de los mefistófeles más
despreciables. Y sobre todo la revelación deslumbrante e incontrovertible de
que la fuerza más poderosa del universo es el amor.
A mí sinceramente no me importa, como a tantos,
cuál era la filiación política de Gabo -como solían llamarlo sus amigos más
cercanos-, pues además de que -cualquiera que hubiese sido ésta- no lo definía
como ser humano, nada en esta vida podría darme la autoridad moral para afirmar
que en eso él estaba equivocado, y que una filiación contraria, aunque me
hubiese sido revelada en el monte Sinaí, debería ser la correcta.
Porque, por otro lado, tampoco tendría la descarada
arrogancia intelectual de pretender refutarle unas ideas que se formaron en su
mente después de su infancia repleta fantasmas instruidos en todos los temas de
la vida; de su adolescencia signada por las necesidades económicas y las
disfunciones familiares; de su joven adultez, atravesada por las turbulencias
políticas del siglo más loco de todos cuantos en este planeta extraordinario
han sido; de su madurez de gitano ilustrado, que lo mantuvo errando de un lado
a otro buscando el amor que ya de todos modos había encontrado en aquella niña
de nueve años que se le aparecía diciéndole “ojos de perro azul” en los sueños
de sus noches de pobreza inmarcesible; de la clarividencia de escritor
consagrado que lo llevó a recibir, liqui liqui de por medio, el premio más prestigioso
de las letras del mundo, de manos del mismísimo rey de Suecia; de su vejez
manchada por la ignominia de una amnesia oprobiosa, que es la prueba fehaciente
de que esta es una vida injusta que premia y castiga a la topa tolondra, y del
modo más brutal concebible, a sus indefensos usuarios.
Es por eso, Maestro amado, que hoy, cuando vas
ascendiendo al cielo de los inmortales, envuelto en tu gloriosa sábana guajira,
te veo en la acera opuesta, como tú también un día de mayo 1957 viste en el
bulevar de Saint Michel, en París, a Ernest Hemingway, pongo las manos en
bocina, como Tarzán de la selva, y te grito “Maeeeestro”, con la pueril
esperanza de que tú, comprendiendo que no puede haber otro maestro entre la
muchedumbre de almas que van subiendo contigo, me concedas un inmerecido, pero
meritorio, grito de “Adióooos amigo”.
Descansa en paz, Gabriel García Márquez de mi alma.
@samrosacruz
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