sábado, 19 de abril de 2014

MI GARCÍA MÁRQUEZ PERSONAL

Yo no sé qué sería de mi vida si llegara a un país que no es el mío con apenas veinte dólares de lástima en el bolsillo, y sin ninguna isla de náufragos en el horizonte laboral. Pero sucede que yo no soy Gabriel García Márquez, y en cambio él sí lo era cuando arribó a México el dos de julio de 1961, destinado a ingresar para siempre en el olimpo de los genios de la literatura universal. Llegó con Mercedes, su esposa, con su hijo Rodrigo, y con la excusa de quedarse toda la vida allí por cuenta de un arroz amarillo que les sirvieron en la primera fonda a la que entraron, para así lograr la distancia que necesitaba con su propia nostalgia y, de ese modo, poder empezar a escribir, después del giro en U más afortunado de la historia de las letras -que privaría a su familia de unas vacaciones de playa largamente esperadas-, la obra maestra literaria más asombrosa del siglo veinte.

Pero es que eso era él -cosa que compruebo en cada una de las líneas que escribió, y que yo leo y releo con una devoción que ya quisiera Alá para sus guerreros muyahidines-: un orfebre preciosista del arte de contar historias, que fue educado, de la manera más cruel posible, para soñar: en los delirios feraces de su abuela Tranquilina Iguarán Cotes, en los recuerdos de gloria de su abuelo Nicolás Márquez Mejía. Y que además fue incapaz de contener el indomable deseo de restregarle al mundo entero, tecla por tecla, el prodigio inverosímil de haber vivido la vida caribe que le tocó en suerte. 

Con seguridad fue por eso, y no por los motivos mezquinos que unos cuantos envidiosos le endilgan, que esas penurias económicas, esas incertidumbres profesionales -que en realidad siempre fueron certezas definitivas- nunca doblegaron su inquebrantable deseo de vivir exclusivamente de lo que él llamó, con toda razón, “el oficio más bello del mundo”: escribir. Escribir el torrente inagotable de sucesos que, a pesar de su mente portentosa, o precisamente gracias a ella misma, impresionaban su cerebro de niño tímido con la fuerza de un huracán.

Un oficio a través del que me reveló, con más fidelidad que cualquier fotografía o anécdota de familia, cómo fue la vida de mis propios padres a mediados del siglo pasado en Soledad, ese pueblo que era una réplica idéntica de Macondo, repetido cientos de veces en el espejo mágico de todos los otros pueblos de la costa caribe colombiana, y a cuyos habitantes de antaño ellos, mis padres, durante los almuerzos de mi infancia, les encontraban las correspondencias perfectas con los personajes de Cien años de soledad. 

Un oficio que le permitió develarme a mí, y a todo el que haya tenido la fortuna y el buen sentido de leerlo, las costuras escondidas de los mejores libros de la historia; las claves insospechadas de los muchos géneros musicales que a él, como a mí, le alegraban el espíritu; los inagotables ángulos con los que se puede descifrar la realidad de este país devastado, desde antes de su propio nacimiento, por un fratricidio absurdo; los secretos mejor guardados del corazón humano, fuesen éstos virtudes dignas de los arcángeles más bondadosos o miserias propias de los mefistófeles más despreciables. Y sobre todo la revelación deslumbrante e incontrovertible de que la fuerza más poderosa del universo es el amor.

A mí sinceramente no me importa, como a tantos, cuál era la filiación política de Gabo -como solían llamarlo sus amigos más cercanos-, pues además de que -cualquiera que hubiese sido ésta- no lo definía como ser humano, nada en esta vida podría darme la autoridad moral para afirmar que en eso él estaba equivocado, y que una filiación contraria, aunque me hubiese sido revelada en el monte Sinaí, debería ser la correcta. 

Porque, por otro lado, tampoco tendría la descarada arrogancia intelectual de pretender refutarle unas ideas que se formaron en su mente después de su infancia repleta fantasmas instruidos en todos los temas de la vida; de su adolescencia signada por las necesidades económicas y las disfunciones familiares; de su joven adultez, atravesada por las turbulencias políticas del siglo más loco de todos cuantos en este planeta extraordinario han sido; de su madurez de gitano ilustrado, que lo mantuvo errando de un lado a otro buscando el amor que ya de todos modos había encontrado en aquella niña de nueve años que se le aparecía diciéndole “ojos de perro azul” en los sueños de sus noches de pobreza inmarcesible; de la clarividencia de escritor consagrado que lo llevó a recibir, liqui liqui de por medio, el premio más prestigioso de las letras del mundo, de manos del mismísimo rey de Suecia; de su vejez manchada por la ignominia de una amnesia oprobiosa, que es la prueba fehaciente de que esta es una vida injusta que premia y castiga a la topa tolondra, y del modo más brutal concebible, a sus indefensos usuarios.

Es por eso, Maestro amado, que hoy, cuando vas ascendiendo al cielo de los inmortales, envuelto en tu gloriosa sábana guajira, te veo en la acera opuesta, como tú también un día de mayo 1957 viste en el bulevar de Saint Michel, en París, a Ernest Hemingway, pongo las manos en bocina, como Tarzán de la selva, y te grito “Maeeeestro”, con la pueril esperanza de que tú, comprendiendo que no puede haber otro maestro entre la muchedumbre de almas que van subiendo contigo, me concedas un inmerecido, pero meritorio, grito de “Adióooos amigo”.

Descansa en paz, Gabriel García Márquez de mi alma.

 

@samrosacruz

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