miércoles, 11 de junio de 2014

TIRO AL BLANCO

No voy a votar por Zuluaga. Y no voy a hacerlo porque, como se sabe, es un candidato que ni siquiera tiene vida propia: es la marioneta de Uribe. Tal circunstancia nos depara dos escenarios posibles: si después de elegido Zuluaga decidiera gobernar por sí mismo, como lo hizo Santos, la anterior marioneta, nos enfrentaríamos a cuatro años de peloteras entre el presidente en ejercicio y uno de los dirigentes políticos más influyentes de este país. Y creo que no soy el único colombiano hastiado con esa situación. Pero además -mucho más importante- su gobierno sería una incertidumbre para todo el mundo: hasta el momento sólo lo hemos oído recitando el ideario de su jefe y nada de su propia cosecha, si es que la tiene. Y si, por el contrario, esta vez Uribe sí lograse gobernar en cuerpo ajeno, a través de OIZ, volveríamos al macabro período que vivimos entre 2002 y 2010. Y yo no estoy dispuesto a ser cómplice de un gobierno criminal.
Me dirán que exagero, pero no es así. Haré un rápido repaso -sin pretensiones de exhaustividad- de lo que pasó durante el gobierno de Uribe: temibles asesinos visitaron clandestinamente, y con la aquiescencia de importantes funcionarios, nada menos que la casa de gobierno, con fines que aún desconocemos a cabalidad; casi todos los personajes de la vida pública de este país, sobre todo si a la sazón eran adversarios ideológicos del presidente, fueron interceptados en sus comunicaciones privadas; el poder ejecutivo concentró cada vez más y más poderes, hasta el punto de  darse el lujo de casi desconocer la autoridad del poder judicial; la constitución del 91 fue reformada a punta de sobornos; el país retrocedió en materia de libertades individuales (la dosis personal de droga volvió a castigarse, por ejemplo); la alianza entre la clase política y la mafia llegó a su punto máximo. Y, por si fuera poco este rosario de perlas, durante ese tiempo asistimos a uno de los episodios más atroces de toda nuestra historia (y vaya que eso es mucho decir): los indolentemente llamados falsos positivos. No hace falta seguir. Esa realidad es el horror.
Llegado a este punto, es justo aclarar que tampoco voy a votar por Santos. Y no voy a hacerlo porque detrás de ese presidente, que tantos admiran hoy, se encuentra uno de los seres más mezquinos y oportunistas que he visto, dueño de la habilidad del capo de la mafia que logra salir completamente seco cuando el agua que él mismo ha ayudado a ensuciar salpica a los demás. Un hombre que es una especie de veleta que gira de acuerdo a los vientos políticos que le son más favorables, que usa a las personas mientras le son útiles, para después abandonarlas a su suerte: nada más hay que recordar las bellezas que hablaba de Álvaro Uribe, cuando necesitaba de sus votos en las pasadas elecciones presidenciales (“el mejor presidente de Colombia en toda su historia”), y las barbaridades que de Uribe  y de su gobierno –del que él mismo hizo parte importantísima- dice ahora.

Como ministro, Santos ha sido cómplice desde hace veinte años del caos social que vivimos, a través de las sucesivas carteras en las que se ha desempeñado en diferentes administraciones, entre ellas nada menos que la de Hacienda. Tampoco hay que olvidar que él era el ministro de defensa cuando se desató el escándalo al que me referí arriba: las ejecuciones a sangre fría de civiles inocentes. Y a pesar de que le doy el beneficio de la duda respecto a una eventual complicidad de esos crímenes de lesa humanidad, me es imposible desvincularlo completamente de responsabilidades.

Como presidente, ha sido un tramposo que juega al ensayo y error con sus gobernados, apoyando iniciativas impresentables que viajan soterradas, y apostando a meterle a la opinión pública gato por liebre en todas sus declaraciones. Y ya ustedes saben a qué me refiero con esto: las promesas incumplidas de viviendas gratis para los colombianos más pobres, la manera infame como ha tratado los paros agrarios –llegando al punto de negar la existencia de alguno de ellos-, su complicidad casi delincuencial con la fallida reforma a la justicia, la forma descarada como se sirve del erario para lograr apoyos de todas las índoles, desde los gamonales más sucios  hasta los grandes medios de comunicación, la farsa demagógica en la que se ha embarcado en la semana previa a las elecciones, a través de una verdadera feria de promesas para sus cuatro años siguientes de gobierno sobre temas que le importaron un bledo los cuatro años anteriores.

Su único, pero apenas supuesto, punto a favor, la firma de un tratado de paz con las Farc, hace agua por todas partes: para no ir muy lejos, un par de días atrás Timochenko, el jefe máximo de esa guerrilla, declaró que sólo entregarían las armas si les daban el poder. Eso para no hablar de la lentitud del proceso mismo, de sus inciertos resultados prácticos cuando finalice la etapa teórica –si es que eso sucede algún  día-: ¿qué harán esos ocho, diez, doce mil hombres sin su fuente de sustento? ¿Engrosarán bacrims? Todo esto, para no hablar de la increíble improvisación que ha sido todo este montaje de La Habana: la forma en que se ha llevado a cabo da la impresión de que no se hizo buscando una verdadera mejora en la calidad de vida del pueblo colombiano, sino en un simple y desaforado afán de gloria personal.

Dejaré hasta ahí esta realidad sucia, mezquina, oportunista, mentirosa, manipuladora e irresponsable que representa este sujeto. Y agregaré que, tal como en el caso de Zuluaga, tampoco estoy dispuesto a ser cómplice de otro gobierno al que también considero criminal.

Ante este escenario, francamente desolador, podría abstenerme de ir a votar el domingo, como una forma de protesta. Pero esa sería una señal ambigua, que podría confundirse con la simple pereza del desplazamiento, con la incapacidad transitoria o permanente para hacerlo, o con la intimidación por parte de terceros para impedir mi voto libre. La democracia es un sistema que necesariamente debe ir adaptándose a los tiempos, para que tienda a la perfección, pero que siempre será imperfecto. Y siendo la colombiana una de las democracias más imperfectas que conozco, sólo me queda la salida del voto en blanco. Que votar en blanco es votar por Zuluaga, andan diciendo por ahí. No entiendo por qué: por allá en segundo de primaria me enseñaron a mí unas nociones de aritmética que todavía recuerdo: las manzanas no pueden sumarse a las peras. Que el voto en blanco no significa nada en la segunda vuelta, insiste otra versión callejera. Pues para mí sí. Significa que yo tuve la voluntad de levantarme de mi cama, que me tomé el trabajo de desplazarme hasta mi sitio de votación, que nadie me pagó por ejercer mi derecho (¿quién compra votos en blanco?), y que al final ninguno de ese par de bribones, y de lo que representan (representan lo mismo: no sé por qué pelean ustedes), merece mi voto.

Entiendo que de ganar el voto en blanco no se repetirán las elecciones, y que alguno de los dos saldrá elegido el domingo así sea por dos votos contra uno, pero esa es mi manera de protestar contra una clase política parásita que le chupa la sangre sin compasión a este país. Esa es mi voz, mi forma de expresar democráticamente que no estoy obligado a escoger entre dos males, que no soy cómplice de unos criminales. Mi conciencia, o como se llame eso, no me lo permite: elíjanlos ustedes.


Yo voto en blanco.

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