miércoles, 18 de mayo de 2011

EL GATOPARDO

“Indudablemente es más fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre prolongada”  El Corazón de las Tinieblas, Joseph Conrad
El presidente Santos (que parece haber despertado de un largo sueño), reconoció la existencia de un conflicto armado en Colombia, cosa que había negado sistemáticamente  el gobierno anterior (del que él mismo hizo parte activa).  Al parecer, la intención de Santos, al reconocerlo, no fue otra que la de darle sentido a la ley de víctimas, cuya naturaleza busca restituir a los colombianos afectados por la delincuencia no común.
Al respecto, fue entrevistado radialmente Álvaro Uribe con el fin de conocer su opinión. Aparte de incitar a los entrevistadores retándolos a que le tocaran temas sensibles de su administración (AIS por ejemplo), para los que el ex presidente siempre tiene explicaciones referentes al candor de sus ex-subordinados (impolutos y transparentes políticos profesionales colombianos), se mostró notoriamente indignado por la decisión de Santos.
Para Uribe es inconveniente –e impresentable- que una situación que él califica como simple terrorismo (¿o capricho?), se le reconozca como conflicto armado pues, según él, se abre una puerta al status de beligerancia para estos grupos alzados en armas (según juristas reconocidos, ningún grupo subversivo colombiano reúne, ni de cerca, las características para clasificar a dicho status: no tienen control sobre una zona específica del territorio nacional: son trashumantes, para sólo poner un ejemplo.)  Todo esto, a pesar de que uno de los entrevistadores le recordó que el conflicto (o como quiera él llamarlo) data de la bicoca de hace 40 años largos.
Con su “afán de patria” y “angustia de patria” (siempre de patria), Uribe argumenta que la situación colombiana difiere de la de muchas naciones vecinas: no son lo mismo los denominados insurgentes que luchaban contra sanguinarias dictaduras de América latina, que estos grupos terroristas dedicados al narcotráfico, la extorsión y el secuestro, que disfrazan sus fechorías con la forma de lucha armada insurgente. Y ciertamente tiene un punto ahí: las guerrillas idealistas colombianas, surgidas en la segunda mitad del siglo pasado, han degenerado en gigantescas bandas criminales al mando de un grupúsculo de facinerosos mezquinos y sin escrúpulos.
Hasta ahí de acuerdo con Uribe. Pero una cosa es el hecho de que unos cuantos jefes guerrilleros  ordenen masacres, se lucren de  negocios ilícitos, y tengan a sus hijos estudiando en Suiza, y otra cosa es no ser capaz de identificar en dónde se origina la materia prima del grueso de las tropas que éstos dirigen.  Y es en este punto en el que hay que reconocer que hay un conflicto armado, y que éste tiene su génesis en el hambre y en la falta de oportunidades (salud, vivienda, educación: empleo) para llevar una vida digna.  Situación que empuja a muchos (otros simplemente tienen vocación de delincuentes) a aceptar el único empleo posible: guerrillero.  Con toda la subversión de valores que ello implica: aceptar el asesinato, el robo, la tortura y el secuestro como algo cotidiano.
Entiendo los motivos, pero no comparto la salida de la lucha armada subversiva.  Hay otros caminos democráticos, ya transitados por otros, que pueden conducir a lograr una democracia decente.  Pero la lucha armada ya está ahí, y hay que combatirla militarmente en el corto plazo.  Pero en el largo sería insensato seguir usando la misma estrategia bélica a la que hemos acudido, sin éxito, durante más de 40 años (“Es estúpido esperar resultados distintos haciendo siempre lo mismo”. Eso decía Albert Einstein, un tipo más inteligente que, digamos, Julio César Turbay).  Hay que quitarle la materia prima a esos perversos fabricantes de violencia: hay que acabar con la miseria.
Y está el otro lado de la moneda, el otro grupúsculo también fabricante de violencia: los dueños de los grandes conglomerados empresariales, es decir, los dueños del país.  No menos inescrupulosos que los jefes guerrilleros, estos cacaos, con  el fin de garantizar su voraz e insaciable concentración de riqueza, seducen a la clase política colombiana a la manera que se haría con cualquier ramera.  Y mucha de la clase política responde, también, así: como  lo haría cualquier ramera.
Lo anterior, unido al ya corriente hábito de la inmensa mayoría de los políticos colombianos de saquear al erario, hace que en Colombia exista una democracia nominal.  Los derechos ciudadanos  (salud, educación, pensión,  etc…) están escritos en la constitución; existen en derecho, pero no existen de hecho. 
Ahí es donde, entonces, se equivoca Uribe al reducir el conflicto a terrorismo simple.  Para algunos actores del conflicto sí lo es.  Claro: es un negocio.  Y muy bueno.  Pero para otros su justificación está en la lucha contra una plutocracia amangualada con cleptocracia, disfrazadas las dos de democracia. Contra la dictadura de super millonarios y ladrones.
Todo indica que esta espeluznante conspiración alcanzó un nivel casi todopoderoso durante el segundo cuatrenio de Uribe, cuando, por cuenta, entre otras cosas, de la reelección, tambaleó el Estado de Derecho con la eliminación de los contrapesos de poder necesarios para garantizar los derechos individuales.  Ahora se están destapando muchas ollas podridas, y lo paradójico es que Uribe fue elegido por una aplastante mayoría que esperaba un cambio: en las costumbres políticas, en la excesiva burocracia (fundiendo ministerios, por ejemplo) y, sobre todo, acabando a toda costa, por medio de una ofensiva militar costeada con el concurso de nuevos impuestos de guerra dirigidos a la clase pudiente, con la ley del terror a la que nos tenía sometidos la guerrilla. Todo, detrás del espejismo de la victoria militar.  Cambio que se produjo (¿sí?)  y desembocó en la reelección de Uribe, espoleada por la clase política y los grandes conglomerados, montados ambos en ese caballito de batalla.
Hay una novela escrita en 1957 por Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en la que la aristocracia de Sicilia, dadas ciertas circunstancias, acepta que sobrevenga un cambio, pero con el único fin de perpetuarse como tal.  A partir de ese momento, ese fenómeno se conoce como gatopardismo: "Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi" : "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".  La novela se llama “El Gatopardo

1 comentario:

  1. Excelente viejo Pame, ahora hagamos un artículo sobre la corrupción que está carcomiendo todos los cimientos de la sociedad y es causa de todos los males que tenemos los colombianos actualmente.

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