martes, 3 de mayo de 2011

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS



“Cuando el zorro oye gritar a la liebre siempre llega corriendo.  Pero no para ayudarla” Hannibal Lecter
Estamos acostumbrados a oír numerosos casos de asesinos en serie que, la mayoría de las veces, suceden en otras latitudes. Sin embargo, a veces no advertimos que Luis Alfredo Garavito y Pedro Alonso López tal vez no sean los únicos asesinos en serie colombianos.  Un criminal de este tipo, un asesino en serie, se define por tres características principales: modus operandi repetitivo, perfil similar de sus víctimas y una firma que los identifica.  Luego, en Colombia, no tenemos sólo dos, sino miles. Y están a la vista de todos, vanagloriándose de sus triquiñuelas y mofándose de nosotros. Como lo haría Ted Bundy, el astuto psicópata norteamericano que aterrorizó a Washington y Seattle en la década de los 70.
Estos asesinos en serie colombianos, matan gente de la manera más diversa: de inanición, por desatención en salud o propiciando enfrentamientos bélicos entre esa misma gente.  Sin embargo, su modus operandi sí es distintivo y repetitivo: el robo sistemático al erario público, que es la causa primaria de todas esas formas de muerte. ¿El perfil de víctimas? Todas de naturaleza similar: clase media o baja (masivamente).  Y para redondear el perfil, se aseguran de que sepan que fueron ellos, y nada más que ellos, quienes perpetraron el hecho.  ¿O acaso no tendremos, una vez finalizados, una placa conmemorativa de los trabajos de la calle 26 en Bogotá que nos informe y recuerde la identidad de sus autores? Además, no cometen sus fechorías por necesidad y, al parecer, son incapaces de sentir remordimientos o compasión. Como los psicópatas que son.
Todo esto me recuerda la novela (llevada después al cine) de Thomas Harris: “El Silencio de los Corderos”.  En ésta, el asesino (Jame Gumb, apodado Buffalo Bill por investigadores de Kansas City), captura a mujeres voluminosas, las retiene y las somete a un régimen de hambre que les suelta y ablanda la piel.  Posteriormente las mata y desolla para, finalmente, confeccionarse un traje con la piel de las víctimas. De otro lado, la investigadora del F.B.I., Clarice Starling, para atrapar al asesino, se ve obligada a pedir la ayuda de otro psicópata (confinado este): el psiquiatra Hannibal Lecter, cuyos crímenes son, acaso, más atroces que los del mismo Buffalo Bill.  Lecter ayuda a la detective a realizar un perfil psicológico de Buffalo Bill, pero al mismo tiempo penetra en la psiquis de Clarice y la induce a revivir recuerdos traumáticos de su infancia. En uno de ellos, Clarice se ve a sí misma impotente por salvar a los corderos que llevan al matadero y cuyos chillidos de terror la persiguen sin tregua en su mente.  Lecter le pregunta que si atrapando al asesino ella podría acallar los chillidos.
 Es casi imposible no vislumbrar la metáfora de la clase trabajadora colombiana dejando la piel en sus labores diarias para que, luego, una apreciable tajada de sus exiguos ingresos vaya a parar (vía IVA o Retención en la Fuente, por ejemplo) a la caja menor de inescrupulosos fanfarrones que la utilizan para procurarse no sólo trajes, sino suntuosos apartamentos, lujosos carros, banales cirugías estéticas y otros excesos inconcebibles.  Mientras, el pueblo sigue gritando como los corderos de Clarice: al pie de sus casas colapsadas por los deslizamientos (provocados por la irresponsabilidad administrativa); en el umbral de hospitales inoperantes; en los recintos de medicina legal, adonde llegan, por igual, los cadáveres de todos los caídos en esta guerra fratricida cuyo único origen es la monstruosa vanidad de unos pocos.
Lo de los corderos es bastante diciente: al final, nosotros, el pueblo colombiano, no somos más que un rebaño dirigiéndose estoicamente al matadero. Pero a la vez podemos ser (todos) Clarice.  Podemos atrapar a estos asesinos en serie y silenciar los desgarradores chillidos de corderos condenados que diariamente vemos en los noticieros o leemos en los diarios.  Votemos responsablemente; protestemos con vehemencia; exijamos la renuncia de funcionarios incompetentes o deshonestos; dejemos esa pusilanimidad a un lado que no permite un cambio social que necesitamos urgentemente; condenemos sin piedad (incluso socialmente) a estos antisociales.
 Y, les aseguro, no necesitamos a ningún Hannibal Lecter que nos ayude.

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