viernes, 2 de marzo de 2012

LOS MUCHACHOS NO LLORAN

“Nadie vale más que otro, sino hace más que otro” Miguel de Cervantes Saavedra

Hilary Swank ganó el primer Óscar de su carrera con su brillante actuación en la película Los Muchachos No Lloran, a través de la cual encarnó la historia de Teena Brandon, quién, a pesar de haber nacido con genitales femeninos, siempre se sintió pertenecer al género opuesto; era un hombre atrapado en un cuerpo de mujer. Sin embargo, los muchos esfuerzos de Teena por tratar de llevar una vida típicamente masculina (invirtió su nombre por el de Brandon Teena, se vestía de hombre, sus ademanes eran poco delicados, sus actividades y gustos distaban del estereotipo femenino, así como su corte de cabello y apariencia general), siempre se estrellaban contra la muralla de prejuicios de la sociedad circundante; la situación llegó a tal punto que la permanente persecución psicológica de la que era víctima, más tarde derivó en inquietantes amenazas, golpizas y, finalmente, en violación y asesinato por parte de sus propios amigos.

Increíble. A pesar de que Brandon trató, contra viento y marea, de llevar una vida regular, terminó sucumbiendo ante las feroces dentelladas de una sociedad que mostró un empeño destructivo digno de mejor causa: rara vez ve uno tal ensañamiento social encaminado a “corregir” una situación considerada anormal. La arbitrariedad, que aún hoy acompaña tal salvajismo “correctivo” en nuestras sociedades, contrasta con la tibieza con que esas mismas sociedades castigan a verdaderos asesinos: políticos corruptos que saquean unos dineros públicos que, en otras circunstancias, evitarían miles de muertes por inanición o enfermedad.

Pero si es increíble que a Brandon lo matara físicamente la sociedad –representada en sus amigos- por un delito que no cometió, es más increíble que muchísimas personas vivan muertas en vida -reprimidos sus impulsos sexuales hasta el ridículo- por la monomanía de legiones de furiosos ignorantes que las rodean. Con todo, es aún más increíble que, por cuenta de esa intransigencia criminal, haya personas impelidas a atentar contra sus propias vidas. Que fue, ni más ni menos, lo que pasó hace un año en Bogotá, cuando dos sacerdotes pagaron a unos sicarios quince millones de pesos para llevar a cabo su propio homicidio.

Según la Fiscalía, el motivo que llevó a los curas a suicidarse habría sido la condición de enfermo terminal de uno de ellos; al parecer Rafael Reátiga –el más joven de los dos- padecía un SIDA tan avanzado que incluso la muerte parecía una alternativa preferible. Ignoro la condición médica del religioso antes de su muerte, pero, según lo que he leído con respecto a las últimas informaciones en el campo de los enfermos de SIDA, es bastante improbable que, con los impresionantes avances logrados, un sujeto con arrestos suficientes como para llevar a cabo una intentona de suicidio anterior al definitivo (una semana antes de los hechos referidos trató de despeñarse en su carro por un precipicio), y capaz de continuar con sus actividades cotidianas sin levantar sospechas acerca de su enfermedad, haya pasado el punto de no retorno como paciente terminal: el SIDA, salvo casos sobrecogedores, en los que el enfermo apenas puede levantarse de la cama, se ha convertido en una enfermedad crónica, fácilmente controlable con antirretrovirales de última generación.

No es muy creíble, entonces, que una persona cuya expectativa –y calidad- de vida no difería mucho de la que tiene alguien aquejado de, digamos, diabetes –de hecho nada significativamente distinto a la expectativa de vida general- resuelva así el manejo de su condición.  Parece más probable que una determinación tan radical, como la tomada por el sacerdote -y su colega-, obedezca a una tácita pero encarnizada batalla colectiva a favor de su muerte –social, física, moral-, con la concluyente alianza de sí mismo. 

Al atávico estigma del homosexualismo, –todo indica que el padre sacrificado y su compañero de infortunio, Richard Píffano, concurrían a establecimientos frecuentados por la comunidad LGBT- se suma, en este caso, la condición célibe –obligatoria- propia del ministerio católico que los dos curas desempeñaban. Tremenda bomba de tiempo. No gratuitamente, después de que se supo la noticia del auto-asesinato por encargo, y sus hipotéticas razones,  la mayoría de los ilustrados foristas de los diarios nacionales (reclamo la autoría de este particular oxímoron) e, incluso –hay que decirlo-, algunos de sus propios feligreses, han proferido los insultos y vituperios más deshonrosos imaginables contra la memoria de esas dos víctimas del analfabetismo vital que todavía padecemos en una cantidad inverosímil de latitudes.

A todo esto se suma el hecho de que si el móvil hubiera estado únicamente relacionado con la enfermedad del padre Reátiga, se tornaría inexplicable el acompañamiento del otro sacerdote  en la macabra aventura. La inevitable asociación que, después de descubierto el pastel de la enfermedad de Reátiga, cualquiera habría podido hacer acerca de la intimidad de los dos sacerdotes (inseparables e intercambiables en sus labores habituales) parece una explicación más admisible.

No es difícil concluir que, a pesar de innegables avances, todavía habitamos una sociedad asesina, que presiona a algunos de sus integrantes a disfrazar las diferencias en la orientación de sus apetitos sexuales con una, socialmente meritoria, y políticamente correcta, anulación de los mismos.  Las repercusiones místicas –en el caso de los que optan por el celibato católico- que conlleva el fenómeno, no hacen sino exacerbar, por un lado, la represión en los individuos afectados y, por otro, las explosiones de esos poderosos instintos naturales, traducidas en indeseables válvulas de escape; inofensivas hacia los otros, como el sexo casual vergonzante (que al parecer practicaban los dos sacerdotes), o peligrosísimas, como la pederastia tolerable.

Es notorio que la tortura sistemática a la que se ven expuestas las, supuestamente desadaptadas, personas que han decidido –la mayoría por mandatos genéticos- no formar una familia nuclear tradicional, contiene no pocas paradojas: el insensato mandato divino, presente en la Biblia, de  creced y multiplicaos, no sólo tiene a la humanidad –al planeta vivo- al borde del colapso, sino que la irresponsable responsabilidad en el cumplimiento del alocado deber (religioso, pero ahora también social) de las relaciones heterosexuales con fines reproductivos, convierte a sus automatizados custodios en auténticos genocidas: la obscena mortandad en los países africanos, consecuencia del suicida oscurantismo sexual que en tantos órdenes de la existencia nos invade, es vergonzosa.

Aún así, personajes autoproclamadamente progresistas en nuestro país –como el camaleónico Petro- han apoyado la elección de funcionarios cuyo fanatismo religioso constituye la principal inhabilidad para desempeñar el cargo para el que fueron elegidos: el Procurador General de la Nación tiene entre sus funciones constitucionales la defensa de las minorías, no su persecución (sin yo ser abogado, creo que aquí se configura el delito de prevaricato; qué raro que no haya un abogado no graduado que, al igual que en el reciente caso de la Fiscal Morales, se haya interesado en el asunto).

A los curas suicidas, gente de buenos sentimientos y con vocación de servicio –como lo atestiguan algunos de sus complacidos feligreses-, con seguridad les tocó llorar mucho, (aunque obviamente en la clandestinidad: el protocolo episcopal supongo que determina que los curas no lloran; y mucho menos por sus frustraciones sexuales). Su tragedia consistió en perder la batalla frente a los imbéciles que, debido sus preferencias sexuales, los tenían por seres humanos de quinta categoría.

Si permitimos que la irreflexión e intolerancia se vuelvan a instalar en el Ministerio Público, es posible que los que terminemos llorando seamos todos los colombianos. Por esa vía, miles de Brandon Teena seguirán siendo asesinados por energúmenos instigados por el discurso  homofóbico (religioso, social, oficial); y otros miles de jóvenes, como los curas, seguirán suicidándose al no encajar en un sistema perverso diseñado por desquiciados.

Sin ir más lejos, mientras termino de escribir esto, oigo en la radio que el Almirante de la Armada Nacional, Roberto García, no tolera homosexuales en esa institución. Puesto que tal pretensión va contra la ley, el alto militar se soporta en Séneca: “el honor prohíbe lo que la ley permite”. Curiosa erudición selectiva de la antigüedad la del Almirante; aplica una abstracción a un hecho concreto, pero omite, en cambio, el hecho concreto de que Alejandro Magno, el más grande militar de la historia de la humanidad, conquistó unas cuantas parcelitas de tierra -que ocupan tres continentes-: desde la actual Grecia, pasando por el norte de África, hasta la mismísima India; todo eso a pesar de su conocida homosexualidad.

Supongo que el Almirante García lo ha habría hecho mejor. ¿No creen?

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