sábado, 25 de febrero de 2012

BUENOS MUCHACHOS

"Que yo recuerde, desde que tuve uso de razón,  siempre quise ser un gángster". Henry Hill, Buenos Muchachos.

En estos últimos días, tanto el expresidente Uribe como algunos de los integrantes de su corte (los que quedan; ya muchos han abandonado el barco), han estado hablando –trinando, escribiendo, delirando- más de lo normal. La causa no es otra que la polémica orden de captura contra Luis Carlos Restrepo, otrora Alto Comisionado de Paz, en torno al asunto de la falsa desmovilización de la Compañía Cacica La Gaitana de las FARC, en el que Restrepo tuvo, supuestamente, participación; orden que finalmente fue dictada este jueves por la juez 62 de garantías, pero no por el asunto mencionado, sino -aclara la juez- por no presentarse Restrepo ante la justicia colombiana.

Ha llovido tinta sobre el tema de Restrepo en la prensa; muchos columnistas se preguntan –yo también- por qué una persona que - según los parámetros del hombre moderno occidental- aparentemente lo tiene todo, se mete en semejante lío que lo tiene en la condición de prófugo de la justicia. Es decir, un psiquiatra exitoso (de acuerdo a lo que he leído; no me consta), con algunos libros escritos, con buena reputación y buena situación económica –supongo-, decide medírsele a ese berenjenal de ser Alto Comisionado de Paz en esta locura de país (bueno, al fin y al cabo es psiquiatra) y, de colofón, se envuelve en una falsa desmovilización con la que habría que llevar al límite absoluto el concepto de la presunción de inocencia para poder absolverlo (hasta Judas Iscariote tendría una oportunidad, si a eso vamos).

Y ustedes estarán de acuerdo conmigo en esto último si ven, como yo vi, gracias a la columna de Daniel Coronell en Semana, el video en el que se realiza la mencionada desmovilización: aparte de la impecable limpieza de los uniformes y del excelente estado de los accesorios (vi unos binoculares a los que lo único que les faltó fue tener aún pegada la etiqueta del precio), lo que más me llamó la atención fue la inverosímil homogeneidad de los morrales que todos los “desmovilizados” cargaban; como colegiales el primer día de clases. Creí, al ver el video, que en cualquier momento caería una regla o un borrador de uno de esos maletines escolares.

Tal vez una explicación a los actos de Restrepo y otros uribistas nos la proporcione el experimento realizado en 1961 por Stanley Milgran, psicólogo de la Universidad de Yale. El experimento –a grandes rasgos- consistió en reclutar a un grupo de ciudadanos comunes y corrientes y establecer si esos ciudadanos, bajo la presión de la autoridad, eran capaces de cometer las atrocidades que cometieron millones de alemanes comunes y corrientes (soldados nazis) durante la Segunda Guerra Mundial: torturar y matar gitanos, judíos, rusos…

En el experimento, los participantes oficiaban como sánduche entre el experimentador y un aprendiz –en realidad un actor contratado por los experimentadores- que debía responder correctamente a unas preguntas. Si el aprendiz respondía correctamente no pasaba nada, pero si se equivocaba en la respuesta el participante debía bajar una palanca que supuestamente propinaba una descarga eléctrica al aprendiz, quien al iniciar el experimento había anunciado, delante del participante, un padecimiento cardiaco (a los participantes no se les comunicaba que realmente el acto de bajar la palanca no proporcionaba ninguna descarga eléctrica). A medida que el experimento avanzaba la descarga se hacía cada vez más potente, y los libreteados gritos del aprendiz –situado en otro cuarto, fuera de la vista del participante- aumentaban proporcionalmente hasta el punto de rogar que suspendieran el experimento y lo sacaran de allí.  Llegados a esa posición, la inmensa mayoría de los participantes expresaban su inquietud por los resultados del experimento y por la suerte del aprendiz del otro lado de la pared.  El experimentador –representado por un sujeto vistiendo una bata blanca-, sin embargo, les comunicaba que debían seguir adelante con el experimento. ¿Resultado?: el 100% de los participantes continuaron al menos una etapa posterior a la primera queja del aprendiz; y el 65%, a pesar de sus objeciones de conciencia, siguieron hasta el final; hasta cuando los gritos de los aprendices se transformaron en los estertores previos a la muerte. (Sin embargo, -y esto es muy importante- hubo un 35% que se negó a seguir).

La obediencia ciega que puede ejercer la autoridad queda demostrada con ese experimento. Advirtiendo que en Colombia hay leyes específicas que no exculpan ese tipo de comportamientos asociados al temor reverencial, hay que reconocer que algo de eso pudo pasarles a Andrés Felipe Arias, Luis Carlos Restrepo, Jorge Noguera -y otros- durante el gobierno de su jefe Álvaro Uribe, quien, tratando de justificar los actos que los tienen rindiendo cuentas ante la justicia, y casi que por todo argumento de defensa, los ha calificado de buenos muchachos.

O bien, la explicación la podría proporcionar Martin Scorsese a través de su película titulada justamente así: Buenos Muchachos. Basada en la novela Wiseguy (chico listo) de Nicholas Pileggi, Buenos Muchachos nos muestra la historia de unas personas (en realidad unos rufianes) que consideran que la gente buena, esa que trabaja todos los días, se preocupa, y tiene “salarios de mierda”, está loca, muerta; no tiene cojones. Son unos pendejos, pues ellos, los chicos listos, se saltan todo, tal como nos lo revela Henry Hill, el protagonista: “a los policías, a los abogados, a los jueces”. Tienen, esos chicos listos, su propio modus operandi, sus propios códigos morales y sociales; su forma peculiar de relacionarse entre ellos y con el resto de la comunidad: las leyes no representan nada para ellos.

Hay, entonces, a la luz de la película –y de lo que vemos todos los días en este país-, personas que se resisten a vivir una vida promedio; que se ven seducidos por los cantos de sirena de cualquier artificio que los haga elevarse por encima de los demás. Y si algunos escogen el crimen organizado para hacerlo, otros escogen el poder –el abuso del poder-. Estos últimos, además, se sienten tan a salvo cuando lo regentan (casi que lo detentan, como en este caso que nos ocupa hoy), al abrigo de un Gran Jefe, autoritario y con apariencia omnipotente, que terminan por cruzar la delgada línea que limita con la ilegalidad: se sienten intocables.

O bien –tercera opción- le creemos a todos esos uribistas lo que dicen a su favor: que los engañaron miserablemente; que abusaron de su candidez; que en el caso de La Gaitana nunca pasó por sus cabezas que unos respetables guerrilleros pudieran decirles mentiras, y  que no advirtieron, personalmente, y durante varias horas, lo que todos los demás advertimos a través de un video de dos minutos; que en el caso de AIS pecaron por inocentes en un país de gente honesta y respetuosa de las leyes; que los hijos del expresidente jamás pensaron que era con hampones con quienes se relacionaban, pues aquí las cárceles son innecesarias; que unos funcionarios de tercer orden, por su cuenta y riesgo, hicieron unos seguimientos telefónicos ilegales a espaldas de ingenuos directivos de agencias de seguridad del Estado; que militares de bajo rango orquestaron los falsos positivos mientras sus superiores, ignorantes de todo, no notaban la inexistencia de los operativos correspondientes.

Lo que no se entiende muy bien es como Restrepo, desde la clandestinidad, con todas esas tretas de que fueron víctimas los uribistas, propone que volvamos a elegir a esta pléyade de ilustres pánfilos, de probos mentecatos, de honorables bobalicones que, por su candor, no clasificarían ni para alcaldes de la ciudad de hierro.

En Buenos Muchachos, la película de Scorsese que mencionamos más arriba, el título deriva de la forma en que un mafioso daba buenas referencias de otro mafioso: es un buen muchacho. Un buen muchacho era uno de los suyos; uno que era bueno. Pero bueno en el sentido de respetar los particulares códigos morales y éticos de la pandilla. Y uno de los códigos fundamentales se lo transmite Jimmy Conway –uno de los jefes- al protagonista, Henry Hill, después de que lo sacan de la cárcel: “nunca traiciones a un amigo y mantén la boca cerrada”. Uribe, como dijimos, también califica a los suyos como buenos muchachos. Y ha demostrado ampliamente –se le abona- que respeta la primera parte de ese fundamental código.

Ahora, por la tranquilidad del resto de colombianos, sólo le falta cumplir la segunda parte. 

Vínculos



Buenos Muchachos (ojo: contiene el final de la película) http://www.youtube.com/watch?v=HhZGfJro-jk

No hay comentarios:

Publicar un comentario