“Detrás de toda gran fortuna hay un
crimen” Balzac
Pensaba escribir esta semana
sobre el galimatías en que se me ha convertido, con los años, el asunto del
fútbol: Barcelona, Real Madrid, Falcao… (¿Cuántas copas hay?). Sin embargo, un
incidente con el banco AV Villas -que más bien es una colección
de incidentes- me obliga a exorcizar los demonios de la cólera en su más pura
esencia (que fue lo que experimenté cuando traté, por enésima vez, de cancelar
una tarjeta de crédito que en mala hora acepté de esa entidad).
Perdónenme que insista en un
tema al que me referí en una columna anterior, pero sigo notando una confusión
que reina en las mentes de los pocos que creen que no son víctimas de la mafia:
mafia y narcotráfico no son lo mismo; a lo sumo coinciden en la parte más
notoria –mediática- de la ecuación, pero -para seguir con los términos
matemáticos- el conjunto narcotráfico
pertenece al muchísimo más grande conjunto
mafia: está incluido en él. De hecho el narcotráfico, como delito, es un
fenómeno relativamente reciente: a lo sumo tendrá cien años; bien poco frente a
la milenaria práctica de la mafia en casi todos los órdenes de la vida, cuyo
origen se pierde en la noche de los tiempos.
En realidad estamos cercados
por sistemas mafiosos contra los que poco o nada podemos hacer. Y los bancos
son sistemas poderosos que ejercen, de alguna manera, una de las prácticas mafiosas
más comunes de todos los tiempos: la extorsión. Es decir, pagamos determinada
suma mensual o nos atenemos a las consecuencias; a un abanico bastante amplio
de ellas, que pueden ir desde el descrédito (financiero, digamos) hasta la
muerte.
Pero eso es después. Al
principio todo es amistad (“hoy fío, mañana también”, leí en una valla al
entrar por última vez en mi vida –espero- a la sucursal Chicó del banco AV Villas):
el mafioso que más tarde, cuando no podamos pagar los absurdos intereses, nos
partirá las piernas, al principio es un magnánimo benefactor que nos ayuda a
cumplir nuestros sueños, que se preocupa por qué tan alto queremos llegar, que
sabe dónde está lo que queremos tener. Invitaciones, tragos, fiestas en el caso
de los mafiosos comunes; bebés, familias nucleares, mascotas, carros de gama
media en el caso de los otros mafiosos, los más peligrosos.
Una vez que nos han regalado
una tarjeta de crédito que no tendrá cuota de manejo por dos años, y que aceptamos
a pesar de no necesitarla, podemos darnos como prisioneros de una trama
kafkiana de la que sólo nos librará la tenacidad de Gandhi, la paciencia de Job,
la astucia de Rasputín, la temeridad de David. Les contaré mi caso sin
exageraciones. Esa tarjeta que me regalaron, que no necesitaba y que, sin
embargo, acepté, nunca la usaba. Fui víctima de la trampa que consiste en creer
que si uno es beneficiario de un crédito es una especie de elegido y, por lo
tanto, debe aceptarlo sin chistar. El truco, por supuesto, consiste en que,
cuando se acaban los dos años de gracia, el banco empieza a cobrar una cuota de
manejo cuyo monto, en el caso mío, preferiría gastar en cualquier otra cosa en
el mundo diferente a abultar los colosales bolsillos de un bellaco disfrazado
de persona decente.
Y ahí es cuando empieza una
empresa formidable, equivalente a construir un canal interoceánico, a enviar
una misión tripulada a Marte, a conseguir un taxi en Bogotá: cancelar la
tarjeta. Porque el que esté pensando que todo es cuestión de decidir no querer
recibir más el servicio debe ser porque nació ayer por la tarde. Como supongo
que el banco no quiere cancelarla (para así seguir succionando de la micro teta
que yo le ofrezco, que unida a millones de otras micro tetas…) ni siquiera
intento hacerlo por teléfono y, en cambio, me desplazo hasta la sucursal que
expidió la tarjeta (ir a otra es una pérdida de tiempo reservada para
candorosos novatos).
- -- Señor Samuel, el trámite lo puede hacer por
teléfono.
- -- Ustedes siempre tan amables y considerados,
pero ya que estoy aquí…
- --Señor Samuel, la política del banco estipula
que el trámite se debe hacer por
teléfono.
- --Pero yo estoy aquí de cuerpo presente con mi
documento de identidad, vine por mi propia voluntad, y quiero cancel…
- --Sí Señor Samuel, pero… (cara de idiota
insuperable, sonrisa congelada, ademán repetitivo de asentimiento con la
cabeza, mirada fija -como de búho- sobre mi cara).
Bien, nada que hacer. Me voy
a mi casa y me dispongo a sortear el segundo obstáculo que me pone el banco
para dejar de pagar por un servicio que no deseo: hacer mi petición a una
operadora. Realmente ese es el tercero, pues el menú del audiovillas -el sistema de call
center del banco- representa uno monumental, saturado de rutas oscuras, de
opciones ambiguas, de digitación repetitiva de datos, de transferencias de un
operador a otro (que muchas veces terminan en el corte de la llamada).
- -- Señor Samuel, no le puedo cancelar la tarjeta
porque tiene un saldo.
- --¿Saldo? Pero si yo cancelé la cuota de manejo
que ustedes, por lo demás, cobran por adelantado; es decir me roban: me cobran
una porción del servicio que no recibiré y que, por supuesto, ustedes no me devolverán.
- --Sí señor, pero como canceló un día después de
la fecha límite se generaron intereses de doscientos noventa y nueve pesos.
- --¿O sea que ustedes me cobran cuarenta y ocho
mil pesos adelantados por tres meses de servicios de los cuales sólo utilizaré
dos días y no lo cruzan con mi deuda astronómicamente menor? Es decir que me
deben cuarenta y seis mil novecientos treinta y tres pesos, que contra los
doscientos noventa y nueve que yo deb…
- --Sí Señor Samuel, pero… (no la estoy viendo,
pero supongo que: cara de idiota insuperable, sonrisa congelada, ademán
repetitivo de asentimiento con la cabeza, mirada fija -como de búho- sobre la
pared de su cubículo).
Sé que muchos en ese momento
–como yo lo hice- se olvidan del asunto y siguen con sus vidas: hacer una cola
kilométrica para pagar doscientos noventa y nueve pesos es tan humillante que
el banco lo planea así para que el usuario desista de cancelar la tarjeta (y la
micro teta siga ahí). Pero cuando llega una nueva cuenta, con cuarenta y ocho
mil pesos más que saldrán de mi bolsillo al sucio bolsillo un criminal, vuelvo
a la carga. Pago la factura (esta vez me aseguro de que sea antes del
vencimiento) y me enfrento una vez más al menú de audiovillas y a la operadora.
- --Señor Samuel, su saldo está en ceros pero,
antes de cancelarle la tarjeta, es política del banco que usted conteste unas
preguntas: un test de titularidad.
- -- Claro, con mucho gusto…
- --Señor Samuel (se los juro por lo más sagrado), dígame la fecha y monto exactos de
la última transacción de su cuenta de ahorros.
- --Señorita, esa cuenta de la que usted habla
había olvidado que existía, está inactiva desde el año 1997. No tiene relación alguna
con mi tarjeta de crédito. Y en cuanto a la fecha y monto exactos de la última
transacción que ust…
- --Sí Señor Samuel, pero… (cara de idiota
insuperable, sonrisa congelada, ademán repetitivo de asentimiento con la
cabeza, mirada fija -como de búho- sobre la pared de su cubículo).
“Y sigue el cuento del gallo
capón”, como dirían en Macondo.
Porque aún tengo que hacer tres o cuatro procedimientos engorrosos más de ese
tipo para lograr cancelar una tarjeta que no quiero de un banco al que no le
debo ni un solo peso. Procedimientos que necesariamente tienen que ir
acompañados de largas esperas y mortificantes peleas de alaridos, en las que inocentes
operadores telefónicos, o dependientes de mostrador, tan atrapados como yo en
la red mafiosa, reciben –de parte mía- torvas acusaciones de ser extorsionistas
y rateros (sí: este pacífico homo sapiens
que ustedes suelen ver, ante la estupidez extrema o la arbitrariedad descarada,
desaparece y da vía a un feroz troglodita que vocifera).
El mecanismo ya está
inventado hace siglos: el capo siempre pone a sus soldados como carne de
cañón. Éstos se encargan de hacer las
amenazas (explícitas, veladas; no importa): si sencillamente, y ante la
impotencia de detener la hemorragia de plata, decidimos suspender los pagos, el
banco se encarga de recordarnos que nos reportarán a las centrales de riesgo
crediticio; con lo cual se nos cerrarán las puertas de todos los otros negocios
mafiosos -propiedad de los socios del banquero- sin cuyos servicios ha hecho
imposible la vida esa conspiración de ratas de alcantarilla: líneas celulares,
servicios de internet, créditos para compra de vivienda, de vehículo, etc…
Yo considero eso como una
extorsión con todas sus letras; me obligan a pagar contra mi voluntad por un
servicio que no quiero, como le dije a los gritos a la última operadora después
de que no aceptó un “porque me da mi soberana gana” como respuesta a la
pregunta –requisito, también, para culminar el proceso- de cuál era la causa de
la cancelación de la dichosa tarjeta.
Lo peor es que un comportamiento
mafioso de esa naturaleza -como el de cierto banquero colombiano- logra,
gracias a unas imaginarias “calidades humanas”, la adulación de casi todos los
periodistas de este país. Difícilmente veo columnas que denuncien la usura, la
humillación y el robo a las que un criminal así somete a millones de familias.
Condiciones que terminan abonando de resentimientos el terreno del que saldrán
los escobares, los murcias, los castaños. Gente que no está dispuesta a dejarse
pisotear sin dar por lo menos la pelea. Porque lo de la tarjeta es sólo la
punta del iceberg: gracias a que las
leyes y las instituciones de vigilancia hacen parte de la telaraña mafiosa, hay
otras miles de arbitrariedades que se cometen libre e impunemente en el sector
bancario.
Esa, exactamente, es la
motivación del ficticio Vito Corleone para convertirse en el gran capo de la
mafia de Nueva York de los años veinte.
Nos lo cuenta Mario Puzo en su novela El Padrino: Vito, humillado por Don Fanucci -el jefe de la Mano Negra- y víctima de la pobreza
propiciada por los pezzonovanti
(peces gordos; de la política, de la industria, del comercio), decide crear su
propio ejército, su propio código de comportamiento -en el que se obedece a sí
mismo exclusivamente- para luchar contra unas leyes e instituciones también
inoperantes y cómplices del crimen legitimado.
Sin embargo, El Padrino resulta ser la versión para
niños de lo que realmente sucede en Colombia. Vito es un pobre aprendiz. Y Puzo
un optimista, un escritor infantil. Con todo y su poder Vito siente la
intimidación de Tattaglia, la amenaza de Sollozo, la acechanza de Barzini. No
vive tranquilo; como tampoco viven tranquilos aquí, mientras no los matan, los
escobares, los murcias, los castaños.
Este otro, en cambio, sí
vive tranquilo. Es el verdadero Padrino, el titiritero que maneja los hilos
desde las tramoyas de los call centers,
de las sucursales bancarias, de los funcionarios grises esclavizados que lo
esconden y protegen a él, tipo elusivo, bribón y asesino. Pero incluso lo
protegemos todos los demás: no tenemos la sangre para declararlo enemigo
público (que es lo que es); ni de armar un ejército para defendernos, como los
que armaron Vito, Escobar, Castaño. Su
ejército menor son el Ejército Nacional y la Policía Nacional; todos a su
servicio. El mayor somos nosotros, siguiéndole el juego de unos créditos que le
rogamos indignamente para comprar unas cosas que él mismo nos ha convencido de que
necesitamos; admirando su fortuna sucia, viejo ladrón y usurero.
Sé que aconsejan no escribir
cuando se tiene la sangre caliente, porque se tiende a ser más visceral que
racional. Pero –aunque ustedes no lo crean- esa columna visceral ya fue escrita
y desechada. Esta es la racional.
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