sábado, 12 de mayo de 2012

EL PADRINO


“Detrás de toda gran fortuna hay un crimen” Balzac

Pensaba escribir esta semana sobre el galimatías en que se me ha convertido, con los años, el asunto del fútbol: Barcelona, Real Madrid, Falcao… (¿Cuántas copas hay?). Sin embargo, un incidente con el banco  AV Villas -que más bien es una colección de incidentes- me obliga a exorcizar los demonios de la cólera en su más pura esencia (que fue lo que experimenté cuando traté, por enésima vez, de cancelar una tarjeta de crédito que en mala hora acepté de esa entidad).

Perdónenme que insista en un tema al que me referí en una columna anterior, pero sigo notando una confusión que reina en las mentes de los pocos que creen que no son víctimas de la mafia: mafia y narcotráfico no son lo mismo; a lo sumo coinciden en la parte más notoria –mediática- de la ecuación, pero -para seguir con los términos matemáticos- el conjunto narcotráfico pertenece al muchísimo más grande conjunto mafia: está incluido en él. De hecho el narcotráfico, como delito, es un fenómeno relativamente reciente: a lo sumo tendrá cien años; bien poco frente a la milenaria práctica de la mafia en casi todos los órdenes de la vida, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.

En realidad estamos cercados por sistemas mafiosos contra los que poco o nada podemos hacer. Y los bancos son sistemas poderosos que ejercen, de alguna manera, una de las prácticas mafiosas más comunes de todos los tiempos: la extorsión. Es decir, pagamos determinada suma mensual o nos atenemos a las consecuencias; a un abanico bastante amplio de ellas, que pueden ir desde el descrédito (financiero, digamos) hasta la muerte.

Pero eso es después. Al principio todo es amistad (“hoy fío, mañana también”, leí en una valla al entrar por última vez en mi vida –espero- a la sucursal Chicó del banco AV Villas): el mafioso que más tarde, cuando no podamos pagar los absurdos intereses, nos partirá las piernas, al principio es un magnánimo benefactor que nos ayuda a cumplir nuestros sueños, que se preocupa por qué tan alto queremos llegar, que sabe dónde está lo que queremos tener. Invitaciones, tragos, fiestas en el caso de los mafiosos comunes; bebés, familias nucleares, mascotas, carros de gama media en el caso de los otros mafiosos, los más peligrosos.

Una vez que nos han regalado una tarjeta de crédito que no tendrá cuota de manejo por dos años, y que aceptamos a pesar de no necesitarla, podemos darnos como prisioneros de una trama kafkiana de la que sólo nos librará la tenacidad de Gandhi, la paciencia de Job, la astucia de Rasputín, la temeridad de David. Les contaré mi caso sin exageraciones. Esa tarjeta que me regalaron, que no necesitaba y que, sin embargo, acepté, nunca la usaba. Fui víctima de la trampa que consiste en creer que si uno es beneficiario de un crédito es una especie de elegido y, por lo tanto, debe aceptarlo sin chistar. El truco, por supuesto, consiste en que, cuando se acaban los dos años de gracia, el banco empieza a cobrar una cuota de manejo cuyo monto, en el caso mío, preferiría gastar en cualquier otra cosa en el mundo diferente a abultar los colosales bolsillos de un bellaco disfrazado de persona decente.

Y ahí es cuando empieza una empresa formidable, equivalente a construir un canal interoceánico, a enviar una misión tripulada a Marte, a conseguir un taxi en Bogotá: cancelar la tarjeta. Porque el que esté pensando que todo es cuestión de decidir no querer recibir más el servicio debe ser porque nació ayer por la tarde. Como supongo que el banco no quiere cancelarla (para así seguir succionando de la micro teta que yo le ofrezco, que unida a millones de otras micro tetas…) ni siquiera intento hacerlo por teléfono y, en cambio, me desplazo hasta la sucursal que expidió la tarjeta (ir a otra es una pérdida de tiempo reservada para candorosos novatos).

-      -- Señor Samuel, el trámite lo puede hacer por teléfono.
-      -- Ustedes siempre tan amables y considerados, pero ya que estoy aquí…
-      --Señor Samuel, la política del banco estipula que el trámite se debe hacer por teléfono.
-      --Pero yo estoy aquí de cuerpo presente con mi documento de identidad, vine por mi propia voluntad, y quiero cancel…
-  --Sí Señor Samuel, pero… (cara de idiota insuperable, sonrisa congelada, ademán repetitivo de asentimiento con la cabeza, mirada fija -como de búho- sobre mi cara).

Bien, nada que hacer. Me voy a mi casa y me dispongo a sortear el segundo obstáculo que me pone el banco para dejar de pagar por un servicio que no deseo: hacer mi petición a una operadora. Realmente ese es el tercero, pues el menú del audiovillas -el sistema de call center del banco- representa uno monumental, saturado de rutas oscuras, de opciones ambiguas, de digitación repetitiva de datos, de transferencias de un operador a otro (que muchas veces terminan en el corte de la llamada).

-    --  Señor Samuel, no le puedo cancelar la tarjeta porque tiene un saldo.
-   --¿Saldo? Pero si yo cancelé la cuota de manejo que ustedes, por lo demás, cobran por adelantado; es decir me roban: me cobran una porción del servicio que no recibiré y que, por supuesto, ustedes no me devolverán.
-     --Sí señor, pero como canceló un día después de la fecha límite se generaron intereses de doscientos noventa y nueve pesos.
-    --¿O sea que ustedes me cobran cuarenta y ocho mil pesos adelantados por tres meses de servicios de los cuales sólo utilizaré dos días y no lo cruzan con mi deuda astronómicamente menor? Es decir que me deben cuarenta y seis mil novecientos treinta y tres pesos, que contra los doscientos noventa y nueve que yo deb…
-   --Sí Señor Samuel, pero… (no la estoy viendo, pero supongo que: cara de idiota insuperable, sonrisa congelada, ademán repetitivo de asentimiento con la cabeza, mirada fija -como de búho- sobre la pared de su cubículo).

Sé que muchos en ese momento –como yo lo hice- se olvidan del asunto y siguen con sus vidas: hacer una cola kilométrica para pagar doscientos noventa y nueve pesos es tan humillante que el banco lo planea así para que el usuario desista de cancelar la tarjeta (y la micro teta siga ahí). Pero cuando llega una nueva cuenta, con cuarenta y ocho mil pesos más que saldrán de mi bolsillo al sucio bolsillo un criminal, vuelvo a la carga. Pago la factura (esta vez me aseguro de que sea antes del vencimiento) y me enfrento una vez más al menú de audiovillas y a la operadora.

-      --Señor Samuel, su saldo está en ceros pero, antes de cancelarle la tarjeta, es política del banco que usted conteste unas preguntas: un test de titularidad.
-     -- Claro, con mucho gusto…
-  --Señor Samuel (se los juro por lo más sagrado), dígame la fecha y monto exactos de la última transacción de su cuenta de ahorros.
-   --Señorita, esa cuenta de la que usted habla había olvidado que existía, está inactiva desde el año 1997. No tiene relación alguna con mi tarjeta de crédito. Y en cuanto a la fecha y monto exactos de la última transacción que ust…
- --Sí Señor Samuel, pero… (cara de idiota insuperable, sonrisa congelada, ademán repetitivo de asentimiento con la cabeza, mirada fija -como de búho- sobre la pared de su cubículo).

“Y sigue el cuento del gallo capón”, como dirían en Macondo. Porque aún tengo que hacer tres o cuatro procedimientos engorrosos más de ese tipo para lograr cancelar una tarjeta que no quiero de un banco al que no le debo ni un solo peso. Procedimientos que necesariamente tienen que ir acompañados de largas esperas y mortificantes peleas de alaridos, en las que inocentes operadores telefónicos, o dependientes de mostrador, tan atrapados como yo en la red mafiosa, reciben –de parte mía- torvas acusaciones de ser extorsionistas y rateros (sí: este pacífico homo sapiens que ustedes suelen ver, ante la estupidez extrema o la arbitrariedad descarada, desaparece y da vía a un feroz troglodita que vocifera).

El mecanismo ya está inventado hace siglos: el capo siempre pone a sus soldados como carne de cañón.  Éstos se encargan de hacer las amenazas (explícitas, veladas; no importa): si sencillamente, y ante la impotencia de detener la hemorragia de plata, decidimos suspender los pagos, el banco se encarga de recordarnos que nos reportarán a las centrales de riesgo crediticio; con lo cual se nos cerrarán las puertas de todos los otros negocios mafiosos -propiedad de los socios del banquero- sin cuyos servicios ha hecho imposible la vida esa conspiración de ratas de alcantarilla: líneas celulares, servicios de internet, créditos para compra de vivienda, de vehículo, etc…

Yo considero eso como una extorsión con todas sus letras; me obligan a pagar contra mi voluntad por un servicio que no quiero, como le dije a los gritos a la última operadora después de que no aceptó un “porque me da mi soberana gana” como respuesta a la pregunta –requisito, también, para culminar el proceso- de cuál era la causa de la cancelación de la dichosa tarjeta.

Lo peor es que un comportamiento mafioso de esa naturaleza -como el de cierto banquero colombiano- logra, gracias a unas imaginarias “calidades humanas”, la adulación de casi todos los periodistas de este país. Difícilmente veo columnas que denuncien la usura, la humillación y el robo a las que un criminal así somete a millones de familias. Condiciones que terminan abonando de resentimientos el terreno del que saldrán los escobares, los murcias, los castaños. Gente que no está dispuesta a dejarse pisotear sin dar por lo menos la pelea. Porque lo de la tarjeta es sólo la punta del iceberg: gracias a que las leyes y las instituciones de vigilancia hacen parte de la telaraña mafiosa, hay otras miles de arbitrariedades que se cometen libre e impunemente en el sector bancario.

Esa, exactamente, es la motivación del ficticio Vito Corleone para convertirse en el gran capo de la mafia de Nueva York de los años veinte.  Nos lo cuenta Mario Puzo en su novela El Padrino: Vito, humillado por Don Fanucci -el jefe de la Mano Negra- y víctima de la pobreza propiciada por los pezzonovanti (peces gordos; de la política, de la industria, del comercio), decide crear su propio ejército, su propio código de comportamiento -en el que se obedece a sí mismo exclusivamente- para luchar contra unas leyes e instituciones también inoperantes y cómplices del crimen legitimado.

Sin embargo, El Padrino resulta ser la versión para niños de lo que realmente sucede en Colombia. Vito es un pobre aprendiz. Y Puzo un optimista, un escritor infantil. Con todo y su poder Vito siente la intimidación de Tattaglia, la amenaza de Sollozo, la acechanza de Barzini. No vive tranquilo; como tampoco viven tranquilos aquí, mientras no los matan, los escobares, los murcias, los castaños.

Este otro, en cambio, sí vive tranquilo. Es el verdadero Padrino, el titiritero que maneja los hilos desde las tramoyas de los call centers, de las sucursales bancarias, de los funcionarios grises esclavizados que lo esconden y protegen a él, tipo elusivo, bribón y asesino. Pero incluso lo protegemos todos los demás: no tenemos la sangre para declararlo enemigo público (que es lo que es); ni de armar un ejército para defendernos, como los que armaron Vito, Escobar, Castaño.  Su ejército menor son el Ejército Nacional y la Policía Nacional; todos a su servicio. El mayor somos nosotros, siguiéndole el juego de unos créditos que le rogamos indignamente para comprar unas cosas que él mismo nos ha convencido de que necesitamos; admirando su fortuna sucia, viejo ladrón y usurero.

Sé que aconsejan no escribir cuando se tiene la sangre caliente, porque se tiende a ser más visceral que racional. Pero –aunque ustedes no lo crean- esa columna visceral ya fue escrita y desechada. Esta es la racional.

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