lunes, 7 de octubre de 2013

EL PALCO DEL METROPOLITANO

Por la época en que estaban terminando de construir el estadio Metropolitano de Barranquilla, un día mi papá llegó con una noticia bomba: acababa de comprar un palco en el nuevo estadio, cuya propiedad se extendía durante los siguientes veinte años. Había otras noticias menos buenas: como era apenas obvio, mi papá no iba a hacer una inversión tan grande solo, así que el palco lo había comprado en sociedad con tres amigos más, y, por lo tanto, tendríamos que concertar con las familias de ellos antes de cada partido para determinar la disponibilidad de las sillas (9). Pero de todos modos había otras noticias buenísimas: tendríamos acceso por una entrada especial al estadio -sin colas-, el palco contaría con un cuarto con cocineta y aire acondicionado y estaría ubicado casi en línea con el centro de la cancha, el mejor sitio para ver un partido.


Mucho después, cuando nos hicieron la entrega del palco, llegó la única noticia mala: todo lo ofrecido era mentira (¿habrá que recordar que estábamos en la Barranquilla de 1986, donde incumplimiento e impunidad eran el menú del día?). El cacareado acceso especial no era tal: había que hacer fila como todo el mundo; el dichoso cuarto era un cubículo minúsculo, dotado de una llave de agua tipo batea y un lavaplatos pequeño; del aire acondicionado, ni hablar: ni siquiera había un abanico. Finalmente, con el argumento de que no habían tenido en cuenta las cabinas de transmisión de las emisoras radiales, a nuestro palco lo habían rodado hasta el peor lugar de la tribuna: al lado de uno de los accesos, y alineado exactamente con los dos palos verticales de la portería; es decir, se podía ver que el balón traspasaba la raya de gol, pero no se veía cómo lo hacía.

La inauguración Junior- Selección Uruguay fue una pesadilla. Debido a que sobrevendieron las entradas, la gente no cabía en el estadio, y la cercanía del palco al acceso hizo que algunos lo invadieran y otros lo usaran como pasadizo para llegar a otro lado. Después de desistir de pedir ayuda a unos policías, más interesados en las cabriolas de Francescoli que en cumplir con su deber, terminamos viendo el partido hacinados en un rinconcito de nuestro propio palco. El segundo partido, contra Argentina –con Maradona a bordo-, fue aún peor. 



A medida que pasaban los meses, y la fiebre por el estadio nuevo bajaba, el aglomeramiento en el palco también bajaba proporcionalmente. Sin embargo, lo más corriente era llegar y encontrar a familias enteras ejerciendo su derecho de posesión sobre el palco por el simple hecho de haber llegado antes que nosotros (precisamente una de las teóricas ventajas de un palco es esa: no tener que llegar horas antes para conseguir un puesto). Dueños y señores del pequeño corral (sólo había que franquear una verja metálica de 50 cms de altura, por lo que la puerta de acceso desde los pasillos exteriores era algo menos que un horrible adorno de triplex), dueños y señores, digo, se negaban a desalojar nuestra propiedad privada, y más de una vez hubimos de acudir a abúlicos policías para que, credenciales de propiedad en mano, nos ayudaran. A veces en eso se iba medio primer tiempo.

Con todos esos inconvenientes, las familias de los amigos de mi papá dejaron poco a poco de ir, razón por la cual yo disponía de las nueve sillas casi todo el tiempo para llevar a mis amigos. Eran seis sillas pegadas a las gradas y tres movibles que se ponían en una ínfima terracita que separaba al cuartico de las graderías. Todas eran hechas con una madera punto más fuerte que el balso.

Un domingo llevé a un grupo de amigos a ver un -de antemano desabrido- partido Junior-Cúcuta. Aprovechando el cuartico, en esa ocasión llenamos de cerveza un enorme termo, provisto de una llave dispensadora, y lo llevamos allá junto a un buen número de vasos desechables. Tan poca era la expectativa para ese juego que, por primera vez, no hubo ningún inconveniente: cuando llegamos el palco no estaba ocupado por invasores, ni durante el partido tuvimos que pelear contra ningún intruso. Ese día dejé a mis invitados sentarse en las sillas más cómodas (las adosadas a la gradería), y me senté, junto a otros dos amigos de más confianza, en una de las sillas móviles de la terracita. El primer tiempo respondió exactamente a las perspectivas de bostezo que precedían al enfrentamiento. 

Casi dormíamos como a los veinticinco minutos del segundo tiempo, cuando un estrépito hizo virar la cabeza a toda la tribuna hacia donde yo estaba. Como, con el aburrimiento, yo había tomado la silla a manera de mecedor -apoyando un pie en el piso y recargando el resto del cuerpo hacia atrás-, en uno de esos balanceos los raquíticos listones de las patas traseras de la silla no resistieron más y se hicieron astillas. De hecho, toda la silla prácticamente se pulverizó. Y en medio de los escombros de madera, de culo en el piso, pero con el vaso de cerveza intacto en mi mano en alto (les juro por lo más sagrado que no se derramó ni una sola gota), estaba yo, objeto de todas las miradas, entre perplejas y divertidas, y rodeado de las carcajadas más sonoras que he oído en mi vida.

Con el tiempo yo también dejé de ir al palco. Si iba al estadio, me sentaba en la mitad de la tribuna, desde donde sí se veía cómo entraban los goles. A veces pasaba accidentalmente cerca del palco, y lo veía tomado por hombres malencarados, mujeres gordas, niñitos mugrosos llenos de mocos, y ollas de arroz. Y, en esos momentos, me reconfortaba recordando que, al menos una vez en la vida, yo había protagonizado el episodio más emocionante de un partido.


@samrosacruz

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