jueves, 20 de septiembre de 2012

EL PRINCIPUCHO


Prefiere ser temido que amado (“le rompo la cara, marica”), apegado, como es, a las -seguramente para él- infalibles instrucciones maquiavélicas. Así es Álvaro Uribe, uno de los muchos problemas que, con los años, se nos han ido sumando a los colombianos. Es un problema menor (como las fastidiosas alarmas de los carros, que nunca anuncian la inminencia del robo, sino el tropezón involuntario del peatón), cuya única función es molestar, si nos limitamos a los delirios cotidianos en su cuenta de tuiter, o a los discursos destemplados de sus conferencias itinerantes. Pero es un problema mayor cuando usa el remanente de influencia en la opinión pública que aún le queda para intentar sabotear otra posible solución al problema más grande de la historia del país e insiste en la única que él concibe: la guerra.

Aquélla otra solución  que tiene la fuerza para reencaucharse una y otra vez, a pesar de que una y otra vez padece de una impopularidad sin competencia: la salida negociada al conflicto bárbaro que vivimos desde hace cincuenta años tiene la virtud de que, luego de ser vista en repetidas ocasiones, a través de diferentes momentos históricos, como una insensatez, siempre regresa rodeada de un aura de esperanza, suficiente para que, como colombianos, estemos dispuestos a hacer borrón y cuenta nueva; nadie quiere que esta carnicería de pesadilla se prolongue indefinidamente.
Bueno: “nadie” es una exageración que, dadas las despreciables cantidades -en número- de opositores a la paz, bien podría no serlo. El problema es que el poco poder cuantitativo de esos opositores -la criminal plutocracia colombiana en pleno- se ve aplastado por el enorme poder cualitativo del que éstos gozan: altos mandos militares corruptos, potentados mercaderes de la guerra y de la muerte, mafiosos, narcotraficantes y gamonales políticos viven de que nosotros, los demás, vivamos bajo el signo de caín: masacrándonos unos a otros para que ellos despilfarren a placer sus vidas mezquinas, egoístas y superficiales.
Y para lograr tal fin han estado, están y estarán dispuestos a servirse de cualquier medio, incluyendo magnicidios y atentados terroristas. Pero mientras pudieron usar a un idiota útil -démosle a Uribe ese dudoso beneficio de la duda-, a un energúmeno fanático de la guerra y convencido de la venganza, que los representara en el remedo de democracia en el que estamos inmersos, lo usaron. Claro, su canallada quedó, así, una vez más, legitimada. Y el ídolo de barro, el tótem transitorio, convencido a sí mismo, estuvo dispuesto a demostrar su supuesta omnipotencia empleando desde su amenazante estrategia intimidante y temeraria, hasta las macabras tácticas de falsos positivos cometidos a unas espaldas suyas de incierto punto ciego.
Lo único que evitó que el anterior escenario continuara fue que esa misma plutocracia decidió que listo, que hasta aquí te trajo el río paisita cascarrabias (habrían seguido modificando articulitos de la constitución o habrían cerrado cortes y congreso de haber sido necesario), y montó en el caballo (vaya que sí funciona esa metáfora en este caso) a otro de los suyos, pero de refinados modales. Con tan mala suerte que se tropezaron con el Narciso de la política, quien, no teniendo ya baúles donde acumular más plata, abolengos y condecoraciones sobre pedido, resolvió compensar  -superando por obra de la fuerza mayor la atávica indolencia de su clase- la carencia de una de las pocas cosas que una cuna de oro no puede proporcionar en este país: la trascendencia.
Fue así como Santos nos embarcó en esta nueva aventura negociadora -que ojalá por fin llegue a buen puerto, a pesar de su origen casquivano- y el principito de Antioquia, el eterno niño berrinchudo que se niega  a su vejez de poder, fue bajado del caballo, dejando -al contrario del entrañable personaje de Exupéry- miles de preguntas sin responder. Y mientras Santos nos entrega de carambola una esperanza, con un extraño color maquiavélico, en el que la paz es un mero medio para sus fines vanidosos, Uribe se encarga de enfocar esa misma máxima maquiavélica desde un ángulo bastante particular.
Porque aún si le concedemos a Uribe la presunción de inocencia sobre los falsos positivos y sobre las decenas de escándalos de corrupción de su gobierno, aún si suscribimos la tesis del idiota útil de la plutocracia, aún si ignoramos el tono envidioso de sus críticas a la iniciativa santista (“estaba cantado”), aún si hacemos todo eso, todavía nos queda un loco furioso obsesionado con la riña, con la pendencia, con la pelea. Un orate agresivo para quien sus exclusivos medios guerreristas para arreglar cualquier asunto de la vida justifican los fines, sean éstos cuales sean: no es algo que lo desvele a él el hecho de que esta enorme hacienda bananera llamada Colombia finalmente se arregle o se termine de joder.

@samrosacruz

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