Prefiere ser temido que amado
(“le rompo la cara, marica”), apegado, como es, a las -seguramente para él-
infalibles instrucciones maquiavélicas. Así es Álvaro Uribe, uno de los muchos
problemas que, con los años, se nos han ido sumando a los colombianos. Es un
problema menor (como las fastidiosas alarmas de los carros, que nunca anuncian
la inminencia del robo, sino el tropezón involuntario del peatón), cuya única
función es molestar, si nos limitamos a los delirios cotidianos en su cuenta de tuiter, o a los
discursos destemplados de sus conferencias itinerantes. Pero es un problema
mayor cuando usa el remanente de influencia en la opinión pública que aún le
queda para intentar sabotear otra posible solución al problema más grande de la
historia del país e insiste en la única que él concibe: la guerra.
Aquélla otra solución que tiene la
fuerza para reencaucharse una y otra vez, a pesar de que una y otra vez padece
de una impopularidad sin competencia: la salida negociada al conflicto bárbaro
que vivimos desde hace cincuenta años tiene la virtud de que, luego de ser
vista en repetidas ocasiones, a través de diferentes momentos históricos, como
una insensatez, siempre regresa rodeada de un aura de esperanza, suficiente
para que, como colombianos, estemos dispuestos a hacer borrón y cuenta nueva;
nadie quiere que esta carnicería de pesadilla se prolongue indefinidamente.
Bueno: “nadie” es una exageración que,
dadas las despreciables cantidades -en número- de opositores a la paz, bien
podría no serlo. El problema es que el poco poder cuantitativo de esos opositores
-la criminal plutocracia colombiana en pleno- se ve aplastado por el enorme
poder cualitativo del que éstos gozan: altos mandos militares corruptos,
potentados mercaderes de la guerra y de la muerte, mafiosos, narcotraficantes y
gamonales políticos viven de que nosotros, los demás, vivamos bajo el signo de
caín: masacrándonos unos a otros para que ellos despilfarren a placer sus vidas
mezquinas, egoístas y superficiales.
Y para lograr tal fin han estado, están y
estarán dispuestos a servirse de cualquier medio, incluyendo magnicidios y
atentados terroristas. Pero mientras pudieron usar a un idiota útil -démosle a
Uribe ese dudoso beneficio de la duda-, a un energúmeno fanático de la guerra y
convencido de la venganza, que los representara en el remedo de democracia en
el que estamos inmersos, lo usaron. Claro, su canallada quedó, así, una vez
más, legitimada. Y el ídolo de barro, el tótem transitorio, convencido a sí
mismo, estuvo dispuesto a demostrar su supuesta omnipotencia empleando desde su
amenazante estrategia intimidante y temeraria, hasta las macabras tácticas de
falsos positivos cometidos a unas espaldas suyas de incierto punto ciego.
Lo único que evitó que el anterior
escenario continuara fue que esa misma plutocracia decidió que listo, que hasta
aquí te trajo el río paisita cascarrabias (habrían seguido modificando
articulitos de la constitución o habrían cerrado cortes y congreso de haber
sido necesario), y montó en el caballo (vaya que sí funciona esa metáfora en
este caso) a otro de los suyos, pero de refinados modales. Con tan mala suerte
que se tropezaron con el Narciso de la política, quien, no teniendo ya baúles
donde acumular más plata, abolengos y condecoraciones sobre pedido, resolvió
compensar -superando por obra de la fuerza mayor la atávica indolencia de
su clase- la carencia de una de las pocas cosas que una cuna de oro no puede
proporcionar en este país: la trascendencia.
Fue así como Santos nos embarcó en esta
nueva aventura negociadora -que ojalá por fin llegue a buen puerto, a pesar de
su origen casquivano- y el principito de Antioquia, el eterno niño berrinchudo
que se niega a su vejez de poder, fue bajado del caballo, dejando -al
contrario del entrañable personaje de Exupéry- miles de preguntas sin
responder. Y mientras Santos nos entrega de carambola una esperanza, con un
extraño color maquiavélico, en el que la paz es un mero medio para sus fines
vanidosos, Uribe se encarga de enfocar esa misma máxima maquiavélica desde un
ángulo bastante particular.
Porque aún si le concedemos a Uribe la
presunción de inocencia sobre los falsos positivos y sobre las decenas de
escándalos de corrupción de su gobierno, aún si suscribimos la tesis del idiota
útil de la plutocracia, aún si ignoramos el tono envidioso de sus críticas a la
iniciativa santista (“estaba cantado”), aún si hacemos todo eso, todavía nos
queda un loco furioso obsesionado con la riña, con la pendencia, con la pelea.
Un orate agresivo para quien sus exclusivos medios guerreristas para arreglar
cualquier asunto de la vida justifican los fines, sean éstos cuales sean: no es
algo que lo desvele a él el hecho de que esta enorme hacienda bananera llamada
Colombia finalmente se arregle o se termine de joder.
@samrosacruz
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