Así como en Le Boléro de
Ravel, en el que una continuada y persistente adición de instrumentos va
llenando y dando una forma siempre diferente a una misma melodía repetitiva e
idéntica a sí misma, las decenas de culturas que fueron colmando durante siglos
esta región mágica del Caribe colombiano moldearon las bases vernáculas de lo
que somos hoy: un mosaico de civilizaciones unidas, principalmente, por una
armoniosa forma de ser de abundante contenido musical. Ese es el mensaje que,
con variable éxito, logra transmitir el, por muchos motivos, sorprendente Museo del Caribe de Barranquilla, al que tuve la
oportunidad de visitar la semana pasada.
Sorprendente en primer lugar por lo majestuoso de su
edificación; diseñada por el brillante arquitecto ítalo-barranquillero (¿lo
ven?) Giancarlo Mazzanti Sierra, la modernísima construcción contrasta
asombrosamente bien con el venerable mundo de Macondo que exhibe en su interior. Mundo que
obviamente se inaugura con su principal notario: no bien se entra al museo y
las oportunas instrucciones del personal a cargo -segunda sorpresa agradable de
la jornada- llevan al visitante a la sala de redacción de El Heraldo (¿El Universal?) de
los años cuarenta, donde Gabo escribió sus primeros reportajes y artículos de
opinión.
En una media luz que transporta, son presentados, a través de
una más que aceptable tecnología audiovisual, fragmentos de cuentos y novelas
de Gabo, así como representaciones interactivas de algunas escenas de sus
obras: mientras se escuchan las desventuras amorosas de Florentino Ariza, o la
enumeración minuciosa del copioso testamento de la Mamá Grande, puede que todas las hormigas del mundo,
en forma de luces anaranjadas, ataquen por los cuatro costados al espectador.
Superada la resistencia a abandonar un salón en el que
cualquiera podría pasarse la eternidad oyendo una y otra vez la prosa más
poética del universo, se desciende (lo de Gabo está en el último piso) a la sala de la naturaleza, donde se pretende, a través de
impactos sensoriales que están lejos de ser magistrales, dar una idea de la
exuberancia de la vida silvestre del Caribe. Esta sección, aunque tal vez no la
agoté debidamente, me pareció floja: tantos manatíes que lloran con voces de
mujer desolada, tantos caimanes con ascendencia humana, tantas barracudas
berracas de ojos azules, tantos chivos arrechos ameritan algo más que un par de
vídeos y fotogramas, por grande que sea la pantalla donde se proyectan.
De ahí se pasa a la sala de la gente,
donde mejora un poquito la experiencia respecto de la sala anterior. Vídeos
personalizados en los que se escoge alguna de las etnias que componen al Caribe
(zenúes, koggis, arhuacos, wayúus….), y que -tercera sorpresa- funcionan sin
contratiempos técnicos, ilustran acerca de las costumbres y tradiciones de cada
uno de esos grupos humanos. No obstante, y sin ser ningún experto en el tema ni
mucho menos, me extrañó la escasa referencia negra -palenqueros-,
máxime si tenemos en cuenta que Cartagena fue uno de los principales puertos
negreros de toda América. Si bien tal vez no existieron asentamientos de aldeas
africanas particulares en el Caribe colombiano (un asentamiento exclusivamente Yoruba, por ejemplo), bien valdría la pena un vídeo
sobre los orígenes africanos particulares que después, en suelo caribe,
derivaron en el sincretismo de todas esas aldeas africanas, más diferentes
entre sí –lingüística y culturalmente hablando- de lo que se cree.
Los vídeos reportan a unos indígenas demasiado tristones para
ser los ancestros del imaginario impetuoso y bullanguero del caribeño actual.
Pero hasta los palenqueros aparecen un poco aplacados y aburridos
en su respectivo documental. Puede que haya faltado el ingrediente blanco, que
al fin y al cabo aportó el acordeón, el instrumento más alegre de los tres que
componen esa metáfora del sincretismo cultural colombiano que es la música
vallenata. Porque de lo que no hay duda es de que el ser caribe es algo más que
indios y negros: españoles, hebreos, árabes, italianos, franceses, gringos,
alemanes, y otros que se dieron citas seculares en la costa Caribe colombiana,
y que tarde o temprano terminarían bailando La pollera colorá,
bien merecían al menos un vídeo que los agrupara a todos. Al fin y al cabo
todos somos notas de ese hermoso bolero caribe.
Donde se mejora sustancialmente el recorrido es un nivel más
abajo, en la sala de la palabra:
fragmentos escritos en grandes caracteres de los mejores prosistas
costeños y audios de una exquisita selección de poemas (algunos de viva
voz de sus propios autores) dan cuenta de cuán diversos son los ingredientes
que componen el sancocho humano de la región: desde la huella árabe de Gómez
Jattin o Sánchez Juliao, hasta los ancestros negros de Zapata Olivella.
Grabaciones con la voz de los mamos indígenas, perorando sobre lo divino y
lo humano, terminan de sazonar el plato.
Después viene la sala de la acción,
que da una idea de cómo se forjaron las diferentes poblaciones de la zona,
desde las rancherías guajiras hasta la pujante Barranquilla de finales del
siglo XIX y principios del XX. El escaso tiempo que por razones ajenas a
cualquier consideración de calidad le dediqué a esta sala (mi faceta de Herodes
no soportó la tumultuosa invasión de los niños de un colegio local), no me permite
tener los elementos de juicio necesarios para opinar al respecto.
Finalmente, y como era apenas obvio, se llega a la sala de la expresión, la que contiene las mayores
sorpresas. Para empezar, no sé si aplaudir o criticar la casi total ausencia
del manoseado lugar común del carnaval de Barranquilla como referencia
explícita. Dada la importancia -cada vez más creciente- de esa fiesta en el
panorama nacional, y dado el hecho de que el museo está ubicado precisamente en
esa ciudad, pensé que el montaje, que se adivina al ver una constelación de vídeo beams instalados
en el techo, iba a tener una alta a dosis de carnaval de Barranquilla, con su
música explosiva y su colorido de paraíso tropical.
Pues no: la muy buena idea de la producción, en la que van apareciendo
músicos y bailarines de tamaño natural sobre el fondo negro de las paredes,
tropieza con la lánguida -casi torpe- selección de dichos temas, y con la
tiesura de muchos de los bailarines. En ese momento prácticamente confirmé la
sospecha que tuve durante casi todo el recorrido: una probable intervención cachaca en
la dirección y montaje del museo. (Catastrófica, cuando de cuestiones caribes
se trata. Hay que proteger a la costa atlántica de las delirantes ínfulas
caribes rolas -ya teníamos suficiente con los caleños-. Para el que quiera
entender mejor el fenómeno, le transmito lo que repite mi papá cada vez que los
rolos se autoproclaman campeones mundiales de la rumba en las secciones de
entretenimiento de los noticieros: “los cachacos se morirían de la felicidad de
que les pasara un huracán por Bogotá, para así sentirse caribes”).
Diríase, por las manifestaciones artísticas y culturales
presentadas en el museo, que somos un pueblo de lamentos y de músicas a un tono
de ser lúgubres. Yo esperaba en la última sala un excelente sonido (el que hay
es bastante opaco), y una selección de lo más sabroso del vallenato, del porro,
del merecumbé, de la cumbia; con los vídeo beams proyectando comparsas carnavalescas,
llenas de color, con miles de mulatas meneando las nalgas hasta que se
les rompiera la cintura, para que al final no quedara otra alternativa que
correr a tomarse un ron en el bar que debería tener el museo (sí hay, en
cambio, un restaurantico donde me dejé caer, esófago abajo, un exquisito mote
de queso y una suculenta palangana de fritos).
Sin embargo, la mayor sorpresa -afortunadamente para bien-
corrió por cuenta de los mismos niños que precipitaron mi retirada de la sala de la acción, y con los que coincidimos, también,
en la función de la sala de la expresión.
Durante los pocos chispazos de buena música, en los que se alcanzaba a
presentir el inigualable swing caribe, los niños, espontáneamente y
sin la sugerencia de ningún adulto, improvisaron un baile alucinante, con una
soltura, un desparpajo y una gracia que cualquiera que hubiese visto solamente
ese baile, y nada de lo que se exhibe en el museo, se habría hecho una idea tan
exacta de lo que es la cuestión caribe que ni un millón de museos o tratados
socio-culturales serían capaces de mostrar ni en mil años.
A estas alturas habrá quien se pregunte por
qué, si la música es, en mi opinión, un factor aglutinador de tanto peso en la
prodigiosa mezcolanza humana del Caribe, escogí para el título un ritmo tan
alejado del temperamento bullicioso y alegre que tanto reclamo a lo largo de
todo el artículo. La respuesta es de una simpleza reveladora: a diferencia de
otras zonas en las que los muy caribes boleros (son originarios de Cuba)
sólo se oyen, en el Caribe terminan, inexorablemente, bailándose; y
una noche de boleros en Barranquilla, con el intérprete adecuado, no es nada
diferente a una noche llena de ritmo y paroxismo.
Si no me creen, pregúntenle a Nelson
Pinedo, ese inmortal bacán caribe.
@samrosacruz
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