Hace poco, gracias a los azares
de mi Ipod, oí una vez
más la canciónWhat
a wonderful world: bella música y magistral interpretación de Louis
Armstrong. Pero, como a mi generación no le tocaron los cursitos de inglés “on-line” (sino que,
a lo sumo, alcanzamos para el sistemita de los rótulos sobre los objetos:
pollo, chicken; repollo, rechicken), no había reparado en lo tonto de la letra
de esa canción.
Es de lo más estúpida, díganme a ver si no:
después de revelarnos que la noche es oscura y el día claro, y de enumerar
cosas (nubes árboles, rosas) y asignarles los colores más obvios (nada de nubes
vainilla, arboles rojizos o rosas blancas; no: nubes blancas, árboles verdes,
rosas rojas…como en el kínder), después de eso, digo, nos atropella la colosal
mentira de que hay alguien que ve la belleza en las caras de la gente; o en los
amigos que al preguntarse “¿cómo estás?” realmente están diciendo “te amo”.
Pero todos sabemos que todo el mundo anda por ahí malencarado, y que a nadie le
importa un carajo cómo está nadie debajo de esa frase de cajón. Es como si el
autor de la canción pensara que esa retahíla de pendejadas pudiera dulcificar
el hecho de que el mundo no es nada maravilloso, sino que es una absoluta
porquería.
Sin embargo, después pensé que muchas de
las desgracias, resultado de que el mundo sea una porquería, derivan, gracias a
la invaluable herramienta del arte, en cosas -esas sí- maravillosas.
Cosas que, de otra manera, bien pudieran nunca haber existido. Me refiero, por
ejemplo, a que si los nazis no hubiesen bombardeado al pueblo español de
Guernica en 1937, Picasso probablemente jamás habría pintado el majestuoso cuadro
que repite el nombre de la población devastada.
La crucifixión de Cristo es otro hecho
horrendo sublimado por millones de pinceles, martillos, cinceles, plumas, e
instrumentos musicales, que han prodigado placer estético y místico por
generaciones; porque si lo miramos bien, quitándole las connotaciones
religiosas y culturales, es esa una forma bastante bárbara de ejecutar a
alguien: colgar a un pobre fulano de un madero después de propinarle la paliza
de su vida, y esperar a que se ahogue por su propio peso, se desangre, muera de
sed, o lo devoren vivo los buitres. Con todo, el Cristo de Dalí es grandioso.
Incluso, hay veces que dos tragedias se unen para producir un
resultado magnífico: poco después de que el compositor italiano Giussepe Verdi
viera morir a su esposa y sus dos hijos, le encargaron la música de una
tragedia basada en el exilio hebreo en Babilonia, ocurrido después de la
primera destrucción del templo. De su tragedia particular, y de la milenaria
judía, nació Nabucco, cuyo
tercer acto contiene un coro titulado Va,
pensiero, el cual me conmueve hasta las lágrimas cada vez que oigo
una de las muchas versiones que de éste he podido conseguir.
Por otro lado, no sólo los actos humanos convierten a este mundo
en un valle de lágrimas susceptible de ser maquillado por el arte. Hay eventos
dolorosos de los que nadie en particular tiene la culpa. Los recientes rumores
sobre el Alzheimer que sufriría García Márquez (lo que no le permitiría
escribir más), nos golpean a todos los que admiramos su gran obra. No obstante,
la infame enfermedad familiar que supuestamente padece Gabo, fue la misma que
aquejó hasta la locura a su abuela Tranquilina Iguarán, y fue, irónicamente,
gracias a esos delirios seniles en los que la anciana hablaba con la más asombrosa
naturalidad acerca de hechos sobrenaturales y extraordinarios, que el escritor
de Aracataca adquirió la habilidad de contar historias inverosímiles con tanta
verosimilitud. Hecho que finalmente dio vida al prodigio de Cien años de soledad.
Obviamente, en un mundo de porquería, no todos los pretendidos
alivios logran glorificar a sus respectivas desgracias. Hay unos que las
empeoran. Y no hablo de, digamos, la reciente restauración del Ecce-Homo de
Borja por parte de una anciana “proactiva”, como dicen ahora; ese, por lo
menos, ha dado pie para millones de risas medicinales que nos anestesian
momentáneamente de tantas catástrofes cotidianas. Pienso, en cambio, en cómo
las carnicerías de las batallas de independencia colombianas fueron, si cabe,
agravadas por el sádico de Rafael Núñez en esa fechoría literaria, con ínfulas
de poema, llamado Himno Nacional. No sabe uno si salen mejor librados los
muchísimos desastres que ni siquiera tienen un poeta de segunda categoría que
los llore.
Volviendo a What a wonderful world y sus idioteces almibaradas, se me
ocurre que la belleza de los niños llorando (?) y los cielos azules, si bien
como letra de canción constituyen un pequeño cataclismo intelectual, nos
permiten a cambio –sobre todo a los que no entendemos muy bien inglés-
disfrutar de una magistral interpretación más de esa maravilla de cantante que
es Louis Armstrong. El afortunado ensamblaje entre su inigualable intérprete y
su bella música es el sombrero que logramos rescatar de una canción que, en vez
de ser un ahogado que se precipita al fondo del mar de la mediocridad, nos
convence, al menos durante sus tres minutos de duración, de que este es un
mundo maravilloso.
@samrosacruz
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