sábado, 4 de junio de 2011

EL SÉPTIMO SELLO

“Examinen fragmentos de pseudociencia y encontrarán un manto de protección, un pulgar que chupar, unas faldas a las que agarrarse. Y, ¿qué ofrecemos nosotros a cambio? ¡Incertidumbre! ¡Inseguridad!”  Isaac Asimov
“Propiamente leída, la Biblia es la fuerza más potente para el ateísmo jamás concebida.”  Isaac Asimov

Harold Camping de 89 años, biblia en mano, es el pastor detrás de la histeria colectiva desatada recientemente por un nuevo, irritante y, por supuesto, fallido vaticinio del fin del mundo. Aunque, bueno, en realidad no sé si deba irritarme, o más bien compadecerme de los pobres incautos que –increíblemente- siguen cayendo en este tipo de trampas (el mencionado pastor logró recaudar 80 millones de dólares entre los creyentes del sombrío pronóstico).  Y digo increíblemente, no porque crea que la estupidez en el mundo retroceda (ya decía Einstein que era la única cosa, por cierto, infinita), sino porque, en plena era de la información, ya todo el mundo debe haber asistido al menos a dos o tres falsos positivos en torno al final de los tiempos.
Lo más desesperanzador es que los charlatanes que dirigen estos movimientos, ni siquiera tienen que acudir a argumentos nuevos.  Espeleólogos, como son, de los miedos que subyacen en las profundidades de la psique humana, acuden a trilladas tesis: incremento de catástrofes naturales, códigos cifrados de arcanos oráculos, mensajes crípticos de libros sagrados, manifestaciones del más allá, y todo un basurero de tonterías que a veces costaría trabajo pensar que las creyeran niños de kínder.  Alguien decía que la ignorancia no es sólo la falta de conocimientos, sino el exceso de información absurda con la que muchos rellenan sin piedad sus cerebros.
El miedo irracional a la muerte, a no saber que sigue después, es lo que puede explicar en parte esos fenómenos.  Aún así, no se entiende cómo un grupo de personas adultas prefiere pagar fuertes sumas de dinero a sectas que sostienen sus explicaciones con necedades, y no acudir a análisis más razonables que se consiguen gratis en la internet.  Ante pruebas más lógicas, como las que nos presenta un científico tan respetado como Isaac Asimov, la gente suele mostrar el escepticismo que realmente necesitan para esas otras ocasiones.
Para Asimov, los cataclismos son azarosos, pero no necesariamente se reparten equitativamente en el tiempo: son cíclicos. Y hay veces en que estamos en el ciclo malo. Para ilustrarlo, pone el ejemplo del año 1985, particularmente destructivo por parte de la naturaleza: la catástrofe de Armero aquí en Colombia, el terremoto de Ciudad de México, y otros más en Chile, China y URSS.  Pero además, atribuye la falsa impresión del creciente aumento en el número de desastres a dos fenómenos contemporáneos: la superpoblación y la globalización de las comunicaciones.  De entre los muchos ejemplos que trae a colación en su artículo “Los estragos de la naturaleza”, el cual recomiendo ampliamente, escogí dos.  El primero: el más violento terremoto de los E.E.U.U., desde que se tienen mediciones, sacudió el medio oeste del país en 1812, destruyó 150.000 acres de bosque y cambió el curso del río Mississippi en varios lugares.  Sin embargo, por ser, en esa época, una zona casi deshabitada, no se reportó ni un solo muerto.  Si ocurriera el mismo terremoto en la actualidad, resultarían muertas miles de personas. Segundo ejemplo: un feroz terremoto aconteció en China en 1556 y enterró a la friolera de, ojo, 830.000 personas.  Y en Europa ni se enteraron.  Y mucho menos en América,  seguramente, porque, entre otras cosas, no hubo ningún chinito asustado que pudiera mandarnos un trino advirtiéndonos del suceso.
Supongo que en 1985, con la gran cantidad de desastres naturales acaecidos y la proximidad de un año con una cifra magnética: 2000, hubo terreno fértil para que los embaucadores tomaran el libro del Apocalipsis, y empezaran a hacer retorcidas analogías de los acontecimientos de 1985, con las profecías allí presentes.  En dicho libro, que por cierto no han leído los diseñadores de calcomanías de “Dios es amor”, el cordero degollado abre los siete sellos, lo cual origina una aterradora cadena de eventos que traerá calamidades sin cuento a la humanidad que no ha sido elegida -o sellada- para subir a los cielos (como la liberación de los cuatro jinetes justicieros).  Pero lo más pavoroso sobreviene con la apertura de el séptimo sello: pestes, bombardeos estelares, plagas, tormentas de fuego, y fieros enfrentamientos entre una mujer y fabulosas bestias multicéfalas, que recuerdan  los momentos en los que uno, por el fragor de la batalla en la pantalla, se despierta en el teatro al que acudió a ver una de esas largas y aburridas películas tipo El Señor de los Anillos, en los que no se sabe quién está a favor de quién ni en contra de quién.
El genial director y guionista de cine sueco Ingmar Bergman no pudo expresar mejor estos fenómenos en su obra maestra El Séptimo Sello.  En plena edad media, un caballero andante y su escudero regresan a su tierra   después de 10 años de pelear en las Cruzadas.  Lo que encuentran es una zona asolada por la Peste Negra, y a los sobrevivientes interpretando esas circunstancias de enfermedad y muerte colectivas, como una de las señales bíblicas del Apocalipsis.  La mayúscula carga simbólica de la cinta, hace posible que el caballero juegue una partida de ajedrez con La Muerte, bajo la amenaza que, de perder, ésta se lo llevará a él y a quienes lo acompañen.  En la historia, hay un marcado contraste entre el caballero, asaltado por dudas acerca de la vida después de la muerte y la existencia de Dios, y su escudero, más mundano y materialista.  Durante la larga partida de ajedrez, el caballero logra distraer a La Muerte -que a la postre resulta vencedora- mientras huye un grupo de sus acompañantes: un joven matrimonio y su pequeño hijo.  De esta manera, hace la buena acción que le da sentido a su vida y espera con tranquilidad que La Muerte se lo lleve, junto al resto de los que están con él, a bailar la danza final.
Teniendo en cuenta que todos, tarde o temprano, danzaremos la macabra melodía, sería bueno llevar una vida a mitad de camino entre la que llevaba el caballero y la que llevaba su escudero.  Un equilibrio en el que, además, imperen los comportamientos éticos basados en el respeto al prójimo; tratando de gozar de las cosas buenas de la vida sin tantos remordimientos y culpas, pero conservando cierto misticismo que le dé sentido a la misma.  Sería mejor eso que hacerles caso a esos timadores terroristas de todos los pelajes, que pescan en el río revuelto oscurantista de la ignorancia y el miedo.  Y no me refiero sólo a los energúmenos cristianos que esgrimen el libro del Apocalipsis como arma extorsiva, sino a todos los demás defraudadores que usan, con los mismos fines, profecías mayas, predicciones de Nostradamus y supercherías por el estilo. (La única señal apocalíptica que me hace dudar un poco es la destrucción de Babilonia, la gran prostituta.  Puesto que Babilonia se convirtió en sinónimo de gran ciudad, caótica y lujuriosa, no puedo dejar de pensar en una señal del Apocalipsis cada vez que transito por las calles de la Bogotá contemporánea)
Si La Tierra no es embestida por un asteroide gigante en los próximos cinco mil millones de años, lo más probable es que, como dice Carl Sagan en su libro Cosmos, sea devorada por El Sol, convertido para entonces en un gigante rojo.  Así que, si antes la humanidad no ha desaparecido por cuenta del holocausto nuclear, de cambios en las condiciones atmosféricas, o de cualquier otra causa natural o provocada por la mano humana, ese será el verdadero fin del mundo.  Aún si lográramos mudarnos de planeta, llegará el momento, dentro de muchos miles de millones de años más, en que todo lo existente en este universo se apretujará en un agujero negro: el Big Crunch.  Y todos nosotros,  nuestra descendencia, nuestros carros, televisores, teléfonos celulares, casas, joyas y demás pertenencias que tanto nos afanamos por conseguir, quedarán, revueltos con los demás seres vivos, astros del universo y hasta los sellados del Apocalipsis, reducidos a la singularidad de un minúsculo punto de energía, donde cesará incluso la dimensión del tiempo: el final de los tiempos, literalmente.  Y ningún predicador, ni usted, ni yo, ni nadie existente o por existir, podrá hacer absolutamente nada al respecto.  Lo lamento.

2 comentarios:

  1. Una de mis favoritas!

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  2. Excelente como siempre, el miedo a la muerte (sobretodo a la mortalidad) realmente es la fuerza que mueve el mundo más que el tan mencionado amor; especialmente en nuestra cultura occidental donde la muerte se tiñe de tragedia y se baña con todas los consuelos de tontos (para los males de muchos) de nuestra iglesia. Solución...ninguna...pal hueco vamos todos sin freno, así que a disfrutar las cosas realmente importantes de la vida, que por cierto casi nunca son cosas y nunca se pueden comprar por más que se intente.

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