viernes, 24 de junio de 2011

EL DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE


-Médico: Señor Sinatra, ¿cuánto bebe usted?
-Frank Sinatra: unos treinta y seis tragos al día doctor
-Médico: en serio, señor Sinatra, ¿cuánto bebe usted?
-Sinatra: ya se lo dije: treinta y seis tragos al día
-Médico: ¿cómo puede estar tan seguro?
-Sinatra: se lo explicaré: todos los días me tomo una botella de Jack Daniel’s, lo cual equivale a treinta y seis tragos
-Médico: ¿Y cómo se siente por la mañana?
-Sinatra: no lo sé: nunca me levanto por la mañana, y no estoy seguro de que usted sea el médico apropiado para mí.
Poco tiempo después, Sinatra recibió la noticia de la muerte del  médico, debida a complicaciones circulatorias

Anécdota de Frank Sinatra, 1915-1998 (83 años)


Un nuevo estudio indica que, contrario a lo que se pensaba…  ¿Quién no ha leído contínuamente, en revistas y periódicos, artículos referentes a la salud y el bienestar que tienen como inicio la anterior frase?  Creo que nadie.  Y a veces perece que, cuánto más avances logramos en materia médica, más incierto es el comportamiento que debemos llevar para lograr, lo que se llama ahora, un estilo de vida sano.  El caos informativo en cuanto a los hábitos saludables es formidable.  Tanto que, de seguir las centenares de instrucciones acerca de ejercicios y hábitos que hay que realizar u observar a diario, sumado a las restricciones alimentarias que hay que cumplir para evitar el cáncer, el colesterol alto, la diabetes y otras amenazas macabras, terminaríamos rogando un cupo en un monasterio de monjes cartujos, cuyos votos de obediencia, castidad y pobreza se deben parecer mucho a una vida así, pero con la ventaja de que incluyen la salvación del alma.
El huevo de gallina, por ejemplo, puede pasar de enemigo número uno de las arterias (y por lo tanto hay que restringir su consumo) a aliado incondicional del sistema óseo (y por lo tanto hay que incrementarlo).  Todo en el lapso de una edición a otra de una misma revista.  O el colesterol “bueno”  (HDL) pasar de beneficioso a neutral, de ahí a dañino y otra vez a beneficioso, en el curso de escasos dos meses, sin que siquiera parpadee el editor de la sección correspondiente.
A eso se suman otras informaciones terroristas referentes a los efectos devastadores de la casi totalidad de acciones cotidianas del humano occidental promedio: uso del teléfono celular, exposición a los rayos solares, práctica de videojuegos, ver más de una hora de televisión al día, cohabitación con aparatos electrónicos, consumo de productos procesados, acceso a grandes volúmenes de información, y una sucesión de amenazas adicionales que son el sueño dorado de los psiquiatras.  Lo particular de todo esto sigue siendo que, dos páginas después, en la misma publicación, cualquiera de las anteriores prácticas, será ponderada de alguna manera o, por lo menos, presentada como una condición sine qua non podría alguien desempeñarse exitosamente en el modo de vida contemporáneo.
Esa atmósfera  de paranoia que nubla los hogares una vez se abre el periódico, o se enciende la radio o el televisor, es la misma que se respiraba en la novela “El Diario del Año de La Peste”, de Daniel Defoe: la gente, por temor a contagiarse en la Londres de 1655, tomaba minuciosas medidas. Llevaban, por ejemplo, el cambio exacto con el fin de no entrar en contacto con el dinero del comerciante que les vendía el producto, y muchas otros cuidados extremos, dignos de un enfermo de inmunodeficiencia severa combinada. En realidad, sus excesivas precauciones eran inútiles, puesto que la bacteria causante de la enfermedad se encontraba en las pulgas que habitaban en ratas (la verdadera peste en aquella Londres) y humanos, la cuales, una vez muerto el hospedante, saltaban a los deudos o ratas más próximas, iniciando el ciclo de un nuevo enfermo.
Ya no estamos en 1655, sino en plena era científica y tecnológica.  Entonces, ante este colosal despelote informativo, caben dos preguntas: ¿hay que rellenar a como dé lugar esas secciones de salud y bienestar de periódicos y noticieros?, ¿quién paga esos incesantes estudios? Para la primera creo que la respuesta es sí: el afán de vender ejemplares o de subir el raiting lleva a un periodismo amarillista que aprovecha el mínimo filón, que le dé un dudoso cable noticioso, para fabricar un titular impactante, como dirían estos vivarachos superdotados.  Para la segunda, la respuesta, como no es difícil de imaginar, es: las grandes corporaciones.  Gigantes farmacéuticas, por ejemplo, que deben vender, también a como dé lugar, sus productos.  En consecuencia, pagan estudios a la medida a facultades de medicina de universidades codiciosas, que ponen la ciencia al servicio del gran capital: no en vano los estudios son sospechosamente específicos y nunca arrojan resultados concluyentes: siempre son parciales y “hay que seguir investigando otras variables”. (En contraste con todo lo anterior, hay otros periodistas serios que nos informan sobre los verdaderos peligros de comer, por ejemplo, carne contaminada.  Son quijotes que denuncian y se enfrentan a peligrosas mafias y, ante los cuales, me quito el sombrero).
Tanta intimidación contradictoria acaba por insensibilizar a cualquiera, incluso frente a las pocas cosas que la ciencia ha establecido, más allá de toda duda razonable,  son perjudiciales para la salud.  Como el consumo excesivo de tabaco.  Yo, que tozudamente me niego a comprar un apartamento adicional para almacenar allí a mi televisor, equipo de sonido y celular, y que cometo la temeridad inaudita de caminar hasta el supermercado sin embadurnarme con una capa de cuatro centímetros de crema bloqueadora contra rayos UV, pienso que debo seguir el ejemplo de mi abuela Josefina, quien, a una semana de cumplir sus primaverales noventa años, goza de cabal salud.
Ella, mi abuela, me ha enseñado, a través de su inteligencia vital y de su sabio desconocimiento de esos científicos pistoleros y de sus infames y estúpidas teorías (la verdadera peste actual), que no hay que buscar la fiebre en las sábanas; que la prostitución de la ciencia (denominémoslo cientificismo meretriz) casi equivale a la ignorancia del año de La Peste en Londres. Por lo tanto, sin que yo quiera hacer aquí una apología de los malos hábitos,  pienso que es más bueno que malo para la salud, comerse unas deliciosas hayacas hechas por mí abuela, acompañadas de unos buenos mojitos, y a pleno sol del mediodía en las playas de Cartagena.

1 comentario:

  1. Excelente! En realidad hemos pasado de seres Humanos a seres Hipocondríacos con tanta indundacion Médico-Mediática.

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