sábado, 14 de enero de 2012

TRAINSPOTTING

"Porque no importa cuánto ocultes o robes, nunca alcanza". Renton, Trainspotting

Esta mañana (escribo esto el viernes) oí en una entrevista radial a uno de esos expertos mundiales en economía que son una suerte de oráculos para los grandes inversionistas. El tema tratado era (cómo no) la sostenida crisis mundial que nos afecta desde 2008. El experto hallaba culpables para ésta: los bancos y sus peligrosos (pero atractivos y tentadores) productos financieros. Pero detrás de productos y corporaciones hay, por supuesto, personas; personas a las que calificó, sin más vueltas, de adictas al dinero. Difícilmente se puede encontrar una mejor definición.


Inmediatamente vino a mi mente aquella gran película de los años 90: Trainspotting. Esta es la historia de tres jóvenes cuya adicción a la heroína se convierte en su único estilo de vida. Viven por y para alimentar su insaciable vicio, sin que les importen las consecuencias de sus acciones, muchas de las cuales no sólo los perjudican a ellos, sino también a perfectos deconocidos e incluso a sus seres queridos. Así -también- son estas personas, los llamados banqueros, quienes, desde las cúspides de las pirámides corporativas, destilan su bilis avarienta hasta las mismísimas bases, contaminándolo todo. Es una reacción en cadena, un efecto dominó, que arrasa con todas las consideraciones éticas y morales que encuentra a su paso: sólo existe una cosa en el mundo por y para la cual vivir: el dinero (que nunca duerme, según un inolvidable personaje de otra gran película, esta vez de los años 80).

Y aquí es donde nos preguntamos en qué momento viramos hacia ese despeñadero al que inevitablemente nos conducirá la furia codiciosa que estamos viviendo. Amor al dinero ha habido siempre; hace cuatrocientos años ese poderoso caballero era objeto de las rimas de Quevedo; y hace dos mil, en la forma de unas cuantas monedas de plata, bastó para que Judas traicionara a su maestro. Pero estoy seguro de que la actual voracidad monetaria es un hecho sin precedentes en la historia. Somos homogenizados desde la cuna para que todas las demás dimensiones de la vida (artísticas, intelectuales, físicas) no sean sino un medio para conseguir dinero, y no un fin en sí mismas. Que no se puede comer aire y, por lo tanto, hay que procurar las necesidades básicas que, casi sin excepción, requieren de dinero, de acuerdo. Pero una cosa es satisfacer dichas necesidades e, incluso, destinar unas reservas para garantizar un final de vida tranquilo, y otra cosa es la acumulación patológica de activos imposibles de gastar, ni aún viviendo cien vidas, mientras millones se mueren de hambre.

Puede que la explicación estribe en la desmedida lucha por el estatus en la que, como en una carrera de ratas, estamos involucrados al ser habitantes de estos enormes conglomerados humanos a los que el zoólogo Desmond Morris denominó supertribus, y que no son otra cosa que nuestras grandes urbes contemporáneas. Las condiciones actuales difieren drásticamente de las imperantes hace veinte mil años, cuando cada ser humano contaba con un espacio vital novecientas noventa veces veces superior al actual. Existían entonces mecanismos más claros para definir el estatus de cada cual. Y es para ese escenario, y no para el de las supertribus, que está diseñado nuestro cerebro, el cual no ha podido evolucionar al vertiginoso ritmo de los cambios sociales. Hoy día, a pesar de las monstruosas desigualdades que prácticamente sellan el destino de cada uno de nosotros al nacer, cualquiera puede, en teoría, acceder a las cumbres sociales, económicas y de poder. 



Esa constante (y perversa) presión ejercida a través de todas las esferas de la vida, es un componente del que es casi imposible sustraerse (presión que padecemos desde la escuela y el hogar hasta las más inocentes actividades de entretenimiento: ¿conocen, por ejemplo, algún videojuego cuyo objetivo sea otro distinto al de terminar como el amo del universo?).

Las supertribus, entonces, nos han hecho adictos a muchas cosas que actúan como válvulas de escape. Es inevitable desde el punto de vista biológico esa conducta psicópata de los poderosos por excelencia: los banqueros. Pero por muy entendible que sea no es, ni de cerca, excusable. Es por eso que desde la óptica racional urge una solución a la peor de esas adicciones: al dinero. Muchas adicciones pueden dañar a otras personas diferentes al adicto; así nos lo deja ver Trainspotting en la horripilante escena que nos muestra a un bebé muerto de física inanición debido al descuido de los adultos que lo acompañaban, envueltos éstos en una saturnalia de drogas de muchos días, y cuyo consuelo para el dolor de la pérdida del bebé consistió en prepararse un nuevo toque de heroína. Pero son más bien pocas adicciones, como la del dinero, las que no sólo afectan poco al adicto, sino que son increíblemente dañinas para millones de otras personas: no es, en este caso, un bebé que muere por dejadez, sino millones y millones que mueren todos los años por algo peor: por maldad (o si no que lo digan las centenas de miles de niños desnutridos de nuestro país, para no hablar de los del cuerno de África, abandonados a las hienas). Todo eso sin las horrorosas alucinaciones que, durante el síndrome de abstinencia, debía tributar el adicto protagonista de la película: estos banqueros nunca padecen el síndrome de abstiencia: cuando se les acaba la sustancia, consecuencia de sus sucios y malos negocios, siempre estará el alcahueta -y servil- papá gobierno para auxiliarlos: aquí tienes tu maldita droga. Y ellos celebrarán con otro toque (de billete).

Lo decía el economista de esta mañana: se busca al culpable donde sólo hay víctimas: en los pensionados, en los que perdieron sus casas, en los que vieron esfumarse sus ahorros de toda una vida. Los culpables no son esos, son aquellos delincuentes de cuello blanco cuyas movidas escatológicas terminan salpicándonos a todos. Para finalizar, y a propósito de eso, voy a referirme a otra de las escenas de la película: el adicto protagonista, en uno de sus múltiples intentos de dejar la heroína, se ve acosado por los primeros malestares de la abstinencia, por lo que decide introducirse unos supositorios de opio que providencialmente le suministra un dealer. Sin embargo, momentos después, se ve en la imperiosa necesidad de descargar sus intestinos; pero en vez de encontrar el impoluto baño que imagina, ingresa al único disponible ("El peor baño de Escocia"): una porqueriza maloliente y anegada cuyo inodoro averiado almacena las heces fecales de anteriores usuarios. Una vez aliviado, el angustiado junky cae en cuenta de dónde deben estar ahora los supositorios y, sin pensarlo dos veces,  mete las manos en su propia mierda hasta dar con las dos cápsulas salvadoras. 



Y exactamente así es el comportamiento de esos banqueros de mierda.

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