viernes, 2 de diciembre de 2011

NO FUTURO

 “Indudablemente es más fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre prolongada” El Corazón de las Tinieblas, Joseph Conrad

Todos, como un disco rayado, decimos una y otra vez que a nuestro país se lo llevó el diablo. La felonía, infamia, canallada (pónganle el calificativo más abyecto de todos y aún así se quedarán cortos), cometida por las FARC el 26 de noviembre realmente no tiene nombre: ejecutar a sangre fría a cuatro miembros de la fuerza pública, secuestrados y confinados durante lustros en infrahumanos campos de concentración, es de una bajeza que nos debe hacer preguntarnos qué carajos es lo que estamos haciendo tan mal como sociedad para producir seres humanos capaces de perpetrar un acto de esa naturaleza.

Bien pude basar esta columna en la película Asesinos por Naturaleza, pero no: la cosa no es así de fácil. No es así de simple nuestra compleja realidad como la pretenden ver nuestros dos últimos presidentes de la república, cuya brillantez mental admiran tantos (como de superior calificó a la mente de Uribe su asesor José Obdulio). No parece sensato que alguien con acceso privilegiado a la información de este país crea que la problemática se reduce al hecho de que hay 18.000 psicópatas viviendo entre nosotros; que en nuestros genes cargamos esa tara fratricida que nos mantiene en esta guerra sin fin.

Para mi más sensato es pensar que nuestros envalentonados mandatarios, con su discurso intimidante, no son más que unas gallinitas asustadas que se vuelven una gelatina ante los más peligrosos criminales que tiene el país y que, a la larga, son los principales generadores de la guerra: los poderosos, los plutócratas. Pero, claro, cómo no van a estar asustados, si en Colombia son más mortíferas las chequeras que los fusiles.

El creer que los asesinos se dan en el país por generación espontánea es, o bien cándido (y estúpido), o bien deshonesto (y criminal).  Estudios muy serios, basados en datos de la ONU y el Banco Mundial, han demostrado que, al margen de la riqueza o pobreza de un país, el principal generador de problemas es la desigualdad en la repartición de los recursos, guardando estos dos fenómenos, entre sí, una relación directamente proporcional: a mayor desigualdad, mayor número de homicidios, población carcelaria, deserción escolar, enfermedad mental, obesidad, mortalidad infantil, etc… ) 

De hecho la pendiente representada en los gráficos de resultados se mantiene prácticamente inalterada aún si el estudio se limita solamente a los países del primer mundo: el extremo conveniente se encuentra encabezado por Japón -el país más igualitario del planeta-, seguido de cerca por otros países con números similares en cuanto a reparto de la riqueza: Finlandia, Noruega, Suecia.  En contraste, en el extremo inconveniente, donde hay más homicidios, población carcelaria, mortalidad infantil, etcétera, se encuentran los países que en el mundo desarrollado presentan las cifras más desequilibradas en ese aspecto: Singapur, el Reino Unido, y Estados Unidos.




Incluso si el experimento se traslada al interior de los Estados Unidos, el ángulo de la pendiente es similar; y a lo largo de la pendiente se ubican los estados de la Unión según su índice de reparto de la riqueza, independientemente de su PIB: los más desiguales en la parte alta de la línea, dónde las cifras poco contribuyen a la formación de una sociedad deseable; y viceversa.

Todo esto va a que, según el último estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PUND), Colombia es el tercer país con el reparto de la riqueza más inequitativo del planeta, precedido sólo por Haití y Angola. Entonces: ¿no sería más inteligente –y sobre todo más honesto- pensar que la barbarie que vivimos se deba, cómo no es difícil de inferir a partir de los estudios mencionados, a ese esquema homicida y no a un improbable pasatiempo sanguinario de miles de personas?

Algunos, para justificar la existencia de la guerrilla, argumentan que nuestra accidentada topografía le facilita los escondrijos. Pero Japón está lleno de montañas. Y si aquí tenemos los Andes, en Suiza tienen los Alpes. Y ninguno de los dos países tiene –ni remotamente- guerras intestinas. Sin duda esa circunstancia topográfica no ayuda a la erradicación de insurgentes, pero es que el problema no es dónde están, el problema es por qué están. ¿Y –razonan otros- nuestro pasado violento signado por la conquista española? Pues lo compartimos con otros países que, al no tener una desigualdad tan marcada como la nuestra, no presentan cifras tan lamentables, pero que, así mismo, al no tener una igualdad como la japonesa, tampoco presentan los deseables números nipones.

Cuando existen desigualdades tan acentuadas las sociedades tienden a presentar más casos de desprecio o exclusión por parte de unos grupos hacia otros. Y paralelamente se va abonando el terreno para la germinación de odios y resentimientos en vía contraria entre esos mismos grupos.  ¿Cuál es la solución? En Japón políticos realmente corajudos, desafiando a la plutocracia, han tomado medidas audaces en contra de la inequidad: allí el presidente de una gran corporación, por ejemplo, no puede ganar más de ocho veces lo que gana el empleado peor pagado. En Noruega, enfrentando valientemente a los mismos poderosos, lo hicieron de otro modo: las diferencias en salarios pueden ser enormes, pero mientras más gane una persona, mayor es su carga impositiva (sustancialmente mayor), lo que termina reduciendo drásticamente esas nocivas brechas. Y los impuestos de allí derivados se asignan a la asistencia social.

Por esta época navideña, y como todos los años, la emisora La W adelanta una campaña para resarcir –merecidamente- a los miembros de las fuerzas armadas heridos en combate. Y también todos los años, entre las risas nerviosas y los halagos zalameros de Julito y su corte, la emisora recibe la llamada del hombre más rico del país: Luis Carlos Sarmiento, propietario del principal conglomerado bancario; el mismo que, según el propio Sarmiento, este año arrojará utilidades por la friolera de un millón de millones de pesos.

Quiso el irónico destino -o el frio cálculo- que este año la cantidad destinada por el empresario a favor de la causa de los soldados fuese de 250 millones de pesos, exactamente el cuatro por mil de sus pingües ingresos proyectados. Tal cantidad, que probablemente produzca en su cerebro la dosis de oxitocina suficiente para mantener su tranquilidad espiritual hasta la próxima navidad, son meras monedas si hablamos de reparar los daños que nuestro perverso modelo económico ocasiona.

Según el Ministro de Trabajo, Rafael Pardo, en Colombia “1’129.054 trabajadores devengan un salario mínimo, es decir 535.600 pesos, mientras que 17’005.747 de personas subsisten al mes con hasta dos salarios mínimos”. Y según el DANE “11’410.000 colombianos (…) ganan menos de un salario mínimo”. Demoledoras cifras. Eso quiere decir que de 44 millones de colombianos las dos terceras partes -casi 30 millones- van a tener la siguiente relación de ingresos con respecto al hombre más rico del país: 17’005.747 de ellos ganarán 77.736 veces menos dinero que el banquero, 1’129.054 ganarán 155.472 veces menos, y 11’410.000,00  ganarán aproximadamente 300.000 veces menos. Aún pagando todos los impuestos que por ley le corresponden, sin que recurriese a trapisondas contables, tendríamos que servirnos de símiles de astronomía para ilustrar la colosal distancia resultante entre los niveles de ingreso de Sarmiento y los de esos casi 30 millones de colombianos (y los de algunos millones más).

Las chequeras de los plutócratas, siempre prestas a girar jugosas sumas a campañas de políticos de bolsillo -que más tarde legislarán a favor de perpetuar la pérfida inequidad-, bien pueden ser consideradas armas de destrucción masiva. Y los giradores de esos cheques, criminales de lesa humanidad, así se presenten, disfrazados de siniestros papanoeles, como los grandes benefactores: “No hay peor enemigo que aquel que trae rostro de amigo” reza un sabio refrán.

El director Víctor Gaviria nos presenta en la película colombiana Rodrigo D. No Futuro a seres humanos sin la menor esperanza de llevar una vida digna (para no hablar de, digamos, lograr algún tipo de movilidad social). Ladrones, extorsionistas, secuestradores, vagos, suicidas, limosneros… He ahí el bastimento del que se compone el sancocho social de los grupos marginados que expone la cinta. Y, por supuesto, asesinos a sangre fría, como los infames ejecutores de los cuatro uniformados. Aquellos 11’410.000 colombianos que ganan menos del -ya de por sí- miserable salario mínimo son los millones de Rodrigos D que sobreviven en el no futuro de nuestra nada ficticia franja de pobreza absoluta, humillada por la ofensiva opulencia de unos pocos.

Si queremos detener la producción en serie de homicidas, los mandatarios deberían mostrarse igual de machitos con los propietarios de esas macabras fábricas de muerte como lo son frente a los enemigos de siempre, los convencionales. “La culebra sigue viva” peroran insistentemente Santos y Uribe. La culebra no: las culebras. Pero la solución para acabarlas no consiste en intentar pisotearlas a todas: consiste en acabar con sus temibles criadores.

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